Scarazand

El escarabajo se quedó suspendido en el aire un momento, el cuerpo morado irisándosele bajo la luz.

¡Paf!

Algo duro y pesado pasó velozmente por delante de ellos y, en un instante, el escarabajo ya no estaba. Lo único que quedó fue la pluma blanca fluorescente, flotando sobre el abismo con elegancia.

—¿Qué ha sido eso? —exclamó Pearl.

Tom se bajó la capucha del poncho y avanzó hasta donde juzgó prudente.

—Eso —susurró.

Pearl alargó el cuello y, alzando la vista, vio el ciempiés, alto como un pino, colgado de la pared justo por encima de ellos. Sus pálidos ojos castaños la miraron con aire ausente, aparentemente incapaces de verla. Deprisa, regresó al abrigo del túnel, con el corazón desbocado. Se le estaban despertando dolorosos recuerdos.

—¿Te acuerdas, te acuerdas de que te dije…?

Tom la tocó en el brazo y se llevó los dedos a los labios.

—Mira abajo —susurró.

Pearl se armó de valor y volvió a sacar la cabeza. Por un momento, solo fue capaz de mirar sin decir nada, profundamente desconcertada. El agujero donde estaban agazapados era uno de los millones excavados en las paredes de una enorme cueva esférica. En el centro había una gruesa columna negra de roca que se erigía como un rascacielos desde un hondo abismo e iba estrechándose hacia la cúspide, terminando en una fina punta donde se encontraba con el techo. También estaba acribillada de agujeros que parecían estrellas negras. La inmensa cueva estaba alumbrada por insectos con el abdomen luminoso tan grandes como naves espaciales que volaban lentamente alrededor de la columna central.

—Scarazand —susurró Pearl—. Casi no parece real, ¿verdad?

Tom hizo un gesto afirmativo con la cabeza y los sonidos susurrantes y vibrantes que se oían muy por debajo de ellos atrajeron su mirada.

—Mira —dijo, impresionado—. Mira esos puentes.

En torno a la enorme columna de piedra, había estrechísimas pasarelas tendidas sobre el abismo que la conectaban con las paredes de la cueva y, cruzando aquellas estructuras de precario aspecto había toda suerte de insectos pequeños y grandes. Insectos enormes con caparazón, andando en fila india como camiones, desmañadas criaturas con los cuellos largos como jirafas y otros seres que parecían andar hacia atrás o incluso cabeza abajo.

—¡Oh! —exclamó Pearl—. Mira, mira en el centro de aquel puente grande.

Tom escudriñó la extraña mezcolanza de insectos que atestaba lo que parecía la pasarela central y se quedó igual de asombrado.

—¿Personas? —susurró, sin terminar de creer que pudiera ser cierto.

Había un grupo de hombres, parecidos vagamente a monjes y vestidos con largas capas grises y sombreritos negros, avanzando entre la marea de insectos.

—¿Prisioneros, quizá? —sugirió Pearl.

Pero, que Tom viera, no había guardias ni cadenas: no parecían prisioneros.

—A lo mejor vienen del futuro.

—O van al pasado —dijo Pearl, viendo a otros cruzando en la otra dirección.

Fuera como fuere, ver seres humanos en aquel lugar tan insólito era extrañamente reconfortante y, al examinar la roca, Tom divisó ventanas, balcones, murallas —hasta parecía que hubiera algo similar a una catedral en la cúspide—. Scarazand era como un enorme nido vertical de coleóptero, con una desordenada ciudad encaramada en lo alto. Y en algún lugar de sus entrañas estaban el padre y el hermano de Pearl, Oscarine Zumsteen y quizá incluso sus padres… quizá…

—Andando —dijo, con expresión resuelta—. Vamos a esa pasarela central.

Envolviéndose bien en sus ponchos y poniéndose la capucha, Tom y Pearl salieron del túnel y siguieron un escarpado camino que bordeaba la esfera y conducía a la ancha pasarela.

—Ves, somos invisibles —susurró Tom, volviéndose para mirar el enorme ciempiés marrón que colgaba por encima de ellos, con sus enormes mandíbulas llenas de baba.

—Gracias a Dios —dijo Pearl estremeciéndose, viendo más ciempiés diseminados junto a las paredes, atrapando brutalmente entre sus mandíbulas todo lo que se movía.

Pronto llegaron al nivel de la pasarela central y se sumaron al caos. A todo su alrededor, había multitud de insectos entrando en agujeros de la esfera y otros tantos emergiendo de ellos, como habían hecho ellos, para dirigirse a la pasarela. Sorteando a un grupo de feroces termitas, Tom y Pearl se colocaron detrás de un gran insecto parecido a una vaca que caminaba sin prisas hacia las grandes verjas.

—No te separes, Pearl —murmuró Tom, cuando pasaron entre dos escarabajos rinoceronte tan grandes como tanques que parecían estar vigilando la pasarela. Llevaban toscas banderas negras y doradas pintadas en los flancos y, junto a ellos, había grupos de soldados, hombres jóvenes totalmente idénticos con la cabeza rapada y aburridos ojos amarillos. Tom se encorvó bajo su poncho cuando pasaron justo por delante de sus narices.

—Pone los pelos de punta, ¿eh? —susurró Pearl en cuanto no pudieron oírlos—. ¿Qué hacen aquí tantos soldados?

—No lo sé —susurró Tom con nerviosismo, viendo más parados a intervalos a lo largo de la pasarela. Apenas se había formado una idea de cómo podía ser Scarazand, pero, desde luego, no se esperaba nada semejante: era como un estado militar. A mitad de camino, Tom y Pearl se colocaron detrás de un grupo de turistas formado por mujeres y hombres de aspecto severo vestidos con lo que parecían mantas verdes de plástico. Su jefe iba delante, llevando en alto un largo bastón luminoso con un ojo acoplado al extremo que podía haber pertenecido a un caracol gigantesco.

—Ver Scarazand y morir… eso es lo que dijo, ¿no? —se maravilló un hombre, contemplando el enorme edificio que se erigía ante él.

—Nunca imaginé que vendría a este sitio tan increíble —cloqueó una rolliza mujer—. ¿Has visto el tamaño de esos bichos?

—¡Nunca en mi vida! —exclamó su amiga, volviéndose para mirar con sobrecogimiento los dos enormes escarabajos rinoceronte.

—¡Viva la revolución! —gritó un arrugado personaje del principio, alzando su brazo huesudo.

—Dicen que es incluso mejor que antes.

—Pues claro. Ahora que ya se han cargado a esos sinvergüenzas de la Cámara. Seguro.

—Y pensar que nos han tenido con el agua al cuello durante miles de años.

—¡Peregrinos! ¡Peregrinos! —gritó el jefe cuando llegaron al final de la pasarela, deteniéndose bajo la atenta mirada de otros dos bichos enormes, junto a los cuales había otra brigada de soldados.

—Estáis a punto de entrar en Scarazand, la ciudad de los sueños. ¡Descubrios y aclamad a vuestro nuevo glorioso líder!

Al instante, los peregrinos se descubrieron las huesudas cabezas y miraron lo que parecía un gran pergamino satinado pegado a la pared de roca. En su superficie se materializó un conocido rostro tridimensional. De inmediato, Tom sintió que se le helaba la sangre. Los grandes ojos lechosos parpadearon una vez y miraron hacia abajo con expresión de aburrimiento.

—Sed bienvenidos, fieles camaradas y peregrinos, sed todos bienvenidos —atronó la voz, y la menuda boca se abrió para dejar al descubierto una amarillenta dentadura cariada.

—¡Oh! —chilló un hombre, y acto seguido se postró en el suelo delante de la imagen. Los ojos volvieron a parpadear con indolencia.

—Es él —susurró Pearl con voz temblorosa, aterrorizada—. Es…

—¡Chist!

Un turista de nariz aguileña se dio la vuelta y estaba a punto de echar un rapapolvo cuando le sorprendió descubrir que no había nadie. Nadie que él viera, en cualquier caso.

—Habéis venido de todos los rincones del mundo para visitar Scarazand —atronó la enorme cabeza de don Gervase Askary—. Es el centro de nuestro nuevo mundo y os garantizo que no os decepcionará. Deleitaos con sus muchos placeres, sentid en vuestra piel los latidos de nuestra gloriosa reina. Que ellos os nutran el corazón, os inspiren la mente y os envíen de regreso al lugar del que venís, para vivir la parte de vuestra cortísima vida que aún os queda con renovada fe en nuestra noble causa.

—¡Amén! —gritaron los turistas.

—¡Y viva nuestra gloriosa revolución! —atronó la cabeza.

—¡Viva! ¡Viva! ¡La gloriosa revolución! —gritaron los turistas a todo pulmón.

Don Gervase sonrió y desapareció.

—No me lo puedo creer… —murmuró el hombre delgado, levantándose del suelo—. Lo he visto… a él.

—Está elegantísimo —dijo riendo entre dientes la mujer rolliza.

—¡Y qué atractivo es! —dijo con voz cantarína su amiga.

—¡Por aquí, camaradas! —gritó el jefe, abriéndose paso entre la marea de criaturas—. No os despistéis. No sea que terminéis donde no debéis. ¡La seguridad de Scarazand es la mejor que se conoce!

Señaló un escarabajo redondo cubierto de púas encaramado a la pared. Tenía los élitros rojos y unos ojos rosa tan grandes como platos.

—¿Sabéis a qué me refiero?

Las dos señoras que iban delante de Tom y Pearl asintieron vigorosamente con la cabeza y miraron a una pareja de hombres altísimos y encapuchados que estaban apostados en la acera de enfrente. Llevaban dos escarabajos bombarderos atados con correa y los estropeados blasones de sus cascos lucían la misma insignia de un escarabajo cubierto de púas.

—Skrolls —susurró una a otra de forma entrecortada.

—¿Skrolls?

—La policía secreta, ¿no?

—¡Caray!

Riéndose con nerviosismo, las dos señoras se alejaron por una estrecha callejuela para alcanzar al grupo. Tom y Pearl observaron a los skrolls. Se movían con una lentitud atemorizante y sus angulosos rostros grises parecían de madera calcinada.

—No me imaginaba —susurró Pearl—, no tenía ni idea de que fuera… tan poderoso.

—Ni yo —se estremeció Tom, viendo que los grandes escarabajos bombarderos rojos tiraban de la correa e intentaban morder los talones de los transeúntes. Por supuesto, era lógico que don Gervase tuviera policía secreta: debía de tener espías por doquier. ¿Cómo podría controlar aquel vasto edificio si no era valiéndose del miedo?

—Parece que ha encabezado algún tipo de revuelta contra la Cámara, quienesquiera que fueran, y se ha hecho con el poder —dijo Pearl, observando la interminable marea de escarabajos. Los había a miles, pasando a cada momento, algunos del tamaño de caballos, otros, no mucho más grandes que gatos, entrando y saliendo de callejuelas que se internaban en la roca—. Pero ¿cómo crees que lo ha conseguido, contra todos estos escarabajos?

—A lo mejor se libró alguna batalla campal entre escarabajos, en el futuro —sugirió Tom.

—A lo mejor —continuó Pearl—. Supongo que debió de prometerles algo bastante gordo a cambio de tomar este sitio por asalto.

Tom no dijo nada. Tenía la horrible sensación de saber qué era; era el elixir, la increíble poción inventada por August Catcher que él había utilizado para conservar sus animales del Museo Scatterhorn. ¿No era eso lo que los escarabajos ansiaban más que ninguna otra cosa? ¿No era en pos de eso que don Gervase había viajado en el tiempo y en el espacio, el secreto de la vida eterna, la poción que podía alargar sus cortas vidas y tal vez incluso hacerlos inmortales? Probablemente, Pearl tenía razón: probablemente, don Gervase se había valido de aquella promesa para reunir un vasto ejército y asaltar Scarazand.

—Vamos —susurró con aspereza; había visto más que suficiente—. Sigamos a esos turistas y averigüemos dónde tienen a los prisioneros.

Encogiéndose bajo sus vaporosos ponchos de seda, Tom y Pearl pasaron por delante de los dos skrolls con mucha cautela y entraron en la estrecha callejuela adoquinada.

Allí no había casi insectos, sino montones de personas, la mayoría de las cuales eran duplicados unas de otras: parejas de médicos con cara de roedor vestidos con largos abrigos negros, grupos rezagados de turistas boquiabiertos y hechiceros de piel oscura con curiosos escarabajos posados en el hombro como si fueran loros. Los comercios que bordeaban la estrecha y tortuosa callejuela estaban haciendo su agosto, vendiendo curiosas baratijas de todo tipo. Había maquetas negras de Scarazand, hechas «enteramente de piedra y saliva de escarabajo», desgastadas banderas y brazaletes negros y dorados, «auténticos, llevados en la batalla de Callaboose», y arrugados vendedores ambulantes con bandejas de toscos bustos de don Gervase.

—¡Llévenselo a casa, llévenselo a casa! —gritaba uno, con una pierna amputada y un extraño casco echado hacia atrás—. ¡Demuestren que son leales camaradas de la revolución! ¡Demuestren su lealtad al líder!

Don Gervase estaba por doquier, y no solo en las baratijas. En todas las paredes, había carteles satinados en blanco donde a menudo aparecía su gran rostro oval, acompañado de su voz grave bramando un eslogan: «La unión hace la fuerza», «Un solo latido, una sola sangre», «Larga vida a una nueva era». Las imágenes y sonidos bombardeaban a la multitud y los escarabajos de ojos rosa estaban por todas partes, vigilando…

—«Hermanos Hooley: Proveedores y Orientadores Oficiales» —leyó Pearl, mirando por la ventana de lo que podría haber sido una botica o una tienda de animales. En la puerta, ponía: «¿Extraviado? ¿Confundido? ¡No lo esté! ¡Pregunte a los profesionales!».

—¿Entramos? —susurró.

Tom miró por la ventana: parecía un lugar bastante seguro.

—Entremos a echar un vistazo —dijo—. A lo mejor no tienen esos escarabajos espía por todas partes.

El reducido interior estaba atestado de cajas que contenían escarabajos de todos los colores, moscas gigantescas y centenares de cajoncitos de madera.

—Viajes rápidos, lentos, largos, cortos, trayectos complicados, entornos peculiares, ofrecemos toda clase de trayectos por el laberinto —explicó un hombre menudo con un bigote de foca a tres jóvenes imberbes y pelirrojos idénticos que lo miraban boquiabiertos—. A ver, ¿dónde tenéis que ir, jovencitos?

Uno sacó un trozo de papel y se esforzó en leer las palabras.

—¿Tom… buc… tú, uno… cuatro… nueve… dos?

—Tombuctú, 1492, supongo —resolló el hombre—. ¿Lo tienes, Nige?

En la trastienda, otro hombre con un bigote de foca incluso más poblado alzó la mano y consultó un estropeado libro.

—Mi hermano os lo mira —dijo el tendero, sonriendo—. ¿Cuál es vuestra misión, chavales, repartir amuletos?

—Dispersar escarabajos escarbadores, señor Hooley.

—Ah, ya veo.

—¡Snackatic 341! —gritó Nige, mirando la página con los ojos entrecerrados.

—Snackatic 341.—Hooley silbó muy alto—. Cosa fina.

Con un gancho, pescó una cajita de madera y sacó un estuche que contenía un capullo amarillento.

—Este eclosiona mañana —dijo, dejando el estuche en el mostrador—. Alas rojas y amarillas, vuela bien, no demasiado rápido. Los snackatic son una raza de calidad. Tiene un margen de aciertos de cinco salidas.

—¿Cinco salidas? —repitió el segundo joven, algo desconcertado—. Pero no nos atrevemos a cometer ningún error. Está prohibido.

—¡No me digas! —resopló Hooley, erizándosele el bigote—. Oye, hijo, a este snackatic le gusta la arena, ¿sabes? La arena del Sahara. Sigue las vibraciones. Pero en el Sahara hay un montón de arena, ¿no? Vosotros me decís llévenos a Tombuctú y yo os digo sí, puede que a Tombuctú, ¡pero a lo mejor a Honolulú! —Hooley se rió entre dientes, satisfecho de su pareado—. No os puedo garantizar dónde saldréis, porque el laberinto es interminable. Y sigue en construcción. ¿Habéis visto todos los agujeros que hay?

Los tres jóvenes parecían muy confusos.

—Pero… ¿no tiene algo más preciso, como por ejemplo un mapa? —dijo uno.

—¿Un mapa? ¿Un mapa? —Hooley carraspeó ruidosamente, y también lo hizo Nige en la trastienda. Los bigotes les temblaron como ardillas—. ¿Es que nacisteis ayer?

—Así es —dijo el primer joven—. ¿Cómo lo ha sabido?

Hooley enarcó una ceja y negó con la cabeza.

—Oíd, chavales, el snackatic es lo mejor que vais a conseguir por aquí —dijo con voz áspera—. ¿Qué más necesitáis, lentillas, zumbozumo?

Hooley rebuscó debajo del mostrador, sacó tres cajas y las abrió. Parecían contener tres pares de lentes de contacto de color amarillo verdoso.

—Lentillas —dijo, dejándolas en el mostrador—. Las más modernas. Hechas enteramente con alas de mariposas de cristal. Teñidas del mismo color que nuestro glorioso líder —anunció, guiñando un ojo.

—¿Para qué sirven?

—Para reconocerse. Son sobre todo una moda, pero vendemos muchas. Ayuda a jovenzuelos entusiastas como vosotros a reconoceros en el ancho mundo. Juzga a una persona por el color de sus ojos y ya tienes medio camino hecho.

Los jóvenes miraron las lentes amarillentas sin estar convencidos.

—Pero… ¿se nos permite tener el mismo color de ojos que… que el glorioso…?

—¡Por supuesto! Ha salido un precepto nuevo, ¿verdad, Nige?

—Así es. —Nige resopló en la trastienda—. Un precepto nuevo.

—Mirad —susurró Holley, señalando el techo, en cuyo centro había un escarabajo de ojos rosa, vigilándolo todo.

—¿Iba yo a venderos algo que no fuera oficial?

Los tres jóvenes tragaron saliva.

—¿Y el zumbozumo?

Hooley sonrió y sacó tres frascos negros hechos con élitros de escarabajo moldeados.

—Zumbozumo. El que se lo bebe zumba más tiempo, ¿no? Es lo que en el sector llamamos «un perpetuador». ¿Cuánto vivís?

Uno de los jóvenes se subió la manga y le enseñó el numerito azul que llevaba tatuado en el codo.

—Veinte días y diez horas.

Hooley asintió con aire de entendido.

—Bueno, con este zumbozumo, «un sutil brebaje de sudor de pupa, colas de frígano y pulpa de madera de Scarazand» —dijo, leyendo la etiqueta—, tendríais, pongamos, otras siete horas de vida.

A los jóvenes se les iluminó la cara.

—¡Siete horas! —corearon—. Es increíble.

—Lo es —gruñó Hooley—. Y, hasta que las cosas no cambien y consigamos vivir lo que merecemos…

—¡Viva nuestro glorioso líder! —lo interrumpió Nige, gritando desde la trastienda.

—¡Viva! ¡Viva! —gritaron los tres jóvenes al unísono.

—Por supuesto —añadió Hooley, mirando con recelo el gran escarabajo de ojos rosa encaramado al techo—. No es que quiera quitar importancia al gran sacrificio de los muchos millones que fueron abatidos en las llanuras de Callaboose…

—¡Murieron para que nosotros viviéramos! ¡Murieron para que nosotros viviéramos! —corearon los jóvenes, de forma automática.

—Exacto, chavales, exacto. Y, mientras no viváis un poco más, este zumbozumo es lo mejor del mercado. El lote vale nueve crockits —dijo Hooley con aspereza—. Si os gusta bien, y si no, también.

Tom y Pearl observaron mientras los jóvenes pagaban entusiasmados y, después de mirar con aprensión al escarabajo encaramado al techo, los siguieron a la calle.

—Caray —susurró Pearl, en cuanto volvieron a estar entre el gentío—. Esos chicos eran réplicas, porque eran idénticos, ¿no?

Tom asintió con la cabeza; desde luego, lo parecía.

—Se van a dispersar escarabajos escarbadores, que infectan a las personas. Les envenenan el cerebro. Hacen que quieran venir a este sitio.

—¿Surfistas? —dijo Pearl, viendo a un grupo de mochileros que se cruzó con ellos. Tenían el pelo aclarado por el sol y llevaban pantalones cortos y chanclas—. Mi padre tiene una pinta parecida. —Se quedó un momento callada—. ¿De verdad crees que son todos…?

—Parece lógico, ¿no? —respondió Tom, encogiéndose de hombros—. Así es como han sabido encontrar este sitio. En Scarazand deben de serlo todos, salvo nosotros.

Pearl respiró hondo. De pronto, la magnitud de su misión le pareció sobrecogedora.

—Tenemos que preguntar a alguien dónde está la cárcel.

Tom asintió con determinación y vio otro escarabajo de ojos rosa encaramado a la pared de enfrente. Aquello iba a ser mucho más difícil de lo que parecía.

—¡Entradas para el espectáculo! Venta y compra de entradas. ¿Alguien necesita entradas? —gritó un deforme hombrecillo con aspecto de escarabajo mientras se abría paso entre la multitud.

El hombrecillo llevaba una raída casaca atada con una cuerda y una gorra descolorida y tenía la cabeza tan aplanada que se parecía más a una mantis religiosa que a una persona.

—¿Qué dan? —preguntó Tom, colocándose detrás de él.

—¿Esta noche? —graznó el extraño personaje sin darse la vuelta—. Carreras de perros diabólicos, luchas de bichos monstruosos, un ballet de moscas y una espantosa creación nueva recién salida de los viveros Capullo, amigo mío. La primera aparición de…

Al volverse, descubrió que estaba solo.

—¿Hablando solo, no, hombre mantis? —se rió un soldado con la cabeza rapada, mirándolo con desdén.

—Ja, ja, muy…

—Híbrido —escupió su compañero, dándole un fuerte golpe en la cabeza—. Das asco. Me sorprende que te hayan permitido sobrevivir a la revolución.

El hombre mantis se armó de valor.

—Mira, hijo —comenzó a decir, señalándose el galón negro y dorado de la casaca—. Soy un soldado de asalto de primera línea, ¡el primero que fue a las trincheras! Solo porque no sea muy agraciado, no…

El hombre mantis se quedó mudo cuando un skroll lo miró desde arriba.

—Pase —susurró, y el aliento le olió extrañamente a azufre. Los soldados sonrieron.

—¿Pase?

El hombre mantis tragó saliva. Luego, se sacó la gorra y hurgó en su interior.

—Hum… está aquí…, colega, en serio. —Soltó una risa forzada—. Que me aspen… ¿dónde lo he puesto…?

El skroll sacó una mano arrugada y ennegrecida de su raída larga capa.

—Pase —repitió.

—Ay —aulló el hombre mantis cuando el escarabajo bombardero le dio un fuerte picotazo en las piernas deformes—. Déjelo ya, ¿no, señor?

La figura encapuchada siguió mirándolo sin inmutarse.

—¿Qué, no tienes pase, híbrido? —preguntó el soldado—. Pche, pche. Estás donde no debes.

—Más vale que bajes al inframundo a buscarla, escoria —se mofó su compañero y, dándole una brutal patada, lo levantó por los aires.

—¿Por qué…? —Pero el hombre mantis se lo pensó mejor y se alejó, frotándose el cuerpo deforme. Pearl fulminó al soldado con la mirada, el cual miró a través de ella.

—Venga —susurró Tom, tirando de ella—. No nos mezclemos en esto.

Al final de la callejuela, había una bifurcación. La mayor parte de turistas y peregrinos parecía estar subiendo hacia el clamor distante de lo que podía ser un estadio.

—¿Subimos? —dijo Tom, mirando a su alrededor en busca de una indicación.

—No parece precisamente una cárcel, ¿no? —dijo Pearl, oyendo las ovaciones—. Tenemos que preguntárselo a alguien, no sé cómo.

Tom asintió con la cabeza. Era lo único que parecía lógico.

—El problema es cómo. Somos invisibles.

Frustrada, Pearl observó la extraña procesión de personas e insectos que iba y venía.

—Pero aquí todo el mundo es distinto. ¿Crees que se darían cuenta si nos quitáramos los ponchos?

—Desde luego —respondió Tom, viendo otro gran escarabajo rojo de saltones ojos rosa encaramado a la esquina de un edificio—. Estoy seguro de que, en cuanto esos bichos vean un intruso, vamos a tenerlo crudo.

—¿Pues qué sugieres tú? —bufó Pearl. Irritada, se dio la vuelta y, calle abajo, vio que un hombre de piel oscura con una capa roja salía a la calle después de cerrar la puerta de una angosta tienda. «Compraventa de amuletos», decía el sucio cartel de la puerta. Amuletos… ¡amuletos!— Ese es el sitio —susurró, mirando el ruinoso edificio.

—¿Amuletos? —leyó Tom, desconcertado—. ¿Por qué amuletos?

Pearl no respondió, sino que pasó entre dos insectos del tamaño de jirafas y entró en la tienda. Estaba vacía y a oscuras, y olía vagamente a libros viejos.

—Pearl, ¿qué…?

—Chist —susurró ella, señalando a un hombre menudo y barrigudo que dormía detrás del mostrador. Llevaba un grueso gorro de lana en la abombada cabeza y tenía en el regazo algo muy parecido a un gordo gato gris, salvo que no lo era: era una gorda oruga gris, y también parecía dormida. En las paredes, había estantes y botes llenos de amuletos de todo tipo. Echando un rápido vistazo al techo, Pearl se quitó el poncho y lo hizo una pelota. Tom la miró, horrorizado.

—Es la única forma —dijo ella, simplemente—. Tenemos que correr el riesgo.

Tom negó con la cabeza y miró las vigas del techo. ¿Había un escarabajo de ojos rosa acechando entre las sombras? No podía estar seguro.

—Estás loca —masculló, indignado, pero, al instante, también él se había quitado el poncho.

—Hola, bienvenidos.

Tom y Pearl casi se murieron del susto cuando oyeron una voz conocida detrás de ellos. Al volverse, vieron el rostro de don Gervase emergiendo de un pedazo de papel satinado pegado a la pared.

—¿Os imagináis todas vuestras fantasías hechas realidad? ¿Os lo imagináis? Pues este podría ser vuestro día de suerte. Escoged un amuleto, cualquier amuleto. Vamos, camaradas, no seáis tímidos. Traedlo al ministerio y probad suerte. Recordad que concederé a la persona que encuentre el amuleto ganador todo cuanto esté en mis manos. Todo. Os deseo buena suerte…

La cabeza sonrió y palideció hasta confundirse con el papel satinado.

—Ahhh.

El hombre se despertó y, sorbiendo por las narices, los miró con cara soñolienta.

—Venga, Huffkin —dijo, depositando a la oruga dormida en el mostrador. Incluso despierto, el hombrecillo parecía muy cansado.

—Hola —dijo Pearl, acercándose al mostrador con una sonrisa cautivadora—. Acabamos de llegar a Scarazand y no sabemos muy bien qué hacer.

El hombre se restregó la nariz y pareció algo sorprendido.

—¿Llegar? ¿De dónde?

—Esto… de Tithona.

El hombre los miró con curiosidad; luego, se encogió de hombros.

—No conozco ese sitio. ¿Y bien?

—De hecho —se apresuró a decir Tom—, de hecho, nos preguntábamos si podría ayudarnos. Buscamos la cárcel.

El hombre parpadeó.

—¿La cárcel? Joven camarada, estás equivocado. Esto no es la cárcel.

—Ya sé que esto…

—Supongo que sabes leer —lo interrumpió el hombre; su voz aflautada parecía cada vez más irritada—. Esto es una tienda de amuletos. A-MU-LE-TOS. Entras aquí porque no dispones de ningún amuleto y, por tanto, tienes que comprar uno. A mí. ¿Lo entiendes?

—¿Tenemos que comprar uno?

—Todos los recién llegados a Scarazand deben registrar sus amuletos en el Ministerio. Este nuevo precepto no hace excepciones.

—¿Quiere decir que todo el mundo está buscando amuletos?

El hombre miró a Tom con recelo.

—Me sorprende que no lo sepáis. ¿No os han dado instrucciones?

—Esto… —Tom notó que se ruborizaba—. Pues…

—Nacimos ayer —explicó Pearl, sonriendo—. Por eso no sabemos nada. De hecho, no sabemos por qué razón quiere este amuleto nuestro glorioso líder.

El tendero siguió mirándolos. Estaba convencido de que aquellos dos muchachos tenían algo peculiar: su aspecto era muy extraño, y hacían demasiadas preguntas.

—¿Sabe por qué lo quiere? —preguntó Pearl, con aire inocente.

—¡Ja! —El hombre resopló ruidosamente—. Tu juventud puede disculpar tu ignorancia, pero es muy imprudente hacer esa pregunta, o incluso pensarla. Es traición.

—Tiene algo que ver con controlar a la reina, ¿verdad? —insistió Pearl.

El tendero se puso gris y miró al techo con aprensión. Era obvio que había un escarabajo espía acechando entre las sombras. Tom se preguntó dónde quería llegar Pearl.

—Eso es una estupidez. Un d-d-disparate —farfulló el hombrecillo—. Nuestro glorioso líder no se fía de meras baratijas…

—Entonces, ¿tiene algo que ver? —persistió Pearl.

—Eso es una conjetura completamente infundada. Yo… más vale que os marchéis —insistió el tendero, irritado—. La tienda está cerrada.

—¿Pearl?

—Una cosa más —dijo ella, ignorando a Tom.

—¡Fuera! —les ordenó el hombre, rodeando el mostrador y yendo resueltamente hacia ellos.

—¿Sabe qué aspecto tiene el amuleto ganador?

Al tendero se le saltaron los ojos; parecía a punto de estallar.

—Me refiero a que debe de tener una idea, habiendo visto tantos.

—¡Marchaos! —vociferó él—. Marchaos antes de que llame…

Con calma, Pearl metió la mano debajo de su cinturón.

—¿Es así?

Tom miró el objeto que tenía en la palma de la mano y se le desencajó la mandíbula. Por un momento, la sorpresa no le permitió hablar.

—Perdona, Tom —se disculpó Pearl—. Tenía que cogerla.

El tendero miró la pelota transparente, decorada con dibujos negros en forma de voluta. En un instante, había cambiado por completo de humor. Mirando el techo, los empujó bruscamente hasta el hueco que quedaba entre una pila de cajas y la pared, donde había una ventanita ovalada.

—¿Dónde lo has encontrado? —preguntó con aspereza—. Es decir, camarada, vuelve a enseñarme tu interesantísimo amuleto. —Sonrió, de una forma extraña—. Por favor.

Pearl se quedó mirándolo. Parecía un estrafalario gnomo de jardín y no tenía ningún motivo para confiar en él, pero era evidente que algo había despertado su curiosidad.

—Solo si puede decirnos si es auténtico.

El hombre gruñó con irritación.

—Únicamente el Ministerio tiene autoridad para hacer esojovencita.

—Entonces, ¿qué es lo que le interesa tanto de él?

El tendero se encogió de hombros, fingiendo indiferencia.

—Solo tengo curiosidad. ¿Habéis… hum, intentado usarlo?

—¿Cómo podríamos haber hecho una cosa así? —preguntó Tom, enfadado—. Solo es una baratija que compramos en un mercado.

—Su procedencia no tiene importancia —dijo el hombre, sonriéndole empalagosamente. No quería desviarse del tema.

—¿Sabe cómo utilizarlo? —preguntó Pearl.

—Eso es información restringida —respondió él, de forma evasiva—. Solo he… oído rumores.

Pearl lo escrutó. El hombrecillo parecía estar diciendo la verdad.

—Pues entonces enséñenos cómo cree usted que funciona —dijo con aspereza, poniéndole la pelota en la mano. El tendero contuvo una sonrisa y puso la pelota a contraluz.

—Podría ser una imitación, por supuesto. Hay muchas —murmuró, mirando el centro transparente por entre los dibujos oscuros. Acarició la superficie con mucho cuidado.

—¿Y dices que no lo habéis utilizado nunca?

Pearl negó con la cabeza. Tom advirtió que al hombre le brillaban los ojos con avidez.

—¿Y no había ningún estuche ni cofre enjoyado para protegerlo?

—¿Por qué, debería haberlo?

El tendero pareció vagamente decepcionado, pero, pese a ello, sostuvo la pelota en una mano y cerró los ojos. Luego, con la otra mano, comenzó a acariciar la superficie con delicadeza, sin apenas mover los dedos.

—¿Qué le está pidiendo que haga? —preguntó Pearl.

El hombrecillo fingió no haberla oído y siguió trazando círculos por la superficie… y, al instante, Tom oyó un fuerte sonido retumbante dentro de su cabeza. Al cerrar los ojos, vio una ola roja alzándose en el negro horizonte y yendo hacia él acompañada de un estruendo de agua, un galimatías de palabras y gritos…

—¡Ay!

Indignado, Tom movió la cabeza y se obligó a abrir los ojos. Parecía que le ardiera el cerebro.

—Qué daño.

Respiró hondo y vio que Pearl estaba mirando por la ventana, con los ojos como platos.

—Mira —susurró, atónita—. Afuera.

Tom observó la concurrida calle a través de la sucia ventana: era como ver una película puesta al revés. Todas las personas, insectos e híbridos se estaban moviendo muy despacio hacia atrás. Luego miró al tendero, que parecía haber entrado en una especie de trance. El gran gorro de lana que llevaba le oscilaba de arriba abajo.

—Lo… está haciendo él, ¿verdad? —susurró Pearl, viendo que el tendero seguía moviendo su retorcido pulgar por la superficie de la pelota, sin apenas tocarla…

El hombre respiró hondo y empezó a trazar lentos círculos con la cabeza. Al cabo de un momento, todos los transeúntes habían empezado a hacer lo mismo. Esta vez, Tom estaba preparado y, a base de fuerza de voluntad, consiguió ignorar la palpitante ola roja que le latió en la cabeza. Ya no cabía ninguna duda de que aquel era el amuleto correcto. Miró la pelota-escarabajo con furia: ¿Cómo se las habían arreglado para llevar el objeto más poderoso del mundo al corazón de Scarazand?

—Tenemos que salir de aquí —gruñó, poniéndose el poncho gris y bajándose la capucha.

—Lo siento —se disculpó Pearl, apresurándose a hacer lo mismo—. Lo siento de verdad, Tom, pero sabía qué dirías. ¿No ves que es todo lo que tenemos?

Tom estaba tan enfadado que no veía nada en absoluto.

—Oye, ahora que sabemos que lo es, llevémosla al Ministerio y declarémosla.

—Muy bien —resopló Tom—. Y luego ¿qué? ¿Pedimos a don Gervase que, a cambio, suelte a nuestras familias? ¿Estás loca?

—Yo…

Pero Pearl no terminó la frase porque, en ese momento, la puerta se abrió de golpe.

—¡Scurf! —gritó una voz conocida—. ¿Te importaría decirme qué está pasando?

Tom solo tuvo tiempo de bajarse bien la capucha cuando vislumbró una coleta negra bamboleándose entre las cajas. El tendero salió de su trance y parpadeó violentamente.

—¡Scurf!

Al instante, Lotus Askary estaba delante de ellos. Lo que vio le resultó tan extraño que, por un momento, se quedó sin habla. El minúsculo señor Scurf estaba encogido en el rincón, con las manos ahuecadas. De pronto, una fuerza invisible se las golpeó por debajo y una pelota de plástico salió despedida por los aires, al parecer por iniciativa propia. Y luego desapareció. En ese mismo instante, Lotus vislumbró el rostro de una muchacha asustada, flotando en el vacío.

—¿Tú? —preguntó, segura de haber visto aquel rostro—. ¿Quién eres?

Pero, un momento después, también la muchacha había desaparecido…