Lo peor de lo peor

Tom y Pearl se escondieron detrás de un montón de cajas cuando dos altos skrolls irrumpieron en la tienda, con sus escarabajos bombarderos tirando de la correa.

—¡Por favor, Huffkin no!

Se oyó un gañido amortiguado y de repente ya no hubo oruga.

—¡Qué pasa, Scurf! —gritó Lotus—. ¿Con qué estabas jugando ahora mismo?

Scurf aulló.

—Yo… esos… dos conversos, creo que estaban… haciendo demasiadas preguntas… tenían un amuleto…

—¿Qué amuleto tenían, Scurf? —espetó Lotus.

—No lo sé —farfulló el tendero—. Por favor, señorita, nunca había visto nada igual…

Lotus miró ferozmente a su alrededor.

—¿Y me estás diciendo que han desaparecido?

Scurf bajó la vista y asintió con la cabeza.

—Pobre Huffkin —susurró, mirando la oruga destripada.

—Registrad este sitio —ordenó Lotus, y los dos skrolls se pusieron manos a la obra.

Scurf observó en silencio mientras los bombarderos rojos registraban la tienda de arriba abajo, volcando todas las estanterías y sacando todos los cajones.

—Te ascendieron a este puesto, ¿no, Scurf? —dijo Lotus, cogiendo una figurilla azul.

—A-a-sí es, señorita —farfulló el tendero—. Antes era capataz minero de brigada, nivel 2.469.

—Nivel 2.469.—Lotus tiró la figurilla al suelo con indiferencia, haciéndola añicos—. Bueno, bueno —dijo con desdén—, casi el último nivel del infiamundo: lo peor de lo peor. Ya me parecía que tenías una pinta rara.

—Así es, señorita —dijo Scurf, temblando—. Por debajo, solo están el área de duplicación y la cárcel.

Lotus se acercó al tendero y le susurró al oído.

—Y ahí es precisamente donde vas a volver, si no me das respuestas muy, muy pronto. ¿Me expreso con claridad?

Scurf asintió con la cabeza, aterrorizado.

—Quiero ver esa pelota, y a esos conversos, en el Ministerio. De inmediato.

Lotus giró sobre sus talones y salió con paso resuelto.

—Vamos —susurró Tom y, cogiendo a Pearl de la mano, salieron detrás de Lotus justo antes de que la puerta se cerrara.

En la calle, un reducido grupo se había reunido alrededor de un extraño artilugio que parecía un enorme huevo hueco, enganchado a dos relucientes insectos blancos. Los espectadores contuvieron un grito cuando Lotus salió de la tienda con su capa blanca y se subió al huevo y otro, cuando la superficie de este comenzó a vibrar y a emborronarse mientras miles de polillas batían sus alas doradas para levantarlo del suelo. Lotus tiró de las riendas con indiferencia y las dos criaturas cubiertas de púas revivieron y se alejaron al galope.

—Era ella —exclamó un hombre—. En persona.

—Ahora la llaman la diosa blanca —dijo otro hombre, boquiabierto.

—Nunca pensé, nunca en mi vida, que vería…

—¡Avancen! —gritó un soldado—. Los que van al Ministerio, a la izquierda; los que van al estadio, a la derecha.

Tom y Pearl se abrieron paso entre la multitud y doblaron por un callejón.

—Era Lotus Askary, ¿verdad? —susurró Pearl en cuanto estuvieron solos.

—Sí —respondió secamente Tom. Seguía enfadadísimo por el asunto de la pelota.

—La última vez que la vi fue la noche del globo meteorológico —añadió Pearl.

Por un momento, ninguno de los dos dijo nada.

—Oye, lo siento, Tom, de verdad. Solo estaba intentando hacer las cosas lo mejor posible. Pero, a mi modo de ver, ahora tenemos una oportunidad. Podemos sacarlos, a mi padre, a Rudy, a tus padres también. Y nosotros.

Tom miró la calle con furia. No estaba convencido.

—Pero de acuerdo. Si estás tan seguro de que don Gervase no debería tener nunca la pelota, llevémosla a esa pasarela y tirémosla al abismo. —Pearl lo miró con indignación—. Así desaparecerá para siempre. ¿Es eso lo que quieres?

Tom arrugó la frente y no dijo nada.

—¿Lo ves? —dijo Pearl, alzando la voz sin poder contenerse—. Tú sabes que tirarla no tiene sentido. La tenemos, así que deberíamos utilizarla. Deberíamos llevarla al Ministerio ahora mismo.

—No —dijo Tom con firmeza—. Ahora no. Ese debería ser nuestro último recurso. Solo cuando no tengamos otra alternativa.

Pearl se encogió de hombros, exasperada.

—¿Y qué propones tú?

—Creo que deberíamos ir a la cárcel y al área de duplicación, ahora que sabemos dónde están. Antes deberíamos mirar ahí, ver si podemos encontrarlos.

—¿Y si los encontramos?

—Entonces, deberíamos intentar encontrar una salida.

—¿Y si nos cogen?

—Eh… deberíamos proponer un intercambio. La pelota-escarabajo a cambio de nuestros padres, como último recurso.

—Pensaba que los intercambios no te gustaban —dijo Pearl, con sarcasmo—. Y que esa gente no hacía intercambios.

Tom negó con la cabeza.

—No lo entiendes, ¿verdad? No podemos dar a don Gervase Askary aún más poder del que ya tiene. No podemos hacer eso. Él es malvado —dijo, enfadado—. Él es… si pudiera controlar la pelota, utilizarla como es debido…, no tienes ni idea de cómo hace que te sientas.

Pearl lo miró malhumorada, pero supo, por su expresión resuelta, que no iba a cambiar de idea.

—Muy bien —resopló—. Es un plan. Hagámoslo. Y supongo que, de todas formas, tampoco tengo elección.

—En verdad no —dijo Tom, empujando la pelota-escarabajo hasta el fondo del bolsillo de su pantalón. Era él quien la había hecho saltar de la mano de Scurf y la había cogido al vuelo, y se alegraba. Ahora, era responsabilidad suya—. Vayamos al nivel 2.469, sea lo que sea eso.

Bajando por una serie de callejuelas y escaleras, Tom y Pearl volvieron sobre sus pasos entre la marea de insectos y personas hasta estar de nuevo en las grandes verjas.

—¿Por ahí? —sugirió Tom, señalando el gran túnel en el que estaban entrando casi todos los extraños escarabajos.

—Vale —dijo Pearl, asintiendo con la cabeza—. Siempre que baje. Parece que el nivel 2469 tiene que estar muy cerca del fondo.

Se colocaron detrás de una larga caravana de abombados escarabajos verdes y entraron en el túnel. Pronto, este comenzó a descender en espiral y, conforme lo hacía, el aire fue volviéndose cada vez más caliente y húmedo.

A diferencia del caos de las pasarelas, allí los escarabajos avanzaban ordenadamente en fila, los que subían por la derecha, los que bajaban por la izquierda. Apenas había ruido a excepción del constante martilleo de sus patas puntiagudas en el suelo y el susurro de sus élitros rozándose. En el techo abovedado, había lentas criaturas planas parecidas a cangrejos moviéndose de un lado al otro. Tenían los élitros cubiertos de hongos luminosos que vertían una mortecina luz verdosa sobre aquel mundo extraño.

—¡«Ve a buscarlo… ve a buscarlo, híbrido»! ¿Quiénes se creen que son? ¡Hace nada que gobiernan! ¡Seguro que no han bajado nunca a la sala de máquinas! No, no, no tienen agallas para hacerlo, ¿verdad?

Tom miró a su alrededor en busca de aquella voz conocida y vio una cabeza aplanada y triangular bamboleándose entre la multitud por delante de ellos.

—¡Fuimos nosotros los que echamos los bofes en Callaboose! —despotricó el hombre mantis, alzando el puño a un soldado que montaba guardia en la entrada de un pasadizo—. ¡Así es, amigo! ¡No vosotros, soplones!

—Podríamos preguntarle cómo se va —susurró Tom, intentando no perder de vista a la deforme figura renqueante—. Él lo sabrá, ¿no? Probablemente, acaba de salir de la cárcel.

Pearl asintió con la cabeza.

—Escarabajos gobernados por clones, ¿no? ¡Escarabajos gobernados por clones! —gritó el hombre mantis cuando uno de los guardias consiguió abrirse paso entre el gentío e intentó agarrarlo.

—¡Hay que ser más rápido, hijo! —dijo, riéndose entre dientes, rodando bajo el abdomen de un gordo insecto y corriendo hacia un pasadizo—. Ja, ja, ja! ¡No podéis coger al hombre mantis!

Tom y Pearl corrieron tras él y se encontraron en una gran cámara llena de concavidades poco profundas excavadas en la roca que contenían un huevo cada una. Diseminados por la cámara había grupos de escarabajos marrones, volviendo laboriosamente los huevos, pero ni ellos ni su capataz vieron al hombrecillo cuando saltó a un balcón y se deslizó por una barra hasta el nivel inferior, donde había más de lo mismo.

—Caray, es rápido —jadeó Pearl, esforzándose por no quedarse rezagada.

El hombre mantis podía tener una pierna bastante más corta que la otra, pero corría a una velocidad fabulosa. Tom miró abajo: los pisos de cámaras de puesta idénticas eran tantos que no alcanzaba a ver dónde terminaban, pero, en vez de continuar descendiendo, el hombre mantis dobló por un pasadizo sobre cuya entrada estaba escrito el número cuarenta y cruzó un puente de cuerda tendido sobre un hondo abismo. A cada lado, miles de escarabajos azules estaban ocupados en ordeñar hileras de hinchadas hormigas blancas encaramadas a las húmedas paredes.

—La leche es buena para la barriga y a mí me chiflan las patas de hormiga —cantó el hombrecillo para sus adentros—. ¡Vivid para trabajar, muchachos, vivid para trabajar!

Era todo extrañísimo, pero Tom y Pearl apenas tuvieron tiempo de echarle siquiera un vistazo antes de que el hombre mantis entrara en un túnel del otro extremo, doblara a la derecha y se deslizara por otra barra a un área completamente distinta. Allí, brigadas de escarabajos estaban dándose de comer trozos de roca unos a otros, masticándolos y escupiendo una especie de cemento blanco.

—Hola —resolló Tom cuando alcanzó al hombre mantis, subiéndose las mangas y quitándose la capucha—. Hola.

El hombrecillo alzó la vista y se sobresaltó al ver las caras de un muchacho y una muchacha y dos pares de brazos esquivando a los escarabajos junto a él.

—Dios santo, creía que yo estaba mal, pero ¡mirad qué pinta tenéis! —gruñó—. ¡No estáis ni conectados!

Escupió al suelo con brusquedad.

—Os lo han hecho ellos, ¿verdad?

—Sí, exacto —resolló Tom.

El hombre mantis gruñó y murmuró algo entre dientes.

—Estáis volviendo, ¿no?

—Vamos al nivel 2.469 —explicó Pearl—. La cárcel y…

—El área de duplicación —dijo roncamente el hombrecillo—. Yo también voy ahí. Mi hermano es carcelero, necesito otro pase. Porque arriba la gente como vosotros y como yo ya no es bien recibida. ¿Por dónde vais?

—Hum —farfulló Tom—, ¿por dónde va usted?

—No me apetece andar. Este es el nivel cuarenta y uno, ¿verdad?

—Así es —dijo Pearl, intentando parecer convincente.

—Entonces, parece que lo mejor es coger una garrucha. ¿Os apuntáis?

Pearl y Tom no sabían a qué se refería, pero ambos asintieron con vehemencia.

—Hecho —gruñó el hombre mantis—. Conozco un atajo por el área de trituración y los viveros. Síganme, señores.

Se metió en un túnel lateral, bajó unas escaleras y entró en otra enorme cámara humeante, esta vez llena hasta el techo de pilas de troncos que miles de gorgojos negros estaban partiendo en rodajas para masticarlos mejor.

—¿Trituración? —preguntó Tom en un susurro, viendo que los trabajadores obligaban a los gorgojos a vomitar grandes trozos de pulpa de madera apelmazada que luego ponían en rampas.

—Correcto —dijo el hombre mantis—. Se pasan así todo el santo día. Porque algo tienen que comer los pobres, ¿no?

Soltando una carcajada, entró renqueando en otro pasadizo que terminaba en un balcón ancho y largo. Por doquier, había innumerables pisos de corrales llenos de larvas de todo tipo que se revolcaban en montones del mejunje marrón.

—Este sitio es rarísimo —susurró Pearl, mirando a su alrededor con los ojos como platos—. Es como una máquina gigantesca con vida propia.

—Lo sé —susurró Tom.

Las dimensiones de Scarazand y de todo lo que contenía eran impresionantes; parecía que hubieran encogido y se encontraran en un extraño universo de insectos donde las personas tenían una función pequeña y casi irrelevante. ¿Era aquello el pasado, o era el futuro? No tenía la menor idea: pero seguro que era real, los insistentes latidos de su cerebro se lo decían…

—¡Ahí viene una! —chilló el hombre mantis cuando algo brillante pasó a toda velocidad por el agujero del final del pasadizo. Apretó el paso y saltó a la cornisa, con Tom y Pearl pisándole los talones.

—¡Oh! —exclamó Pearl, y se agarró al brazo de Tom.

Lo que vio le dio vértigo. Ante ellos había un ancho hueco de ascensor circular que se extendía a lo largo de centenares de metros en ambas direcciones. Por él, subían y bajaban cabinas luminosas colgadas de inmensos cables negros que transportaban personas, huevos, escarabajos, capullos, skrolls y criaturas de todo tipo. Algunas se movían a una velocidad asombrosa, otras eran desesperadamente lentas, y todas estaban impulsadas por enormes engranajes de diversos tamaños suspendidos sobre el abismo. A primera vista, aquellas ruedas inmensas parecían ser parte de una bicicleta o reloj gigantescos, pero, al fijarse mejor, Tom advirtió que estaban formadas por enormes escarabajos grises cuyos lomos dentados se engranaban entre sí conforme caminaban sin pausa alrededor de discos de piedra.

—¿Listos? —preguntó el hombre mantis, asomándose al hueco—. Ahora baja una buena garrucha rápida para vips, directamente del Ministerio.

Pearl lo miró con aprensión.

—Esto… ¿y qué? ¿Vamos a saltar al techo?

—Exacto, señorita. No vas a desmontarte porque no estás ni bien conectada, ¿no?

—No —dijo ella, tragando saliva—. Solo que…

De pronto, hubo una corriente de aire y algo pasó rápidamente por delante de ellos.

—¡Saltad! —chilló el hombre mantis.

Tom y Pearl saltaron al vacío y, sin saber cómo, aterrizaron en el techo luminoso del ascensor, que se bamboleó en su vertiginoso descenso.

—Más delicados no podíamos ser —dijo el híbrido, sonriendo y sentándose con toda tranquilidad—. Esta es la forma de bajar al inframundo. Montados en el techo de los potentados. Como subirse a un tren en marcha —añadió, riéndose entre dientes.

Tom y Pearl sonrieron a duras penas mientras seguían aferrados a lo que podían, casi sin atreverse a mover un músculo, oyendo el viento aullante y viendo pasar las plantas a una velocidad aterradora. Trescientos… quinientos… ochocientos… Tom se apoyó en los codos y se asomó al borde de la cabina tanto como juzgó prudente… debajo había un negro abismo, nada más. Solo el aire estaba cambiando: parecía estar tornándose más cálido y húmedo, y olía mucho a azufre…

—¡Dos mil, ya casi estamos! —gritó el hombre mantis, poniéndose de pie. El ascensor estaba frenando. Por debajo de ellos, se oía el burbujeo de agua hirviendo.

—¿Cómo nos bajamos? —preguntó Pearl.

—Igual que nos hemos subido, señorita Desarticulada —respondió el hombre mantis, sonriendo de oreja a oreja—. Pero tenemos que darnos prisa, porque miran los techos de estos ascensores para vips, por si hay gente como tú y como yo.

Notaron una brusca vibración cuando el ascensor comenzó a detenerse por debajo de ellos.

—Solo los dos, ¿verdad, señor? —dijo una voz dentro de la cabina.

—Exacto. Y no te retrases porque es esta noche.

La cabina se detuvo y los hombres salieron.

—Deprisa —susurró el hombre mantis, y saltó a la pared rocosa, escaló un breve tramo y se metió en un agujero. Tom y Pearl siguieron su ejemplo y se volvieron justo a tiempo de ver tres largos tentáculos grisáceos emerger de la pared y palpar los lados y el techo de la cabina.

—¡Más suerte en la próxima, amigo! —espetó el híbrido.

—¿Qué era eso? —susurró Pearl, viendo que los tentáculos volvían a replegarse dentro del agujero.

—Créeme, doña Preguntona, es mejor que no lo sepas. Venga, la cárcel es por aquí.

El hombre mantis fue hasta la puerta y se asomó al túnel, mirando rápidamente a izquierda y derecha.

—Parece bastante despejado —murmuró con cautela—. ¿Oís algo vosotros, desarticulados?

Tom y Pearl miraron en ambas direcciones y aguzaron el oído. A diferencia de todos los otros lugares de Scarazand, aquel túnel estaba silencioso, oscuro y aparentemente vacío.

—Yo lo veo bien —dijo Tom, advirtiendo que las paredes estaban recubiertas de una sustancia brillante—. ¿Por qué? ¿Hay algún problema?

—Si vosotros no oís nada y yo no oigo nada, no hay ningún problema, ¿no?

El hombre mantis salió renqueando del agujero y, después de sortear los charcos, entró en otro pasadizo y bajó por una corta escalera de caracol, en cuya base había una gran puerta de madera.

—Aquí es donde trabaja mi hermano —dijo—. La entrada oficial de la cárcel. Vosotros y yo hemos venido por detrás, de ahí la precaución.

Después de abrir la puerta, Tom y Pearl siguieron al hombre mantis al interior de un cuarto de guardia atestado de gente. Al fondo, estaba teniendo lugar una ruidosa disputa.

—Pero ¿cómo va a conocer las normas? ¡Ha llegado esta mañana!

Una angustiada mujer estaba a la cabeza de un grupo de turistas, vestidos todos con chaquetas amarillas de plástico. Ante ella, había sentado un hombre gordo y corpulento de piel cérea. Era calvo, llevaba un sombrerito echado hacia atrás y tenía dos rechonchas antenas rosa en la frente que se le retorcían húmedamente. Lo rodeaban una serie de deformes híbridos que llevaban una especie de imitaciones de uniformes negros.

—El señor Winston —gruñó el hombre mantis, inclinándose mucho.

Era evidente que el monstruoso carcelero lo intimidaba. El señor Winston hizo un seco gesto de asentimiento y se metió en la boca una bolita brillante sacada del cuenco que había en la mesa contigua. Podría haber sido una uva, pero era mucho más parecida a un ojo de caracol.

—Esto es Scarazand, señora —rugió el carcelero, masticando bien—. Las normas nos las envía el glorioso líder, que las ha recibido directamente de la reina, y las normas de la reina son normas para todos. Sin excepción.

La mujer estaba consternada.

—Pero… es un hombre mayor, se despista, nada más. Solo se ha salido de la ruta… no sabía que era un vivero, sabe Dios que no lo sabía.

El gordo carcelero se encogió de hombros.

—Entonces, ¿durante cuánto tiempo lo van a tener aquí? —preguntó la amiga de la mujer.

El señor Winston consultó un gran libro gris que tenía junto a él y comenzó a leer.

—Entrar en el vivero 389d, sin pase, caerse en la cuba de la gelatina y desplazar un huevo de dicho vivero, haciéndolo rodar por el concurrido pasillo, causando la destrucción de dicho huevo y un desagradable desorden… —Se acercó el libro a la cara—. ¿Castigo a criterio del carcelero mayor? Hum. —Se rascó el mentón y las antenas se le crisparon—. ¿Qué decimos pues… cadena perpetua?

—¿Cadena perpetua?

—Sin visitas.

La mujer se desvaneció.

—Duro pero justo —canturreó el coro de híbridos que lo rodeaba—. Duro pero justo.

El grupo de turistas se llevó a la mujer a rastras, fulminando a los sonrientes carceleros con la mirada.

—¡Eh, mirad lo que nos ha traído! —graznó uno, dando un codazo al señor Winston. El grupo se quedó boquiabierto cuando el hombre mantis se adelantó, seguido de Tom y Pearl.

—Awright Scuzz, Nazty, Fizzer, señor Winston.

—Por todos los escarabajos del trasero de Belcebú, ¿qué son? —preguntó roncamente el señor Winston, mirando las cabezas, los brazos y los pies de aquellos dos muchachos que parecían desarticulados.

—Desarticulados —dijo el hombre mantis con orgullo—. Una raza nueva. El experimento ha salido fatal, supongo. Los he encontrado en el nivel 41. He pensado que querría verlos.

Los carceleros los observaron en silencio.

—¿Hablan?

—Sí, señor Winston —dijo Pearl, sonriendo con nerviosismo. Uno de los híbridos dio un paso atrás, atemorizado—. Somos la nueva carne de cañón. Es más difícil que nos alcancen, no hay nada en el medio.

—Exacto —dijo Tom, maravillándose ante el ingenio de Pearl—. Aquí dentro no hay nada —añadió, señalándose el pecho invisible.

El señor Winston se rascó la cabeza.

—Pues que me… —resolló—. ¿Cómo lo hacen?

—Es milagroso —dijo con voz cantarína Nazty, entrecerrando los ojos—. Desarticulados, ¿eh?

—¿Y que os trae por aquí, bichos raros? —preguntó el señor Winston.

Hubo un incómodo momento de silencio mientras Tom y Pearl pensaban qué decir. Estaba claro que, ahora que los habían descubierto, no iban a poder entrar en la cárcel si no se tiraban algún farol.

—Hemos venido a comprobar el registro —dijo Pearl con calma—. Estamos buscando fugitivos.

—¿Fugitivos? —Al señor Winston se le escapó una risita sorprendentemente aguda—. Supongo que sabe qué es lo que vigila este sitio, señorita Desarticulada. Aquí no va a encontrar ningún fugitivo. Ninguno que haya sobrevivido, en cualquier caso.

Scuzz y Fizzer no cabían en sí de gozo.

—Sea como fuere, los estamos buscando, y los encontraremos —prosiguió Pearl, endureciendo la voz—. Queremos comprobar el registro. Ahora.

Hubo un momento de silencio y el señor Winston se erizó visiblemente. Estaba claro que allí abajo nadie le daba órdenes.

—¿Quiénes sois?

Tom lanzó una mirada a Pearl y luego al techo. Acechando en la oscuridad había otra sombra roja que no les quitaba ojo… qué mala suerte. De inmediato, se quitó el poncho y se plantó ante ellos. Pearl lo miró con horror.

—Somos agentes —dijo Tom, mirando al señor Winston a los ojos.

A él se le crisparon las antenas rosa.

—¿Agentes? ¿Agentes?

De pronto, soltó una aguda risotada.

—Exacto —bramó Pearl, quitándose el poncho—. Agentes de don Gervase Askary. Trabajamos para el Ministerio y estamos buscando enemigos de la revolución —dijo, señalando al hombre mantis—. Sobre todo, a los que están decididos a sembrar la discordia. —Al híbrido se le desencajó la mandíbula y, por un instante, hasta los carceleros parecieron desconcertados. Se quedaron mirándolos con la boca abierta mientras el señor Winston los fulminaba con la mirada, guardando un hosco silencio.

—El registro, señor Winston, si es tan amable.

Indignado, el hombretón hizo un gesto con la cabeza y dos híbridos se alejaron a toda prisa, regresando con un libro negro enorme que subieron a la mesa. Cuando abrió el libro por la mitad, Tom vio que estaba escrito con una letra minúscula y muy apretada.

—¿Tenéis los nombres de esos «fugitivos»? —gruñó el señor Winston, acercándose al registro.

Pearl y Tom intercambiaron una rápida mirada.

—Smoot —dijo Pearl—, Arlo y Rudy Smoot. Rudy tiene… seis años.

—La edad no importa, señorita Sabihonda. Si han estado aquí, sus nombres estarán en el registro.

El señor Winston colocó junto al libro lo que parecía un voluminoso flexo y le dio un buen puñetazo.

—Smoot —ordenó.

Para perplejidad de Tom y Pearl, de la base del flexo emergieron ocho finas patas de araña que se posaron rápidamente sobre la página.

—¡Smoot! —volvió a bramar el señor Winston, y se metió otro ojo húmedo en la boca.

Las patas de araña comenzaron a pasar páginas, tan deprisa que tamborileaban, hasta detenerse bruscamente y señalar una línea del centro. El señor Winston se inclinó sobre el libro y entrecerró los ojos para leer la letra minúscula.

—Arlo Smoot… Rudy Smoot.

—¿Están aquí? —preguntó Pearl, con voz temblorosa.

—Ya no. Los han soltado. Órdenes del nivel diez.

Pearl contuvo un grito. Se quedó mirándolo con incredulidad.

—Así que… ¿orden del nivel diez? ¿Qué significa?

El señor Winston hizo rodar con la lengua el ojo que tenía en la boca y la miró con recelo.

—Supongo que conocéis los Juegos de la Revolución.

—Sí —se apresuró a decir Tom.

El carcelero mayor asintió con aire de superioridad.

—Pues eso.

—Nivel diez puede significar duplicación, jefe —añadió Scuzz, mirando el libro por encima de su hombro.

—Exacto. Es posible que estén aquí enfrente. Estamos comunicados, ¿sabéis?

—Duplicación. ¿Se refiere a…?

—Matarlos para duplicarlos, o duplicarlos y matarlos, sí.

Pearl se quedó mirando el registro, obnubilada. Estaba haciendo todo lo posible por mantener el tipo, pero le ardían las mejillas y los ojos comenzaron a escocerle.

—¿Algún otro?

—Sam y Poppy Scatterhorn —dijo Tom con nerviosismo.

—Scatterhorn.

Las patas de araña se pusieron a pasar hojas y Tom rezó para que los nombres de sus padres no estuvieran en el registro.

—Ningún Scatterhorn —bramó el señor Winston.

Tom contuvo un grito; el corazón se le aceleró.

—¿Ningún Scatterhorn? ¿Está seguro?

—Del todo.

Tom tragó saliva: ¿Era posible que su instinto hubiera estado en lo cierto desde el principio?

—Puede que mi padre cometiera un error después de todo —susurró tristemente Pearl.

—¿Y no hay ninguna posibilidad de que estén aquí sin su conocimiento?

El señor Winston miró a Tom con un desprecio apenas velado.

—Escucha, jovencito —espetó—. En esta cárcel solo se entra de una manera y esa es pasando por delante de mis narices. Si eres un indeseable, o un enemigo de la revolución, pasarás por esa puerta y yo me aseguraré de que no salgas. ¿Lo entiendes? ¿Qué hay del resto de fugitivos?

Tom tenía la cabeza anegada de emociones, quería reírse y gritar, pero Pearl estaba destrozada. No podía hacer nada salvo mirar al suelo, confusa y triste.

—¡Más nombres! —exigió el carcelero mayor, moviendo las antenas con impaciencia.

—Esto… ¿August Catcher? —se apresuró a decir Tom.

—No está aquí —dijo el señor Winston en cuanto la araña dejó de pasar hojas.

Tom hizo lo posible por disimular un amago de sonrisa. Debían de haber regresado justo a tiempo.

—¿Oscarine Zumsteen?

La araña comenzó a pasar páginas.

—Hum, qué curioso. Estuvo aquí. Retirada, en espera de ser duplicada. ¿Ya están todos?

Pearl miró a Tom con desesperación y él supo qué estaba pensando.

—Necesitamos ir al área de duplicación —dijo al señor Winston con mucha firmeza—. Para terminar de asegurarnos. ¿Cómo se va desde aquí?

—Salid a la sala circular. Es la novena puerta de la izquierda. Supongo que tenéis pase.

—Así es —respondió Tom.

El carcelero mayor miró a Pearl, que asintió débilmente con la cabeza.

—Porque sin pase no entraréis. Articulados o desarticulados —dijo, con desdén.

—¿Por qué? —preguntó Tom. El señor Winston movió las antenas con recelo—. Es decir… esto, lo que quiero decir es ¿qué grado de seguridad tienen en el área de duplicación para impedir que los fugitivos escapen?

—Es la madriguera de los witchits. Imagino que hasta los señoritos del Ministerio sabéis qué son los witchits —añadió con sarcasmo el carcelero mayor.

—Así es. Magnífico —dijo Tom, sonriendo—. Gracias. Bien, ¿sería tan amable de dejarnos entrar?

—Como queráis —dijo el señor Winston con aire desdeñoso, metiéndose otro ojo en la boca y mordiéndolo.

Con una mirada, indicó a Fizzer que abriera la gran puerta de madera que había detrás de Tom y Pearl. Los demás los observaron, fascinados y en silencio, mientras ellos volvían a ponerse los ponchos y sus cuerpos se disolvían en el aire.

—Jovencito, señorita —dijo el carcelero mayor, sin apenas levantarse el sombrero.

La puerta se cerró tras ellos, seguida del sonido de una pesada llave girando.

Por un momento, hubo silencio y los dos pensaron que estaban solos. Entonces, un enorme cangrejo luminoso salió de su agujero, iluminando la caverna y, de pronto, las paredes se llenaron de gritos y golpes.

—Oh, Dios mío —susurró Pearl, alzando la vista.

Las paredes rebosaban de personas apresadas en pequeños ataúdes de madera que les dejaban la cabeza al descubierto, con unos agujeritos para meter los brazos. La mayoría eran tan viejas y estaban tan delgadas y greñudas que costaba saber si eran hombres o mujeres o incluso si estaban siquiera vivas. Parecían larvas, allí colgadas.

—Pensar que mi padre y Rudy estuvieron en este sitio —susurró Pearl horrorizada.

—Pues ahora ya no lo están —dijo Tom con determinación—. Venga.

Haciendo caso omiso del hedor y de los gritos, Tom y Pearl cruzaron la sala circular, contaron hasta la novena puerta y la miraron. Parecía una puerta de madera corriente; no tenía nada de especial.

—Será mejor que entremos —dijo Tom, armándose de valor. Al abrirla, vio un ancho túnel vacío, algo parecido a una línea de metro, similar al que habían atravesado antes con el hombre mantis—. Debe de ser enfrente —añadió, viendo la portezuela de madera de la otra pared.

Pearl asintió con la cabeza y miró a derecha e izquierda. Las paredes del túnel estaban cubiertas de una sustancia brillante y reinaba un curioso silencio.

—Esto es parte de la madriguera de los witchits, ¿no?

—Supongo.

Aguzaron el oído y siguieron sin oír nada. Solo silencio.

—¿Qué deben de tener que asusta tanto? —se preguntó Pearl.

—Venga —dijo Tom y, sin pensárselo más, sortearon los charcos del suelo del túnel y cruzaron la portezuela.

Por un momento, se quedaron agazapados a la sombra de una pared de piedra, esperando, aguzando el oído.

—Vamos a tenerlos encima dentro de nada, ¿sabes? —susurró Tom, recordando el escarabajo rosa encaramado al techo de la sala de guardia.

—Lo sé —dijo Pearl, estremeciéndose—. Y no estoy nada segura de esto. ¿Y si hay cientos de Rudys, o cientos de mis padres? ¿Entonces qué?

Tom no tenía respuesta para aquello.

—Lo más probable es que no estén aquí —observó, tan despreocupadamente como pudo—. El señor Winston no parecía convencido.

Apartándose de la pared, Tom y Pearl avanzaron con cautela y miraron afuera. Se hallaban al borde de un plato de piedra poco profundo, de unos veinte metros de anchura, que era uno de los centenares que se distribuían por todo el suelo de la cámara formando un semicírculo. En la superficie de cada plato había hileras de capullos romboidales grises dispuestos de forma concéntrica. Algunos eran tan grandes como personas, otros, no más que bebés y, caminando entre ellos, había grandes arañas negras, montadas por skrolls, concentrados en su labor. Algunos desenvolvían los cuerpos que contenían y llevándoselos, mientras que otros añadían más larvas y las envolvían en seda. Era como una fábrica espantosa y descomunal.

—No vamos a encontrarlos nunca —dijo Pearl, suspirando con desesperación—. Tardaremos días en registrar este sitio.

Con expresión seria, Tom miró los innumerables platos que se perdían en la oscuridad. Pearl tenía razón: allí debía de haber miles de duplicantes.

—Si todos estos capullos son réplicas, es posible que guarden los originales en algún otro sitio.

—¿Te refieres a un depósito de cadáveres?

Pearl se mordió el labio con enfado y se le humedecieron los ojos: aquello era casi insoportable. Tom alargó el cuello y miró abajo. Dos niveles más abajo, divisó el borde de una brillante cúpula negra, en torno a cuya entrada había muchísima actividad. Observó grupos de pequeños escarabajos que entraban y salían, llevando lo que parecían larvas, que cargaban a lomos de arañas.

—A lo mejor es ahí —susurró, viendo que había grupos de skrolls merodeando a ambos lados de la entrada—. ¿Echamos un vistazo?

Pearl se asomó por encima de su hombro y vio que tenía razón.

—Está bien —masculló, sin entusiasmo. Tom la miró y vio que tenía la mirada cargada de tristeza.

—Pearl, seguro que no están ahí. No estarán.

Ella no dijo nada. Parecía resignada.

—Pero tenemos que saberlo… ¿no? Podemos estar muy cerca. Ahora no podemos detenernos.

Pearl miró la cúpula y respiró hondo.

—Es que no quiero encontrarlos, eso es todo.

—No vas a hacerlo.

—¿Qué te hace estar tan seguro?

—No estoy seguro. Pero tengo esperanza. Y eso ya es algo, ¿no?

A regañadientes, Pearl lo siguió. Avanzando con cautela entre las apretadas hileras de capullos, llegaron a una estrecha escalera de caracol tallada en una columna de roca y descendieron dos niveles hasta la cúpula negra. Al acercarse, vislumbraron por la puerta abierta la silueta de una persona envuelta en hilo de seda.

—Puede que tengas razón —susurró Pearl, estremeciéndose.

Eludiendo a los skrolls que estaban merodeando alrededor de la puerta, entraron y se encontraron en una gran sala circular. A primera vista, parecía una especie de biblioteca, con pasillos y estantes que partían del centro: pero allí no había libros, sino solo cadáveres. Se dirigieron a toda prisa al pasillo más próximo rotulado «M» y recorrieron sigilosamente la larga avenida, mirando las hileras de cuerpos que allí yacían. Tom se detuvo junto a uno que parecía un caballero medieval y quitó el polvo al rótulo.

—«Iñigo Marcellus —leyó en voz baja—. Explorador italiano. Entrada: glaciar, Hindú Kush, 1337. Utilizado: educación y malas artes, renacimiento italiano».

Tom escrutó el rostro anguloso y curtido envuelto en seda gris. «Iñigo Marcellus»… el nombre le resultaba familiar, y entonces se acordó: era el hombre que había escrito la primera descripción de Scarazand.

—«Elisa Martin, tejedora escocesa —susurró Pearl, parándose un poco más adelante ante el cuerpo de una hermosa mujer—. Entrada: pantano de Saint Kilda, 1799. Utilizada: médica de hospital en Nueva York. Distribución de escarabajos escarbadores». —Miró el rostro de Elisa Martin. Estaba blanco y lleno de polvo, pero aún tenía rubor en las mejillas—. No parece muerta —susurró. Siguió andando, mirando las caras de una en una—. Ninguno lo parece. Es como si… como si estuvieran dormidos.

—¡Dios mío, son Shadrack y Skink! —exclamó Tom, olvidando dónde estaba.

—¿Quiénes son? —susurró Pearl, acercándose a él.

—Réplicas de este hombre: «Doctor Pierre Gaspard, envenenador. Entrada: bosque de Ardennes, 1891. Utilizado: búsqueda del elixir». —Tom se quedó mirando al hombrecillo de cara huesuda con el pelo ralo y pegado a las sienes y un deshilacliado frac—. Había miles como él. Millones.

Tom y Pearl se quedaron mirando al hombrecillo delgado y pálido. Aquel lugar respondía muchas preguntas, pero aún había muchas más sin respuesta. Recorriendo el alfabeto, pasaron por delante de los cuerpos de carteros extraviados en cenagales, de fugitivos refugiados en bosques, de niños que habían caído a pozos, de deshollinadores que se habían quedado atascados en chimeneas, hasta llegar a la letra «S». Con cautela, Tom enfiló el pasillo y las sienes comenzaron a latirle: pese a todo lo que le había dicho el señor Winston, fue casi incapaz de llegar al sitio donde debería estar el apellido Scatterhorn. Con un nudo en la garganta, miró en el estante y allí no había nada. Por supuesto que no. Respiró hondo y fue hasta el apellido Smoot.

—¿Los ves? —susurró Pearl, quedándose a una cierta distancia.

Era incapaz de acercarse más. Tom miró en el estante y vio un espacio vacío donde habían estado los cuerpos. Había una nota.

«Arlo Smoot —decía—, espía radiofónico. Capturado, islas Marquesas, 2009. Interrogado». Y, debajo, en rojo, habían escrito: «Original retirado. JR». Debajo, había un hueco más pequeño, donde tendría que estar Rudy. En la etiqueta solo ponía: «Retirado».

Tom se volvió y miró a Pearl. Pese a la capucha que le tapaba la cara, supo que estaba temblando.

—¿Y bien?

—No están. Se los han llevado.

Pearl no se movió.

—Pero… ¿qué significa eso?

—No lo sé. A lo mejor están en algún otro sitio de Scarazand. Y podrían seguir vivos. Es posible.

Pearl no dijo nada. Con cautela, se acercó y leyó el rótulo. No terminó de entenderlo la primera vez y volvió a leerlo.

—Tienes que creerlo, Pearl.

—En ese caso, debemos intercambiar la pelota-escarabajo —dijo ella, sin rodeos—. No hay más remedio. No sabemos cómo utilizarla y no podemos registrar este sitio eternamente. Debemos llevarla al Ministerio e intercambiarla por ellos. Salvarles la vida, quizá.

Tom no dijo nada. Notaba la suave presión de la pelota ovalada en el bolsillo. Quería pensar en algo que pudiera disuadir a Pearl, pero, en aquel momento, no se le ocurrió nada.

—Tú harías lo mismo, ¿no, Tom? —preguntó ella, escrutándolo con sus claros ojos azules. Incómodo, Tom miró el rótulo, intentando imaginar los nombres de sus propios padres escritos en él. Notaba la mirada de Pearl atravesándolo.

—No lo sé… si estuviera completamente seguro quizá… —Negó con la cabeza—. Pero…

En ese momento, oyeron un fuerte grito seguido de un taconeo y centenares de hombres irrumpieron en la sala.