Dentro del abismo

La cortina de oscuridad lo envolvía todo.

—¿Tom?

La voz de Pearl parecía lejana, pero de hecho estaba muy próxima, y Tom notó que buscaba su mano a tientas y se la cogía con fuerza.

—Lo siento, pero es que no veo nada.

—Yo tampoco —respondió él, advirtiendo que el débil haz de su linterna apenas hacía mella en la oscuridad—. Vayamos muy, muy despacio.

Juntos, bajaron los escalones de lado y, después, siguieron el amasijo de líneas fluorescentes alrededor de un pedrusco. Ya hacía rato que la luz de la pequeña abertura superior había desaparecido y, por delante de ellos, todo estaba sumido en la negrura. Podría haber un precipicio, o ser terreno llano: no veían nada más allá de las fluorescentes estelas del suelo. Solo un goteo reverberante les indicaba que estaban en una espaciosa cámara subterránea.

—¡Oh!

Pearl retrocedió cuando rozó con la mano algo que cayó ruidosamente al suelo, haciéndose añicos.

—¿Qué es?

—Una calavera —respondió Tom, enfocando con la linterna el delicado borde de una cuenca ocular—. De una rata enorme, parece, o de una zarigüeya.

—¡Puaj! —exclamó Pearl—. ¿Qué está haciendo aquí?

—Alguien la ha dejado como señal, mira —respondió Tom, enfocando con la linterna más calaveras blancas que se perdían en la oscuridad—. Creo que deberíamos seguirlas.

Armándose de valor, volvieron a ponerse en camino, siguiendo con cautela la fantasmagórica línea de calaveras que discurría entre pedruscos y bordeaba barrancos hasta que, por fin, se encontraron con una enorme piedra lisa que les cerraba el paso. Allí terminaban las líneas fluorescentes: parecía que la piedra se las hubiera tragado.

—¿Acaba aquí?

—No puede ser —dijo Tom, acuclillándose—. No, hay un hueco. Lo estoy tocando.

Pearl se arrodilló y vio que Tom tenía razón. La enorme piedra se ahusaba hacia la base pero no tocaba el suelo. Se lo impedía una piedra no más grande que un balón de fútbol que estaba encajada debajo. Era como una guillotina enorme cuya caída hubiera quedado detenida por un guijarro. Pearl tragó saliva con nerviosismo.

—¿De verdad… de verdad crees que es por ahí?

—Creo que puede serlo —respondió Tom, que se había tumbado en el suelo y estaba mirando por la oscura ranura, al parecer no mucho más ancha que un buzón—. Hay otra calavera detrás.

Pearl miró la descomunal piedra negra que se erigía ante ellos, la cual, de repente, le parecía sumamente inestable.

—No sé —farfulló—. ¿Y si se cae? O a lo mejor es una trampa, como el pozo.

Tom alzó la vista y, a la luz mortecina, vio lo asustada que estaba Pearl. Por supuesto, lo más probable era que tuviera razón: ¿Por qué tendría que haber algún lugar seguro allí abajo?

—Vale —dijo—. Necesitamos ver qué hay aquí dentro. Busca algo que pueda arder.

—¿Arder? Pero ¿cómo? No tenemos cerillas —adujo Pearl.

—De hecho, tenemos tres —dijo Tom, sacándose la cajita del bolsillo—. Me las ha dado sir Henry.

Pearl buscó a tientas en el suelo hasta dar con lo que le pareció un bastón.

—¿Qué te parece esto? —preguntó, alzando el bastón, que estaba tallado con intrincados motivos en forma de voluta—. Da un poco de lástima, pero…

—Es perfecto —dijo Tom, cogiéndolo y partiéndolo en pedacitos. La madera estaba sequísima y, con una sola cerilla, Tom no tardó en encender una pequeña hoguera.

—Caramba —exclamó Pearl, mirando arriba. La cueva era como una catedral y el techo estaba repleto de hermosas estalactitas que danzaban a la luz de las llamas.

—Este es el sitio correcto, sin duda —dijo Tom, alejándose de la lisa piedra negra. De la oscuridad emergieron dos ojos enormes y una nariz, esculpidos por encima de la pequeña abertura que formaba la boca. La gran piedra cuneiforme era ahora un rostro enorme que gritaba, con un caramelo entre los dientes.

—Parece la boca del infierno, ¿no?

—Hum. Esperemos que no lo sea —susurró Pearl—. Casi preferiría no haberlo visto.

Tom volvió a arrodillarse y comenzó a arrojar palitos ardiendo por la estrecha ranura. Apenas se veía nada de lo que había detrás, pero parecía que fuera otra cámara. Pronto, notaron un hedor acre a amoniaco.

—Huele fatal —dijo Pearl—. Tal vez tendríamos que…

—Chist —susurró Tom.

Se quedaron sentados en silencio y aguzaron el oído. Aparte de los crujidos de la madera, se oía otra cosa. Silbidos agudos, ¿o eran gritos?

—Son…

Tom no tuvo tiempo de terminar la frase, porque, al instante, oyeron un alboroto y, súbitamente, unas formas negras comenzaron a salir por la estrecha ranura, pasándoles por delante como proyectiles.

—¡Murciélagos! —chilló Pearl.

Había tantos que taparon la luz. Tom se quedó quieto, protegiéndose la cabeza con los brazos, mientras notaba millones de garras y alas diminutas rozándole la cara y el pelo, despeinándoselo en todas las direcciones. Los murciélagos continuaron saliendo en tropel, ahuyentados por las llamas y el humo, hasta que, después de lo que pareció un siglo, ya no quedó ninguno. Tom abrió los ojos con cautela y, a la luz roja de las brasas, vio que Pearl estaba temblando.

—¿Se han ido? —susurró.

—Eso creo —respondió Tom, notando que un murciélago rezagado pasaba rozándole la cara.

Pearl cerró los ojos y respiró hondo.

—No me gustan nada los murciélagos. Nada de nada.

—No van a hacerte daño. Algunos incluso comen escarabajos.

—Ah, vale. Entonces no pasa nada —dijo Pearl, intentando sonreír—. Es que me ponen los pelos de punta.

—¿Voy yo primero, entonces? —preguntó Tom, mirando por el hueco los rescoldos que ya casi se habían apagado.

—Si no te importa.

Tom se tumbó boca abajo y, pegando la mejilla al suelo, metió la cabeza debajo de la piedra. Con cautela, comenzó a arrastrarse por el suelo para rodear la piedrecita que, de algún modo, la sostenía. Sabía que estaba bien encajada, pero, aun así, hizo todo lo posible por no tocarla, por si acaso… Retorciéndose y contorsionándose, sacó por fin la cabeza junto al montoncito de palos casi apagados del otro lado. Tenía los pantalones desgarrados y los codos en carne viva tras el esfuerzo, pero lo había logrado.

—He cruzado —resolló y, poniéndose de rodillas, echó a los rescoldos el palo que había llevado consigo. Sopló con fuerza hasta que se reavivó una débil llamita y, un momento después, Pearl había aparecido a su lado.

—Qué estrecho —observó, jadeando—. No he podido evitar pensar que esa piedra está puesta ahí a propósito.

—Lo sé —dijo Tom, encontrando otro palo en el suelo y echándolo al fuego—. Parece una puerta que han mantenido abierta, ¿no?

Pronto, había más llamitas blancas y Tom y Pearl pudieron ver más parte de la angosta cámara donde se hallaban. Había grabados en el techo y en las paredes, tortuosas hileras de personas y monstruos, pero no eran tan interesantes como los huecos excavados en ellas.

—¿Crees que es una cámara funeraria?

Desde luego, lo parecía. Tom cogió el palo más largo del fuego, se acercó al hueco más próximo y miró dentro. Bajo el montón de harapos y polvorientos collares, distinguió los apergaminados restos de un hombre, con la piel tirante y agrietada por el paso del tiempo.

—A lo mejor son hechiceros —susurró, dirigiéndose al hueco contiguo y viendo otro cadáver polvoriento con un intrincado collar de plumas alrededor del cuello.

—¿No ha dicho Jerónimo algo sobre eso? —dijo Pearl, acercándose a él—. Sí. Algo de que los antepasados bajaban aquí para hacer ofrendas al volcán.

Tom miró las hileras de macabras caras sonrientes y se estremeció. No recordaba todos los detalles.

—Pues sean quienes sean, es evidente que llevan mucho tiempo aquí.

—Salvo, quizá, ese de ahí.

Pearl señaló una silueta oscura en un hueco del otro extremo—. Parece distinto, ¿no?

Sacando otro bastón sagrado de los delgados dedos de un hechicero, Tom lo añadió al que ya llevaba en la mano.

—Vamos a terminar mal si sigues haciendo eso —susurró Pearl, y solo bromeaba a medias—. ¿Por qué no utilizas la linterna?

—Prefiero verlas venir —respondió Tom, pareciendo mucho más audaz de cómo se sentía en realidad.

Juntos, cruzaron la cámara hacia el hueco donde yacía la oscura silueta.

—Esto no me gusta nada —susurró Pearl cuando estuvieron cerca del hueco y examinaron la forma que contenía. Allí, cubierto por una fina película de polvo, yacía el cadáver de un niño, ovillado como si estuviera dormido. Tenía el pelo azabache y la piel cetrina y sus raídas ropas pertenecían a otra época. Iba calzado con unas botitas negras de piel y llevaba un medallón acorazonado alrededor del cuello.

—Pero… pero es blanco —exclamó Pearl, temblándole la voz—. ¿Quién es?

Respirando hondo, Tom se inclinó sobre el cadáver y volvió el medallón con mucho cuidado. Había una pequeña inscripción en el dorso, pero estaba tan desgastada que solo distinguió dos palabras.

—Dorian Rust.

—¿Dorian Rust? —repitió Pearl.

Y entonces, bajo las capas de telarañas, Tom se fijó en que el niño tenía en su mano quebradiza los vestigios de un cuaderno y un lápiz. En la página había algo escrito. Con delicadeza, apartó las telarañas y comenzó a leer.

Y estos son mis postreros pensamientos. Este mundo es un lugar cruel y rezo para que el próximo me trate mejor. Ahora me voy. 23 de noviembre de 185…

El último número estaba oculto en un pliegue del papel. Tom se acercó más, casi tocando el cadáver.

—Nueve.

De pronto, se oyó un fuerte crujido y el niño rodó sobre la espalda.

—¡¡¡Ahhh!!!

Tom y Pearl chillaron al unísono y no pudieron evitar dar un respingo.

El niño había cambiado de postura. Ellos se quedaron en tensión, esperando, anticipando… nada. Nada en absoluto. El torso yacía boca arriba, separado de los brazos y las piernas, completamente inmóvil.

—Caramba. —Pearl exhaló sonoramente, aliviada—. Por un momento, he creído…

—Yo también —susurró Tom, con el corazón desbocado.

Al acercarse, vio de inmediato la razón de que el torso se hubiera movido. El pecho estaba partido por la mitad y dentro no había nada. No había huesos, ni órganos, nada. Dorian Rust era una mera carcasa hueca de piel quebradiza.

—Pero… ¿cómo es posible? —dijo Pearl, mirando boquiabierta la negra cavidad vacía.

Tom no respondió, pero la cabeza se le llenó de ideas; ya había visto algo parecido… don Gervase, su hija Lotus, ¿no habían dejado también ellos carcasas vacías al transformarse en escarabajos? Se estremeció. Lo habían hecho… él lo sabía.

—A lo mejor son todos así —susurró, mirando las hileras de cadáveres—. A lo mejor lo que pasa aquí abajo es eso. Se transforman, de algún modo.

—¿Se transforman en qué? —preguntó Pearl.

—En escarabajos.

Pearl lo miró como si estuviera loco.

—¿Escarabajos? Pero creía que los escarabajos escarbadores te infectaban el cerebro o que los escarabajos replicantes te copiaban. ¿Cómo es posible que un escarabajo viva… dentro de la piel de otra persona?

Tom miró el cadáver del niño. Parecía increíble, como algo sacado de una pesadilla, pero una pesadilla que ya se había hecho realidad.

—A lo mejor hay… otra clase, un parásito, que vive dentro de uno y, luego, cuando quiere, eclosiona…

—¿De verdad? —preguntó Pearl, casi incapaz de dar crédito a lo que decía Tom—. Hablas en serio, ¿no?

—He visto cómo pasaba —dijo Tom, estremeciéndose—. A don Gervase Askary.

Pearl negó con la cabeza, horrorizada.

—Eso es repugnante.

—Lo sé —dijo Tom, asintiendo—. Lo fue.

—Y… si estas personas se han transformado en escarabajos, ¿dónde han ido?

—A lo mejor donde vamos nosotros —dijo Tom, paseándose por la cámara en busca de una salida.

No había nada obvio, y entonces advirtió que la pared del fondo estaba tapada por una pirámide de arena roja. En su cúspide, había un huequecito.

—¡Mira! —exclamó Pearl, señalando el lado más alejado de la pirámide—. Ahí hay otro.

Tom fue rápidamente hasta ella y vio un cuerpo caído en el suelo. Se le aceleró el corazón: las ropas pasadas de moda eran idénticas, el cabello oscuro, la piel cetrina…

—Son los gemelos que se perdieron, ¿verdad? —dijo Pearl con un hilillo de voz—. Los dos niños de los que nos ha hablado Jerónimo. Los hijos de los misioneros.

Pearl tenía razón. Dos niños, perdidos en el laberinto muchos años atrás… Allí era donde habían terminado. Atrapados en aquella cueva…

—Qué sitio tan horrible para morir —susurró Pearl.

Acercándose más, Tom advirtió que el niño estaba tendido en el suelo en una postura poco habitual. Tenía el cuerpo retorcido y los brazos extendidos, como si hubiera lanzado alguna cosa con ambas manos. Miró el agujero por el que habían entrado en la cámara: parecía estar alineado con él. De pronto, se le ocurrió una idea.

—¿Crees que fue él quien arrojó esa piedra debajo de la roca?

Pearl miró el agujero y, luego, el cuerpo.

—Parece que acabe de lanzar alguna cosa, ¿no?

—Pero ¿por qué haría algo así?

Tom se encogió de hombros.

—A lo mejor se quedaron atrapados aquí dentro. A lo mejor accionaron algún mecanismo sin querer, empezó a entrar arena, la piedra comenzó a bajar y él lanzó una piedra debajo para poder salir.

Pearl se interrumpió para pensar en lo que había dicho.

—Entonces, ¿por qué no lo hicieron? Da la impresión de que lo mataron.

Tom observó el cuerpo retorcido del niño y tuvo que reconocer que Pearl tenía razón. Allí había un misterio, algún acontecimiento terrible que no se había descubierto en todo aquel tiempo. Con nerviosismo, se inclinó sobre el cadáver y leyó un nombre en el cuello de su camisa.

—Caleb Rust.

—Dorian y Caleb Rust. Los niños perdidos que se convirtieron en escarabajos.

Se quedaron un momento en silencio, contemplando a los dos hermanos difuntos.

—Esto no anima nada, ¿verdad? —dijo Pearl.

Tom negó con la cabeza.

—Ni una pizca.

—Tendríamos que seguir. Antes de que este sitio desaparezca.

—Imagino que es por ahí arriba —dijo Tom, señalando el pequeño hueco en la cúspide del montón de arena—. Y creo que es hora de que nos pongamos los ponchos. Por si es aquí donde empieza.

Pearl asintió con gravedad y, sin decir una palabra, abrió la mochila y sacó los dos finos ponchos de seda, envueltos aún en papel encerado. Dio uno a Tom, cogió el otro, y los dos se los pusieron enseguida, sin decir ni una palabra. Tom se alegró de que, pese a todo lo que les había sucedido, aquellos curiosos trajes siguieran oliendo vagamente a mantequilla, almendras y naranjas podridas. Cualesquiera que fueran las sustancias químicas con que August Catcher los había impregnado, seguían allí.

—¿Está bien todo lo demás? —preguntó, quitándose la capucha y subiéndose las mangas.

Pearl asintió con la cabeza.

—Todo está en su sitio, salvo el escarabajo cambiante, que está en tu bolsillo.

Tom casi lo había olvidado.

—Subamos hasta ahí antes de probarlo —sugirió Tom, mirando la cúspide del montón de arena—. Solo por si estoy equivocado.

Pearl lo miró con inquietud.

—Bueno, es posible, ¿no?

El montón de arena no era muy alto, pero subirlo fue sorprendentemente difícil y, cuando alcanzaron la cúspide, Tom y Pearl estaban jadeando. Tom quitó arena del final del montón, ensanchó el agujero y, pasando el cuerpo por él, los dos salieron a una estrecha cornisa de piedra. De ella partía un corto puente que conducía a un pasadizo excavado en una pared rocosa.

—¿La entrada, quizá? —dijo Tom, resollando.

Se sacó la caja de cartón del bolsillo y Pearl le dio la cajita de madera.

—Esto siempre me ha parecido un poco increíble —susurró, observando a Tom mientras sacaba la pluma blanca de la cajita y la sostenía en la mano. Era tan fluorescente que les iluminó la cara.

—¿Cómo se la vas a atar?

—No es tan difícil como parece —respondió Tom, sacando un trocito de hilo—. Mi padre se pasaba la vida perdiendo el tiempo con cosas como esta. Midiendo la fuerza de los insectos, observando dónde volaban, ese tipo de cosas. Lo que necesitamos es…

Se interrumpió.

—¿Qué?

Miró la pluma, enfadado.

—Tiene que estarse quieto mientras se la ato. De lo contrario, podría salir volando.

Pearl pensó un momento.

—¿Crees que le gusta el mango?

—Tal vez —dijo Tom, frunciendo el entrecejo, enfadado consigo mismo por no haber pensado en eso antes.

Pearl abrió un bolsillito de la parte delantera de la mochila y sacó varios frutos rojos.

—Zumsteen no los quería —dijo, abriendo una navaja y cortando un cuadrado—. ¿Cómo crees que deberíamos hacerlo?

—Machácalo un poco —le instruyó Tom con nerviosismo.

Pearl depositó el húmedo trozo de fruta en el suelo e hizo lo que Tom le había pedido mientras él abría la tapa despacio y conseguía que el escarabajo morado saliera de la cajita.

—Venga —dijo, empujándolo con suavidad.

El escarabajo vaciló y luego echó a andar, oscureciéndose para mimetizarse con el entorno. Con cautela, se acercó al cuadrado de mango, lo rodeó y comenzó a comérselo.

—Qué suerte hemos tenido —susurró Tom, aliviado. Hábilmente, hizo un pequeño nudo corredizo y lo pasó por una de las patas traseras del escarabajo, apretándolo con suavidad. La pluma iba atada al otro extremo. El escarabajo estaba tan absorto en comer que ni tan siquiera se dio cuenta.

—¿Y ahora qué? —preguntó Pearl, impresionada por la rapidez de Tom.

—Creo que deberíamos llevarlo al otro lado del puente y soltarlo —respondió Tom, metiendo la cajita en la mochila y echándosela al hombro—. August dijo que su instinto era volver a casa, así que, con suerte, nos guiará en la dirección correcta. Cuanto antes lo hagamos, mejor.

Con cuidado, se puso la criatura con la pluma fluorescente en la mano y cruzó el puentecito de piedra hasta el pasadizo abovedado del otro lado.

—Bien —dijo, alargando las manos ahuecadas—. La hora de la verdad.

Abrió poco a poco los dedos y dejó que el escarabajo cambiante permaneciera en la palma de su mano. Era del mismo color que su piel.

—No parece que quiera ir a ninguna parte —susurró Pearl, viendo que no se movía del sitio—. A lo mejor aún estamos demasiado lejos.

—No creo —dijo Tom—. Míralo.

Las antenas del escarabajo cambiante estaban vibrando despacio, rítmicamente, como si estuviera escuchando un enorme corazón palpitante.

—Está orientándose —susurró—. Situándose.

Cerró los ojos y le desconcertó descubrir que él también la percibía, una cadencia muy distante, palpitando. Aguzó el oído: ¿Era su corazón u otra cosa?

—¡Tom!

La voz lo arrancó de su ensimismamiento. Parpadeó con rapidez.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—¡Se ha ido! ¡Ya no está!

El escarabajo cambiante se estaba alejando por el oscuro pasadizo excavado en la roca, con la pluma luminosa siguiéndolo como una bombilla minúscula. Pearl miró a Tom con curiosidad.

—¿Estás bien?

—Sí, estoy bien. Tranquila —murmuró él—. Lo siento, solo… tienes razón, vamos.

Echó a andar por el pasadizo, evitando la mirada de Pearl.

El escarabajo cambiante no volaba deprisa, pero sabía dónde iba. Obligándoles a mantener un buen paso, ascendió en vertical, girando a la izquierda por otro pasadizo excavado en la roca, luego a la derecha y, por último, a la izquierda.

—Parece saber exactamente dónde va —susurró Pearl—. Eso es bueno, ¿no?

Tom no respondió, pero tenía una idea cada vez más clara de cómo se estaba orientando el escarabajo cambiante en aquel oscuro laberinto. Conforme avanzaban, los latidos que oía en su cabeza parecían ir aumentando de volumen y el escarabajo giraba siempre en la dirección del sonido. De pronto, la pluma luminosa se elevó y se perdió de vista.

—¡Deprisa!

Tom corrió hasta el próximo recodo y se detuvo justo a tiempo. Ahora entendía por qué había desaparecido el escarabajo: estaban al filo de un precipicio. De allí partía una estrecha pasarela, hecha de piedra blanca, que se perdía en la oscuridad. Por encima, por delante, por debajo, hasta donde les alcanzaba la vista, había miles de pasarelas blancas idénticas que serpenteaban en todas las direcciones. Parecía una inmensa maraña de hilo.

—¿Qué es esto? —susurró Pearl.

Tom negó con la cabeza. Tenía la persistente sensación de que aquel lugar, fuera lo que fuera, no estaba en la isla de Tithona. Era el principio de algún otro sitio, al que solo se accedía por aquella estrecha pasarela. Aquel precipicio era donde terminaba el mundo que él conocía y comenzaba otro.

—Pero ¿quién… quién ha construido todo esto? —se preguntó Pearl, atónita—. ¿Los escarabajos?

—Tal vez —susurró Tom.

Quizá fuera aquel el laberinto del que había hablado el viejo explorador medieval. Quizá fuera así como viajaban a través del tiempo, por aquellas rutas. Y quizá hubiera tantas porque cada una conducía a una época distinta, a un lugar distinto… ¿y dónde empezaban todas? ¿En Scarazand? Sus pensamientos tomaron miles de direcciones distintas, pero, antes de que pudiera seguir alguna, vio la pluma luminosa dirigiéndose hacia el amasijo de pasarelas.

—El escarabajo —dijo—. Venga, antes de que lo perdamos.

Echaron a correr por la estrecha pasarela, en pos del escarabajo cambiante. El insecto volaba despacio, pero en línea recta, y ellos no tardaron en descubrir que era muy difícil no perderlo de vista: tenían que saltar constantemente a niveles inferiores, volver sobre sus pasos y dar la vuelta para seguir avanzando en la misma dirección. Era como intentar desplazarse por un gigantesco montón de espaguetis. Mientras corrían, Tom intentó explicar a Pearl lo que estaba pensando.

—Pero ¿por qué se molestaron en construir todo esto?, eso es lo que no entiendo. ¿Por qué quieren viajar a tantas épocas distintas? ¿De qué sirve?

Era una buena pregunta y a Tom no se le ocurrió ninguna respuesta de inmediato.

—A lo mejor son como las termitas —dijo, jadeando—. No saben por qué. Solo siguen construyendo, construyendo, construyendo. Es su instinto.

—Deben de haber tardado millones de años —opinó Pearl, maravillándose de la magnitud de aquella empresa.

—O a lo mejor son millones —dijo Tom, con inquietud—. Incluso millones de millones.

—Por aquí —resolló Pearl, guiándolo por una pasarela larga y tortuosa tendida sobre el vacío. El escarabajo estaba volando justo por debajo de ellos, a la izquierda.

»Curioso, ¿no?, cómo se está orientando. ¿Te fías de él?

Tom asintió con la cabeza; estaba intentando ignorar los constantes latidos que oía en su cabeza. Ahora, eran como pulsaciones; las percibía, todas…

—¡Oh!

Pearl se paró en seco y miró la parte inferior de la pasarela que discurría justo por encima de ellos.

—¿Qué pasa? —susurró Tom, pero, nada más preguntarlo, también lo vio.

Allí, colgado de la piedra, inmóvil y bien camuflado, había un gran insecto blanco, bastante parecido a una cochinilla con tentáculos, con la salvedad de que debía de ser tan larga como un coche. Estaba tapando un hueco que había entre dos piedras con un líquido blanco que le rezumaba de la boca, reparando el agujero. Pronto, comenzaron a aparecer más y más criaturas como aquella, desplazándose y parándose con movimientos bruscos, recorriendo la maraña de pasarelas, pegando esto, reparando aquello.

—La brigada de mantenimiento —susurró Pearl, observándolas con fascinación, y entonces, de repente, oyeron un ruido a sus espaldas cuando una de aquellas grandes criaturas fue hacia ellos. Pearl se quedó mirándola, blanca como el papel.

—Esto… Tom, qué…

—Túmbate —se apresuró a susurrar él—. No nos ve, ¿recuerdas?

Se tumbaron en el suelo y aguardaron mientras el insecto se aproximaba. Primero topó con Pearl y la palpó ciegamente. Acto seguido, Tom oyó un chillido amortiguado cuando el insecto la cogió con sus fuertes tentáculos y se la echó al lomo.

—¿Pearl?

No obtuvo respuesta, pero, justo después, notó dos activas antenas haciéndole cosquillas.

—¡Ay! —gritó cuando la criatura lo levantó por los aires y lo arrojó junto a Pearl.

—¿Estás bien? —susurró ella.

—Eso creo —jadeó Tom. Se aferró al nudoso caparazón y se atrevió a levantar la cabeza para mirar afuera. La criatura estaba bajando por la pasarela como una flecha y le alivió ver la pluma luminosa volando muy por delante de ellos en la misma dirección.

—Debe de habernos recogido por alguna razón —susurró—. Si es un constructor, va a…

—¿Utilizarnos como material de construcción? —sugirió Pearl, con ánimo de ayudar.

De repente, la criatura cruzó a otra pasarela y se detuvo con brusquedad. Echó los tentáculos hacia atrás y, antes de que Tom se diera cuenta, lo había levantando.

—¡Eh! —gritó, mientras el insecto intentaba embadurnarle la cabeza y los pies con el pegamento blanco que segregaba—. ¡Para!

Pero parecía que la enorme criatura fuera tanto sorda como ciega. Un momento después, Tom se encontró empotrado en un hueco de la parte inferior de la pasarela donde faltaba un bloque de piedra.

—¡Ay!

Tom no encajaba. El insecto lo sacó, le dio la vuelta y lo metió del revés, luego de lado.

—¡Suéltame! —gritó Tom, debatiéndose—. Suél…

Y, en ese momento, la criatura perdió interés en su incómoda piedra y, emitiendo un fuerte chillido, arrojó a Tom al abismo.

—¡NO!

¡Paf! Dos grandes garras lo cazaron al vuelo, dejándolo sin aire en los pulmones, y antes de que se diera cuenta, lo habían arrojado al lomo de otro insecto mucho más grande que se desplazaba en la misma dirección. A su alrededor había piedras y rocas y solo se le ocurrió que aquello era como estar en la parte trasera de un camión, salvo que el camión era otro gran escarabajo blanco.

—¡Suéltame! ¡HE DICHO QUE ME SUELTES!

Era Pearl, muy por encima de él, estrujada y zarandeada sin piedad mientras el constructor ciego intentaba meterla a la fuerza en un agujero.

—¡NO SOY UNA PIEDRA! —chilló Pearl y, por fin, el insecto decidió creerla. Dándose por vencido, siguió su camino, protestando ruidosamente, y acto seguido la arrojó al abismo—. ¡Ay!

La pesada criatura parecida a un camión la atrapó al vuelo y luego la arrojó sin miramientos al montón de piedras junto a Tom.

—¡Ay! Qué daño.

—¿Estás bien?

—No —respondió ella, enfadada, restregándose la cabeza.

—Lo siento —dijo Tom—. Parece que somos defectuosos.

Mientras recobraba el aliento, gateó por las piedras y escudriñó el amasijo de pasarelas en busca del escarabajo. ¿Dónde estaba? Izquierda, derecha… no lo veía por ninguna parte. Se le aceleró el corazón: si se perdían ahora, jamás encontrarían la salida de aquel laberinto…

—¡Ahí está! —dijo de pronto, viendo la diminuta pluma luminosa justo por debajo de ellos. Se estaba dirigiendo hacia una estrecha columna de roca que se erigía como un árbol entre la maraña de pasarelas.

—Ahí está ¿qué?

—El escarabajo cambiante —exclamó Tom, poniéndose de pie con esfuerzo—. Tenemos que bajar de aquí ahora mismo. Va hacia ese…

Pero en ese momento, resbaló y se oyó un irritado bufido debajo de él.

—¿Qué…?

De repente, el gran montón de piedras sobre el que estaban tumbados se alzó en masa y echó a andar por el huesudo lomo del enorme insecto, arrastrando consigo a Tom y a Pearl. En cuanto las piedras tocaron la pasarela, se diseminaron en todas las direcciones, chillando ruidosamente.

—Pero… ¿son todos… escarabajos? —resolló Pearl mientras caía al suelo.

Tom vio cómo escapaban aquellas extrañas criaturas con aspecto de piedra sin decir una palabra. ¿Qué mundo tan extraño y ajeno era aquel? Cerró los ojos y percibió que las pulsaciones de su cabeza se estaban tornando más insistentes: aumentaban y menguaban, latiendo en oleadas. Debía de ser alguna clase de secuela… No debía contárselo a Pearl. Tenía que ignorarlo. Fingir que no existía.

—El escarabajo cambiante —masculló, viendo que la pluma se internaba en el pasadizo excavado en la roca que había justo debajo—. Será mejor que nos pongamos en marcha.

Sentándose al borde de la pasarela, saltó al paso inferior y luego ayudó a Pearl. Echaron a correr en silencio, siguiendo la pluma luminosa por el oscuro pasadizo. Por delante de ellos, oyeron cada vez más ruido.

—¿Crees que… podría ser esto? —susurró Pearl, preocupada.

—Tiene que serlo —dijo Tom conforme los sonidos rugientes, vibrantes y sibilantes se hacían más fuertes.

El escarabajo cambiante aceleró y ellos apretaron el paso, siguiendo la pluma fluorescente hasta que dobló un recodo y se dirigió hacia un brillante círculo de luz. Ellos vacilaron un momento: el caótico estruendo provenía de algún lugar de aquella luz. Parecía una fabrica enorme, o una máquina en marcha.

Pearl cerró los ojos y respiró hondo; sentía que no quería dar ni un paso más.

—Vamos —susurró Tom, e ignorando las siniestras pulsaciones de su cabeza comenzó a andar, muy despacio.

Armándose de valor, Pearl lo siguió hasta que, por fin, llegaron al final de túnel y se asomaron…