Arañas, witchits y un grootslang

Tom y Pearl tuvieron el tiempo justo de correr hasta llegar al pasillo adyacente antes de que un grupo de soldados irrumpiera en el suyo, arremetiendo a diestro y siniestro con espadas y picas.

—Por el bien de mi salud mental, tened cuidado con esas cosas —resolló el señor Winston, bamboleándose detrás de la fila de hombres que cortaba el aire con sus armas, esperando claramente golpear algo que no veían—. Esto es valiosísimo y no estoy dispuesto a que este allanamiento sin importancia sea una tragedia para todos nosotros.

—Deprisa —susurró Tom, y corrieron al próximo pasillo solo para encontrarse con otra fila de hombres que venía hacia ellos blandiendo sus armas, y con otra más en el pasillo siguiente.

Agachándose, dieron media vuelta y corrieron hacia el otro extremo de la biblioteca, dirigiéndose a la letra «Z». Entonces oyeron un ruido al final del pasillo…

—Oh…

Pearl intentó hablar, pero su voz apenas fue más que un hálito. Retrocediendo, vieron, horrorizados, que entraba en el pasillo una araña enorme montada por un skroll. El hombre encapuchado dijo algo y le hincó las espuelas en los peludos flancos. Acto seguido, la criatura segregó una brillante sustancia babosa, la cogió entre las patas delanteras y comenzó a andar, pasándosela rítmicamente de unas a otras, cada vez más aprisa, hasta que la baba se convirtió en un manchón borroso. Tom tuvo que hacer un esfuerzo supremo para despegar los ojos de aquella extraña criatura y mirar atrás, solo para ver una fila de hombres blandiendo las armas en su dirección. ¿Qué podían hacer? Estaban atrapados… a menos…

—¿Ahí? —susurró Pearl con urgencia. También ella lo había visto.

De inmediato, saltaron al estante y se deslizaron hasta el reducido espacio que quedaba detrás del hombre que yacía allí, envuelto en seda descolorida. Tom pegó el cuerpo al estante cuando la araña pasó y, al mirar abajo, le llamó la atención un destello plateado en el estante inferior. Era una pulsera, con curiosos grabados; le resultaba familiar… y entonces miró el rostro de su dueña…

—Oscarine Zumsteen —susurró entre dientes.

Allí estaba, yaciendo plácidamente debajo de él, vestida con el mismo impermeable amarillo que llevaba en el café. Era probable que de aquello solo hiciera una semana, pero parecía que hubieran pasado años luz desde entonces. ¿Estaba muerta? No sabía decirlo. ¿Había cumplido su promesa de no contarles nada? Algo en su expresión satisfecha le sugirió que lo había hecho.

—Se ha ido.

La voz de Pearl lo devolvió a la realidad.

—Tom, se han ido todos. Vamos.

Salieron de su escondrijo, fueron hasta el final del pasillo con mucho sigilo y sacaron la cabeza.

—Oh, Dios mío.

Había otras dos arañas, aparcadas en la puerta como camiones monstruosos. Las antecedía una hilera de skrolls que vigilaba los pasillos. El señor Winston estaba paseándose por delante de ellos con aire amenazador, al borde de un ataque de nervios. Por allí era imposible salir. Imposible del todo. ¿Podía haber otra salida? Dada la naturaleza de aquel lugar, era poco probable y los dos lo sabían. Por eso debían de haber cerrado aquella…

«Piensa Tom, piensa… algo ingenioso».

Devanándose los sesos, miró la araña y a su jinete encapuchado, que ahora corrían por el pasillo adyacente. El skroll iba montado en su peluda cabeza y su larga capa negra le caía sobre los flancos, golpeteándoselos.

—Ya lo tengo —susurró, de pronto—. Podríamos escondernos debajo de la capa de ese skroll.

Pearl abrió los ojos como platos.

—¿Estás loco? ¿Cómo?

—Encaramándonos por detrás. Fíjate. La capa es tan larga que no se dará ni cuenta.

—Sí que se dará cuenta —susurró Pearl—. ¿Cómo no iba a hacerlo? Pero…

Por el rabillo del ojo, Pearl vio un corpulento monje a su lado, envuelto en seda hecha jirones. Después de todo, quizá no fuera tan mala idea…

—¿Cuánta fuerza tienes? —preguntó, apremiante.

Tom no comprendía.

—Pues…

—¿Podrías cargarme a hombros? ¿Durante medio minuto más o menos?

Tom se encogió de hombros.

—Quizá, probablemente, creo.

—Bien —susurró Pearl—. Venga, pájaro loco.

Y así fue como, menos de un minuto después, la araña llegó al final del pasillo y notó un golpe en el lomo, dos golpes para ser exactos. El skroll estaba tan ocupado en conseguir que la enorme criatura girara hacia la puerta que no vio que otro skroll encapuchado se alzaba detrás de él y, cuando lo hizo, no dio ninguna muestra de sorprenderse. Gruñó algo, pero el espigado skroll se limitó a mirar al frente, con las manos ocultas bajo la capa. Momentos después, el señor Winston se apartó para que la enorme criatura no lo aplastara y las dos arañas que cerraban la entrada retrocedieron torpemente para dejarla pasar.

—Ya falta poco —susurró Pearl.

Tom apretó los dientes, intentando no desequilibrarse mientras la cargaba a hombros. No veía nada, pero notó que la araña comenzaba a bajar la cuesta.

—¡Ahora! —susurró Pearl y, de inmediato, Tom se hincó agradecidamente de rodillas y ambos saltaron del lomo de la araña, ocultándose detrás de una hilera de capullos.

Se quedaron un momento tumbados, jadeando, sin atreverse a mover un solo músculo. El skroll se dio la vuelta para contemplar el caos que reinaba alrededor de la entrada y no manifestó ninguna sorpresa por estar solo. Restallando el látigo, espoleó a su montura para que siguiera avanzando entre las hileras de capullos.

—No me puedo creer que lo hayamos hecho —dijo Tom, jadeando—. Es obvio que son más estúpidos de lo que parecen.

—Lo sé —respondió Pearl, con los ojos brillantes—. Aunque ha sido emocionante, ¿no?

Por primera vez en muchísimo tiempo, Tom advirtió que estaba sonriendo.

—¿Te encuentras mejor?

Pearl sonrió de oreja a oreja.

—Desde luego. Ha sido increíble.

Escondieron el hábito del monje bajo un largo capullo gris, se pusieron la capucha y se dirigieron a la escalera de caracol que subía al nivel por el que habían entrado.

—¿Crees que es la mejor salida? —susurró Pearl, mirando la portezuela en sombras, situada en el otro extremo del plato.

—No lo sé —susurró Tom—. ¿No han echado la llave desde el cuarto de guardia cuando hemos salido?

Pearl asintió con la cabeza. Se había olvidado por completo de eso.

—¿Y subir directamente?

Miraron los innumerables platos dispuestos en semicírculo que se extendían por encima de ellos.

—Será larguísimo. A menos que… —Tom se quedó callado y miró abajo.

Una enorme araña negra sacó el hábito negro del monje de su escondrijo y lo examinó con curiosidad. El skroll que la montaba rugió una orden y la criatura le pasó obedientemente el hábito para que lo inspeccionara.

—Qué mala suerte —dijo Pearl.

El skroll emitió un grito agudo y, al instante, un grupo de soldados salió corriendo de la cúpula, seguidos del mismísimo señor Winston. Un vistazo al hábito negro le dijo todo lo que necesitaba saber.

—¡Están fuera! —bramó, la cabeza poniéndosele de color morado—. ¡Los desarticulados están fuera! ¡Desplegaos y encontradlos! ¡Listillos!

Sin siquiera mirar atrás, Tom y Pearl echaron a correr.

—¡Nazty, Fizzer, id hasta esa puerta! —chilló el carcelero mayor, retorciendo frenéticamente las antenas mientras corría hacia la escalera.

Los dos híbridos lo adelantaron y, al llegar arriba, vieron partes de Tom y Pearl saltando por los capullos.

—¡Los desarticulados! ¡Ahí! —gritó Fizzer cuando una gran araña entró en el plato—. ¡La puerta del centro!

Otra araña corrió hacia el plato desde el otro extremo y su jinete le clavó los talones en los flancos. La criatura corrió más aprisa.

—¡No lo conseguiremos! —jadeó Pearl mientras las veloces formas negras se acercaban a ellos como un par de cosechadoras.

—¡Sí lo conseguiremos! —gritó Tom.

«No los mires —se dijo—. Tú solo sal por esa puerta».

Le dolían los brazos de tanto apoyarse en ellos para saltar por encima de los capullos, otras tres hileras… dos más… una… Se lanzó hacia la puerta, abrió una rendija y se coló por ella. Acto seguido, Pearl saltó por encima de él y Tom echó el cerrojo.

¡Pam! Luego: pam pam pam… las arañas, los skrolls y los carceleros chocaron contra la puerta. Luego, silencio. Tom y Pearl se quedaron en el suelo, intentando recobrar el aliento.

—¿Va a seguirlos? —preguntó Fizzer, jadeando al otro lado de la puerta.

—Ni hablar. No por ahí.

El picaporte giró y rechinó por encima de ellos.

—De todos modos, han echado el cerrojo.

—Han entrado, ¿no? —dijo el señor Winston, resollando y tambaleándose sobre sus piececitos.

—Así es, señor.

Hubo un silencio.

—¿Y la puerta de la cárcel tiene la llave echada por dentro?

—Sí, jefe.

El carcelero mayor gruñó.

—Es una lástima. Pues nada. Ya los cogerán los witchits. Están más muertos que vivos.

—Así es, jefe. Más muertos que vivos.

Las voces se apagaron y Tom y Pearl se levantaron del suelo.

—Tiene razón —dijo Tom, probando la puerta que comunicaba con la cárcel—. Está cerrada con llave.

—Esos witchits me dan muy mala espina —observó Pearl, sacudiéndose el polvo—. ¿Crees que podrán vernos?

—A mí sí, desde luego —respondió Tom de mal humor.

Lo único que quedaba de su fino poncho gris le colgaba del cuello hecho jirones.

—Se me debe de haber enganchado cuando me he tirado hacia la puerta.

Pearl sonrió.

—Ahora sí que pareces desarticuladísimo.

—Muy graciosa —dijo Tom, intentando sonreír, pero no lo consiguió.

Miró las luces grises que se veían al final del largo túnel.

—A lo mejor encontramos uno de esos túneles que llevan al hueco del ascensor. Imagino que son las únicas vías de escape.

—Vale —dijo Pearl, encogiéndose de hombros y mirando en ambas direcciones—. A mí me parece todo bastante igual.

Juntos, comenzaron a andar por el ancho túnel. A diferencia de todos los otros lugares de Scarazand, aquel estaba completamente vacío y en silencio y, cuanto más se acercaban a las luces, más opresivo se tornaba el silencio.

—No estoy segura de esto —dijo Pearl, susurrando sin ningún motivo aparente—. Parece que vaya a pasar algo, ¿verdad?

Tom asintió algo inquieto. Había advertido que las paredes y el techo de roca estaban embadurnados de un líquido brillante, como si hubieran arrastrado por ellos algo húmedo y pegajoso. Pronto, llegaron al lugar donde estaban los cangrejos fluorescentes y el túnel comenzó a doblar a la derecha.

—Espera —susurró Pearl, parándose—. ¿Qué ha sido eso?

—¿El qué? —preguntó Tom, que advirtió que también estaba susurrando.

Se oía un rumor distante.

—¿Lo oyes?

Tom miró el charco que había a sus pies y advirtió que la negra superficie del agua se estaba rizando. El rumor era cada vez más fuerte. El agua había comenzado a temblar. Algo iba hacia ellos desde aquel extremo del túnel… algo grande, veloz. Parecía un cohete.

—Tenemos que escondernos —dijo Tom con urgencia, mirando las paredes de roca.

—Escondernos ¿dónde? No hay ningún sitio.

Tom maldijo entre dientes. Pearl tenía razón. No había ningún sitio… entonces advirtió que la irregular superficie de las paredes tenía recovecos donde no había líquido. Quizá fuera porque…

—¡Venga! —gritó, corriendo hasta un resquicio seco de pared. Si se escondían allí…

—Oh, no… oh, Dios, oh…

—¿Qué? ¿Qué pasa?

Pearl emitió un extraño chillido y señaló. Tom se volvió… Por una milésima de segundo, lo vio. Algo gris y blanco, como un gusano del tamaño de un tren, yendo hacia ellos a una velocidad tremenda…

Agarró a Pearl y la metió en el recoveco de la pared, apretujándose a su lado justo cuando aquella criatura rugiente, sudorosa y resbaladiza pasaba por delante de ellos como una bala y se perdía de vista al doblar el recodo. Un rumor y luego… nada. Por un momento, Tom y Pearl se quedaron pegados a la pared, demasiado asustados para hablar.

—La madriguera… —farfulló Pearl, con un hilillo de voz—. Esta es la madriguera de los witchits, así que debe de ser… un witchit.

Tom tocó la pared: brillaba mucho y olía a azufre.

—Pero… era enorme. ¿Cómo puede crecer algo tanto? —Miró el túnel vacío—. Imagina en qué va a convertirse.

—Lo sé —masculló Pearl—. Y no quiero encontrarme con otro.

Siguieron adelante, con más urgencia, hasta encontrar más cangrejos grises cuyos caparazones luminosos vertían una débil luz sobre el túnel. Escudriñaron las paredes y el techo en busca de alguna clase de abertura.

—¡Ajá!

—¿Qué pasa? —dijo Pearl cuando Tom corrió hasta un montoncito de escombros que había más adelante. Allí, en mitad de la pared, había un pequeño agujero.

—¿Crees que es seguro? —preguntó Pearl, viéndolo encaramarse a la estrecha abertura. Era un conducto que ascendía en espiral.

—Lo parece. Y aquí no cabe un witchit. Por lo que no puede ser malo.

Pearl vaciló.

—¿Y si cabe alguna otra cosa?

—Creo que es un riesgo que deberíamos correr —dijo Tom con determinación—. Aquí nos matarán. Venga.

Ayudó a Pearl a encaramarse a la abertura y comenzó a subir por la estrecha espiral. Varios recodos después, emergieron en la pared de otro túnel horizontal largo y ancho, que también estaba embadurnado de la misma sustancia pegajosa y brillante.

—Debe de ser alguna entrada de servicio que interconecta los distintos niveles de la madriguera —susurró Tom, inspeccionando la otra pared en busca de la próxima abertura. En efecto, a unos veinte metros de distancia, vio otro agujero—. ¿Lista?

Pearl miró la abertura y respiró hondo.

—Más que nunca.

—Vamos.

Bajaron al ancho túnel con mucho sigilo y miraron en ambas direcciones. Estaba bastante oscuro. No había ruido, ni vibraciones…

—Corre —susurró Tom.

Pero casi fue demasiado tarde. Un resbaladizo witchit vino hacia ellos como una bala, por detrás esta vez, y sin avisar. Tom casi notó aquellos largos palpos húmedos agarrándolo cuando saltó al interior del agujero detrás de Pearl.

—¡Oh!

Pearl estaba en alguna parte por delante de él, pero, antes de poder frenar, los pies le resbalaron en la lisa piedra y cayó al suelo de bruces. Vagamente consciente de que Pearl iba por delante de él, comenzó a ganar velocidad, bajando cada vez más aprisa por el conducto espiral hasta que los dos salieron disparados por el techo de otro gran túnel, cayendo sobre un montón de húmeda pulpa de madera.

—Caray —exclamó Pearl—. Debe de ser la comida…

Y entonces se volvió. Allí había otro witchit, parado esta vez, engullendo la pulpa con avidez. En cuanto los vio, dejó de masticar.

¡Paf!

El witchit intentó atraparlos con su enorme boca húmeda, pero, en el último momento, ellos consiguieron deslizarse por la parte de atrás del montón y alejarse a todo correr, encaramándose a la próxima abertura. Esta sí ascendía en espiral, pero, al cabo de unos pocos metros…

¡Zum!

Aguardaron al borde del agujero cuando el witchit pasó como una flecha en la otra dirección.

—Esto…

¡Zum!

Pasó otro witchit, persiguiendo al primero.

—Esto es…

¡Zum!

Pasó un tercer witchit chillando, persiguiendo a los otros dos.

—De locos —exclamó Pearl, mientras corrían hasta la siguiente abertura.

—Lo sé —respondió Tom, jadeando tanto que apenas podía hablar.

La madriguera de los witchits era uno de los sitios más aterradores donde había estado y, tras las aventuras de los últimos días, eso era bastante decir. Tenían que encontrar una salida.

—¿Sube?

Pearl asintió con determinación y los dos comenzaron a subir por la siguiente espiral excavada en la roca. Después de un recodo o dos, el conducto se allanó y se bifurcó: un pasadizo conducía a una escalera de caracol ascendente y el otro se perdía en la oscuridad.

—Son muy pequeños, bebés, en realidad.

Tom y Pearl se quedaron paralizados en la oscuridad. Oyeron pasos en las escaleras, bajando hacia ellos.

—Hay que considerarlos niños revoltosos, o cachorros.

Se oyeron risas educadas. Más pasos, un grupo de personas bajando…

—Así es, general. Cachorros bastante grandes. Con ganas de divertirse y totalmente incapaces de controlarse.

Tom y Pearl no esperaron a oír más, sino que se internaron en el oscuro pasadizo. Al doblar el primer recodo, se detuvieron. Al final, había luces y sombras danzando sobre la roca.

—¿Qué es eso? —susurró Pearl, conforme se acercaban.

Delante de ellos, había otro túnel horizontal, pero, por algún motivo, era distinto. A lo lejos, oyeron chirridos y silbidos…

—¡El ascensor! —gritó Tom. Eso era.

Debían de estar cerca… puede que las personas que acababan de oír se hubieran bajado de uno. ¡Sí! Tenía que serlo. Sin apenas atreverse a creer que podían haber encontrado una salida por casualidad, Tom y Pearl apretaron el paso. Los sonidos se oían cada vez más cerca.

—¿Tienes ganas de acción? —susurró Pearl.

Aguzaron el oído.

—Tiene que serlo, ¿no?

Tom asintió con la cabeza y, con mucho cuidado, pegó la cara a la roca y fue avanzando despacio en la dirección del sonido.

—Lo es.

—¿Es ahí? —preguntó Pearl con nerviosismo.

Tom asintió con la cabeza; no podía dejar de sonreír. Parecía increíble, pero a treinta metros de ellos había un gran hueco de ascensor, lleno de luces, cables y cabinas que subían y bajaban. Lo habían conseguido. Estaban a salvo. Lo único que tenían que hacer era saltar al techo de una de esas garruchas que subían y…

Y entonces Tom advirtió que algo le estaba tirando del pelo.

—Ay —dijo, cuando los tirones se tornaron más insistentes—. ¡Ay! Ay, ay, ay, basta…

Y, antes de darse cuenta, lo habían arrastrado hasta el túnel casi en volandas y arrojado al suelo. Se levantó rápidamente, giró sobre sus talones… y le dio un vuelco el corazón. El witchit llenaba todo el túnel. Le examinó la cara y el cuerpo con los palpos grises; luego, le arrancó un trozo de poncho y se lo metió en la abultada boca negra. La criatura masticó con aire pensativo y decidió servirse más. Tom se quedó quieto, paralizado de miedo, mientras el witchit lo agarraba entre sus palpos y lo atraía hacia sí…

—¡Basta! ¡Para! ¡Ahora mismo!

Pearl entró en el túnel, con los ojos centelleándole. El witchit se sorprendió tanto que obedeció. Luego, extendió los palpos hacia ella.

—¡Ni se te ocurra! —gritó Pearl, apartándolos—. Eres un witchit muy malo, ¡sí, sí! ¡Malo, más que malo! —Pearl extendió el brazo con brusquedad—. ¡Vete a casa!

La enorme criatura reluciente parecía tan sorprendida que soltó a Tom. Luego, imitando a Pearl, alargó un palpo y la arrojó al suelo.

—¡Cómo te atreves! —gritó ella—. ¡Cómo te atreves! ¡Aparta! ¡Atrás!

El witchit cerró los ojos y retrocedió. Asombrado, Tom miró a Pearl y vio que estaba tan sorprendida como aterrorizada. Por algún motivo, su estrategia daba resultado: aquella enorme larva untuosa estaba amilanándose como un perro apaleado.

—¡Siéntate! ¡Quieto!

Increíblemente, el witchit se quedó quieto. Con cuidado, Tom y Pearl comenzaron a retroceder hacia el final del túnel. Cuando el witchit advirtió que se estaban moviendo, fue hacia ellos.

—¡Quieto he dicho, witchit!

La criatura se amilanó, pero, aun así, siguió avanzando, con ganas de jugar. Aquel juego le gustaba. Tom miró atrás: el final del túnel ya no estaba lejos, podían llegar en unos segundos… pero ¿y si no había ningún ascensor?

El witchit se volvió más audaz y, alargando un palpo, arrancó un trozo del poncho de Pearl y se lo metió en la boca.

—¡Eso no se hace! —gritó ella, pero con menos convicción esta vez, dado que ya casi habían llegado al final del túnel.

—Subimos. ¡Agárrense bien!

Por debajo de ellos, la voz fue seguida de un ruido metálico.

—Deprisa, viene uno —susurró Tom y, arrancándose los restos del poncho, se los arrojó al witchit antes de darse la vuelta y echar a correr. Pearl hizo lo mismo y, poco después, estaban tambaleándose al borde del gran abismo. El techo luminoso de la cabina se acercaba a toda velocidad.

—Date prisa —exclamó Pearl horrorizada, volviéndose para mirar al witchit, que ya casi había dado cuenta de su poncho—. ¡Deprisa, deprisa, deprisa, deprisa!

El witchit alzó la vista y babeó. No estaba dispuesto a dejar escapar el resto de aquel banquete tan delicioso. Ni hablar. Gorjeó excitado y luego se replegó, listo para saltar…

—Oh, Dios mío —susurró Pearl—. Oh, Dios…

—¡Salta! —gritó Tom, cogiéndola de la mano.

El witchit se abalanzó sobre ellos, con la boca abierta.

¡Pum!

El techo del ascensor fue a su encuentro, dejándolos sin aire en los pulmones y, en ese mismo instante, el witchit agarró el ascensor con sus untuosos palpos grises, frenándolo con brusquedad. Pero fue incapaz de retenerlo y, al instante, la cabina se soltó como si tuviera un resorte.

—Sí, de vez en cuando tenemos algún problemilla con estos pequeñines —dijo una voz dentro de la cabina con mucha naturalidad—. Se sabe que, en ocasiones, han llegado a coger un ascensor entero.

—¿A q-qué se refiere, a comérselo? —preguntó un pasajero preocupado.

—Oh, sí. Cabina, cables, engranajes, todo. Se lo comen todo.

El ascensor siguió subiendo, cada vez más aprisa, hasta que el aullido del viento fue ensordecedor. Tom y Pearl se quedaron tumbados en el techo, aferrándose a lo que podían, viendo pasar los números a una velocidad de vértigo… Mil quinientos… novecientos… quinientos… doscientos… cincuenta… el ascensor estaba frenando… veintiuno… once… seis, cinco, cuatro… el ascensor se detuvo.

—Bájense todos, caballeros. Hasta aquí llegamos. Cojan el pasadizo de su derecha y, desde ahí, pueden ir a pie.

La puerta se abrió y los pasajeros salieron. Con cautela, Tom y Pearl se pusieron de pie, un poco doloridos tras el trayecto. Por debajo, el abismo se perdía en la oscuridad y, por encima, estaba la maquinaria viva de los ascensores, ruedas formadas por escarabajos con los lomos dentados que giraban en distintas direcciones. Debían de haber llegado arriba. Entonces se abrió una trampilla en la roca justo a su lado. Detrás, había un estrecho túnel.

—¡He dicho bájense todos, caballeros! —gritó la misma voz—. ¡Eso también va por vosotros! —El ascensor comenzó a inclinarse y a temblar—. ¡Bajaos de mi ascensor!

Tom y Pearl no tuvieron más remedio que hacer lo que decía el hombre.

—Supongo que ya está —se apresuró a susurrar Pearl cuando se agacharon junto a la abertura—. Ahora pueden vernos, así que más vale que vayamos al grano. Sigues teniendo la pelota, ¿no?

Tom palpó el bulto en su bolsillo y asintió con la cabeza: la pelota-escarabajo seguía allí.

—Me desharé de esto —dijo, quitándose la mochilita.

—Pero quédate con el aerosol de feromonas.

—¿Por qué?

—Nunca se sabe —dijo Pearl, y se encogió de hombros—. Si hay ocasión, podrías escapar.

—¿Yo? —preguntó él, rebuscando en la mochila y sacando el frasquito con su funda de piel y su atomizador de goma—. ¿Por qué no lo llevas tú?

Pearl lo miró a los ojos.

—Es un gesto muy bonito, Tom, pero preferiría cambiártelo por la pelota-escarabajo. Ahora me toca a mí, ¿no?

Tom movió la cabeza. Pese a todo lo que había sucedido, seguía teniendo serias dudas con respecto a aquello.

—Está bien —comenzó a decir—. Solo con la condición de que…

—Muy bien, ¡ya os tengo!

De pronto, dos largos tentáculos se les enroscaron alrededor de las piernas y Tom solo tuvo tiempo de arrojar la mochila al vacío antes de que los arrastraran al interior del oscuro conducto y los depositaran sin miramientos en el duro suelo.

—Ay. Qué daño. Seguro que eso ha dolido, tío.

Aún atontado, Tom abrió los ojos y miró arriba. Encaramado al techo había lo que parecía un gigantesco cangrejo negro, retrayendo los tentáculos en silencio.

—Al menos podrían poner un poco de pulpa o algo en el suelo —continuó la cantarína voz escocesa—. Eso es lo que siempre me pasa a mí. Cada vez.

Tom se levantó, frotándose la espalda dolorida. Aquel suelo estaba, en efecto, durísimo. Miró a su alrededor y vio que se encontraban en una celda. Sentado en un rincón, había un híbrido menudo, no muy distinto del hombre mantis, que llevaba una gorra escocesa y un par de botas enormes.

—Sí, sí, jefe —dijo entre dientes, cuando Tom lo miró a los ojos.

—Ay. —Despacio, Pearl se puso de rodillas.

—¿Lo ven? —dijo el hombrecillo, señalándola con indignación. Esto no está bien. No pueden tratarnos como…

—Cierra el pico, McMaggot. ¿Desde cuándo le ha importado a alguien lo que piensas, miserable ser inferior?

Tom miró entre los barrotes y vio tres mujeres de tez pálida, sentadas detrás de un largo escritorio. Eran idénticas y llevaban uniformes grises idénticos. Parecían severas, cansadas y muy aburridas.

—¿Nombre? —gritó una.

—Tom Scatterhorn.

—Deletréalo.

—T-O…

—Eso no, idiota. La otra parte —ordenó la mujer del centro.

Tom respiró hondo y, estaba a punto de volver a empezar, cuando advirtió que un grupo de escarabajos verdes había comenzado a pasar un trozo de papel por lo que parecía una gran prensa plana. El papel se hallaba cuajado de unas hormigas negras minúsculas que se organizaban en letras. De algún modo, ya habían formado la palabra «Tom».

—Scatterhorn —dijo Tom, observando la febril actividad de las hormigas—. S-C-A-T-T-E… —Se interrumpió y miró el papel, asombrado.

Las hormigas no solo estaban escribiendo su apellido conforme él lo deletreaba. Encima, habían formado un cuadrado y estaban dibujando su retrato.

—Sí, es «una máquina», idiota; ¡yupi! —dijo en tono aburrido la mujer del extremo—. Y, sí, estas son hormigas predictivas, conectadas con el sistema central de información del Ministerio. No todos vivimos en la Edad de Piedra, camarada. Sigue.

Tom terminó de deletrear su apellido, incapaz de despegar los ojos del documento vivo que estaba apareciendo en el papel.

—tu excusa para coger el ascensor 386b sin pase, hasta la planta cuatro del Ministerio para el Control, departamento 12, sala 921 es?

—Pues…

—Queremos ver a don Gervase Askary —dijo Pearl, que ahora estaba de pie junto a Tom, restregándose las magulladuras—. Tenemos algo para él.

Las mujeres la miraron con algo rayano en interés.

—¿Estás borracha?

Entonces, las hormigas formaron las palabras «viaja con compañera trastornada».

—No, no lo está, pero tiene razón —respondió Tom, dejando de mirar a las hormigas—. Tenemos que verlo en persona. De inmediato.

Las hormigas se detuvieron, como si estuvieran esperando recibir algo. Luego, formaron rápidamente las palabras «forastero… viajero convertido en escarabajo escarbador, Tithona, 1965».

—¿Qué? —exclamó Tom, mirando lo que habían escrito las hormigas. ¿Cómo podían saber eso?

—De interés especial —continuaron las hormigas, pasándose a las mayúsculas. INFORMAR DE INMEDIATO.

—¿Y tú eres? —preguntó con desdén la mujer del extremo.

—Pearl Smoot.

Los escarabajos verdes cogieron el papel por los bordes y lo sacaron de la prensa. Debajo había otra página, que volvió a llenarse de hormigas.

—Pearl Smoot, ¿eh?

La mujer miró a sus compañeras y enarcó las cejas.

—Perlita.

—Así es —continuó Pearl, inquieta—. ¿Por qué? ¿Significa Smoot algo para ustedes?

—Desde luego —dijo la mujer del centro, y las otras dos se rieron con desprecio.

—¿De qué se están riendo? —preguntó Pearl, alzando la voz.

—Ignóralas —susurró Tom—. Mira eso.

Las hormigas estaban comenzando a formar palabras debajo de su retrato: «forastera… convertida en escarabajo escarbador, Tithona, 1965».

Pearl leyó las palabras, con los ojos como platos. Por algún motivo, el Ministerio creía que los escarabajos escarbadores los habían infectado a los dos en Tithona…

—Pero…

—Eso es fantástico —susurró Tom tan bajo como pudo—. Significa que tenemos una posibilidad. Podríamos salir de aquí.

Las hormigas se detuvieron. Luego, siguieron a toda velocidad: «Posible familiar de espía radiofónico… se busca viva o muerta… si es capturada, INFORMAR AL GLORIOSO LÍDER DE INMEDIATO».

—¿Eso crees? —dijo Pearl, tragando saliva y leyendo las palabras.

—Desde luego.

—¡Bien! —bramó la mujer del centro—. Qué clase de trotamundos tenemos aquí. ¡Grootslang! La descomunal criatura encaramada al techo se desplazó por él y los escarabajos de la mesa se dispersaron, dejando a las hormigas inmóviles sobre el papel.

—Consígnalo.

El Grootslang bajó la cola como un puño cerrado y, con dos rápidos puñetazos, aplastó a las hormigas sobre el papel. Luego, los escarabajos regresaron y llevaron las páginas a las mujeres para que las leyeran. En cuanto las cogieron, sus expresiones cambiaron.

—¿Lee… lee los boletines de las hormigas predictivas? —preguntó una, tragando saliva, sin terminar de creerse lo que estaba leyendo.

—Siempre.

—Tiene replicadores en todas las salas del palacio.

—Y lo hemos consignado, de modo que lo sabrá.

Se quedaron mirando las páginas con preocupación, las caras poniéndoseles incluso más céreas que antes.

—Pero… ¿y si no lo hace? —vaciló la mujer del extremo—. Aquí dice que debemos informar, así que debemos subir y…

—A menos que baje él —la interrumpió la mujer del centro. Ahora, estaban todas sudando—. Tenemos que ordenar esto, tenemos…

—Nada de eso, señoras —bramó una voz grave en la entrada.

—Dios mío…

Las tres mujeres contuvieron un grito y se pusieron de pie. En ese momento entró un hombre muy alto y delgado con un traje azabache de terciopelo. Tenía la cabeza grande y abombada, la piel amarillenta, los ojos de un lechoso color amarillo y los pies diminutos. Parecía elegante y repugnante al mismo tiempo. La mujer del extremo lo miró y volvió a hundirse en su silla.

—Por favor, siéntense todas —dijo él, sonriendo con ferocidad—. Esto no es una inspección. Solo he visto el boletín y he querido saludar. En persona.

Tom miró a don Gervase Askary con una repugnancia mal disimulada, pero no pudo evitar percibir el miedo que había impregnado la sala. Hasta Pearl dio un paso atrás de forma involuntaria.

—Ha pasado mucho tiempo, Tom —dijo don Gervase, sonriéndole un instante—. Me preguntaba cuándo ibas a llegar. Pero qué increíble que estés precisamente aquí. —Abrió la puerta de la celda con empaque—. ¿Qué habéis estado haciendo?

—Nosotros… queríamos ir al Ministerio a verle y, esto… bueno, no sé cómo, nos hemos perdido por el camino —farfulló Tom, recordando cuál era su papel.

—Desde luego que sí —dijo don Gervase, sonriendo—. Pues andaos con cuidado. Tenemos unas cuantas normas sobre extraviarse en Scarazand, como quizá hayáis descubierto a expensas vuestras —añadió, mirando a las tres mujeres, que casi habían recuperado la calma. Ellas bajaron la cabeza y se quedaron mirando el escritorio, muertas de miedo.

—Tendremos cuidado. Lo siento —farfulló Tom.

—No lo sientas —respondió don Gervase con zalamería—. Solo quería darte la bienvenida a mi tosco mundo.

Tom se quedó momentáneamente sorprendido por la educada conducta de don Gervase; era lo último que se esperaba. Pero sabía que no podía fiarse de él… a menos que creyera de verdad que ahora eran escarabajos escarbadores.

—Y también a ti, señorita Smoot —dijo don Gervase, escrutándole el rostro.

¿Era la hija? No podía tener una certeza absoluta. Estaba muy oscuro al borde de aquel acantilado, y él solo la había visto un momento… Le cogió la mano y se la estrechó mientras ella salía de la celda. Pearl puso cara de haber dado la mano a una víbora y no despegó los ojos del suelo. McMaggot se quedó inmóvil en el rincón de la celda, con la boca abierta.

—Aquí… aquí, su señoría, ¿qué hay de mí?

Don Gervase se volvió y miró al deforme hombrecillo, el cual se levantó y le hizo una cumplida reverencia.

—Voy con ellos, ¿sabe?

Don Gervase lo atravesó con sus lechosos ojos amarillos.

—Y combatí en Callaboose y eso —añadió con orgullo, señalándose la gorra—. ¡Por la gloriosa revolución! —Hizo un saludo militar poco entusiasta—. Y todo eso.

Se hizo un silencio helador. Don Gervase parpadeó.

—Sabes pelear, ¿no?

—Oh, sí, señor… su excelencia. Nadie se acerca a McMaggot sin salir malparado —dijo el híbrido esperanzado, danzando de un pie a otro y soltando unos cuantos puñetazos. Don Gervase se quedó mirándolo; luego, se dirigió a las tres mujeres, que seguían temblando.

—Enviadlo arriba. Que vean cómo pelea.

McMaggot interrumpió su número de inmediato y tragó saliva. Parecía que lo acabaran de sentenciar a muerte. A lo mejor lo habían hecho, pensó Tom.

—Vosotros dos —dijo don Gervase, sonriéndoles amenazadoramente—, venid conmigo, por favor.