Las tres mujeres idénticas observaron estupefactas mientras don Gervase sacaba a Tom y a Pearl de la sala de guardia y los hacía entrar en un corto pasillo. Mientras caminaban en la oscuridad, Tom tocó a Pearl en el brazo y, cuando ella lo miró, se llevó el dedo a los labios.
—No se lo pidas todavía —susurró tan bajo como pudo.
—¿Por qué no?
—Veamos primero dónde nos lleva. Si le seguimos el juego, a lo mejor podemos salir de esta.
Aquello parecía sumamente improbable, pero hasta Pearl se vio obligada a reconocer que, ante el poder del cruel y glacial don Gervase, todo parecía mucho más difícil. Siguieron al hombre alto en silencio y, al girar, se encontraron con un espectáculo increíble. Ante ellos había un reluciente armazón, bastante parecido a un palanquín, dentro de una gran rueda. Esta reposaba sobre lo que parecían escuadrones de grandes cochinillas negras ovilladas, y había miles de ellas esperando en el borde. El artilugio estaba colocado en una pista diagonal muy empinada.
—Mi caprichito —dijo don Gervase, sonriendo y abriendo la puerta—. Un ascensor privado que he diseñado yo mismo. ¿Os gusta?
—Increíble —dijo Tom cuando se subieron.
Don Gervase sonrió, satisfecho a todas luces de su invento.
—Uno de los muchos milagros de Scarazand es que nunca falta mano de obra —bramó, y golpeó el techo con el puño. La máquina comenzó a subir por la pista y Tom fue vagamente consciente de que los miles de cochinillas negras corrían por el techo, se ovillaban al llegar al suelo, hacían avanzar el vehículo y volvían a encaramarse al techo, sin detenerse en ningún momento.
»¿A que es divertido? —dijo don Gervase, rompiendo el incómodo silencio—. Supongo que tenéis curiosidad por saber adonde vamos.
Tom y Pearl asintieron con la cabeza.
—¿Cómo podrían dos meros conversos que han peregrinado hasta Scarazand interesar al glorioso… a mí?
—Así es —respondió Tom, haciendo todo lo posible por seguirle la corriente—. Eso es justo lo que nos estábamos preguntando.
—Por supuesto —dijo don Gervase, con una sonrisa en el rostro—. Pues Tom, nosotros tenemos no pocas cosas en común, tú y yo.
—Ah, ¿sí?
—Desde luego. Compartimos nuestro interés por algo bastante importante. Me gustaría enseñártelo. —Sonrió con aire amenazador—. Y a ti, señorita Smoot. Me intrigas.
Pearl notó que la atravesaba con sus lechosos ojos amarillos y cambió incómodamente de postura.
—De hecho —comenzó—, de hecho, nosotros también tenemos algo que enseñarle a usted —dijo, ignorando el pisotón de Tom.
—¿Oh? ¿Es un regalo?
—Más o menos.
—Qué detalle por vuestra parte —murmuró don Gervase—. Adoro los regalos de… humildes conversos como vosotros. Un líder nunca se cansa de los regalos. —Sonrió—. Qué oportuno es todo esto.
Volvió a hacerse un incómodo silencio y la pista comenzó a subir en espiral por una columna de roca, pasando por una serie de estancias y pasillos.
—Estas son las entrañas del Ministerio —explicó don Gervase—. Me gusta ver qué ocurre exactamente.
Pasaron como una bala por viveros, cocinas y despachos, repletos de menudos trabajadores con gafas que llevaban brazaletes con una insignia negra y dorada. Nada más ver el curioso ascensor, se ponían firmes y bajaban la cabeza. Los soldados saludaban, los skrolls se descubrían la huesuda cabeza negra y don Gervase sonreía y les devolvía el saludo.
—Y aquí se reunía la Cámara antes de nuestra gloriosa revolución —bramó cuando atravesaron una espaciosa sala parecida a una catedral.
Estaba vacía salvo por las enormes pancartas de don Gervase que pendían del techo y gigantescas banderas negras y doradas.
—¿Qué les ocurrió? —preguntó Tom, disimulando su curiosidad tanto como pudo.
—Ellos y sus ejércitos fueron vencidos en el campo de batalla. En la gran llanura de Callaboose. Millones de millones murieron ese día, un manto de muerte se extendió hasta donde alcanzaba la vista. —Don Gervase sonrió al pensarlo—. A lo mejor habéis visto recuerdos de esa gran batalla en las tiendas, conocido incluso a algunos de sus supervivientes. De hecho, estáis viendo a uno en este mismo momento.
Tom lo miró sin estar convencido. La lengua le vibró entre los cariados dientes amarillos.
—Oh, sí, Tom, ha llovido mucho desde la última vez que nos vimos. Este es un mundo nuevo, como vas a descubrir. Ajá, ya hemos llegado.
El palanquín se detuvo al final de la espiral y don Gervase se apeó, entrando en un estrecho pasadizo. Tom y Pearl se encontraron en una serie de estancias vacías y mal iluminadas, todas hechas de la misma piedra negra e intrincadamente esculpidas.
—El palacio revolucionario —bramó don Gervase mientras bajaba por unas anchas escaleras—. Impresionante, ¿no?
A la débil luz, Tom y Pearl escudriñaron las curiosas máquinas, mitad mecánicas, mitad insecto, que zumbaban y vibraban en todos los rincones. Allí solo había objetos.
—Por aquí —gritó don Gervase, sus rápidos pasitos resonando en la sala.
Ellos lo siguieron por una puerta de madera y les sorprendió encontrarse en lo que podría ser la biblioteca de una suntuosa casa solariega. A diferencia del resto del palacio, aquella estancia tenía un aire extrañamente acogedor. Las paredes estaban revestidas de madera, había libros y mapas diseminados por doquier y una gran alfombra persa cubría el suelo. Hasta había una chimenea de mármol encendida.
—La única llama de Scarazand —dijo don Gervase, acercándose a la chimenea y calentándose los dedos con avidez—.
Aquí abajo debemos tener mucho cuidado con el fuego, muchísimo cuidado. Hay muchos materiales inflamables.
Pearl asintió con educación y tomó nota de aquel punto flaco. Tom advirtió que, entre los mapas y los pertrechos militares, había un sofá en un rincón con una basta manta gris extendida sobre él. Se preguntó si don Gervase estaría incluso durmiendo allí.
—Reconoces esta habitación, ¿no, Tom? —le preguntó, calentándose con afán.
Tom la reconocía.
—¿Es… el estudio de Catcher Hall? —peguntó, no muy seguro de que aquello fuera posible.
—Exacto —respondió don Gervase, sonriendo—. Me encariñé bastante de él durante mi estancia allí, así que decidí traérmelo, por así decirlo. Un recuerdo de los inicios de mi brillante ascenso al poder.
Tom intentó reconocer algo de la habitación y se fijó en un juguetito de madera de la repisa de la chimenea. Era la figura de un minero al que le faltaba un brazo y la mitad del casco. Parecía un juguete muy viejo y querido y era un objeto curioso para que don Gervase lo tuviera allí.
—Estoy seguro de que debéis de tener muchas preguntas que hacerme —dijo el glorioso líder, volviéndose hacia ellos.
—Pues… de hecho…
—¿Cómo planeé la gloriosa revolución, quizá? —interrumpió don Gervase—. ¿Cuál es el propósito de mi gran proyecto? Por supuesto, siendo como sois conversos recientes, estas cuestiones deben de ser las más importantes para vosotros. Sentaos, pues, y os lo diré. —Los miró mientras ellos permanecían inmóviles.
—¿No ha dicho que tenía…?
—Sentaos —resopló—. Por favor.
Tom y Pearl se sentaron obedientemente en el estrecho sofá y aguardaron. Don Gervase se aclaró la garganta y se serenó. Tom presintió que aquello iba a durar bastante.
—No empezaré por el principio porque es demasiado tedioso —dijo don Gervase en tono monótono, paseándose de acá para allá—. Pero deberíais saber que el mundo oculto de Scarazand existe desde hace muchos milenios. Aquí estamos más allá del tiempo, fuera de él, razón por la cual multitud de insectos del pasado, el presente y el futuro pasan por nuestras puertas todos los días. Algunos son muy pequeños, otros son bastante más grandes. Estas criaturas pertenecen a épocas en que los insectos, no los humanos, dominaban el mundo. ¿Sorprendidos? —Los miró y sonrió—. Quizá os preguntéis: ¿cómo pueden existir semejantes criaturas? Pues dejadme que os diga esto, jóvenes camaradas: es mucho más lo que no sabéis de los insectos que lo que sabéis. Que un ciempiés gigantesco no tuviera la desgracia de quedarse atrapado en una ciénaga y terminar fosilizado no significa que no existiera.
Tom y Pearl se miraron con disimulo y se preguntaron adonde quería llegar don Gervase.
—Bien —continuó él—, ¿cuál es mi gran proyecto del cual, vosotros, gracias al buen hacer de un escarabajo escarbador, habéis pasado a formar parte? Es la creación de un nuevo orden mundial, nada más y nada menos. La eliminación de todo lo que conocéis: de tanta lucha y miseria, suciedad y codicia; la eliminación de todas las fealdades de la raza humana y su sustitución por algo más definido, más limpio, mejor. Un mundo sin alternativas, donde todo está ya decidido. Imagináoslo. Excitante, ¿no?
Se quedó callado, dándoles tiempo para asimilar su discurso.
—Parece estupendo —observó Tom, con muy poco entusiasmo.
—Lo es —dijo don Gervase, sonriendo—. Y vosotros tenéis el privilegio de haber sido elegidos como los soldados de infantería de este nuevo gran proyecto. Sentís a la Gran Reina latiendo en vuestras mentes, ¿no?
Tom asintió con la cabeza.
—Os está recordando qué sois ahora. Aquí —dijo, golpeteándose la sien con un largo dedo—. Ella es vuestra nueva patria, vuestra nueva familia, todo. La defenderéis hasta la muerte. De hecho —añadió, sonriendo—, es superior a vosotros. Os lo dicta el instinto.
Tom miró la alfombra y se estremeció: ¿Era también su instinto?
—¿Y ella va a decirnos qué hacer? —preguntó.
—No directamente —continuó don Gervase—. La Gran Reina se ocupa sobre todo de su bienestar personal. Todo lo demás, el gobierno de Scarazand, la organización del gran proyecto, me lo ha confiado a mí. Lo único que necesitáis saber es que los altos cargos del Ministerio contamos con la aprobación de la reina. De modo que, como nuevos conversos, se os asignará una tarea y se os enviará al mundo exterior. Será la conversión de personas en escarabajos, con toda probabilidad. Los escarabajos escarbadores son más activos por la noche y no hay hombre, mujer o niño en la tierra que no duerma. Y el sueño de la razón produce monstruos, como alguien dijo. —Don Gervase sonrió y se permitió una risita—. Hallaréis formas de distribuirlos y sabréis que vuestras breves pero gloriosas vidas han estado bien empleadas.
Tom y Pearl guardaron silencio, preguntándose cuánto más iba a durar aquella farsa.
—Pero ¿por qué quiere hacerlo? —preguntó Pearl.
—¿Por qué?
Los grandes ojos amarillos de don Gervase atrajeron a los de Pearl como si fueran imanes, pero ella no se amilanó. Quizá debiera haberlo hecho.
—¿Qué pregunta tan curiosa para que una nueva conversa se la haga a su líder: por qué?
—¿Es una especie de gran experimento o algo así? ¿Por qué odia tanto a las personas?
Don Gervase se rió a carcajadas.
—Mi profundo sentimiento de odio no tiene nada que ver, señorita Smoot. Por supuesto, me encantaría borrar a la raza humana de la faz de la tierra. Tengo buenas razones —dijo, mirando la figurilla de la repisa de la chimenea—. Pero, incluso yo, líder de la gloriosa revolución, soy un siervo. Todo el poder de Scarazand emana de la Gran Reina. Yo solo escucho sus deseos y actúo en consecuencia.
Tom lo miró asombrado: ¿De verdad esperaba que creyeran todos aquellos disparates? Millones de otros individuos quizá lo hacían.
—¿Y qué hace, reza a la Reina y ella le dice lo que tiene que hacer? —preguntó.
Don Gervase sonrió con condescendencia.
—No, camarada. Yo… interpreto… miro por el espejo, veladamente. Es demasiado complejo para que lo entiendan vuestras tiernas mentes. Pero, Tom, espero con fervor que un día se comunique con todos y cada uno de nosotros. Sin intermediarios.
Se quedó callado mirando el fuego, y tanto Tom como Pearl supieron de qué estaba hablando.
—Hemos oído rumores sobre un amuleto o algo así —dijo Pearl, como si tal cosa—, en la ciudad.
Don Gervase enarcó las cejas, pero no se molestó en responder.
—Y sobre un tal Nicholas Zumsteen, también hemos oído hablar de él.
Hubo silencio. El nombre surtió un curioso efecto en don Gervase, que pareció enfriarse visiblemente.
—¿Y qué es lo que sabéis de Nicholas Zumsteen? —respondió, con mucha frialdad.
—No mucho. Solo el rumor de que encontró algo que usted quiere, eso es todo.
Don Gervase se crispó: ¿podía saber aquella cría algo que él desconocía? Era muy improbable, en vistas de lo que había sucedido, pero, aun así, como no podía estar seguro del todo…
L
—Debería advertirte, señorita Smoot, de que, como conversa que eres, todo lo que sabes pertenece ahora a la gloriosa revolución. Todos los secretos serán desvelados, te guste o no —murmuró, mirándola a los ojos—. Pero, como estáis aquí arriba, y en una posición bastante privilegiada en comparación con la chusma de Scarazand, seré honesto. Nicholas Zumsteen, como gusta de llamarse, fue un buen camarada en otro tiempo, y un leal servidor a la causa. De hecho —se quedó callado y miró las esferas luminosas que flotaban en la cueva al otro lado de la ventana—, en otra vida, cuando éramos jóvenes, como vosotros, estuvimos… unidos. Muy unidos. Teníamos que estarlo. Nos leíamos el pensamiento, casi… —Se había puesto a susurrar y Tom tuvo dificultades para oírlo.
»A vuestra edad, éramos forasteros en un mundo extraño. Ser distintos nos unió, e hicimos viajes extraordinarios y descubrimos muchas cosas. De hecho, fue él quien descubrió al humilde escarabajo escarbador, en los recónditos bosques de Erebo. Pero de eso hace ya muchísimo tiempo.
Se quedó mirando las esferas luminosas, absorto en sus recuerdos. Parecía casi melancólico. Tom aguardó pacientemente a que continuara y, cuando lo hizo, comenzó a formársele una idea extraña en la cabeza. Recordó la cueva de Tithona, y a los dos hermanos extraviados en el laberinto… ¿Podía ser? ¿Era posible?
—Pero, cuando llegó el momento de la verdad, me temo que el hombre que conocéis como Nicholas Zumsteen se quitó la careta —continuó don Gervase, mirando el fuego y añadiendo un tronco con el pie—. Se volvió contra nuestra gloriosa causa. Yo podría haberlo perdonado, si él hubiera reconocido su traición. Pero no lo hizo. En vez de eso, cometió una insensatez. Decidió huir, no por el laberinto, sino aprovechándose de nuestro único punto flaco, nuestra única vulnerabilidad. Y, al hacerlo, puso en peligro todo el futuro de Scarazand. —Los largos dedos se le crisparon como anguilas en la espalda. Parecía que estuviera intentando dominar su genio—. Es un traidor —gruñó—. Un enemigo de la gloriosa revolución. No hay un enemigo mayor. Y, pese a su don para el disfraz, no encontrará dónde esconderse. El lo sabe. Yo le daré caza personalmente.
Pearl y Tom se miraron un instante y no dijeron nada. No había nada que decir. Pero, en el incómodo silencio, Tom siguió dando vueltas a aquella extraña idea. ¿Era posible que don Gervase y Nicholas Zumsteen fueran hermanos? ¿Se habían convertido los dos en escarabajos mucho tiempo atrás, pero habían logrado, de algún modo, vivir en personas como parásitos? Tal vez…
—No termino de entender cómo ni por qué os he contado todo esto —gruñó don Gervase, serenándose—. No es la razón de que os haya traído aquí. —Frotándose las manos, se dirigió con paso airado a la portezuela de madera que había en un rincón del estudio.
—Como he dicho, tengo algo que enseñaros. Y os garantizo que vais a encontrarlo interesante, sobre todo tú, Tom. —Sonrió y pareció haber recobrado por completo su buen humor—. Es nuestro mayor éxito. —Tom sonrió incómodamente, preguntándose si se refería a lo que él creía.
—Vamos, vamos, no os rezaguéis.
Don Gervase abrió la portezuela, agachó la cabeza y entró en lo que parecía una gigantesca burbuja oleosa. El techo estaba cubierto de hongos luminosos.
—En el centro, camaradas, así.
Subiéndose a una pequeña plataforma, Pearl y Tom se quedaron asombrados cuando unos palpos negros sellaron rápidamente el hueco alrededor de la portezuela y ellos comenzaron a moverse hacia arriba con mucha lentitud.
—¿Estamos… estamos bajo el agua? —murmuró Pearl, viendo que una gran mosca de agua amarilla pasaba nadando por delante de ellos.
—Por supuesto —bramó don Gervase—. Yo hice construir y llenar este depósito, lo cual fue laborioso, incluso para Scarazand. Cada gota de agua que veis fue traída hasta aquí en el lomo de un escarabajo y estas arañas burbuja se han criado especialmente para este propósito.
Tom y Pearl miraron la silueta negra que los estaba propulsando hacia arriba y luego vieron más, nadando alrededor de hileras de burbujas luminosas atadas entre sí.
—La regulación del aire tiene una importancia crucial en este experimento. Sin eso, nada sería posible —peroró don Gervase mientras se acercaban.
Tom tenía el presentimiento de saber de qué trataba aquel insólito experimento y esperaba, pese a todo, estar equivocado.
—Donde empezó todo —se jactó don Gervase cuando estuvieron a la altura de la burbuja más pequeña, no más grande que un balón de fútbol—. La piedra angular de la gloriosa revolución.
Tom miró el interior de la burbuja luminosa y palideció. Era justo como August Catcher les había dicho que sería.
—Supongo que no has olvidado el frasquito azul que fuiste tan amable de darme, ¿no, Tom?
Tom solo fue capaz de quedarse mirando el frasco azul con la boca abierta. El frasco del taller de August Catcher que había contenido su increíble elixir.
—Quizá te hayas preguntado cómo exactamente iba a hacer uso de él. A fin de cuentas, estaba vacío y los restos que contiene solo producen una cantidad pequeñísima de gas. Pero no necesito mucho. Sobre todo, si ese gas tiene la facultad de inmortalizar, vitalizar, prolongar la vida, como tú sabes que tiene. Dada la cortísima vida del escarabajo, eso es de grandísima importancia. Razón por la cual tantos se alzaron y me siguieron. Yo había encontrado la clave.
Tom no supo qué decir. Se daba cuenta de que, como converso, debería dar la impresión de estar encantado, pero era totalmente incapaz de fingir.
—¿Cómo funciona el experimento? —preguntó, sin entusiasmo.
—Las semillas de cualquier gran proyecto siempre son pequeñas. En este caso, estoy utilizando escarabajos del aceite —dijo don Gervase, señalando las diminutas motas negras que caminaban por el interior de la burbuja—. El aire que respiran está impregnado del vapor que emana de ese frasco azul. Estos escarabajos eclosionan, andan, vuelan quizá, se aparean, mueren, y luego nacen más. Y así sucesivamente. Y, en sesenta generaciones, el elixir de August Catcher formará parte de ellos.
—¿Y luego?
—Luego, estos escarabajos del aceite se cruzarán con otros escarabajos, algo más grandes, y, después de varias generaciones, el elixir también formará parte de ellos. Y así continuará. Iré pasando de un orden a otro, de lo simple a lo complejo, hasta que, un día, habrá rastros del elixir en todas las criaturas de Scarazand y se habrá eliminado el último gran obstáculo que nos cierra el paso desde hace miles de años.
La araña comenzó a nadar entre las hileras de burbujas y Tom y Pearl se maravillaron en silencio de aquel extraño laboratorio subacuático. De modo que aquel era el sueño de don Gervase, crear miles de millones de escarabajos inmortales fieles a Scarazand a los que luego podría controlar… pero solo si encontraba la pelota-escarabajo. No era sorprendente que estuviera tan desesperado por hacerse con ella.
—¿Qué hay de los escarbadores, y de los escarabajos replicantes? ¿Lo ha intentado con ellos? —preguntó Pearl, observando las diminutas larvas.
—Desde luego que sí, camarada, pero, hasta el momento, esos escarabajos han resultado ser extraordinariamente complejos, pese a su tamaño. —Don Gervase separó los labios, sonriendo con malevolencia—. Por desgracia, señorita Smoot, jamás disfrutarás de una vida larga y fructífera como hago yo.
—Entonces, ¿lo ha utilizado en usted? —espetó Tom, esforzándose por ocultar su enfado cada vez mayor. De algún modo, sabía que era el culpable de todo aquello.
—De hecho, Tom, no me ha hecho falta. Algunos de nosotros, una minoría selecta, podemos cambiar infinitamente de forma. Pero los privilegios de los órdenes superiores no incumben a soldados de infantería como vosotros —dijo don Gervase, sonriendo.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Tom, intranquilo.
—Dos meses, tres, a lo sumo: lo que vive un escarbador —respondió don Gervase—. Así que debéis aseguraros de aprovechar bien el tiempo. A partir de ahora.
Dio un taconazo en el suelo y descendieron a toda prisa hacia la portezuela. Abatido, Tom observó mientras la araña adhería hábilmente los lados de la burbuja a la pared. Sabía que el escarbador no lo había convertido del todo, pero ¿cuánto daño le había hecho? ¿Eran tres meses todo el tiempo que le quedaba? Cerró los ojos y escuchó: aquellas pulsaciones distantes seguían allí, latiendo en algún rincón de su cerebro…
—A trabajar, camaradas —dijo don Gervase cuando la araña hubo terminado.
Cruzó el estudio con ellos y los condujo a un largo balcón con vistas a la gran cueva esférica. Chasqueó los dedos con brusquedad e indicó al corpulento skroll que acechaba en la entrada que se acercara.
—Este hombre os llevará al Ministerio, donde recibiréis vuestras instrucciones —dijo secamente.
Ahora que habían dejado de ser un público útil, toda la cordialidad que podía haberles mostrado se había evaporado. El skroll se acercó y Pearl miró a Tom: había llegado la hora.
—Sí —insistió Pearl—, antes de que sea demasiado tarde.
Don Gervase los miró con irritación.
—Esto… glorioso líder —comenzó a decir Pearl, no totalmente segura de que aquel fuera el tratamiento correcto—. Antes de irnos, hay algo que querríamos enseñarle —se atrevió a decir.
Don Gervase la miró con impaciencia; entonces se acordó.
—Ah, sí. Tienes un regalo para mí.
—Sí. Bueno, de hecho, es más que eso. Es… es…
Pearl no llegó a terminar la frase, porque, en ese instante, una menuda forma azul pasó como un rayo entre ella y don Gervase, tan cerca que notó sus aleteos. Pearl contuvo un grito cuando la silueta voló en la dirección contraria.
—¡¿Qué es eso?! —gritó.
—Es… es una…
—Golondrina —gruñó don Gervase, entrecerrando los ojos mientras el pájaro bombardeaba a la muchacha sin cesar. Luego, se posó en un montón de piedras, gorjeando muy alto.
—Pero ¿cómo ha entrado? —exclamó Tom—. ¿Por el laberinto?
—Es obvio que no, camarada —espetó el glorioso líder. Miró amenazadoramente al pájaro, que estaba justo fuera de su alcance. Su mera presencia parecía estar riéndose de él—. Hay otra entrada, una vieja entrada, formada hace miles de años. Está bien vigilada, pero es evidente que no lo suficiente.
Tom miró la golondrina y el corazón se le aceleró. Con sumo esfuerzo, contuvo una sonrisa. De forma instintiva, supo por dónde había venido, y quién la había enviado…
—Ese pájaro será el último ser vivo que visitará Scarazand —masculló don Gervase y, dándoles la espalda, se asomó malhumoradamente al balcón—. Una vez más, tendré que ocuparme yo.
—Esto…
—Podéis iros.
—Pero el regalo…
—Basta de regalos —espetó don Gervase, indicándoles que se marcharan.
—Pero debe…
—Marchaos.
—Es el amuleto —dijo Pearl, desesperada—. El que está buscando. El amuleto. Lo hemos encontrado.
Don Gervase se volvió y la miró con frialdad.
—Joven camarada, tengo millones de amuletos.
—Me doy cuenta, pero…
—Pero ¿qué? —Don Gervase se encorvó sobre ella—. Señorita Smoot, haces muchas preguntas para ser una conversa. Demasiadas. —Se inclinó más y le escrutó el rostro. Era maleducada y muy rebelde, como su padre, pero bastante guapa, a pesar de todo. Pearl retrocedió cuando él le pasó los largos dedos por la mejilla—. Debes recordar tu sitio, camarada —susurró en tono amenazador.
—Llévalos al Ministerio, detección de amuletos sala doce —ordenó al skroll—. Luego, despáchalos con su misión y asegúrate de que abandonan Scarazand de inmediato.
—¡No! ¡Ni hablar!
Lotus Askary estaba en la entrada, resollando. Tenía las mejillas arreboladas y era obvio que había corrido.
—¿Lotus?
Don Gervase pareció sorprendido de verla.
—No te fíes de esos dos —dijo, jadeando—. No son lo que crees.
—¿Qué?
Lotus se apartó y dos skrolls sacaron a empellones al balcón a dos lastimosas figuras. Tom y Pearl las reconocieron de inmediato; eran Scurf, el dueño de la tienda de amuletos, y el señor Winston, el carcelero.
—¿Son ellos, Scurf? —bramó Lotus.
El aterrado tendero no despegó los ojos del suelo. No se atrevía a mirar a don Gervase a la cara.
—¡Míralos cuando yo te lo ordeno! —chilló Lotus, y le dio un latigazo en la espalda. Scurf alzó la vista.
—S-s-sí, señorita —farfulló—. Los de la tienda eran ellos. A trozos.
—¿Y tú, gordo? —dijo Lotus, empujando al señor Winston—. ¿Son estos dos a los que has dejado entrar en la cárcel? ¿Los que después han ido al área de duplicación, entrado en la biblioteca de réplicas sin oposición y luego… escapado?
Don Gervase se erizó visiblemente. El señor Winston tenía la cabeza calva y grasosa empapada de sudor. Los miró de soslayo.
—Han dicho que trabajaban para el Ministerio —farfulló, crispando las antenas—. A veces los veía y a veces no. Pensaba que eran desarticulados, o algo parecido.
—¿Desarticulados? —espetó don Gervase—. ¿Sería alguien tan amable de explicarme qué está pasando?
—Lo que está pasando —dijo Lotus, en tono sentencioso— es que estos dos bribones han estado paseándose por todo Scarazand, ocultándose bajo una clase de material que los hace invisibles. Es evidente que estaban buscando algo. O quizá alguien.
Don Gervase se quedó mirando a Tom y Pearl, sin apenas comprender.
—¿Es cierto?
Ellos no despegaron los ojos del suelo. ¿Cómo podían negarlo?
—Pero ¿por qué iban a querer hacerse invisibles dos conversos?
—Porque no son conversos —insistió Lotus—. O, al menos, no podemos estar seguros. Existe la duda.
Don Gervase abrió los ojos de forma desmesurada.
—¿A qué te refieres?
—El hombre que se atribuye su conversión es un hechicero. Desde entonces, se ha demostrado que no es de fiar. Utilizaba a un muchacho llamado Jerónimo para ayudarlo, pero hemos averiguado que ese muchacho tenía relación con… con… —Lotus se aclaró la garganta. Parecía que ni tan siquiera ella quisiera pronunciar el nombre— Nicholas Zumsteen.
Don Gervase frunció el entrecejo y no dijo nada. Luego, se volvió y miró las estrechas pasarelas que discurrían muy por debajo de ellos, y que estaban atestadas de insectos pequeños y grandes.
—¿Me estás diciendo que estos dos críos han encontrado una entrada al laberinto, se han orientado por él y han entrado en Scarazand sin que nadie los detecte?
Hubo un silencio. Don Gervase cerró los puños con crispación; ni tan solo se molestó en darse la vuelta.
—Además —continuó—, se han colado en una de las plantas mejor vigiladas de Scarazand, la han registrado, han subido hasta aquí, el centro mismo de la revolución, donde han… he… —Le estaba costando mucho dominar su genio. Se inclinó hacia delante y clavó los dedos en la baranda de piedra, triturándola—. ¿Es eso lo que estás diciendo?
—Sí —respondió Tom—. Eso es lo que hemos hecho.
Scurf y el señor Winston lo miraron con la boca abierta. Don Gervase se volvió hacia Tom, rojo de furia.
—¿Y de verdad esperáis que me lo crea?
—Sí —dijo Pearl, advirtiendo que aquella era su última oportunidad—. Hemos encontrado una forma de bajar y hemos estado buscando a mi hermano y a mi padre. Hemos intentado encontrarlos, pero no hemos podido. Por ahora hemos subido aquí para hacerle una propuesta, si ellos siguen vivos.
Don Gervase la miró como si estuviera loca.
—¿Una propuesta?
—Así es. Usted dice que concederá lo que sea a la persona que encuentre el amuleto que está buscando. Pues lo hemos encontrado nosotros. Y si deja en libertad a Arlo Smoot, mi padre, y a Rudy, mi hermano, nosotros se lo daremos.
Don Gervase sacudió la cabeza y sonrió. Luego, su sonrisa dio paso a una risita, y esta, a repetidas carcajadas histéricas y desenfrenadas.
—¿Qué es tan gracioso?
—Tu inocencia, tu audaz inocencia —respondió, enjugándose los ojos—. Encantadora.
Pearl notó que se ruborizaba. El corazón se le aceleró.
—¿Qué… qué quiere decir?
—Yo no «hago propuestas». Yo no «pacto». Yo no «cumplo mis promesas». ¿De verdad crees que podría estar donde estoy si lo hubiera hecho? Qué ingenua eres. Y tú, Tom Scatterhorn. Pensaba que tenías más sentido común. Ahora ya no tenéis ninguna posibilidad de salir de Scarazand. Enseñadme vuestro patético amuleto. —Chasqueó los dedos con impaciencia—. Dádmelo. Quiero verlo.
Pearl miró a Tom sumido en la desesperación. Pese a todo, seguía aferrándose a la débil esperanza de que aquello pudiera dar resultado; de que, al verlo, don Gervase quizá cambiara de opinión.
—Por favor —le suplicó.
Lotus, los skrolls y don Gervase miraron a Tom con expectación.
—¡Venga! —espetó el glorioso líder.
Tom no tenía elección. Estaban rodeados. Había llegado la hora.
—Muy bien —dijo, hurgando en su bolsillo—. Aquí está, cójalo. Es suyo.
Don Gervase miró el objeto que Tom tenía en la mano y enarcó las cejas. Pearl contuvo un grito y miró a Tom, sin comprender.
—E-e-espere —tartamudeó—. ¡No! Un momento, pero no, ese no es…
—¿El amuleto? —la interrumpió don Gervase, alzando una piedra de color rojo con una cara esculpida.
Pearl lanzó una mirada a Tom, quien, sin apenas mover los ojos, le señaló la golondrina que goijeaba por encima de ellos. No entendía…
—Hum… Pero no, no…
—Scurf —bufó Lotus, percibiendo la confusión—, ¿es este?
El tendero tragó saliva, aterrorizado.
—Responde correctamente si valoras la poca vida que te queda. ¿Era este el amuleto con el que estas personas han huido de tu tienda?
Scurf arrugó la frente; de pronto, estaba muy confuso.
—Lo siento, señorita, pero ¿se refiere a que…?
—¡Responde correctamente, idiota! —chilló Lotus—. Estos son los fugitivos que han estado en tu tienda, ¿correcto?
—Sí, señorita.
—Se han marchado de tu tienda con un amuleto, ¿correcto?
—Sí, señorita.
—¿Se han llevado ese amuleto?
Scurf estaba tan aterrorizado y desconcertado que era incapaz de mirar a Lotus, la cual lo estaba fulminando con la mirada. Escudriñó la piedra roja con una cara esculpida que don Gervase tenía en la mano.
—Sí, sí, sí, se han llevado ese amuleto de la tienda, señorita. Es solo que…
—Está bien —dijo Lotus con aire triunfal.
Scurf estaba tan acobardado que no osó decir nada más. Pearl miró a Tom y sus ojos le dijeron que mantuviera la boca cerrada. La golondrina seguía gorjeando con agitación por encima de ellos.
—Bien —bramó don Gervase con impaciencia—. Esto ya dura demasiado. Llévate esta baratija y mándalos a la cárcel.
—¿La cárcel? —Lotus lo miró con incredulidad—. ¿La cárcel? ¿Te das cuenta de dónde han estado? ¡Otros han muerto por menos!
Don Gervase se quedó un momento callado, valorando lo que decía Lotus.
—Muy bien, Lotus. Tu espíritu de venganza es admirable. Tendrá que ser otra cosa.
Lotus gruñó en tono de aprobación y el glorioso líder se volvió hacia la luminosa cueva, pensando. Tenía que ser algo inusual… De pronto, tuvo una idea.
—¿Por qué no le damos una posibilidad?
—¿En qué sentido?
—Como aperitivo antes del número principal.
Lotus lo miró y la cara se le iluminó con una desagradable sonrisa de labios apretados.
—Entonces…
—Desde luego. Es esta noche, ¿no? Y, teniendo en cuenta quién participa, opino que sería todo un espectáculo, ¿tú no?
—Ingenioso —observó Lotus, soltando una risita infantil.
—Bien —dijo don Gervase, sonriendo—. Al menos, coincidimos en algo.
Scurf y el señor Winston, percibiendo que su suerte había cambiado, comenzaron a sonreír neciamente.
—¿De qué hablan? —preguntó Pearl—. ¿Qué ocurre?
Don Gervase la miró con gélida curiosidad.
—Jovencita, vuestras cortas vidas acaban de hacerse bastante más cortas. Reserva la grandeza que hayas podido alcanzar en vida para tu muerte.
Chasqueó los dedos y, al instante, dos skrolls encapuchados sujetaron férreamente a Tom y a Pearl.
—Llevadlos arriba —vociferó—. Llevadlos al estadio.