Acrobacias

Y Pearl tenía razón. Era sir Henry en un avión y Trixie en otro, con el águila australiana a la zaga. Tom los miró asombrado, viéndolos volar en círculo bajo la enorme bóveda de la cueva, justo fuera del alcance de los ciempiés, que intentaban atraparlos entre sus mandíbulas sin conseguirlo.

—Pero ¿cómo han encontrado la entrada? —dijo Pearl, sin estar aún segura de creer que aquello era real.

—Debe de haber sido la golondrina. A lo mejor les ha enseñado la forma de entrar, ¡eh, mira! —gritó Tom, señalando una minúscula mota negra que estaba sobrevolando el graderío—. Ahí está.

Pearl vio el pájaro y comenzó a animarse. De pronto, podía haber una salida.

—¡Rudy, vamos a salir de aquí! —gritó con alegría, levantándolo del suelo y estrechándolo entre sus brazos—. ¡Estamos salvados!

El niño miró los biplanos, que volaban alrededor de la gran torre de roca. Ya casi habían entrado en el estadio.

—Pero ¿saben que estamos aquí? —preguntó, poco convencido—. Y ¿cómo vamos a subirnos a un avión en marcha?

A todo su alrededor, los combatientes seguían luchando con ferocidad y el público gritaba más que nunca. Para ellos, los recién llegados formaban parte del espectáculo. Los dos biplanos se inclinaron lateralmente y descendieron en picado sobre el caos. Tom se puso de pie.

—¡Deben de estar buscándonos! —gritó—. ¡Eh! ¡Aquí!

El público chilló y don Gervase apenas pudo contenerse cuando los dos biplanos pasaron rugiendo por delante de sus narices.

—Los reflectantes —espetó—, ¿dónde están?

—Preparados, como siempre, señor —gruñó un skroll altísimo que acechaba detrás de él.

—Suéltalos.

—¿A todos, señor?

—A todos. Esta farsa ya ha ido demasiado lejos.

El hombre encapuchado se retiró y don Gervase se vio obligado a mirar cuando los aviones volvieron a pasar por enésima vez. En esta ocasión, distinguió claramente a sir Henry Scatterhorn pilotando un avión, a una mujer pelirroja pilotando el otro y a ese pájaro infernal. Aquello ya era llover sobre mojado.

—¡Creía que te habías ocupado de ellos!

Lotus cambió incómodamente de postura cuando la tez amarillenta de don Gervase se puso lívida de rabia.

—¡Me había ocupado de ellos! —protestó ella—. Lo-localicé su escondrijo, lo registré, lo quemé…

—Pero ¿no los mataste?

Lotus lo miró malhumorada.

—¿¿¿Cómo iba a saber que encontrarían una forma de entrar…???

—Siempre hay alguna excusa, ¿no, Lotus? Siempre hay una razón para que parezcas incapaz de hacer las cosas más simples. ¿Y bien?

Lotus estaba furiosa, pero no dijo nada.

—Debo decir que ya me estoy hartando de estas escenitas —murmuró don Gervase en tono de amenaza—. Vete —vociferó, agitando la mano—. Pon vigilancia en todas las pasarelas y en todas las salidas y espera mis órdenes. No metas la pata.

Lotus dio media vuelta y se marchó sin decir una palabra.

Don Gervase negó con la cabeza: ¿podría confiar alguna vez en alguien para que hiciera bien las cosas? Todo parecía indicar que no.

Mirando el caos que seguía desatándose por debajo de él, buscó a Tom y a los Smoot, pero la refriega parecía habérselos tragado. Daba igual… no iban a llegar muy lejos… ni tampoco aquellos intrusos, en cuanto aparecieran los reflectantes.

—Venga, venga —bufó con impaciencia, inspeccionando el techo de la enorme cueva—. ¿Dónde estáis…?

Tom y Pearl habían conseguido volver a cruzar el campo de batalla, tirando de Rudy y de Arlo, y se refugiaron junto a la columna de roca.

—¡Tom! —gritó una voz conocida—. ¿Dónde demonios estás? ¡Tom, socio!

Tom se separó de la pared y estuvo a punto de que lo decapitaran por un trozo de élitro volante. Al mirar arriba, vio que el águila australiana se estaba acercando.

—¡Aquí! —gritó—. ¡Aquí!

—Ahí estás, maldita sea… ¡Caray! —El águila viró con brusquedad para eludir un chorro de ácido del megalobóptero, que acababa de dar la vuelta a la columna—. ¡Odio las dichosas batallas!

—¿Qué vamos a hacer? —gritó Tom.

El águila volvió a girar y bajó lo más posible.

—Aquí no vamos a poder recogeros. Es complicadísimo. ¿Podéis…? —El águila agachó la cabeza, esquivando un élitro volante—. ¿Podéis ir hasta uno de esos puentes de ahí detrás?

—Hum… —Tom pensó deprisa.

—Creo que es casi el único sitio.

—¿De verdad que podéis recogernos? —gritó Pearl.

—Vamos a tener que hacerlo —dijo el águila—, ¿no?

De pronto, el aire se llenó de zumbidos y silbidos y el público sofocó un grito de asombro. El águila miró las gradas más altas, que, por algún motivo, se estaban quedando en sombra. El zumbido era cada vez más fuerte…

—¡Arrea! —exclamó, momentáneamente aturdida por lo que había visto—. ¡Id a una de esas pasarelas lo antes posible!

Y, un instante después, ya no estaba.

El público se quedó callado mientras la sombra se cernía sobre el estadio.

—¿Qué es? —susurró Pearl, despegando la cabeza de la columna—. ¿Un enjambre?

Era un enjambre, pero no se asemejaba a ninguno que Tom hubiera visto. Parecía una alfombra voladora, compuesta por insectos del tamaño de gorriones. La alfombra vibró y se onduló con los aleteos simultáneos de sus millones de componentes, los cuales, al bajar al estadio, formaron una superficie vertical… y entonces ocurrió algo increíble: los insectos se reorganizaron de inmediato para formar un dibujo. El público contuvo un grito porque, un momento después, apareció la cabeza de don Gervase como si se tratara de un inmenso cártel en tres dimensiones suspendido en el aire.

—¡Viva nuestro glorioso líder! ¡Viva!

La consigna resonó por todo el estadio y, antes de que el público terminara de corearla, los reflectantes habían vuelto a reorganizarse: su superficie era ahora un espejo del otro lado del estadio. Y, cuando los dos biplanos viraron en su dirección, también los reflejaron a ellos.

Pearl se quedó boquiabierta.

—¿Cómo… pero cómo hacen eso? ¿Quién los controla?

—Debe de ser instintivo —susurró Tom, maravillándose de aquel espejo vivo—. Don Gervase no puede obligarlos a hacerlo. Debe de ser la reina. Deben de defenderla a ella.

Los dos aviones viraron con brusquedad delante del espejo, que, de repente, se fracturó y cargó contra ellos, convertido en un enjambre. Ladeando mucho el avión para eludirlo, sir Henry y Trixie viraron y casi se encontraron de nuevo en las gradas, pero, en ese momento, el graderío se disolvió.

—Buen deporte, este, señor —dijo sonriendo un fornido general que estaba sentado al lado de don Gervase.

—Una idea magnífica añadir un combate aéreo. Así se hace —dijo otro efusivamente.

El público estaba gritando entusiasmado y don Gervase disimuló su enfado con algo semejante a una sonrisa, observando a los reflectantes mientras formaban otro espejo que envolvió la columna de roca.

—Los están confundiendo a propósito —dijo Tom cuando los biplanos volvieron a pasar, casi rozando la encarnizada batalla con las puntas de las alas—, los están desorientando para que no puedan encontrar una salida.

Era cierto. El espejo móvil volvía a formarse dondequiera que viraran y, al subir en línea recta, sir Henry se descubrió abatiéndose sobre la batalla que se estaba librando en el estadio. Caras, insectos, tierra, fueron a su encuentro conforme ascendía, ¿o estaba descendiendo? En el último momento, cambió bruscamente de rumbo.

—Tenemos que ayudarlos —susurró Pearl, con el corazón acelerado—. Van a estrellarse, ¿verdad?

Vieron, cada vez más aterrados, cómo los reflectantes formaban una gran tapa sobre el estadio y comenzaban a descender lentamente. Tom se devanó los sesos en busca de algo de inspiración.

—La pelota-escarabajo —dijo, de pronto—. A lo mejor podemos desorganizarlos.

Pearl lo miró.

—Podrías probar lo que Scurf ha hecho en la tienda. Eso ha surtido efecto, ¿no?

Preocupada, Pearl miró la pelota que tenía en la mano. Tragó saliva.

—No sé… no estoy segura de cómo… ¿y si él se da cuenta? Entonces lo sabrá con seguridad, ¿no?

Miró el palco desde el que don Gervase estaba observando el combate aéreo. Tenía una desagradable sonrisa de satisfacción en los labios conforme el techo espejado iba descendiendo y los dos biplanos volaban de acá para allá como dos avispas enfadadas en un bote de vidrio… Era obvio que sir Henry y Trixie estaban totalmente confundidos: arriba, abajo, izquierda, derecha, todo era lo mismo…

—Pearl, tienes que intentarlo —insistió Tom—. Yo no puedo hacerlo, pero puedo decirte si funciona o no, así que hazlo. —Al mirar arriba, casi pudo ver su propio reflejo—. Antes de que sea demasiado tarde.

Pearl respiró hondo. Se dio cuenta de que no había alternativa.

—De acuerdo.

Volvió a respirar hondo, se agazapó detrás de un élitro vuelto del revés y se puso la pelota en la palma de la mano. Ignorando los gritos y la refriega, intentó recordar qué había hecho Scurf.

—¿Qué hay de ti? —preguntó, de pronto.

—Olvídate de mí —dijo Tom con aspereza, agazapándose junto a ella—. Lo que sea… será. Hazlo.

Pearl miró la pelota y se concentró. Apoyó el dedo índice en su superficie y comenzó a trazar círculos concéntricos, apretando un poco. Tom observó su dedo, acariciando rítmicamente los dibujos en forma de voluta.

—A lo mejor puedes hacerlo hacia delante, luego hacia atrás, variar un poco —sugirió.

Pearl lo probó y adoptó un ritmo más lento. Lo miró esperanzada.

—¿Pasa algo?

Tom negó con la cabeza. No notaba nada. Un trozo de quitina se estrelló contra la pared por encima de ellos y una cuadrilla de escarabajos bombarderos rojos corrió hacia ellos.

—Creo que… a lo mejor estoy demasiado tensa, que estoy apretando demasiado. Si se estruja, no parece que pase nada. —Pearl estaba teniendo dificultades para dominar su creciente pánico. Ahora había auténtico miedo en sus ojos, miedo a fracasar.

—Prueba a pensar en algo mientras lo haces —susurró Tom, viendo cómo le temblaba el dedo sobre las volutas—. A lo mejor es más fácil si tienes una imagen mental.

—Está bien —susurró Pearl.

Cerrando los ojos, se esforzó cuanto pudo por ignorar el caos que la rodeaba. Otro escarabajo negro pasó galopando por delante de ellos. Entonces, se detuvo y arremetió contra ellos.

—¡Vete! —gritó Tom, dándole una patada en sus relucientes mandíbulas.

Pearl no vio nada de aquello: tenía los ojos cerrados… de pronto, le vino una imagen a la cabeza y la retuvo con todas sus fuerzas, imaginándola con todo detalle… Estaba respirando regular y profundamente y Tom vio que su dedo comenzaba a trazar dibujos infinitesimales en la superficie transparente, dibujando un ocho.

Rudy miró a Tom y él se llevó el dedo a los labios, acallando la pregunta. Junto a ellos, agazapado bajo otro trozo de élitro, se encontraba Arlo Smoot, quien también la estaba mirando furtivamente.

Pearl casi parecía estar en trance y la pelota comenzó a zumbar… Tom cerró los ojos con expectación… Sentía que algo se acercaba, lo presentía, un rumor… ¡Ya! Ahí estaba, la brava ola roja, yendo hacia él desde el negro horizonte… con espuma naranja y dorada en su cresta…

—¡Ahh!

Gritó de dolor al notar una descarga eléctrica en la frente.

—¡Tom! —exclamó Rudy.

Pero Tom no oyó nada. De pronto, cayó al suelo boca arriba… otra violenta sacudida y, al instante, el cuerpo se le dio la vuelta.

—¿Está… bien? —farfulló Rudy, viendo a Tom temblando en el suelo.

—Funciona —dijo él, torciendo el gesto y escupiendo entre los dientes apretados—. Vuelve a hacerlo. —Pearl lo miró aterrorizada; era obvio que estaba sufriendo muchísimo.

—¿Estás seguro…?

—¡HAZLO! —gritó él.

Pearl volvió a concentrarse, reteniendo la imagen mental y trazando otro ocho con el dedo, sin apenas apretar la superficie blanda y resbaladiza. Al cabo de un momento, la pelota comenzó de nuevo a zumbar y, esta vez, Pearl no se detuvo…

De pronto, el público comenzó a chillar.

—¡Caray! —dijo Rudy, mirando al graderío boquiabierto—. ¡Caray!

—¿Qué pasa? —susurró Pearl, sin atreverse a mirar. Siguió moviendo el dedo, trazando lentamente ochos…

—Es… es como una serpiente, una enorme serpiente verde.

Rudy tenía razón. De repente, el espejo se había hecho añicos y se había transformado en una inmensa pitón que se enroscaba poco a poco sobre el estadio. Y el público también parecía estar temblando y retorciéndose…

—¡Un ocho! —chilló Rudy, señalando arriba.

Pearl sonrió emocionada y se ordenó no hacerlo: ¡funcionaba! Estaba enviando un mensaje a la reina y ella estaba retransmitiéndolo, dirigiéndolo a los insectos. La reina era tan poderosa que ellos no se podían resistir.

—¿Qué hay de los aviones?

Rudy vio los dos aviones pasando entre los huecos de la enorme serpiente enroscada, seguidos de la golondrina y el águila.

—Han escapado. La han atravesado.

—¿De verdad?

—Sí. Se han ido.

Pearl paró y miró arriba. Había una serpiente enorme, suspendida en el aire, que, en ese momento, se hizo pedazos y se transformó en un espejo.

—Caray —exclamó, sin atreverse a creerlo del todo. De algún modo, había conseguido enviar un mensaje, por muy torpemente que lo hubiera hecho, y aquella nube de insectos con alas de espejo había formado la imagen que ella estaba visualizando. Asombrada, miró la pelota-escarabajo depositada en la palma de su mano. Ahora casi le daba miedo tocarla. No quería ni imaginarse qué podría hacer alguien que supiera utilizarla como es debido…

—Ha sido un truco magnífico, hija —dijo Arlo, gateando hasta ellos—. ¿Se lo has hecho hacer tú?

—Supongo… sí —respondió Pearl, con la cara brillante tras lo mucho que se había concentrado.

Arlo la miró con un curioso brillo en los ojos.

—¿Tú has ordenado a esos insectos que formen esa serpiente? —preguntó Rudy—, ¿y has hecho que Tom se retuerza por el suelo?

—Sí —masculló Tom, incorporándose y rascándose la cabeza dolorida.

Seguía notando un hormigueo en todo el cuerpo. Arlo parecía hipnotizado por la pelota-escarabajo, aún en la mano de Pearl. La mente estaba centrándosele poco a poco, comprendiendo la importancia del objeto; estaba claramente impresionado… y no era el único. En el graderío, don Gervase había visto al grupito, acurrucado detrás de la columna de roca. La mirada le ardía de rabia, codicia y deseo. Ya tenía todas las pruebas que necesitaba. Era increíble que hubieran sido tan estúpidos como para llevarla allí, al corazón de Scarazand y, además, hasta habían tenido el atrevimiento de utilizarla… Tom y Pearl percibieron el ardor de su mirada y se dieron la vuelta. Allí estaba, el glorioso líder, con su aburrida sonrisa en los labios, los ojos lechosos brillándole de placer.

—Deprisa —murmuró Tom—. Salgamos de aquí.

No se molestó en mirar atrás cuando don Gervase saltó al nivel inferior y se alejó a todo correr, sino que volvió a zambullirse en la batalla, arrastrando con él a Pearl y a su familia. Esquivando los golpes, se dirigieron a la puerta por donde habían salido los escuadrones de escarabajos, pero pronto descubrieron que seguían enviando refuerzos al campo de batalla.

—No podemos salir por ahí —jadeó Pearl cuando una falange de veloces escorpiones amarillos irrumpió en la pista como coches de carreras.

—¡Desde luego que no! —gritó un híbrido desde el flanco de un escuadrón mientras combatía con un enorme escarabajo marrón—. ¿Queréis salir?

—Así es —gritó Tom.

—Solo hay una manera de salir de esto, colega: muerto —resolló, partiendo salvajemente en dos la mandíbula del insecto—. O en una de las plataformas giratorias. Mirad, siguen subiendo a las latiguillas. —Señaló con su espada el lugar donde un hombre montado en un desgarbado insecto azul acababa de emprender el vuelo. El animal parecía una especie de mosca grúa gigantesca.

—Son valientes como leones, pero en este infierno no tienen ninguna posibilidad.

Tom y Pearl vieron que el jinete se abatía lentamente en círculo y apuntaba al devastador megalobóptero con su lanza. El descomunal insecto los mató de un solo disparo y el público rugió cuando hombre y latiguilla cayeron al campo de batalla.

—¡Gracias! —gritó Tom cuando otra oleada de escarabajos verdes arremetió contra el escuadrón.

Dejaron al híbrido combatiendo y volvieron a cruzar la masa de criaturas enfrentadas en dirección a la plataforma giratoria. Ya había vuelto a bajar y empezó a rotar de nuevo hacia arriba, con otra latiguilla azul lista para entrar en combate. Había un hombre a lomos del desgarbado insecto, con la visera bajada y la lanza en ristre.

—En cuanto salga volando, saltad a la plataforma —instruyó Tom—. Tendremos que ser rápidos.

Pearl y Rudy asintieron con la cabeza. La plataforma siguió subiendo y, en el momento en que las esbeltas patas de la latiguilla estuvieron al nivel de la pista, el jinete le hincó los talones en los flancos.

—¡Venga, tartana voladora, a por ellos! —gritó el jinete—. ¡Arre, arre!

Pero el torpe insecto echó un vistazo al caos que lo rodeaba y decidió que no iba a ninguna parte.

—¡Arre! —gritó el jinete, espoleándolo—. ¡Arre!

Tom dio una fuerte manotada en el abdomen a la reacia latiguilla y el insecto saltó a la pista, casi derribando a su jinete. Al instante, bajaron todos a la plataforma vacía, que ya estaba volviendo a descender.

—¡Eh, gracias, tíos! —gritó el jinete mientras se daba la vuelta, y, por un segundo, vio a Tom, Pearl, Rudy y Arlo girando en la plataforma. Pareció quedarse estupefacto—. ¡Eh!

—gritó, levantándose la visera para verlos mejor. —¡Eh, esperad!— Pero la plataforma ya se había hundido en el suelo.

Para Tom y Pearl, la batalla había quedado atrás y había nuevos y numerosos peligros en que concentrarse. Al llegar al nivel de las jaulas, se encontraron rodeados de hileras de latiguillas a la espera de que las mandaran arriba. Soldados y skrolls merodeaban entre ellas, atando sillas de montar y distribuyendo lanzas.

—Por ahí —susurró Tom, viendo una puerta abierta en el rincón, y antes de que nadie pudiera detenerlos, abandonaron la plataforma y cruzaron el bosque de delgadas patas hacia el otro extremo.

—¡Eh, vosotros! —gritó un guardia, viéndolos salir—. ¡El acceso está restringido! ¡No podéis entrar ahí! ¡Eh!

Un agudo pitido los siguió por el pasadizo. Todos habían echado a correr, incluso Arlo, y los perseguía una cuadrilla de guardias y skrolls. Tom no recordaba mucho de su descenso: fue una carrera interminable por las escaleras, portalones y túneles del laberinto excavado en la roca de Scarazand. Jamás vieron a sus perseguidores, pero sus gritos estuvieron siempre a poca distancia.

Por fin, Pearl se refugió en un hueco desde el que se veía uno de los viveros y se detuvieron.

—¿Cuánto crees que hemos bajado? —resolló, oyendo los pasos de los guardias corriendo por encima de ellos—. Ya debemos de estar al nivel de esos puentes.

—No lo sé —jadeó Tom—. Parece que estamos más o menos a la mitad. Tenemos que bajar a nivel de calle y echar un vistazo.

Arlo se apoyó en una roca, resollando ruidosamente.

—Conozco este sitio —dijo, mirando la maraña de túneles excavados en la roca—. Lo reconozco. Sin ninguna duda. Ya he estado aquí.

—No, papá —dijo Rudy, frunciendo el entrecejo—. Conmigo no.

—Me trajeron aquí sin ti, hijo —afirmó Arlo, con confianza—. Seguro. Fijo. Si vamos a la derecha, por esas escaleras, hay un largo pasadizo curvo hasta el final. Es un área restringida, pero, al final, salimos a una callejuela de la parte de abajo de la ciudad.

Rudy, Tom y Pearl lo miraron asombrados. De pronto, parecía haber recobrado su sentido común.

—Y eso es justo al lado de unas pasarelas que están en el lado contrario de la entrada principal —añadió—. Lo cual es bueno. Porque ahí es donde queremos ir, ¿no?

—Sí —comenzó a decir Pearl—, pero, papá, ¿cómo puedes estar tan seguro? A mí me parece todo igual.

—Lo estoy, Pearl —repitió Arlo—. Completamente seguro. Como he dicho, ya he estado aquí. Seguro.

Arlo sonrió, pero tenía una mirada extraña, algo raro… Pearl vaciló.

—Me creéis, ¿no?

—Claro que te creemos, papá —dijo Rudy, sonriendo con alivio—. Venga, Pearl, papá ya ha estado aquí. Sabe cómo salir, así que vamos.

—Vale —accedió Pearl, con cierta reticencia—. Lo que tú digas.

Arlo ya estaba bajando las escaleras con rapidez.

—Daos prisa, chicos. No olvidéis que nos persiguen —dijo cuando Rudy corrió tras él—. Tenemos que ir a todo trapo.

—Podría tener razón, ¿sabes? —susurró Tom, y echaron a correr detrás de ellos por el largo pasadizo curvo.

—Venga, chicos —les instó Arlo—. Este sitio es peligrosísimo. No deberíamos estar aquí.

—¿Qué tiene de peligroso este sitio, papá? —resolló Rudy, intentando no quedarse rezagado.

—Pues que lo es. Es peligrosísimo. ¿No lo notas?

—Notar ¿qué?

—El ruido, hijo. La electricidad estática —respondió Arlo, pasándose la mano por el rostro descompuesto—. Una especie de ruido blanco, por todas partes. ¿No lo notas?

Rudy negó con la cabeza. No notaba nada. Solo se notaba muy cansado y hambriento, y quería que su padre se tranquilizara.

—Caramba. ¿Qué hay ahí?

Tom se paró en seco y miró en un corto túnel lateral que se ahusaba hacia el extremo, donde había un humo poco espeso elevándose. Parecía una ventana que daba a una cámara de grandes dimensiones y el olor a azufre le escoció en los ojos.

—¿Qué es? —susurró Pearl, tapándose la boca con la manga.

—Es mala idea, chicos. Muy mala idea —murmuró Arlo, moviendo la cabeza con aprensión—. Entrar ahí está prohibidísimo. Sal, chico. Ahora mismo.

—¿Por qué? —preguntó Rudy.

—Mal karma. Totalmente vedado. Prohibido. Ni hablar.

Tom se quedó mirando el vapor ascendente y tuvo la sensación de saber qué había al final de aquel túnel. Era algo de lo que August Catcher les había hablado pero nunca había visto, algo que tal vez no había visto ninguna persona. Ignorando las protestas de Arlo, se metió en el conducto y comenzó a gatear hacia la luz. Se tapó la cara con el brazo y siguió adelante, protegiéndose del olor acre que ahora resultaba casi insoportable.

—Dios mío, Dios. Van a venir en cualquier momento. En cualquier momento —masculló Arlo, hecho un manojo de nervios en el pasadizo—. Cómo me duele la cabeza.

—¿Qué pasa, Tom? —preguntó Pearl, mirándolo con preocupación cuando estuvo cerca del final.

Tom se paró y se asomó al borde para determinar el origen del vapor. Por un momento, no dijo nada, porque no había palabras que pudieran describir lo que había abajo. Era como una escena del espacio exterior. Se dio la vuelta.

—Deberíais ver esto —masculló, tapándose la boca. El vapor acre le estaba escociendo en la garganta y apenas podía hablar.

—¡No, no! Ni hablar —ordenó Arlo, tirándose de los pelos—. De ninguna manera. Rudy, tú te quedas donde estás, chaval.

Poco después, Pearl alcanzó a Tom y, con cautela, se asomó también al precipicio. A un centenar de metros por debajo de ellos, había una reluciente silueta blanca, envuelta en vapor sulfuroso. Tenía la forma y el tamaño de un submarino y, por todos sus flancos, miles de escarabajos obreros iban y venían, masajeándole la piel, lubricándosela y llevándose un flujo constante de huevos fuera de la cámara.

—Así que ahí está —susurró por fin Pearl—. En el mismo centro. August tenía razón.

—Sí.

Allí estaba, la reina escarabajo, la Gran Reina, el corazón palpitante secreto de Scarazand. Era la cosa más extraña que habían visto nunca.

—¿Y adonde crees que conduce eso? —preguntó Pearl, alargando el cuello para mirar la brizna de luz que brillaba al final de la larga chimenea.

Tom sacudió la cabeza. Estaba intentando ignorar el martilleo de los latidos de la reina en el interior de su cráneo, pero no lo lograba. Ahora se hallaba muy cerca, demasiado cerca para sentirse tranquilo.

—Debieron de construirla para dar salida a todo este gas —dijo con voz entrecortada—. El único sitio donde Scarazand comunica directamente con la tierra. El único sitio que no está protegido por un laberinto.

—El único punto flaco —se maravilló Pearl—, el más vulnerable…

Y, nada más decir aquellas palabras, advirtió que ya las había oído… y también Tom.

—¿No creerás…?

—Sí —dijo Tom—. Zumsteen escapó por aquí. Trepó por ahí. Tiene lógica, ¿no?

Miró los lisos lados de la chimenea rocosa, la cual se estrechaba hasta la minúscula brizna de luz que se colaba por la entrada. Debía de haber sido una buena ascensión, pero Zumsteen parecía estar en bastante buena forma. ¿Dónde salía? ¿En la cima de alguna montaña? A lo mejor lo hacía en mitad de un desierto. A fin de cuentas, no tenía que ser muy grande. Con toda probabilidad, desde arriba no parecía nada. Dondequiera que estuviera, tenía que ser un lugar completamente inaccesible para que no lo hubieran descubierto en miles de años. Solo Nicholas Zumsteen lo sabía, pensó Tom, y por eso quería encontrarlo don Gervase. Controlar a la reina era una cosa, pero protegerla era otra muy distinta.

—Eh, mira.

Una fortísima pulsación le atravesó el cerebro, e interrumpió sus pensamientos. Aturdido, sacudió la cabeza y vio que Pearl tenía la pelota-escarabajo en la mano. Su núcleo transparente emitía un brillo blanco intermitente y parecía que los dibujos de su superficie se arremolinaban y danzaban…

—No la toques —graznó Tom, que casi notaba el aire vibrando a su alrededor, cargado de energía. Era el mismo ritmo que los latidos de su cabeza. Una orden ahora y le parecía que la cabeza le estallaría.

—Mira —susurró Pearl, con los ojos como platos—. Ella está haciendo lo mismo.

Tom miró la enorme reina y, bajo su pegajosa superficie brillante, vio venas negras apagándose y encendiéndose al mismo ritmo.

—Es como si fueran dos partes de una misma cosa.

—Lo son —resolló Tom—. Esta pelotita es el cerebro, ese insecto descomunal es la voz, el rey y la reina de la colonia, juntos. —Cerró los ojos y se los restregó. Le dolía tanto la cabeza que apenas era capaz de pensar—. Tendríamos que irnos —murmuró—. Ya casi no lo soporto.

Volviendo sobre sus pasos, Tom saltó al pasadizo y encontró a Rudy esperándolo.

—¿Dónde está papá? —preguntó Pearl cuando se deslizó junto a él.

—Oh, está esperando en la puerta —dijo Rudy, señalando el pasadizo.

—¿Por qué?

—Ha dicho que no soportaba el ruido. Ha dicho que le molestaba. No sé a qué se refería.

Pearl miró el lugar donde Arlo acechaba entre la sombras.

—¿Oyes algo? —preguntó.

Tom asintió con la cabeza.

—A lo lejos —mintió—. Latidos. Unos latidos fortísimos.

Pearl negó con la cabeza, enfadada; algo iba muy mal.

—Venga, Rudy —murmuró. Lo cogió de la mano y corrieron al lugar donde Arlo se estaba paseando de arriba abajo junto a la portezuela de madera.

—¿Has visto lo que querías? —preguntó a Tom con aspereza.

—Sí.

Arlo se pasó la mano por la cara surcada de arrugas. Parecía que le doliera algo.

—¿Vamos?

—Sí, claro, papá —dijo Pearl, sonriendo—. Tú eres el jefe. Te seguiremos.

Arlo gruñó y abrió la puerta que daba a la calle. Era justo como había predicho. Se hallaban al final de una estrecha callejuela que ascendía tortuosamente por la pared de roca. Tom respiró el aire a bocanadas y, al cerrar los ojos, le alivió descubrir que los latidos de su cerebro habían quedado reducidos a un zumbido sordo y distante. Habían desaparecido, por el momento. Gracias a Dios. Pero, cuando abrió de nuevo los ojos, el pulso se le aceleró: a diferencia del otro lado de Scarazand, aquella calle se encontraba extrañamente vacía y todos los comercios estaban cerrados. Era como una ciudad fantasma.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó, desconcertado por el silencio.

—Por aquí, chicos —masculló Arlo, entrando a toda prisa en un viejo pasaje abovedado.

Ellos lo siguieron hasta el lugar donde había un estrecho puente, no más ancho que una carreta, tendido sobre el abismo. Al otro lado, estaba la oscura pared de la cueva, acribillada de agujeros y surcada por pasarelas que ascendían hasta el reluciente techo abovedado. Solo algún que otro aplauso del estadio y el lejano rugido de los aviones rompían el silencio. Arlo empezó a cruzar el puente, con Rudy a su lado.

—¡Vamos! —gritó el niño—. ¡Antes de que nos vean!

Pearl vaciló.

—¿Qué opinas? —dijo—. ¿Es seguro? Parece… raro.

—Lo sé —respondió Tom. Aquello no terminaba de tener lógica.

Por algún motivo, todo era demasiado fácil. Oía los motores cada vez más cerca y, al mirar arriba, divisó dos motas negras que rodeaban una gran esfera flotante de luz e iban hacia ellos.

—Creo que tenemos que arriesgarnos —se apresuró a decir—. De lo contrario, nunca sabrán que lo hemos conseguido. Vamos.

Juntos, echaron a correr por el puente mientras los aviones se acercaban. Rudy se puso a saltar y a agitar frenéticamente los brazos.

—¡Aquí! —gritó—. ¡Aquí abajo!

Momentos después, Tom y Pearl estaban a su lado, también gritando y agitando los brazos. De inmediato, un biplano bajó en picado hacia ellos y sir Henry pasó por delante como una bala, saludándolos.

—¡Nos ha visto, nos ha visto! —gritó Rudy entusiasmado cuando pasó Trixie.

Vieron que los aviones viraban muy por encima de ellos. Luego, el águila fue a su encuentro.

—¿Estáis bien? —bramó, posándose en el puente—. Estupendo. Magnífico. Ahora prestad atención, porque este es el plan. No es difícil, solo hay que organizarse. Lo más importante: subios…

Pero su explicación quedó ahogada por un toque de cuerno que atravesó el aire. Tom se volvió hacia la ciudad y el corazón le dio un vuelco. Había una marea negra de skrolls encapuchados corriendo hacia ellos, con las lanzas alzadas. Y, en el otro lado, varios centenares más salieron de los agujeros excavados en la pared de la cueva y entraron en el puente.

—Oh… vaya —susurró Pearl, apretando a Rudy contra ella.

Se estaban acercando, como un enjambre negro, sus pasos resonando en la piedra, y Tom vio la inconfundible figura de don Gervase al mando de una columna y a Lotus a la cabeza de la otra.

—No seáis imprudentes, hagáis lo que hagáis; ¡encontraremos la forma de sacaros de esto! —gritó el águila antes de que la engullera la oscuridad.

Las dos columnas convergieron y aminoraron el paso y las hileras de hombres encapuchados bajaron las lanzas en actitud amenazadora. El pequeño grupo retrocedió aterrorizado ante el reluciente muro de armas y don Gervase se adelantó. Lucía una horrible sonrisa de satisfacción.

—Bueno, bueno, bueno. Tom Scatterhorn, Pearl Smoot, Rudy Smoot y hasta el bueno de Arlo, pillados mientras intentan escapar, otra vez. ¿No hemos pasado ya por esto?

El grupito lo miró furioso y no dijo nada.

—¿Y ni tan siquiera tenéis un buen plan para salir? Estoy muy decepcionado.

—No la tendrá, nunca —gruñó audazmente Pearl.

—Ah ¿no?

—No. Dé un paso más y mi padre le dará un puñetazo en la nariz —chilló Rudy—. ¡Lo hará!

Don Gervase le sonrió con aire amenazador y, alargando la mano, le pellizcó la mejilla.

—Vuelva a tocarlo y le mato —masculló Tom, fulminándolo con la mirada.

Don Gervase pareció un poco sorprendido. En ese momento, Lotus se adelantó, estirándose los dedos con indolencia. Parecía a punto de ejecutar algún estrafalario golpe de karate. Miró a don Gervase con expectación.

—¿Ya?

—«Un momentino», Lotus —respondió don Gervase, la voz convirtiéndosele en un siniestro gruñido—. Primero, querría ver cómo piensa defender Arlo Smoot a su familia esta vez. ¿Arlo? ¿Vas a darme un puñetazo en la nariz? ¿Arlo?