—Arlo, estamos esperando.
Don Gervase sonrió con sarcasmo cuando Arlo Smoot se pasó la mano por la cara cuajada de arrugas. Parecía no saber qué hacer.
—¿Y bien?
—No le hagas caso, papá. Tú pégale —bufó Rudy.
Arlo miró obtusamente a don Gervase. Luego, volvió a clavar los ojos en el suelo.
—¡Vamos!
De pronto, Arlo Smoot reaccionó, pero no como esperaba Rudy. Se dio la vuelta y se puso delante de Pearl en actitud amenazadora.
—Será mejor que se la des —dijo con aspereza.
Pearl lo miró sin salir de su asombro.
—¿Qué?
—Dale lo que quiere. Si no lo haces, te tiraré ahora mismo del puente.
Rudy miró a su padre con la mandíbula desencajada.
—Pero papá, pensaba…
—¡YA! —gritó Arlo, tan alto, tan agudo y en un tono tan aterrador que Rudy se apartó. Pearl lo miró a la cara, buscando algo que no estaba allí.
—¿P-Papá? —farfulló, apoyándose en el pretil—. Papá… no estás bien… te ha pasado algo… Papá…
—¡Dame la pelota! —bufó él, entrecerrando los ojos.
—Yo que tú haría lo que dice —añadió don Gervase, sonriendo con suficiencia—. No habla por hablar.
De pronto y sin saber muy bien por qué, Tom saltó sobre Arlo Smoot y lo golpeó en el pecho, tan fuerte que él cayó al suelo de espaldas, dándose un golpe fortísimo en la cabeza. En un santiamén, Tom se había levantado, tenso y temblando. Pearl y Rudy lo estaban mirando con los ojos como platos.
—Pero…
—No es vuestro padre —dijo roncamente Tom, mientras Arlo gemía en el suelo—. No lo creáis. Es otra persona.
Los skrolls encapuchados avanzaron en masa, con las lanzas bajadas, preparados para atacar…
—¡Esperad! —vociferó don Gervase, parando su avance con la mano—. Esperad, camaradas, por favor.
Miró al hombre que gimoteaba en el suelo y, luego, a Tom. Parecía vagamente decepcionado, pero también vagamente impresionado. Con una sonrisa irónica, volvió a dirigirse a Pearl.
—Por supuesto, señorita Smoot, Tom tiene razón. Ese hombre no es tu padre, solo se le parece —dijo, sin inmutarse—. Tu verdadero padre está aquí. —Chasqueó los dedos, el muro de skrolls se dividió y apareció otro hombre.
—¿Pearl? ¿Rudy? ¿Sois vosotros?
La voz era conocida, y también el rostro. Arlo Smoot, pálido, vestido de otra forma, pero con el mismo aire desaliñado de siempre. Parecía que acabara de levantarse de la cama.
—¿Papá? —preguntó Rudy, con vacilación.
—Sí, soy yo —respondió el hombre—. ¿Es que no se me nota?
Pearl lo miró desconcertada. Desde luego, era idéntico a su padre, pero también lo había sido el hombre que yacía en el suelo.
—Lo cierto es que no —dijo con frialdad—. ¿Dónde has estado?
—Oh, por ahí. Oye, os he estado buscando —farfulló Arlo—, y ahora os he encontrado. Qué alivio, Dios mío.
Pearl y Rudy miraron al hombre con recelo. Tom sabía qué estaban pensando.
—¿Y qué crees que debería hacer con la pelota-escarabajo?
Don Gervase miró a Arlo; también él parecía estar genuinamente interesado. El hombre se retorció, incómodo.
—Dime, papá, ¿qué debería hacer?
Arlo seguía sin mirarla a la cara. Pearl lo estaba fulminando con la mirada.
—¿Y bien?
—Cariño, el caso es que es demasiado peligrosa para llevarla encima —dijo Arlo con una sonrisa, acercándose a ella—. Es poderosísima, y muy peligrosa. Creo que lo mejor sería que me la dieras. Para que la guarde yo. —Abrió la mano—. Venga, Perlita, dásela a papaíto.
Hubo silencio. Pearl ladeó la cabeza, sin terminar de creerse lo que acababa de oír.
—¿Qué has dicho?
Arlo le sonrió, estúpidamente.
—Cariño, he dicho que se la des a papaíto.
Pearl se decidió, y ahora fue ella quién sorprendió a todos.
—Está bien —dijo, encogiéndose de hombros, y en un instante había cogido la mano que el hombre le tendía y tirado de ella con fuerza mientras se hacía simultáneamente a un lado.
—¡Eh! —gritó Arlo—. ¡Eh! ¡Pero…!
Pero, al momento, Pearl lo había arrojado al abismo.
A Rudy se le desencajó la mandíbula del susto. Estaba aturdido.
_ —¡Pearl, podría haber sido nuestro padre!
—¡No seas absurdo! —gritó ella, y dirigió a don Gervase una mirada de indignación—. ¿Qué es esto, un espectáculo de monstruos?
Don Gervase se sorprendió de su temple, pero solo un poco.
—Sí, bueno, algunos son más convincentes que otros —reconoció—. Pero puedes estar segura de que esto solo es una selección —dijo y, cuando chasqueó los dedos, apareció otro Arlo Smoot detrás de él, y luego otro, y otro más; todos idénticos.
Pearl y Rudy retrocedieron, alejándose de la fila de hombres que aguardaban detrás de don Gervase.
—Y, por supuesto, hay muchísimos más. ¿Cuál es tu verdadero padre? ¿Todos ellos, o uno, e importa siquiera? Solo tienen un propósito en su corta vida, quitarte esa pelota-escarabajo, jovencita. Y lo harán.
Se acercó a ella con aire amenazador.
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—Así que ¿por qué no les ahorras la molestia y me la das a mí? Si lo haces, te prometo que os podréis ir de Scarazand sanos y salvos, siempre que me aseguréis que no vais a volver. Nunca.
Don Gervase la horadó con sus lechosos ojos amarillos y Pearl asió a Rudy con más fuerza todavía. Se quedó mirando la pared de afiladas lanzas que la rodeaba.
—¿Habla en serio? —preguntó Pearl, con un leve hilillo de voz.
—Por supuesto que hablo en serio —respondió don Gervase con zalamería—. Tú no quieres verte mezclada en esto. Mi disputa no es contigo ni con Rudy. Dame la pelota y podréis iros y recordar todo este episodio como una aventura divertida, nada más.
Pearl estaba temblando, había comenzado a derrumbarse, don Gervase lo percibía. Tom miró primero a uno y luego al otro. Luego, los ojos se le pusieron como platos cuando Pearl se sacó la pelota del bolsillo.
—No —susurró, negando vigorosamente con la cabeza—. No, Pearl. No lo hagas.
Don Gervase lo ignoró y mantuvo los ojos clavados en Pearl. A sus labios asomó un atisbo de sonrisa. Allí estaba, el amuleto que necesitaba por encima de todos los demás, allí mismo, en Scarazand, qué oportuno…
—Pero ¿qué va a hacer con ella? —preguntó Pearl en voz baja, haciendo girar la pelota en la mano—. ¿No va a utilizarla para matar personas?
—No seas tonta. ¿Por qué iba yo a querer matar personas?
—Porque las odia.
A don Gervase se le congeló la sonrisa. Percibió que el efecto de su hechizo estaba pasando.
—No odio a todas las personas ni tampoco quiero matar gente —dijo, en tono razonable—. Aquí se trata solo de gobernar. Yo soy un líder, mi pueblo necesita que lo gobierne.
Sin mí, son como ovejas extraviadas. Yo soy su pastor. Necesito mostrarles el camino.
Pearl lo miró y volvió a sentirse atraída por sus melosas palabras y sus enormes ojos amarillos. Su instinto le dictaba que se rebelara contra ellos, pero era tan difícil negarse…
—Pero… ¿no deberían pensar por sí mismos?
Don Gervase negó tristemente con la cabeza.
—Por desgracia, no. Es su tragedia tanto como su fortaleza. No son como nosotros. Por eso debo guiarlos. Con esa pelota —recalcó—. La cual, si te soy franco, querida, se convertirá en tu sentencia de muerte si no me la das. Mira a tu alrededor: está claro que no tienes muchas alternativas, ¿no?
Pearl miró las hileras de lanzas que los rodeaban y, luego, a Tom, que negó obstinadamente con la cabeza. El sabía demasiado bien qué estaba pensando Pearl, ya que, pese a saber que era un error, había entregado a don Gervase el frasquito de elixir. Pero, por alguna razón, seguía conservando la esperanza: había otra forma de salir de allí. Pero Pearl no la veía.
—Créeme, señorita Smoot, es la única forma. Todas las salidas están cerradas —añadió don Gervase cuando oyeron el zumbido de los dos biplanos por debajo de ellos—. Estos intrusos aéreos han podido tener la suerte de dar con una antigua entrada a Scarazand, pero desde luego no volverán a encontrar nunca la salida. La he cerrado, de forma permanente.
El motor se oyó más cerca. Parecía que uno de los aviones estaba ascendiendo por el abismo hacia el puente…
—¿Y si la tiro? —preguntó Pearl, agarrando la pelota con más fuerza.
—Es obvio que yo bajaría a recuperarla —respondió don Gervase, sonriéndole con suficiencia—. Y vosotros sufriríais las consecuencias. Que serían muy desagradables. Sobre todo para Rudy.
De pronto, pareció que Pearl había tomado una decisión. El motor siguió acercándose hasta hacer un ruido ensordecedor…
—Muy bien —dijo Pearl—. Tenga, me da igual.
Aflojó el puño y abrió la mano. Don Gervase sonrió demencialmente.
—Sabía que entrarías en razón.
Se inclinó hacia ella, con los dedos extendidos… y en ese momento sucedió algo muy curioso.
—¡No! —gritó Rudy, dando a Pearl un fortísimo golpe en la mano que lanzó la pelota al aire.
En ese mismo instante, el biplano de sir Henry surgió desde abajo y casi pareció que se quedaba suspendido en el aire mientras realizaba un rizo justo por encima de ellos. El motor se paró y don Gervase vio, estupefacto, que la pequeña pelota gomosa se quedaba enganchada en el borde del asiento del acompañante.
—¡Saltad! —gritó sir Henry, colgado boca abajo de su arnés, pero, al cabo de un segundo, estaba otra vez bajando en picado y el motor volvió a rugir.
—¡Saltad y os cogeremos! —oyeron cuando la gran águila pasó por encima del puente y giró.
Don Gervase se puso como un tomate. Estaba tan enfadado que apenas podía hablar. Se volvió hacia Pearl, dispuesto a matarla con sus propias manos. Ella lo miró aterrorizada.
—Ha-ha sido… un… un accidente —farfulló, pegándose al pretil, agarrando a Rudy por los hombros.
—¿Un accidente? —dijo don Gervase, con la voz cargada de furia—. ¿Qué clase de accidente llamas tú a eso?
Los skrolls comenzaron a avanzar, embistiendo el aire con sus lanzas.
—¡Venga! —gritó Tom y, al instante, saltó al vacío. Un segundo después, Pearl arrojó a Rudy detrás de él, quedándose sola junto al pretil, con las lanzas a punto de embestirla… y, en ese momento, su extraordinaria buena suerte se invirtió. El motor rugió y, de pronto, sir Henry reapareció boca abajo, a punto de terminar su segundo rizo vertical.
—¡Salta! —volvió a gritar, sin ser consciente de que su valioso cargamento estaba rodando por el borde del fuselaje—. ¡Salta!
Boquiabierto, don Gervase vio que la pelota transparente vacilaba en el mismo borde y, luego, caía…
En ese mismo instante, Pearl saltó del pretil y se lanzó de cabeza al asiento del acompañante.
—¡La tengo! —gritó Lotus, cogiendo la pelota al vuelo cuando el avión se alejó por debajo del puente.
—Ah ¿sí? —preguntó una voz áspera, y se oyeron fuertes aleteos cuando Lotus fue arrancada del puente como si fuera una muñeca de trapo.
»¡No vas a quedarte con eso, señorita! —gritó el águila—. ¡Ni hablar! —Apresándola con una enorme garra amarilla mientras ella se retorcía, daba patadas y forcejeaba, el ave consiguió mantenerse en el aire y cogerle el puño cerrado con la otra.
—Vas a tener que matarme primero —gritó Lotus, dándole una patada tan fuerte en la cabeza que le arrancó varias plumas.
—Me encantaría hacerlo —respondió el águila, obligándola a abrir la mano.
Lotus forcejeó incluso más y, estirando las piernas, las entrelazó alrededor del cuello del águila. Comenzó a apretar con todas sus fuerzas.
—¡Quita! —gritó el águila, dando frenéticos picotazos a diestro y siniestro—. ¡Quita he dicho!
Pero Lotus apretó incluso más y don Gervase vio, con impotencia, que el ave y la muchacha comenzaban a caer en picado, una maraña de piernas, alas, garras y puños. Cayeron cada vez más aprisa, Lotus sujeta como un cepo al cuello del águila, recibiendo un picotazo tras otro, con la pelota aún en la mano.
—¡Vas a matarnos a los dos! —rugió el águila.
Lotus tenía los ojos desorbitados.
—No lo creo —dijo, sonriendo—. No tienes ni idea, ¿no?
—¡Dame esa dichosa pelota y te soltaré!
Lotus se rió como una loca.
—¡Creo que tu amiguito necesita ayuda! —gritó cuando pasaron como balas junto a algo inmenso que sobresalía de la pared rocosa.
El águila miró arriba.
—¡Dios santo! —gritó y, en un último intento desesperado, clavó las garras amarillas en el cuerpo de Lotus—. ¡Quita, he dicho!
Pero, de repente, no hubo nada… solo aire, jirones de ropa y la carcasa vacía y rota de la muchacha colgándole del cuello… al mirar arriba, vio un gran escarabajo verde, volando hacia el puente…
—¡Socorro!
El grito hizo reaccionar al ave. Estabilizándose, extendió sus alas inmensas y voló hacia la distante silueta oscura colgada de la pared de la cueva.
Tom estaba haciendo todo lo posible para no mirar arriba. Había presenciado parte del caos: había visto a Pearl saltar con audacia al avión de sir Henry, había visto a Trixie acelerar hábilmente, recoger a Rudy en el ala superior y ayudarlo a entrar en el avión. Pero su propia caída se había visto interrumpida por una bola grande y pegajosa que había salido disparada de la pared rocosa y se le había adherido a las piernas y al pecho. Había rebotado una o dos veces, como al final de un salto de puenting, y se había detenido, quedándose colgado boca abajo de la pared rocosa. Y ahora lo estaban subiendo rápidamente. De la araña boleadora resguardada en su madriguera, solo veía sus dos cortas patas blancas, a sendos lados de sus mandíbulas rojas, subiéndolo. Ignorando su corazón palpitante, intentó pensar qué hacer, si acaso había algo. ¿Inmovilizaban las arañas boleadoras a sus presas inyectándoles veneno antes de ingerirlas y estaba a punto de que aquella se lo tragara entero antes de hacerlo papilla en el estómago? No se acordaba, era demasiado horrible para pensar en ello.
—¡Tom!
Tom se volvió y vio al águila volando hacia él.
—Oh, esto pinta mal, muy mal —resopló el ave, viendo con preocupación cómo lo subía el inmenso arácnido. Al ver al águila, la araña se dio incluso más prisa—. ¿Puedes moverte?
—Apenas —susurró Tom—. Solo los brazos.
—Maldición, chico, ¡agárrate a lo que puedas!
El águila viró, maldiciendo entre dientes.
—No te interpongas nunca entre un monstruo y su comida. Siempre es un error. Maldita sea. ¡Aguanta! —aulló.
Tom se dio la vuelta para estar de cara a la pared rocosa y buscó frenéticamente algo que frenara el progreso de la araña… ahí. Metió los dedos en una estrecha fisura y notó que la sustancia adherente comenzaba a estirarse por encima de él… los hombros le quemaban y los dedos le dolían, pero la araña notó que se resistía y, de un fuerte tirón, lo hizo subir de golpe. Era demasiado fuerte…
¡Plaf!
Tom oyó un bufido seguido de un grito.
—¡Él no es tu desayuno, colega! ¡No, señor!
Tom miró la furiosa maraña de patas, alas y plumas. Grandes bolas pegajosas le pasaron rozando.
—¡Vuelve a tu agujero, bestia parda!
Tom notó que la araña dejaba de tirar y, al instante, la mitad superior del cuerpo le osciló como un péndulo y se encontró colgado de la húmeda pared rocosa, aferrado a una cornisa finísima. Se quedó tan sorprendido que los dedos casi le resbalaron.
—Me-me resbalo —exclamó, moviendo inútilmente las piernas dentro de la sustancia pegajosa—. Voy a… es…
Demasiado tarde. Los dedos le resbalaron y cayó como una piedra al oscuro abismo. Sus negras entrañas lo envolvieron mientras caía cada vez más aprisa, tanto que el viento le quemaba…
—¡So…!
Dos grandes garras lo agarraron por la cintura, frenándolo.
—¡Por ahí abajo no hay ninguna salida!
El águila lo lanzó hacia arriba y él se puso a rodar en el vacío, sin poder hacer nada…
¡PAF!
Cayó en el lomo del águila y las enormes alas del ave lo envolvieron.
—¿Estás bien, socio?
—Más o menos —respondió, temblando, mientras recobraba el aliento en aquella plataforma de plumas—. Gracias.
—Parece que tenemos que darnos prisa. ¡Agárrate!
El águila voló hacia la pared de enfrente, por donde estaban volando en círculo los dos pequeños biplanos. En cuanto Rudy y Pearl vieron al pájaro, se pusieron a saludarlos frenéticamente y Tom les respondió. Se alegraba muchísimo de verlos, pero sir Henry parecía preocupado. Señaló la pared de la cueva, y luego su reloj.
—Maldición —masculló el ave—. Vamos retrasados. Ya me lo puedo quitar de la cabeza.
—¿Qué pasa?
—Ah… se me ha caído una cosa —respondió el águila, inspeccionando con enfado la multitud de criaturas que cruzaban las pasarelas—. Supongo que ya no la encontraré. Como una aguja en un dichoso pajar. Maldita sea.
El águila se colocó detrás de los dos pequeños biplanos, que estaban rodeando Scarazand hacia el otro extremo de la vasta cueva. Mientras se preguntaba qué se le había caído al águila, Tom oyó unos fuertes gorjeos detrás de él.
—¡Eh, socio!
El águila vio que la golondrina la adelantaba y emitió un extraño reclamo ululante. La golondrina le respondió gorjeando con estridencia.
—Tiene toda la razón —respondió el águila, y emitió otro extraño sonido.
—¿Qué está diciendo?
—Tres cosas. Primero, tenemos que salir de aquí ahora mismo antes de que sea demasiado tarde. Segundo, eres un tipo con suerte y, tercero, yo soy un imbécil por no haber conservado la pelota.
—¿La pelota? —A Tom se le aceleró el corazón—. Te refieres…
—Así es, socio, la dichosa pelota-escarabajo, esa misma. Lotus Askary me ha jugado una mala pasada y ha podido conmigo. Una lástima, pero así es.
Tom miró con impotencia la gran columna de Scarazand, atestada de insectos, hombres y criaturas de toda clase, pero ya no había nada que él ni nadie pudiera hacer.
—¡Vale, vale, ya me he enterado, maldita sea! —exclamó el águila mientras la golondrina seguía hablándole al oído—. Te lo digo, Tom, es buena persona, pero le encanta hurgar en la herida.
El águila aceleró, la golondrina también y, pronto, estuvieron siguiendo a los dos biplanos, volando a toda velocidad hacia la pared curva de la cueva.
—¿Cuál es la salida? —gritó Tom, viendo que la pared rocosa estaba llena de agujeros.
—¡Lo son todos! —gritó el ave.
—¿Todos?
—¡No es lo que crees! ¡Mira!
El fuerte viento le había puesto los ojos llorosos, pero distinguió tres brillantes reflejos entre los agujeros… dos aviones y un ave, acercándose a toda velocidad… el enjambre de reflectantes: habían formado un enorme espejo para cerrar la entrada al túnel.
—¿Vamos… vamos a atravesarlos? —gritó.
—¡No tenemos elección! —chilló el pájaro—. ¡Agárrate bien!
Tom se aferró al cuello del águila mientras volaban hacia el espejo… acercándose cada vez más… de repente, se oyó un fuerte rumor de aleteos cuando un millón de insectos salió huyendo y el biplano de sir Henry abrió un agujero en el espejo y se internó en el oscuro túnel que había detrás. Los reflectantes apenas tuvieron tiempo de reorganizarse antes de que pasara Trixie, abriendo otro agujero más arriba. Un segundo después, Tom cerró los ojos cuando entraron detrás de ella con la golondrina a la zaga, tan cerca que notó los aleteos de los reflectantes en la cara. Abrió los ojos y contuvo un grito: estaban pasando por una serie de estrechas cuevas, rodeando columnas de piedra, atravesando agujeros, una vertiginosa nebulosa de roca, estalactitas y agua, sin perder nunca de vista las lucecitas de los aviones… Tom estaba tan concentrado en no caerse que apenas tenía ocasión de mirar atrás, pero sabía que se acercaba algo, un zumbido que aumentaba por segundos. Los reflectantes… debían de haberse reorganizado y estaban acortando las distancias.
—¡Ya falta poco! —gritó el águila mientras Tom se bamboleaba de un lado a otro.
También había oído el zumbido. Acelerando, entraron como una bala en una larga recta y Tom atisbo una brizna de luz justo delante. La salida debía de ser aquella, y parecía que hubiera árboles, árboles muy altos… pero, cuando se volvió, le dio un vuelco el corazón. Ahora, la palpitante bola de reflectantes estaba justo detrás de ellos, formando el morro de un cohete, cada vez más cerca. «No mires —se dijo—. Sigue agarrándote». Estaban volando tan aprisa que tenía ganas de vomitar. El zumbido de mil millones de alas aumentó, casi rozándolos… pero los árboles se estaban acercando por segundos, recubriendo los lados, las paredes y el techo de la cueva… ¿árboles? ¿Techo? Pero…
—¿Tienes idea de lo que es una carrera de baquetas? —gritó el águila.
Tom no respondió; estaba seguro de que iba a vomitar. No eran árboles, sino ciempiés marrones tan altos como casas, colgados, a la espera, con las enormes mandíbulas negras extendidas…
Enterró la cabeza entre las plumas y, de pronto, estuvieron entre ellos, una confusión de ojos rojos, patas que se retorcían y húmedos dientes que se cerraban a solo unos centímetros de distancia… izquierda, derecha, fueron sorteando los enormes cuerpos que se enroscaban y retorcían intentando apresarlos. En un punto, el águila se puso bruscamente panza arriba y Tom se encontró colgado de su cuello. Al mirar atrás, vio que el enjambre de reflectantes estaba siendo diezmado. Seguían pisándoles los talones, formando una bola plateada, pero esta era demasiado grande para eludir los violentos ataques de los ciempiés, que los estaban devorando a millones. La oscura cueva se iluminó con el brillo de incontables alas y cuerpos conforme proseguía la matanza, pero los reflectantes seguían llegando, persiguiéndolos y hostigándolos hasta el final, obedeciendo una última orden desesperada…
—¡Justo a tiempo! —gritó el águila—. ¡Parece que mi socio tenía razón!
Tom miró hacia delante justo a tiempo de ver que sir Henry entraba en una estrecha rendija de luz, seguido de Trixie. Un momento después, también ellos estaban volando por encima de un gran montón de piedras que grupos de escarabajos ya casi habían terminado de apilar. No faltaba mucho para que acabaran de cerrar aquella antigua entrada a Scarazand. Con un último esfuerzo, el águila ganó altura y entró en la rendija de luz blanca… la luz cegadora del mundo exterior. Tom se puso a temblar de forma incontrolable, sin poder evitarlo. De algún modo, contra todo pronóstico, lo habían logrado. Habían escapado. Al mirar abajo, vio el mar. Sintió que un gran alivio se apoderaba de él y se le llenaron los ojos de lágrimas. Estaban a salvo.
Poco después, el águila se posó en una playa semicircular de arena blanca donde los dos aviones habían aterrizado y los estaban esperando. Se encontraban en un pequeño atolón y enfrente de ellos, surgiendo del oscuro mar, estaba la gran montaña cónica de la que habían emergido.
—¿Es Tithona? —preguntó Tom.
—No —respondió el águila—, pero no vas muy desencaminado. Por aquí son todas parecidas. Mi compañero encontró el agujero —dijo, señalando la minúscula golondrina que piaba en un arbusto—. Los suyos lo conocen desde hace muchísimo tiempo. Pero te darás cuenta de que es un sitio bastante peligroso para visitarlo, si eres pájaro.
Con cuidado, levantó a Tom de su lomo y lo depositó en la arena blanca.
—Gracias —dijo él—, por todo. —Y lo decía de verdad.
—No hay de qué —respondió el águila, ladeando su inmensa cabeza—. Solo siento no haber podido recuperar esa dichosa pelota. Pero así son las cosas.
Rudy y Pearl corrieron a su encuentro desde la playa y el águila se retiró discretamente. Fascinado, Rudy vio cómo la extraña rapaz se encaramaba con torpeza a una rama junto a la golondrina. Luego, entrecerró los ojos y miró a Tom, que estaba tumbado en la arena.
—Hola, Tom. ¿Qué te ha pasado?
Tom se miró las piernas, avergonzado. Seguía teniendo la mitad inferior del cuerpo envuelta en baba pegajosa.
—Esto… pues había una araña, bastante grande, que me ha embadurnado de esta cosa pegajosa y —explicó encogiéndose de hombros con impotencia— no puedo moverme.
Rudy se rió y Tom tampoco pudo evitar hacerlo; de algún modo, ahora que habían salido de Scarazand, aquello le parecía ridículo.
—¿Y qué vas a hacer?
—Creo que el agua salada lo resolverá —dijo Pearl, con una sonrisa.
Guiñando el ojo a Rudy, cogieron a Tom por los brazos e, ignorando sus protestas, lo arrastraron por la playa hasta el agua. Y, en efecto, Pearl tenía razón: la sustancia adherente comenzó a disolverse. Revolcándose en la orilla, Tom consiguió quitársela. Luego, hizo todo lo posible por arrastrar al agua a Rudy y a Pearl. Sir Henry y Trixie se acercaron para ver cómo se perseguían unos a otros y se reían.
—Me alegro de verlos otra vez divirtiéndose —dijo sir Henry, sonriendo.
—Dios sabe que se lo merecen —observó Trixie—. Ha sido el punto más estrecho por el que he pasado.
Sir Henry asintió con la cabeza.
—Y me alegro muchísimo de que August no haya estado con nosotros —añadió—. ¿Te lo imaginas? Tendría los nervios destrozados.
—Los viejos ya no valemos para nada, ¿eh? —dijo sir Henry, sonriendo con melancolía.
Se quedó contemplando a los niños un momento. Luego, se dirigió sin prisas al lugar donde el águila estaba posada a la sombra. Una breve conversación le dijo todo lo que necesitaba saber. Con expresión sombría, regresó junto a Trixie.
—Se ha perdido, ¿no?
—Inevitablemente —murmuró sir Henry; no podía disimular su decepción—. Insistí en que no se la llevaran.
Trixie se quedó un momento callada.
—Pero, en realidad, no puedes culparla, ¿no? Estaba desesperada. Era un riesgo calculado. —Observó su expresión severa y sonrió—. Venga, estoy segura de que habrías hecho lo mismo si hubieras estado en su piel.
—Lo sé —dijo sir Henry, suspirando—. Ahora es inútil enfadarse. Ya está hecho. Y estamos todos con vida, lo cual ya es algo.
—No todos —lo corrigió Trixie, viendo que Rudy y Pearl volvían a arrojar a Tom al agua. Sir Henry entrecerró los ojos; veía a qué se refería.
—Sí, en efecto. Sí, eso es un interrogante. ¿Qué vamos a hacer con ellos?
Trixie no contestó, porque se había fijado en una extraña silueta que iba hacia ellos por el agua. Parecía que viniera de la isla.
—Dios mío —murmuró sir Henry, que también la había visto. Parecía un ala delta torcida. Movía las alas sin cesar y arrastraba tras de sí una maraña de patas delgadas y dobladas. A lomos de la criatura iba un hombre que llevaba una extraña mezcla de abolladas piezas de armadura, espoleándola con todas sus fuerzas.
—¡Una latiguilla! —gritó Pearl asombrada, señalando el desgarbado insecto azul que iba hacia ellos por el agua entre volando y tropezándose.
—¡Bravo! ¡Puedes hacerlo! ¡Puedes hacerlo! —gritó el hombre, espoleando a la latiguilla—. ¡Ya casi estamos!
Con un último y heroico esfuerzo, el insecto se derrumbó en la orilla y se quedó allí, jadeando, completamente exhausto.
—¡Bravo! —resolló el hombre, igual de agotado, y se desplomó en la orilla.
Por un momento, hubo silencio. Nadie se movió.
—¿Quién… es? —dijo Tom, mirando al hombre tendido en la orilla, respirando con dificultad.
—¿Y cómo ha logrado pasar entre los ciempiés? —susurró Pearl.
El hombre se quitó el abollado casco y lo arrojó al agua sin ningún cuidado. Luego, se levantó con dificultad.
—¿Creéis que viene a perseguirnos? —dijo Rudy, con miedo.
El hombre caminó hacia ellos, una silueta oscura que contrastaba con la brillante arena blanca. Cojeaba un poco, pero tenía un aire familiar…
—¿Hola? —dijo sir Henry, adelantándose—. ¿Puedo ayudarle?
El hombre se detuvo delante de él y se apartó la pelambrera mojada de la cara. Parecía destrozado.
—Sí, señor, desde luego que sí. De hecho, cuento con ello, dado que mi transporte está derrotado.
—¡Papá! —exclamó Rudy, y echó a correr hacia la silueta a contraluz.
—¡Rudy! ¡Quédate donde estás! —gritó Pearl, con tanta furia que el niño hizo justo lo que le había ordenado—. No sabemos quién es —susurró Pearl—. Puede ser otro más, ¿recuerdas?
El hombre vaciló y, de pronto, advirtió que lo estaban mirando con recelo. En un instante, el ambiente había cambiado.
—¿Quién es usted? —dijo Trixie, adelantándose para enfrentarse al desaliñado forastero.
—Pues, señora, me llamo Arlo Smoot. Y puede que le cueste creerlo, pero esos dos son mis hijos. Y, a decir verdad, nunca pensé que volvería a verlos —dijo, posando los ojos en Pearl y Rudy, que lo miraron con aire amenazador.
—¿Y ha salido de Scarazand por el túnel?
—Así es, señora. Los he visto escapar y les he seguido —dijo el hombre, sonriendo—. Gracias.
Pearl negó con la cabeza; seguía sin estar convencida.
—¿Cómo has pasado entre los ciempiés? —inquirió—. ¿Cómo es que no se te han comido?
—Bueno, Pearl, cariño, para cuando hemos pasado tontita y yo, parecía que ya se habían comido millones de alguna otra cosa y no les apetecía postre —dijo el hombre, señalando la latiguilla desplomada—. Así que supongo que también debo daros las gracias por eso.
Rudy lo estaba mirando de otra forma y su hostilidad había comenzado a disolverse.
—¿Dónde te llevaron cuando nos separaron, papá?
—No te lo puedo decir, Rudy. No tengo ni idea —respondió Arlo—. Te acuerdas de que era un túnel, ¿sí? Y estaba oscuro. Pues, después de eso, fui muy abajo, a un sitio que estaba lleno de huevos. Luego, alguien me golpeó en la cabeza y perdí el conocimiento. Lo próximo que sé es que me desperté en una jaula con un montón de tíos. Nos dijeron que íbamos a montar estos insectos grotescos en no sé qué espectáculo y que seguro que íbamos a morir. Pero que iba a ser estupendo, porque eso complacería al glorioso líder. —Se quedó callado y sonrió—. Así que supongo que he decidido salir escopeteado.
Arlo Smoot se quedó mirándolos y alargó las manos.
—¿Os parece bien?
Rudy comenzó a sonreír; a él se lo parecía.
—¿Cuál es la raíz cuadrada de ochenta y nueve? —preguntó Pearl.
—¿Qué? —dijo Arlo, riéndose—. Venga, Pearl, ¿qué es esto, la Inquisición?
—Más o menos —respondió ella, bromeando solo a medias—. Vale. ¿Y de cincuenta y tres?
—¿Cincuenta y tres?
—¿Por qué es especial el número trescientos treinta?
—Pero…
—¿Y qué es el gato de Schrödinger?
—Para, para, para —dijo Arlo, alzando la mano—. Pearl, tú sabes tan bien como yo que ochenta y nueve y cincuenta y tres son números primos, que trescientos treinta metros por segundo es la velocidad del sonido y, en lo que respecta al gato de Schrödinger, ¿crees que he olvidado la primera prueba de la mecánica cuántica? ¡Por el amor de Dios!
Era suficiente. Al instante, Pearl se echó en sus brazos y Rudy los abrazó a los dos. Era un momento que todos esperaban desde hacía muchísimo tiempo.
—Te dije que te encontraría, ¿no? —dijo Arlo, conteniendo las lágrimas—. Te dije que te encontraría.
Pearl movió la cabeza, aliviada. Nunca se había alegrado tanto de verlo.
—Eres un loco, papá. Un loco.
Arlo le dio una palmada en la espalda y vio a Tom, observándolos. El muchacho sonrió azorado, sintiendo de pronto que estaba de más, pero Arlo sonrió mientras iba a su encuentro.
—Supongo que necesito una presentación.
—Oh, sí, papá —dijo Rudy, emocionado—. Este es Tom.
—Hola, Tom —saludó Arlo, estrechándole la mano.
—Tom Scatterhorn —añadió Pearl.
Arlo se quedó mirando al muchacho, su nombre le resultaba familiar.
—¿No te conozco de algo?
—El cuaderno, papá. Tu cuaderno, ¿recuerdas?
Arlo se acordada. Estaba volviéndole a la memoria aquella extraña historia que había escuchado por radio.
—Tom Scatterhorn. Eso. Tom Scatterhorn.
—Tom también ha buscado a sus padres. Pero no los hemos encontrado. No estaban.
Ahora que recordaba la historia, Arlo parecía un poco sorprendido.
—Parece que has cometido un error, papá.
—¿Es posible? —preguntó Tom—. ¿Comete usted errores?
Arlo escrutó al muchacho. Era alto para su edad y, bajo su pelambrera rubia, sus ojos casi negros lo estaban interrogando. Era una mirada tan intensa que podría haberle dado miedo.
—¡Sí, maldita sea! —exclamó, encogiéndose de hombros—. No puedo acertar en todo. El mundo es muy grande —añadió, sonriendo—. ¿Qué sé yo?
Tom pareció visiblemente aliviado, y también Arlo.
—Tom ha hecho unas cosas bastante impresionantes, papá —dijo Rudy con orgullo—, como adivinar las intenciones de un megalobóptero, montarlo, ponerle pociones en los ojos y cosas así. Unas cosas impresionantes.
Tom sonrió a Rudy, un poco azorado.
—Eso no es del todo cierto. Yo nunca…
—Sí que lo ha hecho —dijo Pearl, disfrutando con el azoramiento de Tom—. Y muchas otras cosas, además. Yo nunca habría ido a Scarazand sola. De ninguna manera.
Arlo miró a Tom.
—Está bien —dijo, sonriendo con admiración—. Parece que eres un héroe.
Azorado, Tom se encogió de hombros y sonrió como un idiota.
—No es nada. Los dos…
Pero no terminó lo que pensaba decir, porque Arlo lo atrajo hacia sí y lo abrazó con todas sus fuerzas.
—Gracias, hijo.
Tom notó que se ruborizaba: tanta emoción, casi era excesiva. Pearl y Rudy se rieron cuando Arlo lo abrazó tan fuerte que lo levantó del suelo.
—No estoy segura de que Tom sepa qué son los abrazos de oso —dijo Pearl.
—Pues siempre hay una primera vez para todo —adujo Arlo, riéndose entre dientes y, por fin, soltándolo.
Tom sonrió; de hecho, le había parecido muy agradable.
—Esto… ¿querría conocer a mi tátara-tío abuelo? —fue todo lo que pudo decir; luego, por algún motivo, deseó no haberlo hecho.
—Claro —dijo Arlo—. Será un honor.