Mi vida de escarabajo

—¿Hola?

Silencio.

—Hola.

—Oh.

Tom abrió los ojos. Por alguna razón, el aire era negro y estaba lleno de líneas azul plateado que se movían despacio como tentáculos.

—¿Hola?

La voz era lejana. ¿Qué era aquello? Tom miró las líneas. Se encontraba dentro de ellas y parecían una retícula tridimensional.

—¿Eres tú?

Pero ¿qué era aquella voz? Conocía aquella voz. Volvió a cerrar los ojos. Entonces vio una ola. Una ola roja, viniendo hacia él en la oscuridad, con espuma naranja y amarilla en la cresta. Su primer impulso fue esconderse, pero la ola ya se había encabritado como un caballo y había caído sobre él, atronándole en los oídos. Estaba caliente, le hacía cosquillas…

pero, por alguna razón, no le daba miedo… la ola era cálida y reconfortante, y él no podía dejar de sonreír… se sentía tan pequeño ante ella, y lo había acunado como a un bebé… quería otra…

—Tom… tienes que despertarte.

Otra vez aquella voz insistente. Una mano en su hombro. Algo se estaba interponiendo entre él y la próxima ola… la veía acercándose… el horizonte negro se estaba tiñendo de naranja y amarillo… «ya viene, ya…».

De pronto, notó un fuerte golpe en la cara.

—¡Ay!

Abrió los ojos, aturdido. Delante de él, había sentado un reluciente escarabajo, con la cabeza envuelta en un velo negro. Sus brillantes ojos negros lo miraban con curiosidad.

—¡Ahh!

—¡Basta! —gritó el escarabajo—. ¡Soy yo!

Otra bofetada, esta vez en la otra mejilla.

—¿Tú? —susurró Tom con nerviosismo, cuando el escarabajo le tocó la cara con sus largos palpos negros—. ¿Qui— quién eres tú?

—¡Tú sabes quién soy!

El escarabajo lo miró y, de pronto, ya no era un escarabajo. Era don Gervase, observándolo con sus indolentes ojos amarillos.

—Pero…

Entonces volvió a transformarse, esta vez en Ern Rainbird, quien echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír… y, mientras se reía, se le alargó la nariz, le creció pelo en la cara y se convirtió en el mamut del museo…

—¡Para! —gritó Tom.

—¿Parar qué, loco? —preguntó tío Jos, riéndose a carcajadas—. Esto es demasiado.

—Esta vez te has pasado —intervino su madre, que, de pronto, estaba sentada al lado de tío Jos. Tenía cuerpo de escorpión.

—No, por favor…

Tom cerró los ojos con todas sus fuerzas para ahuyentar aquella pesadilla. Pero la retícula plateada seguía allí, reluciendo. Respiró hondo y, cuando volvió a abrirlos, vio a Pearl, mirándolo con preocupación a la luz de la luna. Había un hombre arrodillado junto a ella.

—¿Qué ha pasado? —susurró Pearl—. Has estado gritando.

—No… no lo sé —farfulló Tom, con la cara empapada de sudor—. Creo… creo que ha pasado algo. —Por alguna razón, le picaba el oído y, al rascárselo con brusquedad, encontró vestigios de savia negra en su dedo y los restos de algo pequeño y gris.

—¿Qué es eso? —gritó Pearl, mirándole el dedo.

El hombre arrodillado junto a ella se puso las patas y los élitros de la criatura en la mano y los examinó con detenimiento.

—Si no me equivoco, son los élitros de un escarabajo escarbador. Esa savia los atrae y los hay a miles en ese agujero.

—¿Un escarabajo escarbador? —Pearl se quedó petrificada al caer en la cuenta—. ¿Está… está totalmente seguro?

El hombre asintió con gravedad.

—Mal asunto.

Pearl miró a Tom, horrorizada.

—Eso significa… ¿significa eso que lo han…? No. —Negó con la cabeza—. ¡No!

Tom la miró, atontado. Entonces, notó un dolor punzante en la cabeza, como un disparo. Se la apretó frenéticamente con las manos, el dolor era casi insoportable… Algo le estaba sucediendo dentro del cráneo, en un que no se podía rascar… Quería sacárselo, arrancárselo, pero ¿cómo?

Jadeando, cerró los ojos con fuerza y vio una pálida línea que se extendía a lo largo del negro horizonte. Primero naranja, luego amarilla, como una cuerda elástica hecha de miel… Allí venía la próxima ola, rodando hacia él, suave, cálida y reconfortante…

Pearl se inclinó y le miró el oído. Un fino rastro de sangre seca era la única prueba de la funesta incisión de la larva de escarbador.

—Pero… pero ¿no podemos hacer nada para parar esto? —susurró con impaciencia.

Tom dejó que la cálida ola rompiera sobre él y, pese a su embotamiento, recordó lo que August le había dicho aquella neblinosa mañana. De forma involuntaria, se llevó la mano al cuello y palpó el pequeño huevo de plata que llevaba colgado de él.

—Huevo —murmuró. Pearl lo vio toqueteando el pequeño objeto plateado.

—¿Qué pasa?

—Dentro —susurró Tom—, hay varias larvas… creo… creo que tengo que comerme una. —Cerró los ojos. Las punzadas de la cabeza lo estaban matando.

—¿Hay una larva dentro del huevo plateado que llevas en el cuello? —repitió Pearl con urgencia—. ¿Y tienes que comértela?

Tom asintió débilmente con la cabeza.

—Antídoto. Contra el escarabajo escarbador. —Parpadeó con fuerza mientras el sudor le corría por las sienes—. Me lo dio August Catcher.

—¿August Catcher? —repitió el hombre oculto entre las sombras. De pronto, su tono había cambiado—. ¿Conocéis a August Catcher?

—Acabamos de estar con él…

—¿Os dijo qué es?

Pearl negó angustiosamente con la cabeza.

—Yo no sabía nada.

Algo plateado que pendía de una cadena brilló ante los ojos de Tom y se transformó de inmediato en un escorpión blanco, luego en un gusano, después en un caballo plateado y, por último, se dividió en centenares de cuchillos de acero, apuñalándole la cabeza… Cerró los ojos con fuerza. No iba a poder soportarlo durante mucho más tiempo… Otra fuerte bofetada ahuyentó las visiones y él abrió los ojos, indignado.

—¿Qué está haciendo?

—Ten calma, Tom —dijo el hombre en tono tranquilizador, abriendo rápidamente la cápsula—. Esto va a ayudarte.

Tom miró la silueta del hombre.

—¿Quién es usted?

Pearl contuvo un grito.

—Oh, Dios mío… —susurró, tapándose la cara con las manos—. ¿Qué… qué son?

—Larvas de Lapastus —respondió el hombre con urgencia.

—Pero no puede… no puede comerse eso… Es demasiado… es…

—¡Cállate! —ordenó el hombre—. Venga, Tom, ¿quieres que…?

—Lo haré yo —gruñó él, parpadeando con fuerza—. Démelo.

—Muy bien —respondió el hombre, y Tom notó que le ponía una untuosa larva entre los dedos—. Pero no debes mirar.

Tom notó la criatura retorciéndosele entre los dedos y, con los ojos bien cerrados, se la llevó a la boca. Pero no pudo resistirse a echar un vistazo al ser gordo y gris con una greñuda cabeza rubia.

—Hola, hijo —dijo su padre—. No te me vas a comer, ¿no?

Tom cerró los ojos y negó con la cabeza.

—Por favor, ayúdame —susurró, y se llevó la larva a los labios.

—Yo no puedo ayudarte, nadie puede —dijo la larva, hablando esta vez por sí misma—. Ya es demasiado tarde, ¡ja, ja! Ja, ja! Ja, ja, ja!

Tom la miró y la vio riéndose, separando sus brillantes labios rosa. Ahora, el sudor estaba rodándole por las mejillas y le temblaban los dedos. Volvió a notar un dolor punzante en la cabeza y tuvo la sensación de que le estaban hincando alambres candentes en el cráneo… August tenía razón, aquello era demasiado difícil.

—Tom, tienes que comértela ya, ¿lo entiendes?

El asintió lo mejor que pudo.

—¡Hazlo ya!

Pero otra ola roja venía hacia él, cobrando velocidad… tan suave, tan hermosa… ¿era realmente necesario que se comiera aquella cosa asquerosa? De pronto, se metió la larva en la boca y notó cómo se le retorcía en la lengua. La aprisionó entre los dientes como una nuez…

. «No pienses no pienses no pienses no…».

Mordió fuerte y notó que el cuerpo pulposo reventaba. De inmediato, la boca se le llenó de carne pegajosa y ácido. Con toda su fuerza de voluntad, tragó varias veces… y, cuando hubo terminado, le pusieron una botella de agua delante y él bebió sin parar, intentando quitarse el gusto. Y entonces… ya no estaba. La larva ya no estaba… lo había conseguido…

—Bien hecho, Tom —susurró el hombre—, bien hecho. Ahora tómate esto, deprisa —dijo, poniéndole algo oscuro en la mano. Aturdido, Tom miró primero al hombre y luego el trozo de chocolate y, al instante, perdió el conocimiento.

Más tarde, Tom se despertó. Parecía estar en algún tipo de plataforma en la copa de un árbol. Abajo, el laberinto de rocas rojas se extendía ante él bañado por la luna. Con mucha cautela, se pasó los dedos por la cabeza y le alivió descubrir que las fuertes punzadas habían desaparecido y, con ellas, la reluciente retícula de tentáculos azules que lo había dominado todo. Solo las sienes seguían latiéndole, vagamente, y, al cerrar los ojos, percibió aún aquel débil resplandor rojo en el horizonte. De algún modo, aquella horrible larva de escarbador debía de haber comenzado su temible labor. Pero le habían parado los pies.

—¡Chas, chas!

Oyó un ruido y, al volverse, vio un monito carinegro intentando meterse en la mochila.

—¡Fuera! Vete —bufó una voz.

El mono miró arriba. Luego siguió, con descaro.

—¡Fuera!

Un zapato voló por los aires y cayó a los árboles.

—¿Te encuentras mejor?

Tom alzó la vista y vio un hombre enjuto y moreno sentado en la horcadura del árbol justo por encima de él. Era el mismo de antes, pero solo ahora que ya no tenía visiones lo veía tal como era. Llevaba el pelo negro engominado y peinado hacia atrás y tenía la mirada viva e inquieta. A la luz de la luna, le recordó a un galán de cine antiguo que hubiera naufragado en una isla desierta.

—Toma más chocolate —dijo con una sonrisa y, cortándole una generosa porción, se la pasó.

—Gracias —farfulló Tom, paladeando el sabor dulce que le inundaba la boca, reanimándolo. El hombre lo observó mientras comía.

—Una sensación extraña, ¿verdad? —dijo, por fin.

—¿Cuál?

—Lo que te acaba de pasar. Las líneas azules, surcadas de retículas. Los cambios de formas y, luego, esas pulsaciones doradas que vienen hacia ti como si fueran olas. Olas que pueden llevarse el terrible dolor. Es una sensación extraña, ¿no crees?

—Supongo —dijo Tom, encogiéndose de hombros. Ahora que lo pensaba, había sido exactamente así—. Pero… ha funcionado, ¿verdad? O sea, no soy… no me han…

—¿Convertido, a falta de una palabra mejor?

El hombre lo escrutó antes de saltar a la plataforma.

—La larva de Lapastus contiene uno de los venenos más fuertes del mundo. Tribus remotas del Amazonas la utilizan para expulsar a los demonios y los chamanes se la comen para acelerar sus viajes a otros mundos… combate el veneno con veneno, el fuego con fuego. Lo único que podemos esperar es que August estuviera en lo cierto.

El hombre se acuclilló y volvió a ponerle en el cuello la cadena con el huevo de plata.

—Eres un chaval con mucha suerte —dijo, sonriendo—. Quédate esto como recuerdo.

—Entonces, usted es…

—Nick Zumsteen. Buena deducción. Jerónimo ha venido a buscarme. Yo venía hacia aquí para recoger mis cosas por lo que ha pasado esta mañana, porque sospechaba que el maremoto podía ser solo el principio. Y me alegro muchísimo de haberlo hecho, con lo que me ha contado tu amiga.

Tom miró el lugar donde Pearl estaba dormida en el suelo y se rascó la cabeza, desconcertado.

—Pero creía… Creía que Jerónimo nos había…

—¿Traicionado? —Zumsteen sonrió—. Lo ha hecho, pero solo brevemente. Es muy leal a su isla y no podéis culparlo por hacer lo que dice el Mackamack. Ese hombre es un déspota que aterroriza a su tribu con maldiciones y hechizos y Dios sabe qué más. Jerónimo solo se ha dado cuenta de cómo es en realidad después de que lo haya enviado a esa sima infernal.

—Entonces, ¿sabe qué son los escarabajos escarbadores?

Nicholas Zumsteen negó con la cabeza.

—Ni tampoco los escarabajos replicantes. Debe de haberlos a miles ahí abajo. Nunca he visto tantos. Es de ahí de donde los saca el Mackamack.

Vagamente, Tom recordó algo que Jerónimo había dicho en el pozo aquella tarde. Pero parecía que hiciera casi una eternidad.

—Y utiliza los escarabajos… ¿para curar a la gente?

—El Mackamack es el hechicero, ¿no? Créeme, Tom, en Tithona, todos continúan siendo muy supersticiosos. Si alguien se pone enfermo, llaman al Mackamack y él se saca de la manga un escarabajo escarbador. Se lo mete en el oído, o en la nariz, y le dice que se recuperará. Pero nosotros sabemos qué pasa luego, ¿no? Se lo he explicado todo a Jerónimo.

—Entonces, ¿está… de nuestra parte?

—Yo diría que sí.

—¿Y dónde está?

—Bueno, dado que el Mackamack utilizó escarabajos escarbadores para curar a los padres de Jerónimo y a dos de sus hermanas pequeñas, tiene un asunto personal que resolver con él. Intento no inmiscuirme.

Tom se quedó callado, intentando asimilarlo todo. Le remordía la conciencia haber juzgado a Jerónimo con tanta dureza.

—Pearl me ha estado contando vuestras aventuras —continuó Zumsteen— y también me ha dicho dónde estáis intentando ir. Un destino interesante.

—¿Scarazand?

Zumsteen sonrió con curiosidad y se rió.

—¿Ha estado?

—Una vez, cuando era… pero debo tener mucho cuidado, igual que tú, Tom, con lo que digo y con lo que no. Hay muchos chismorreos. Hablar por hablar cuesta vidas.

Tom no estuvo muy seguro de a qué se refería.

—Entonces, ha estado.

—Quizá sí, quizá no —respondió Zumsteen, con un asomo de irritación—. No importa dónde haya estado, sino, más bien, adonde voy. Eso es lo que importa.

Zumsteen se dio la vuelta y, arrastrando su mochila por el suelo, comenzó a cerrar todos los bolsillos, apretando las correas al máximo. Tom lo observó en silencio. Fuera lo que fuera Zumsteen, sin duda alguna era enigmático.

—¿Así que conoce a August? —preguntó—. ¿Y a sir Henry?

—Por supuesto —respondió él—. Estuvimos todos aquí hace unos años en una expedición. August tiene un talento extraordinario y estoy seguro de que volveré a darle trabajo. De hecho, he visto un espectáculo increíble esta misma mañana que me gustaría que inmortalizara. Era casi bíblico.

Tom sonrió para sus adentros: de manera que el hombre de la calle era Nicholas Zumsteen. Y entonces recordó otra cosa: ¿No tenía Nicholas Zumsteen que fallecer en el volcán?

—¿Y adonde va ahora? Es decir, para escapar de lo que va a pasar mañana.

—Hay un barco esperándome —respondió él, con calma—. Lemon me bajará en el camión. Ya está esperando. Y, por suerte, no tengo mucho equipaje, porque ya he enviado casi todas mis cosas a mi mujer, que vive en Inglaterra. Todo lo que queda es lo estrictamente necesario.

Como si quisiera recalcar aquel último comentario, Zumsteen alzó el brazo y cogió dos revólveres y una caja de munición de una rama. Abriendo uno y luego el otro, los cargó y los metió en la mochila con mucho cuidado. Luego se levantó y, después de quitar una orquídea del tronco del árbol, rebuscó en el hueco que tapaba y extrajo varios saquitos alargados de yute.

—Vaya por Dios. —Se rió con nerviosismo cuando uno se le cayó y una cascada de lo que parecían perlitas blancas se esparció por todo el suelo—. No puedo perder ninguno de estos pequeñines.

Se puso rápidamente de rodillas y comenzó a recogerlos.

—¿Qué son?

—El fruto de mi arduo trabajo. He tardado casi dos años en reunirlos, razón por la cual —metió el último en el saquito con delicadeza— no puedo dejar que se me pierda ninguno.

—¿Son huevos?

—Algo parecido —respondió Zumsteen, sonriendo—. Desde luego, son endémicos de estas islas y algún día serán muy importantes.

Cada vez más fascinado, Tom lo observó mientras metía los saquitos en su mochila, procurando no aplastarlos. Aquel hombre enjuto y nervioso tenía un aire muy extraño y Tom comenzó a preguntarse si no sería… uno de ellos.

—¿Y por qué ha decidido ayudarnos, si me permite la pregunta?

Zumsteen se levantó y se cargó la pesada mochila a la espalda.

—Porque —resopló, colocándosela bien—, teníais serios problemas. Y si yo no… bueno, no podía permitir que pasara eso. Me creas o no, Tom Scatterhorn, sé que vamos a volver a vernos, tú y yo.

—Ah, ¿sí?

—Sí. Yo viajo un poco, como haces tú —dijo, asegurándose de que Tom comprendía a qué se refería—. Y resulta que sé que un día, tú… —Se interrumpió—. Digamos únicamente que favor con favor se paga. Quería presentarme. Poner cara a un nombre, eso siempre viene bien. Además, sé que tengo fama de ser un tarambana y es posible que oigas historias increíbles sobre mí. Créetelas, o no; tú decides —dijo, con un amago de sonrisa—. Pero, en serio, Tom, tú y yo vamos a necesitarnos un día. Cuando a ese ridículo aspirante se le suban tanto los humos que amenace con arrojarnos a todos al abismo. —Le lanzó una mirada interrogante—. Creo que sabes de quién estoy hablando.

La cabeza de Tom era un hervidero. ¿Podía ser…?

—¿Don Gervase Askary? —preguntó, sin poder contenerse.

—¿Es así como se hace llamar hoy en día? —dijo Zumsteen con desdén, sentándose en el borde de la plataforma y balanceando las piernas.

—¿Así que lo conoce?

Zumsteen echó la cabeza hacia atrás y se rió. Parecía que aquello lo divertía inmensamente.

—Muchísimo mejor de lo que podrías llegar a imaginarte, Tom. Razón por la cual me voy a un sitio donde nunca me atrapará. Un sitio donde no hay nada en absoluto. Nada de nada: solo nieve, piedras y hielo.

—¿El Antàrtico?

—O el Ártico —dijo Zumsteen, sonriendo—. Es mejor para ti que no lo sepas, pienso yo. De esa forma, si algo pasa, bendita es la ignorancia, ¿no? Auf Wiedersehen.

Se dio la vuelta y bajó a la rama inferior.

—¡Espere! Por favor.

Nicholas Zumsteen se volvió, asomándose a la plataforma. —¿Sí?

Tom se devanó los sesos, intentando pensar en todas las cosas importantes que necesitaba preguntarle.

—¿Hay… hay algún consejo que pueda darnos sobre cómo ir a Scarazand? ¿Algo que deberíamos saber?

—¿Algo que deberíais saber? —repitió Zumsteen, con aire pensativo—. Hum. Creo que tenéis todo lo que necesitáis en esa mochilita vuestra. Basta con que bajéis a las cuevas y luego, si no os importan las sorpresas ni las cosas raras, ni que os den sustos de muerte, lo cual veo que no os importa, entonces, es probable, es posible, que vaya bien. Pero aun así —se quedó callado y lo miró, los claros ojos azules centelleándole bajo la luna—, supongo que siempre hay una pregunta que me hago antes de ir a un sitio peligroso, que tú quizá quieras tener presente.

—¿Cuál es? —preguntó Tom, esperando que le diera alguna información crucial.

—¿Es mi viaje estrictamente necesario? Es una buena pregunta —dijo Zumsteen, manteniéndole la mirada—. Porque, en ese caso, estaré interesadísimo en saber cómo… en fin —sonrió con aire cómplice—. He dicho más que suficiente, y el tiempo aprieta. Aún quedan tres horas para que amanezca ¡y todos sabemos qué pasará entonces! Adiós, Tom Scatterhorn. Mucha suerte.

Y, con un gesto de despedida, se marchó. Tom oyó las lianas moviéndose y crujiendo por debajo de él y, luego, solo silencio. Nicholas Zumsteen había desaparecido tan misteriosamente como había llegado. Tom se quedó escuchando el zumbido de los insectos y observando las sombras. Así que aquel era el famoso Nicholas Zumsteen, el hombre que había desaparecido según la versión oficial, y ahora también el hombre que le había salvado la vida. Y era evidente que un día querría algo a cambio. Pero ¿qué?

—Pearl, despierta.

Nada. Pearl estaba profundamente dormida en una estera, con la cara casi tapada por su espesa cabellera negra. Tom volvió a moverle el hombro.

—Pearl.

Ella abrió los ojos, adormecida.

—¿Qué pasa?

Y entonces parpadeó y volvió a mirar la sombra inclinada sobre ella.

—¿Tom? Tom, ¿estás bien?

—Eso creo. —Tom sonrió—. Aún me siento un poco raro, pero… sí, estoy bien.

Pearl se sentó y lo miró con atención.

—¿En serio? Entonces, ¿ha funcionado?

Tom asintió con la cabeza. De vez en cuando, seguía oyendo una vibración, como un motor distante, pero, aparte de eso, se sentía igual que siempre.

—Sí.

Pearl sonrió y, justo después, le echó los brazos al cuello y lo abrazó con fuerza. Tom notó que se ruborizaba mientras tenía el rostro enterrado en la espesa cabellera de Pearl.

—Lo siento —dijo ella, apartándose, un poco azorada—. Vaya alivio ver que estás bien. Me sentía fatal por que te hubiera tocado a ti y no a mí.

Tom solo pudo sonreír mientras sentía una confusa mezcla de sentimientos.

—Podría haberle tocado a cualquiera de los dos —murmuró.

—Lo sé, pero… —Pearl se encogió de hombros—. Bueno, estoy contentísima.

Se quedaron sonriéndose durante una milésima de segundo antes de que Tom acabara bajando la mirada, con las mejillas ardiéndole. Acababa de suceder algo y no terminaba de saber qué.

—Deberíamos irnos —dijo, cogiendo la mochila con brusquedad.

—Claro —dijo Pearl asintiendo con la cabeza, tan aliviada como él de retomar el asunto que tenían entre manos. Empezó a anudarse las deportivas.

—Zumsteen se ha ido a coger un barco. No ha querido decirme dónde.

Pearl no pareció sorprendida.

—A mí tampoco me ha contado mucho —dijo—. Un hombre extraño, ¿no crees? No he podido decidir si es… ya sabes, uno de ellos.

—Yo tampoco —admitió Tom, animado de ver que Pearl había pensado exactamente lo mismo—. Pero me ha salvado la vida.

—Y también me ha enseñado un atajo para bajar a las cuevas —añadió Pearl, levantándose—. ¿Te acuerdas del sitio de los grabados que nos ha enseñado Jerónimo? Justo a la izquierda hay unas escaleritas. Se baja por ahí.

—Pero ¿cómo vamos a encontrarlo?

Pearl se acercó al borde de la plataforma.

—Mira abajo.

Tom se puso a su lado. Desde aquella altura, vio lo que parecían líneas fluorescentes garabateadas en las paredes de las rocas rojas, refulgiendo bajo la luna.

—¿Las líneas?

—Escarabajos cambiantes —respondió Pearl—. Es una especie de caucho pegajoso que segregan en las patas. Solo se ve de noche. —Señaló un gran manchón blanco fluorescente alrededor de una roca pequeña próxima al centro.

—Ese es el sitio. Justo ahí.

Por un momento, Tom se quedó maravillado con aquellos garabatos. Era como mirar una ciudad de noche desde arriba.

—¿Y te ha dicho si ha bajado alguna vez?

Pearl negó con la cabeza.

—Ha sido bastante misterioso con respecto a eso, como si estuviera ocultando alguna cosa. Que es lo que me ha hecho pensar que… ya sabes.

Tom asintió con determinación.

—Bueno, supongo que deberíamos fiarnos. Y ahora ya no importa. Dudo que volvamos a verlo.

—No. Supongo que no.

Se sentaron al borde de la plataforma, bajaron las piernas y, uno tras otro, se deslizaron hasta el suelo por las largas lianas.

—¡Caray! —resolló Tom, cuando llegaron abajo—. ¿Me ha cargado hasta ahí arriba?

—Con un poco de ayuda —respondió Pearl, sonriendo—. Esto está muy bien escondido, ¿verdad? Era la guarida secreta de Zumsteen. Nadie sabía que existía salvo Jerónimo.

Pearl volvió sobre sus pasos por un tortuoso sendero surcado de resbaladizas raíces que descendía a una cueva hasta llegar a la parte posterior de una pequeña cascada.

—¿Y también por aquí?

—Pues claro —respondió Pearl—. Es la única entrada. No podíamos dejarte, ¿no?

—Supongo que no —murmuró Tom, un poco avergonzado por todas las molestias que había causado.

—Al otro lado hay una charca y, luego, volveremos a estar en el laberinto. —Pearl lo miró y sonrió—. Oye, tendrías que estar agradecido.

—Lo estoy, de verdad.

—Pues andando —dijo Pearl y, poniéndose la mochila delante y apretándosela contra el cuerpo, cruzó la cortina de agua—. ¡No pasa nada! —gritó y, poco después, Tom estaba a su lado, empapado y respirando de forma entrecortada.

—Una ducha fría. Magnífico.

—Te curte —dijo Pearl, sonriendo.

—Ah, ¿sí? —farfulló él—. Yo ya estoy bastante curtido, muchas gracias.

Pearl se rió.

—Pues andando, gallito.

Después de cruzar la charca poco profunda, volvieron a entrar en el laberinto y, siguiendo los rastros fluorescentes, pronto se encontraron delante de un pequeño hueco triangular flanqueado por dos pedruscos.

—Es por aquí, supongo —dijo Tom, mirando el amasijo de líneas fluorescentes que se perdían en la oscuridad.

—Eso ha dicho él.

Por un momento, se quedaron mirando la entrada sin decir nada. De algún modo, pensar en estar allí, delante del agujero que iba a conducirlos a Scarazand, era desconcertante. Habían tardado mucho en llegar allí y, no obstante, seguían sin tener la menor idea de qué esperar. Tom encendió su linternita y alumbró la oscuridad con esperanza de ver alguna cosa. El haz de luz era tan débil que apenas sirvió de nada.

—Oh, mira, tenemos que coger uno de esos —dijo Pearl, al ver un escarabajo cambiante de color rojo que se estaba encaramando a una piedra roja, dejando un débil rastro fluorescente tras de sí—. Para la pluma, ¿recuerdas?

Tom casi había olvidado la sugerencia de August.

—Vale —dijo—. ¿Tienes algo donde poder meterlo?

Pearl depositó la mochila en el suelo y hurgó en ella hasta encontrar una cajita de papel.

—Gracias —dijo Tom, cogiéndola. Con mano experta, la colocó delante del escarabajo y lo metió dentro empujándolo delicadamente con la yema del dedo.

—Ya lo habías hecho antes —observó Pearl, impresionada.

—Lo he hecho muchas veces —corroboró Tom, metiéndose la cajita en el bolsillo—. De hecho, todas las vacaciones de verano desde hace un montón de años.

—Sabía que me vendrías bien —dijo Pearl, sonriendo—. Llevas los escarabajos en la sangre.

—Gracias —dijo él, sonriendo con sarcasmo.

—No lo decía en ese sentido.

—Lo sé.

Tom se volvió para echar un último vistazo al laberinto y los árboles bañados por la luna. No quería que Pearl advirtiera lo nervioso que estaba. Le preocupaba encontrar a sus padres, le preocupaban los latidos apenas audibles que sin embargo seguía oyendo en algún rincón de su cabeza y, sobre todo, le preocupaba bajar por aquel agujero y no regresar jamás. Respirando hondo, se impregnó de todos los olores y sonidos de la selva.

—Tenemos que ponernos en marcha —dijo Pearl, esperándolo al borde del agujero.

Tom asintió con la cabeza y, justo cuando daba un paso hacia ella, algo pequeño y negro pasó como un rayo por delante de él y se posó en una rama, gorjeando a todo pulmón. Un pájaro… parecía una golondrina. Claramente agitada, la golondrina alzó el vuelo y trazó otro círculo alrededor de la cabeza de Tom.

—¿Es amigo tuyo? —preguntó Pearl, desconcertada por la motita negra que revoloteaba velozmente a su alrededor. Tom la observó mientras zigzagueaba por delante de ellos: era obvio que estaba intentando decirle algo. ¿Podía ser aquella la golondrina que el águila había enviado para que velara por él? Pensar en que cabía esa posibilidad bastó para levantarle el ánimo y, de repente, descubrió que no podía dejar de sonreír. A lo mejor salía todo bien, después de todo.

—¿Listo? —preguntó Pearl.

—Por supuesto —respondió él y, con una sonrisa radiante, encendió su linterna y se internó en la oscuridad. Pearl lo miró sorprendida y volvió a fijarse en la golondrina, que seguía revoloteando y piando. ¿Qué estaba diciendo? ¿Qué sabía? De forma inconsciente, se pasó la mano por la cinta verde de algodón que llevaba atada a la cintura y palpó el bultito… seguía allí. La golondrina la estaba vigilando.

—¿Pearl? —dijo Tom, su voz ya lejana y resonando en la oscuridad.

—Ya voy —respondió ella y, sin volver la vista atrás, lo siguió.