Luposerpsis maximus

A primera vista, parecía que hubiera una especie de zona de espera debajo de un escenario. Tom y Pearl se habían visto obligados a subir varios empinados tramos de escalera, pasando junto a una serie de jaulas poco iluminadas repletas de hombres e híbridos de todo tipo. Algunos iban a lomos de desgarbados insectos, otros llevaban restos de atuendos militares atados alrededor de sus cuerpos deformes. Todos parecían muy nerviosos mientras, arriba, se oía el clamor del público.

—Ignorad a esa chusma —dijo don Gervase con desdén, conduciéndolos a una plataforma circular que comunicaba con el techo—. Solo son carne de cañón. Y ellos lo saben.

La variopinta carne de cañón los observó, sumida en un hosco silencio, mientras los skrolls hacían subir a Tom y a Pearl a la plataforma y don Gervase daba fuertes palmadas.

—¡Gord! ¿Dónde está ese idiota?

Una figura robusta de tez gris salió de la oscuridad llevando varias cestas de mimbre atadas alrededor de la cintura con correas de cuero.

—¿Excelencia? —graznó el anciano, sin apenas atreverse a alzar la vista.

Tom se quedó estupefacto al advertir que su abrigo estaba cuajado de brillantes insectos negros y había un montón de delgados gusanos rojos enroscados alrededor de su sombrero.

—Tengo algo nuevo para el espectáculo de esta noche.

—¿Algo nuevo, excelencia?

—Sí. Estos dos inaugurarán el acto.

—¿Y los otros prisioneros?

—Irán después. O a lo mejor se unirán a ellos. No lo he decidido. Atalos. Un milpelos en cada muñeca, creo.

—¿Solo una muñeca, excelencia?

—Sí, sí, hazlo —espetó don Gervase con impaciencia.

—Muy bien, excelencia.

Tom y Pearl fueron obligados a alargar los brazos y el anciano abrió una de las cestas que llevaba atadas a la cintura y sacó un peludo milpiés del tamaño de una anguila pequeña.

—¡Ay! —exclamó Pearl cuando Gord se lo puso en el pelo. El animal se le enroscó rápidamente alrededor del cuello. Pearl cerró los ojos, temiéndose lo peor…

—No te preocupes, señorita Smoot —dijo don Gervase, disfrutando con su malestar—. No es a ti a quien quiere matar.

Gord abrió otra cesta y puso un segundo milpelos en la espalda de Tom, pero, nada más enroscársele alrededor de la garganta, el insecto vio el otro milpelos.

—¡Ay! —se quejó Tom cuando la criatura bajó como una bala por su brazo extendido. El milpelos que Pearl tenía alrededor del cuello corrió a su encuentro y, al instante, se habían enroscado uno alrededor del otro: las patas, los cuerpos, las mandíbulas, trabados en un firme nudo, esposando a Pearl y a Tom.

—Es una prueba de fuerza, sabéis —explicó don Gervase—. Cuando dos milpelos macho entablan combate, no se sueltan hasta que uno de los dos muere. Bastante conveniente, ¿no os parece?

Hubo un momento de silencio y, después, volvieron a oír el clamor del público.

—¿Qué va a pasarnos ahí arriba? —preguntó Tom, haciendo todo lo posible por ignorar el nudo vivo que los mantenía unidos.

—Eso depende enteramente de vosotros —respondió don Gervase con zalamería—. Tengo que ver cómo rinden las nuevas razas, ponerlas a prueba, y para ese propósito necesito adversarios. Al público le encanta, por supuesto. Tenía pensado empezar con dos prisioneros despreciables, pero vosotros me venís mucho mejor. Si sois conversos, escuchad las pulsaciones que os latirán en la cabeza. Quién sabe; a lo mejor hasta os ayudan, pero lo dudo. Si no lo sois, vuestra aniquilación será un magnífico espectáculo. —Sonrió—. Así que, en ambos casos, habréis hecho algo útil.

Pearl negó con la cabeza, asqueada.

—Está usted enfermo.

Hubo una exclamación colectiva y el recinto se quedó en silencio. Don Gervase ladeó la cabeza. No estaba seguro de haber oído bien. Pearl lo miró con franco desdén.

—Toda esta gloriosa revolución es una farsa, ¿verdad? Sus experimentos en esa pecera de arriba, afirmar que ha encontrado el secreto de la vida eterna, fingir que tiene la autoridad de la reina, ¡ja! ¡Esa es buena! ¡Usted no tiene ni idea de lo que ella piensa; no puede controlarla más que ninguno de los que estamos aquí! —Pearl se había puesto a gritar y estaba tan furiosa que la voz le temblaba en cada sílaba—. Por eso está tan desesperado por encontrar el amuleto, ¿no?, ¡antes de que le descubran!

Tragó saliva y el enfado le inundó los ojos de lágrimas.

—Se cree un gran líder, pero es un don nadie. Un impostor y un fanfarrón, nada más. Un farsante.

El silencio era ensordecedor. Todos los ojos estaban clavados en don Gervase. Era obvio que los híbridos esperaban que matara a Pearl allí mismo. Pero, por algún motivo, él no lo hizo. Se limitó a cerrar los puños y aclararse la garganta. Lotus lo observó con nerviosismo.

—Creo —gruñó don Gervase—, creo que ni siquiera voy a dignarme responder a ese pequeño arrebato tuyo, nada más lejos de la verdad. —Miró a su alrededor, echando fuego por los ojos—. En vez de eso, quizá quieras saber quién va a ser tu adversario. Creo que ya habéis visto al escarabajo bombardero.

Tom y Pearl no dijeron nada; ella seguía temblando de rabia.

—Pues esta noche seréis los primeros adversarios, o debería decir víctimas, de su hermano mayor. Luposerpsis maximus. El megalobóptero.

Se hizo un angustioso silencio.

—¿Qué os parece?

Tom se encogió de hombros.

—Bien.

—¿Bien?

—Sí. Los escarabajos bombarderos me caen bastante simpáticos.

Se oyó una risita contenida al fondo, que don Gervase silenció de inmediato con una mirada fulminante. La calculada insolencia de Tom parecía haberlo ofendido casi tanto como el arrebato de Pearl, pero, una vez más, consiguió, de algún modo, contener su furia.

—No supongas que puedes jugar conmigo, Tom Scatterhorn —murmuró, siniestramente—. No hace falta que te recuerde tu difícil situación. Gord —vociferó, y el anciano se puso firme, temblando de forma ostensible—, súbelos. Luego, espera mi señal.

Gord se inclinó tanto que los gusanos rojos de su sombrero casi rozaron el suelo.

—Como usted diga, excelencia.

Don Gervase les lanzó una última mirada fulminante, giró sobre sus talones y se marchó a toda prisa, seguido de Lotus y los skrolls. El anciano se subió a la plataforma circular y gritó una orden. Al instante, apareció un escuadrón de grandes hormigas amarillas provistas de palos. Los insertaron en los agujeros que había bajo el borde de la plataforma y esperaron.

—¡Girad hacia la derecha! —chilló Gord.

Las hormigas se apoyaron en los palos, comenzaron a empujar y la plataforma empezó a ascender despacio, girando sobre un tornillo inmenso y levantando el techo. Bajo los milpelos entrelazados, Pearl asió la mano de Tom con fuerza cuando el ruido estalló por encima de ellos.

—¡Rompedle una pata! —gritó uno de los híbridos enjaulados.

—¡Sí, dadle donde más le duele! —gritó otro.

—¡Recordad que parecen peligrosísimos pero son tontos perdidos!

El coro de consejos prosiguió conforme la plataforma ascendía y, momentos después, Tom y Pearl se encontraron en la pista de un gran estadio, próximo a la cumbre de Scarazand.

Todo el edificio estaba construido alrededor de la columna de roca que se extendía hasta el distante techo de la cueva y el clamor con que los recibieron fue increíble.

—Siento mucho haberte metido en esto —susurró Pearl, mirando las patas, élitros y partes de escarabajo diseminados por la pista.

—No lo has hecho —dijo Tom, intentando ignorar los latidos que le aporreaban las sienes—. He venido porque he querido. Nos hemos metido juntos en esto y vamos a salir juntos de este sitio, no sé cómo.

—Eso no hace que me sienta mejor.

Un clamor recorrió el graderío cuando don Gervase, Lotus y su séquito tomaron asiento en un gran palco central. El glorioso líder saludó distraídamente con la mano y se sentó.

—¡Vamos, bajad! —resolló Gord, empujando a Tom y a Pearl a la pista.

Levantó un tablón suelto y gritó una orden a las hormigas que aguardaban abajo. De inmediato, el ascensor comenzó a descender y Gord se puso a registrarles los bolsillos con mucha ceremonia. El público aplaudió cuando tiró al suelo la navaja de Tom, el frasquito con el aerosol de feromonas y la pelota-escarabajo, que él llevaba en el bolsillo trasero.

—Oh, mirad, se ha traído la pelota —graznó, alzándola para enseñarla al público—. ¡Has venido a jugar a fútbol, ¿verdad hijo?! —Y volvió a tirarla al suelo.

El público aulló y don Gervase sonrió, pero siguió la extraña pelota gomosa con la mirada hasta que se detuvo debajo de él. Aquello era un poco inesperado. ¿Por qué llevaba eso el muchacho? Gord fue hasta una escalera de mano apoyada en la columna de roca y aguardó bajo un gran cuerno. Miró el palco real, expectante, y el público enmudeció. Todos los ojos se posaron en don Gervase.

—¿Papá?

Lotus dio un codazo a don Gervase, que seguía mirando la pelota. Vio que tenía dibujos. Probablemente, no era nada, solo un juguete. De todos modos, él estaba buscando algo muy distinto. Algo valioso, no una vieja pelota cualquiera…

—¿Papá? ¿Pueden empezar? —Lotus lo miró con impaciencia—. Papá, ¿qué te pasa…?

—Sí, sí —dijo él, e hizo una breve seña a Gord, que tocó una vez el cuerno, arrancándole un sonido grave y penetrante.

—Supongo que ha llegado el momento —susurró Pearl, cuando el público enmudeció.

Abrieron dos grandes puertas correderas y algo empezó a avanzar hacia ellos desde la oscuridad. Era un escuadrón de robustos escarabajos negros que arrastraban un gran capullo gris. Se percibía una gran expectación en el graderío.

—Señoras y señores —bramó el comentarista por un gran megáfono mientras el capullo era arrastrado al centro del estadio—. Antes de que comience el espectáculo de esta noche, una reconstrucción de la batalla de Callaboose, donde nuestro glorioso líder nos condujo a la victoria…

Hizo una pausa para que el público gritara al unísono:

—¡Viva el glorioso líder!

—… tenemos una sorpresa muy especial para vosotros —prosiguió el comentarista—. Un modelo nuevo, traído directamente de los viveros. —La cortina de rostros alargó el cuello, expectante.

—Por primera vez en Scarazand, ¡es negro, infame y monstruoso, es el megalobóptero!

El anunció fue recibido con un aplauso ensordecedor y todos los ojos se posaron en el capullo gris. ¿Qué criatura horrible e insólita se ocultaba en su interior? El público no tuvo que esperar mucho para averiguarlo. Gord se dirigió a la entrada con paso cansino, cogió una larga lanza y regresó.

—¡Estáis listos! —aulló—. ¿Lo estáis? —El público aplaudió y Gord se ladeó el sombrero y realizó una pequeña pirueta: era obvio que estaba disfrutando de su momento de gloria.

—¡Que empiece el espectáculo!

Apuntando al capullo, Gord arrojó la lanza con una fuerza sorprendente. La punta se hincó y vibró, y el anciano corrió a refugiarse en la entrada. El público contuvo un grito cuando el capullo comenzó a abultarse y se resquebrajó.

—Deprisa —susurró Tom—. El aerosol y la pelota.

Despacio, comenzaron a caminar de lado hacia el frasquito tirado en el suelo hasta tenerlo justo delante.

—Písame —susurró Tom.

—¿Por qué…?

—Tú hazlo —insistió él.

—¡Ja, ja! ¡Mira! ¡No saben ni andar! —gritó un hombre cuando Tom y Pearl cayeron al suelo.

Las risas recorrieron el graderío y, de pronto, todas las miradas volvían a estar posadas en ellos. Se pusieron torpemente de pie mientras el público se reía de ellos.

—Gracias —susurró Tom, metiéndose el frasquito en el bolsillo con la mano libre.

—¡Armaos, idiotas, está saliendo! —gritó una mujer.

Tom y Pearl se dieron la vuelta y la mandíbula se les desencajó cuando unas largas patas armadas con púas salieron del capullo, seguidas de unos relucientes élitros negros. Era enorme.

—¡Armaos! ¡Armaos! —coreó el público—. ¡Queremos un combate como Dios manda!

Tom miró el lugar donde estaba la pelota-escarabajo: había ido a parar justo debajo de don Gervase. Ahora no había tiempo para cogerla. Y, además, ¿de qué iba a servirles?

—Esto… puede que hagamos bien en armarnos —susurró Pearl, viendo que el megalobóptero se deshacía de los restos del capullo con una pata.

El escarabajo se volvió, inspeccionando obtusamente el nuevo mundo en que se encontraba con sus pequeños ojos rojos. Parecía estar hecho de acero negro bruñido y era tan grande como un camión.

—¡Allí hay un escudo! —chilló Pearl, y arrastró a Tom hasta un gran pedazo redondo de quitina caído en la pista y lo cogió.

—¿Y una lanza? —susurró Tom, volviendo sobre sus pasos para coger un largo resto de mandíbula—. Necesitamos…

—¡Espera! —gritó Pearl, tropezando con el escudo y arrastrándolo al suelo con ella.

—No podemos separarnos, ¿recuerdas? —susurró enfadada, levantándose—. ¡No puedes ponerte a correr así!

—Lo siento —dijo Tom—. Es que hay…

—Ya lo veo —lo interrumpió Pearl—. Ayúdame con esto.

Cogiendo un lado del escudo cada uno, fueron hasta el lugar donde estaba el resto de mandíbula y Tom se agachó para cogerla. El megalobóptero miró el objeto cuadrúpedo que se movía por debajo de él. Para su mente simple, merecía la pena atacar cualquier cosa que se moviera. Así que lo hizo.

El público contuvo la respiración cuando el megalobóptero alzó sus mandíbulas armadas con púas y corrió hacia ellos a una velocidad atemorizante.

—Oh, Dios mío… es, esto, qué… —Pearl agarró a Tom por el brazo mientras el escarabajo se acercaba.

Él aguardó todo lo posible y arrojó la lanza contra él. De improviso, la criatura disparó un chorro rojizo de líquido caliente que repelió la lanza como si fuera una rama. El público gritó complacido y Tom se refugió detrás del escudo al lado de Pearl.

—Dispara ácido caliente —dijo, temblando—. Se me había olvidado que hacían eso.

Pearl parecía aterrorizada.

—¿Qué vamos a hacer?

—¿Meternos ahí debajo? —sugirió Tom, tragando saliva, señalando otro élitro que estaba a un par de metros de distancia.

—Vale.

Sin pensárselo más, corrieron hacia el élitro y se refugiaron debajo justo cuando se oyó un estallido ensordecedor. El público aplaudió y, al volverse, Tom vio su escudo de quitina hecho pedazos. El megalobóptero pasó de largo, tanteando el terreno.

—Tenemos que deshacernos de estos milpelos —dijo, dando un fuerte tirón a las criaturas enroscadas alrededor de su muñeca—. Así no podemos hacer nada.

—A ver —dijo Pearl, sacándose la navaja de Tom del bolsillo—. Déjame probar.

—¿La has recogido del suelo?

—Pues claro —susurró ella—. He soltado el escudo, ¿recuerdas? ¿Cómo si no iba a conseguirlo?

Tom se admiró de su ingenio y la observó mientras acuchillaba los milpelos con saña. Pero parecía que estuvieran hechos de alambre. Justo entonces oyeron un fuerte golpe en el élitro bajo el cual se refugiaban.

—¡Están ahí! ¡Ahí debajo! —gritó el hombre que había arrojado la piedra.

Otro golpe y el élitro se bamboleó y volcó. Tom y Pearl se levantaron al instante, y el megalobóptero los vio. Movimiento. Arremetió contra ellos. No les quedó más remedio que correr.

—¡A la izquierda! —gritó Pearl, que llevó a Tom hacia la columna de roca.

—¡Vale! —gritó él cuando se escondieron detrás de un cadáver.

El público aullaba de placer mientras ellos corrían entre los cadáveres, eludiendo los chorros de líquido hirviendo que el megalobóptero les disparaba, destrozándolo todo a su paso.

—¡Tenemos que utilizar el aerosol o coger la pelota-escarabajo o… algo! —gritó Pearl.

—¡Mira! —resolló Tom, sin dejar de correr—. ¡Los milpelos se están moviendo! —Pearl miró el nudo vivo que los unía por las muñecas y vio que Tom tenía razón. Estaban un poco más separados. Los tirones y forcejeos quizá estuvieran surtiendo algún efecto—. Tengo una idea —gritó Tom, viendo dos trozos de élitro—. Pongámonos ahí detrás.

—Pero no podemos parar. Nos…

Al instante, Tom se arrojó al suelo, arrastrando a Pearl con él.

—¿Estás loco? —resolló ella—. Nos ha visto. Nos…

—Lo sé —dijo Tom temblando, sacándose frenéticamente el aerosol del bolsillo—. Es que no se me ocurre nada más.

A toda prisa, roció el brazo de Pearl hasta el codo; luego hizo lo mismo con el suyo.

—Percibe el movimiento y dispara contra él. A lo mejor nos resuelve el problema.

Se deslizó hasta el trozo de quitina adyacente y, escondiéndose detrás, alargó el brazo.

—¡Tira! —gritó. Pearl obedeció y los milpelos volvieron a enroscarse uno alrededor del otro—. Cuando dispare, coge ese élitro y corre hasta ponerte detrás de él —le instruyó—. Yo haré lo mismo.

Lo que fuera que hubiera dicho Pearl, lo ahogó el clamor de los espectadores, que estaban viendo cómo se acercaba el megalobóptero a los trozos de quitina.

—¡Moveos, idiotas! ¡Os ha visto! —gritaron.

En el interior de su simple cerebro, el gigantesco escarabajo vio dos objetos inmóviles. Entre ellos, suspendido en el aire, había un manchón negro, retorciéndose y enroscándose. Movimiento… disparó. Un violento chorro de ácido caliente arrojó a Tom y a Pearl hacia atrás, pero eran libres. De los milpelos solo quedaban los restos calcinados que les colgaban de las muñecas.

—¡Rodéalo! —gritó Tom.

Al instante, el megalobóptero se desconcertó todavía más cuando, de repente, a los dos trozos de quitina les crecieron piernas que salieron corriendo en direcciones opuestas. Retrocedió con torpeza, disparando primero a uno y luego a otro. Luego, giró en redondo y volvió a disparar, errando ambos tiros. Era completamente incapaz de decidir a cuál perseguir.

—¡Sigue! —gritó Tom mientras corrían alrededor de la enorme bestia, cuyos disparos se tornaron cada vez más imprevisibles, desviándose hacia el graderío y arrojando una lluvia de líquido hirviendo sobre los espectadores.

—¡Vaya birria! —gritó una mujer.

—¡Es demasiado fácil! —gritó otra—. ¡Este megalobóptero es un asco!

De pronto, el ambiente cambió y comenzaron a oírse fuertes silbidos y abucheos por todo el estadio. Tom y Pearl corrieron a refugiarse detrás de la columna de roca, pero el megalobóptero no los siguió; continuó girando en redondo, disparando sin ton ni son, fallando como un juguete roto. Los abucheos y silbidos se tornaron ensordecedores y don Gervase pareció sumamente incómodo. Lotus miró el graderío enfurecida.

—No deberías tolerar esta oposición. Páralo.

Don Gervase se levantó con brusquedad e hizo una seña a Gord, que seguía en la entrada. El anciano se inclinó con deferencia y gritó una orden. Se oyó un fuerte chasquido y otro círculo comenzó a girar en el suelo del estadio. Lotus estaba fuera de sí.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó—. ¡No puedes sacar más! ¡Eso solo lo hará más fácil!

Don Gervase la ignoró y, arrellanándose en su asiento, cerró los puños.

—¿Quieres que nos humillen?

—¡Por supuesto que no! —espetó él—. Te garantizo que no va a hacerlo más fácil. Al contrario, de hecho.

La plataforma comenzó a elevarse despacio y el público se serenó un poco, curioso por saber quién aparecería a continuación. El megalobóptero la vio y abandonó su inútil persecución. Lotus estiró el cuello, y también Tom y Pearl…

—Soy un genio, ¿no crees? —dijo don Gervase, sonriendo satisfecho.

Lotus vio un escarabajo bombardero obligando a dos figuras a bajarse de la plataforma mordisqueándoles los tobillos. El rostro felino se le iluminó con una sonrisa. De repente, Pearl echó a correr.

—¡Papá! —gritó—. ¡Papá!

Al principio, el hombre pareció no haberla oído, pero el niño sí lo había hecho.

—¡Pearl!

—¡Rudy!

—¡Oh, Dios mío, eres tú!

Olvidándose por completo del estadio, el megalobóptero y el público que la observaba, Pearl atravesó la pista y se echó en sus brazos, abrazándolos con todas sus fuerzas.

—¡Papá! ¡Papá! ¡Soy yo! ¡Pearl!

—Oh, hola cariño —dijo distraídamente Arlo—. Supongo que eres tú, ¿no?

Pearl se apartó y lo miró.

—¿Papá? ¿Estás bien?

—Supongo que sí. Sí. Claro. ¿Por qué no?

—Se lo llevaron. Esa gente tan rara se lo llevó. No volvió hasta anoche —dijo Rudy, mirando el público y el techo de la cueva con aprensión—. ¿Dónde estamos?

—¿Se lo llevaron? ¿De veras?

Pearl escudriñó el arrugado rostro de su padre con sus vivos ojos azules. Aldo estaba más desaliñado que nunca.

—Sois el escuadrón de rescate, ¿no? —dijo distraídamente, mirando a Tom, que los estaba observando.

—Caray, ¿qué es eso?

Rudy señaló el megalobóptero, que los estaba observando con curiosidad desde el otro extremo del estadio. Ver algo nuevo lo había centrado. Comenzó a caminar…

—Eso es algo peligrosísimo —susurró Pearl con aprensión mientras veía cómo se acercaba el gigantesco escarabajo—.

Y vais a tener que echar a correr muy, muy pronto.

—¿Correr? Ah, vale. Lo que sea —dijo Arlo Smoot con aire distraído—. Andando.

—¿Qué va a hacer? —susurró Rudy, mirando la criatura con horror.

Antes de que Pearl tuviera ocasión de responder, el bombardero rojo se acercó al megalobóptero y comenzó a dispararle chorritos de líquido a la cabeza. En ese momento el público prorrumpió en burlas: era como si un ratón disparara a un elefante con una pistola de agua. De repente, el megalobóptero disparó un chorro de ácido hirviendo que alcanzó al bombardero de pleno entre el tórax y el abdomen, partiéndolo limpiamente por la mitad. El público chilló y empezó a pedir sangre.

—¡Ay! —gritó Rudy, cuando una piedra lo alcanzó en la espalda.

Luego, otra alcanzó a Pearl. Y otra más.

—¡Corred! ¡Corred! ¡Corred! ¡Corred! —coreó el graderío y, pronto, los estaban apedreando desde todas las direcciones…

—Esto debería ser interesante —dijo don Gervase, sonriendo satisfecho mientras miraba a los Smoot, apiñados ante la bestia que corría hacia ellos—. ¿Quién va a salvar a quién? ¿Será sacrificado el más débil?

De pronto, los Smoot echaron a correr, Pearl tirando de Rudy con Arlo cubriéndoles la retaguardia y el megalobóptero galopando tras ellos, disparando a diestro y siniestro. Tom salió de su escondrijo y asimiló la escena con rapidez. No iban a durar mucho… segundos a lo sumo… Los ojos le centellearon frenéticamente: ¿qué podía hacer?

«Piensa, Tom, piensa… si…».

Debajo del cuerno, vio la desvencijada escalera de mano apoyada en la columna de roca. De pronto, tuvo una idea. Era descabellada, pero lo era tanto que podía funcionar.

—¡Pearl! —gritó—. ¡Pearl!

Ella lo miró con desesperación, esquivando los chorros de líquido rojo que caían a su alrededor.

—¡Ve hacia la escalera! —gritó Tom—. ¡Llévalo debajo de la escalera!

Pearl asintió sin comprender y echó a correr por la pista, tirando de Arlo y Rudy lo mejor que pudo. El público estaba armando mucho alboroto, aplaudiendo conforme los disparos caían cada vez más cerca de ellos.

—¡Venga, papá! —gritó Pearl, tirando de Arlo, que estaba teniendo dificultades para no quedarse rezagado.

Todo el mundo ignoró a Tom, que se levantó y, corriendo entre los despojos, se dirigió a la columna de roca y se subió a la desvencijada escalera. Sin aliento, vio que Pearl estaba terminando de rodear la columna en su dirección. El megalobóptero iba detrás, haciendo un ruido infernal… seguro que ya solo era cuestión de segundos… Don Gervase se incorporó y el público gritó… Tom se colgó de la escalera cuando la enorme criatura corrió hacia él. ¿Lo veía? Ya era demasiado tarde. Con las sienes palpitándole, escogió un punto detrás de la cabeza del megalobóptero y, acto seguido, saltó…

¡PUM!

Aterrizó en los élitros con tanta fuerza que estuvo a punto de rebotar y caerse, pero el megalobóptero ni tan solo se dio cuenta. Izquierda, derecha, izquierda… los flancos se le iluminaban con chorros de líquido hirviendo.

Don Gervase se levantó de un salto, sin dar crédito a sus ojos.

—¿Qué está haciendo ese crío? —gritó cuando el megalobóptero desapareció a galope por detrás de la columna.

Aferrándose a él, Tom alargó la mano y vertió el contenido del frasquito de feromonas primero en un ojo rojo y luego en el otro. El escarabajo siguió galopando, pero, por alguna razón, el movimiento que buscaba ya no estaba allí, solo partes fracturadas. Y, luego, de pronto, sus presas desaparecieron. La enorme bestia se paró en seco y Tom salió disparado hacia adelante, pasando por encima de su cabeza, colisionando con una de sus negras mandíbulas y cayendo al suelo. De repente, el público enmudeció: seguro que lo mataba, tenía que hacerlo. Tom se quedó jadeando en el suelo. Luego, despacio y con sumo cuidado, se incorporó y se dio la vuelta para hacer frente a la enorme criatura. Si iba a morir, quería verla venir…

La emoción era palpable: ¿Cómo iba a escapar el muchacho? Estaba justo debajo de sus narices. Tom tenía el corazón tan acelerado que apenas podía pensar, pero, con todo el autodominio de que fue capaz, se quedó como una estatua, mirando aquellos obtusos ojos rojos. El megalobóptero sacudió la cabeza: presentía que había algo justo delante de él, pero ¿dónde? Disparó un par de chorros a derecha e izquierda. Nada. Luego, comenzó a retroceder. El público se puso a murmurar. ¿Qué iba a hacer? Parecía que estuviera a punto de atacar… ¿por qué no huía el muchacho? Pearl, Arlo y Rudy los estaban observando boquiabiertos, al igual que don Gervase y Lotus desde el graderío. O aquel Tom Scatterhorn era muy valiente o estaba muy loco, o posiblemente ambas cosas. Tom permaneció inmóvil. No oía nada, no veía nada salvo aquellos dos obtusos ojos rojos… se estaba concentrando tanto que era como si hubiera salido de su cuerpo y el muchacho que estaba sentado en la pista fuera otra persona… Una piedra cayó a su lado y rodó por la pista. Él no se movió. Luego, cayó otra: a la izquierda. El megalobóptero la vio. Movimiento… al instante, echó a correr y disparó una salva tras otra contra la piedra, que cayó como un proyectil entre los despojos que sembraban el estadio. Tom se pegó al suelo cuando el escarabajo pasó a galope justo por encima de él, disparando como un poseso, siguiendo el rastro de su propia destrucción con más destrucción. Ni tan siquiera vio a los Smoot pegados a la columna de roca.

—Como un perro con una pelota —dijo don Gervase furioso, viendo cómo el megalobóptero corría como loco por el estadio, persiguiendo las bolsas, piedras y sombreros que llovían del graderío para deleite de los espectadores.

Aquello no era en absoluto lo que había previsto. Con un impaciente gesto de cabeza, indicó a Gord que debía comenzar el número principal. El anciano gritó otra orden, corrió hasta el cuerno y lo tocó, arrancándole otro sonido grave y penetrante.

—¡Señoras y señores —bramó el comentarista—, y ahora les ofrecemos una fiel reconstrucción de la gran batalla de Callaboose!

Una docena de círculos comenzaron a elevarse en la pista del estadio, portando cuadrillas de adustos híbridos armados con espadas, hombres provistos de picas a lomos de escarabajos y carros tirados por ciempiés.

—¡Las tropas de la Cámara! —gritó el comentarista.

Se oyeron fuertes abucheos y silbidos y los espectadores comenzaron a apedrearlos.

—¡Y las tropas de nuestro glorioso líder!

Por las puertas correderas abiertas comenzó a salir una falange tras otra de magníficos escarabajos marrones, fornidos y lustrosos, acompañados de carilargos soldados que portaban estandartes negros y dorados y skrolls armados al mando de cientos de furiosos escarabajos bombarderos rojos. El público rugió cuando los soldados y los hombres encapuchados saludaron al graderío.

—Esto va a ser una auténtica locura —susurró Tom cuando se unió a los Smoot, que seguían pegados a la columna de roca. ¿Estáis bien?

—Eso creo. ¿Papá?

Arlo se volvió. Parecía extrañamente relajado.

—¿Sí?

—¿Estás bien? —preguntó Pearl.

—No hay problema —dijo él, mirando las tropas que se estaban concentrando a su alrededor—. Estoy de fábula.

—¿De fábula? —Pearl negó con la cabeza, exasperada. Saltaba a la vista que a su padre le había sucedido algo y, de ahora en adelante, iba a tener que asumir el mando—. Gracias por lo que has hecho —dijo, mirando a Tom—. En serio.

—Oh, no es nada.

—Nos has salvado el pellejo —dijo Pearl, sonriendo—, por decirlo así.

—Sí —susurró Rudy, mirando a Tom con admiración—. Ha sido increíble.

Tom se encogió de hombros, un poco azorado.

—Tú habrías hecho lo mismo, estoy seguro.

—¿Quién, mi hermana? —exclamó Rudy—. Debes de estar de broma.

Pearl se rió.

—Gracias, hermanito —dijo, sonriendo y despeinándolo—. Venga, hay que encontrar una forma de salir de aquí.

Pero del dicho al hecho hay un trecho. Tom pensaba que el inicio de la batalla se anunciaría con un toque de cuerno, pero, cuando miró de nuevo la pista, el combate ya había empezado. Por doquier, apretadas formaciones de escarabajos arremetían contra las variopintas cuadrillas de híbridos y hombres, atacándolos con sus largas mandíbulas y ensartándolos con sus cuernos mientras ellos se defendían lo mejor que podían. En medio del caos, el megalobóptero colisionaba contra todo, disparando ácido a diestro y siniestro y, bajo sus patas, el enjambre de escarabajos bombarderos rojos hincaba el diente a todo lo que se movía.

—¡Recuerden, señoras y señores —bramó el comentarista entre el clamor— que las batallas son peligrosas! ¡Que la primera fila tenga cuidado!

—¿Que tengamos cuidado? ¡Por eso estamos aquí, no te fastidia! —gritó una mujer, esquivando una pata volante y lanzando piedras a un híbrido.

—No os separéis, compañeros —gritó una voz conocida al mando de un desordenado escuadrón contra el que estaba arremetiendo una formación de escarabajos tras otra—. ¡Igual que hicimos en la batalla auténtica!

Tom miró hacia allí y vio al pequeño McMaggot, su compañero de celda, blandiendo una mandíbula rota.

—¡Sí, pero entonces estábamos en el otro bando! —gritó su compañero a la vez que derribaba un escarabajo—. ¡Y ganamos!

—¡La libertad, ya ves! —gritó McMaggot—. ¡Obligados a repetirlo todos los años!

Tom y los Smoot permanecieron pegados a la columna central, esquivando los élitros que saltaban por los aires y se estrellaban contra la pared a su alrededor.

—¡Tenemos que recuperar la pelota-escarabajo! —gritó Pearl—. No puede tenerla él. De ninguna manera.

—Lo sé. —Tom asintió con gravedad, mirando el caos—. Iré yo.

—No, sin mí no —dijo Pearl.

—Ni sin mí —añadió Rudy—. Voy con vosotros.

No había discusión posible.

—¡Pues vamos! —gritó Tom, y se zambulló en la batalla.

—Pero…

Entonces, Pearl cogió a Rudy en brazos, le tapó los ojos y echó a correr.

—¿Es realmente una buena idea? —farfulló Arlo, viéndolos perderse en el caos—. Vale, de acuerdo —añadió con aire distraído, y corrió tras ellos.

Don Gervase miró la pista, donde ya no había ningún rastro de filas ni bandos, sino solo un caótico amasijo de criaturas que combatían unas con otras, cuerpo a cuerpo.

—¿Crees que sobrevivirán? —preguntó Lotus, disfrutando de la batalla.

—Lo dudo mucho —respondió don Gervase—. Pocos quedan con vida al término de estos enfrentamientos. Y si por casualidad lo hacen, no van a poder escapar —añadió, furtivamente—. Ya me he ocupado de eso.

Lotus sonrió satisfecha, pero no terminó de comprenderlo. Don Gervase alargó el cuello y miró el lugar donde había caído aquella curiosa pelota, justo debajo de él. Por increíble que pareciera, seguía allí, semioculta ahora por un élitro vuelto boca arriba. Por algún motivo, aquella gomosa pelota transparente lo intrigaba, no sabía por qué…

—¡La veo!

Tom se escondió detrás de unos despojos, jadeando. Sin saber cómo, habían llegado hasta allí. Pearl se ocultó junto a él y también la vio, resplandeciendo en el suelo a muy poca distancia. De improviso, una cuadrilla de escarabajos bombarderos se abalanzó sobre ellos, mordiéndoles con saña.

—¡Ay! —gritó Rudy.

—¡Fuera! —rugió Tom, apartándolos de una patada.

Ignorando el caos, Pearl comenzó a gatear entre las piernas y patas de los hombres e insectos enfrentados en dirección a la pelota. Don Gervase la reconoció de inmediato, y también a Tom, y a los Smoot, escondidos entre los despojos justo debajo de él. Qué intrigante: ¿Por qué demonios habrían de poner su vida en peligro y arriesgarse a recuperar la pelota? Parecía un juguete, probablemente un recuerdo sentimental que el muchacho llevaba por casualidad en el bolsillo. Un regalo de su madre quizá… a menos, a menos… Abrió los ojos de forma desmesurada y casi se atragantó con su propia estupidez. ¡A menos que la muchacha hubiera estado diciendo la verdad!

Y aquel crío lo hubiera engañado. ¿Era eso posible? Entrecerró los ojos cuando vio que la muchacha cogía la pelota. Claro que lo era, ¡claro que lo era! Pero ¿y qué había de la Cámara, de sus papiros, tradiciones y bibliotecas de textos antiguos? ¿No le habían dicho todos que aquel amuleto sería algo único, valiosísimo, revestido con mucha probabilidad de algún material protector? Vio que el muchacho repelía otros dos escarabajos bombarderos a mano limpia y ponía a salvo a la muchacha. No… no… estaban equivocados, todos… completamente equivocados. Aquellos dos idiotas lo demostraban. Separó los labios, emocionado. Allí estaba, la clave secreta de su revolución, ¡tan cerca! Pondría fin a aquella farsa de inmediato, se la arrebataría antes de que…

—Eh, ¿qué es eso? —gritó un hombre del público. Los espectadores se estaban volviendo, mirando el techo de la cueva.

—¿Qué es?

Arriba había algo, acercándose… ¿un ruido?

—¡Escuchad, compañeros, escuchad! —gritó McMaggot a los maltrechos restos de su escuadrón.

Los deformes hombres ensangrentados ignoraron el fragor de la cruenta batalla y miraron el techo de la espaciosa cueva. ¿Qué era aquel ruido?

Pearl alzó la cabeza y también lo oyó. Un zumbido. Cada vez más fuerte…

—Es un motor —susurró—, ¿verdad?

—Maldita sea… ¡maldita sea! ¡Aquí viene la dichosa caballería! —gritó un híbrido.

Los espectadores miraron arriba y, de repente, se pusieron a aplaudir como posesos.

—¡Un espectáculo de los buenos, sí señor! ¡De los buenos! —gritaron.

Don Gervase se levantó, ajeno al fragor, su rostro escandalizado era la viva imagen de la incomprensión. Allí, sobrevolando el graderío justo por encima de él, había una golondrina, un águila y dos biplanos. Se quedó sin habla. Y también Tom, tumbado en el suelo.

—¿No es sir Henry Scatterhorn? —susurró Pearl, sin apenas atreverse a creerlo.