El sendero que discurría entre las imponentes rocas rojas era estrecho y silencioso. Teniendo presente lo que había dicho Jerónimo, Tom y Pearl no se separaron de él, rozando las lisas paredes rojas con los hombros conforme recorrían los diversos pasadizos, adentrándose en el laberinto. Era fácil entender cómo podía alguien extraviarse allí, porque todas las rocas rojas parecían idénticas, pero Jerónimo no vaciló ni una sola vez: sabía exactamente dónde los conducía. Por fin, emergieron por un pequeño túnel a un pasadizo recto y más ancho que el resto que parecía discurrir a todo lo largo del laberinto.
—Aquí hay muchos grabados —dijo el muchacho, señalando la avenida—. ¿Queréis que os los enseñe? .
—Esto… bueno —respondió Pearl, mirando las lisas paredes de sendos lados, que le parecieron muy similares a las del resto de pasadizos por los que habían pasado—. ¿Dónde están?
Jerónimo miró el sol, que estaba volviendo a asomar por detrás de una nube.
—Un momento, ahora veréis.
Sacándose un espejito del bolsillo, lo frotó enérgicamente contra sus sucios pantalones cortos y corrió hasta el extremo del pasadizo.
—¡Mirad! —gritó, inclinando el espejito para que reflejara la luz del sol en la pared.
De pronto, lo que antes era una superficie roja lisa se había llenado de intrincados grabados, resaltados por el haz de luz.
—¿Lo veis?
Tom sonrió y le indicó que sí levantando el dedo pulgar. Jerónimo le hizo una seña con la mano y mantuvo el espejo en la misma posición mientras Tom y Pearl iban hacia él, inspeccionando la pared.
—Es increíble —dijo Pearl, pasando los dedos por los protuberantes ojos de peces y aves—. ¿Qué crees que significa?
—Debe de ser una historia —respondió Tom, examinando las procesiones de hombres de aspecto primitivo y canoas—. Mira, aquí hay un escarabajo cambiante —observó, reconociendo la silueta del insecto grabada en la piedra.
—Y un hombre, bajo tierra. Y un volcán —dijo Pearl, señalando lo que parecía ser una montaña estallando—. A lo mejor ya ha pasado antes.
—A lo mejor.
—¿Os gusta? —preguntó Jerónimo cuando llegaron al final del pasadizo—. Es la historia de Tith. Y la historia de los karnaka. De cómo se creó el mundo. Mi pueblo hizo todo esto, hace muchos años —dijo con orgullo—. Sigue durante mucho rato. ¿Queréis que os lo enseñe?
Tom y Pearl se miraron, incómodos.
—Es… es impresionante —dijo Tom—, pero el caso es que tenemos un poco de prisa.
—Más que un poco, me temo —añadió Pearl, sonriendo.
Jerónimo intentó disimular su decepción.
—¿Por qué tenéis prisa? ¿Qué problema hay?
—No hay ningún problema, exactamente —comenzó a decir Pearl, y entonces se lo pensó mejor—. Vale, de hecho, sí hay un problema, uno grandísimo. Para todos nosotros. Para ti también, Jerónimo.
—¿Para mí?
Pearl asintió con la cabeza. Respiró hondo. No había una forma fácil de decir aquello.
—Mañana va a haber un terremoto. Tithona va a hundirse en el mar.
Jerónimo los miró como si estuvieran locos.
—¿Tithona? —resopló—. No os creo. ¿Cómo lo sabéis?
—Simplemente, lo sabemos.
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—Nos lo dijo sir Henry —explicó Tom—. El sabe estas cosas. La ola de esta mañana solo ha sido la primera fase. Mañana por la mañana el archipiélago entero va a ser destruido.
El muchacho negó con la cabeza. Aquello no tenía lógica.
—¿Por qué iba a creeros?
—El lo sabe, Jerónimo. Por eso tenemos que bajar a esa cueva lo antes posible.
—El Mackamack no me ha dicho nada sobre eso.
—Bueno, a lo mejor no lo sabe todo. Es posible, ¿no?
Jerónimo arrugó la frente. Claramente, aquello era algo que le costaba creer.
—¿Por qué queréis bajar a la cueva? ¿Es segura?
—No, para nada —dijo Tom—. Solo creemos que puede conducir a otro sitio… a un sitio más allá de esta isla.
Jerónimo podría haberse sorprendido al oír aquello, pero Tom advirtió que no lo había hecho.
—¿Y queréis bajar?
—Sí.
—¿Y no volver?
—Sí.
Jerónimo se detuvo y los miró a los ojos. Su cordialidad parecía haberse vuelto a evaporar y saltaba a la vista que estaba sopesando algo.
—Vale —gruñó por fin—. Os enseñaré la cueva.
Se dio la vuelta, echó a andar enérgicamente entre las altas paredes rojas; al cabo de cinco minutos, habían llegado a una estrecha cornisa. Más allá, cuatro grandes piedras señalaban el borde de un pozo ancho y muy hondo. Tom se acercó al borde y, en la pared de enfrente, vio unas escaleras excavadas en la roca.
—¿Se baja por ahí? —preguntó, señalándolas.
—Sí —respondió inexpresivamente Jerónimo.
Tom se volvió hacia él, pero el escuálido muchacho evitó su mirada. Tom advirtió que ocultaba algo.
—¿De verdad, Jerónimo?
—Por supuesto.
—Hay una buena caída —dijo Pearl, asomándose al borde del agujero negro.
—Abajo hay muchas cuevas. En la antigüedad, nuestros antepasados bajaban.
—¿Vuestros antepasados entraban en la montaña?
Jerónimo asintió con la cabeza.
—Cuando el suelo temblaba, Tith estaba enfadado. Ellos bajaban. Ahora, solo baja el Mackamack.
—¿Y qué hace ahí abajo? —preguntó Tom, mirando el abismo.
—No lo sé. Es un lugar especial. Bordeémoslo —dijo, señalando la cornisa—. Vosotros primero, yo os sigo.
Tom examinó la tortuosa cornisa que discurría junto a la roca antes de volver a adentrarse en el laberinto y lanzó una mirada a Jerónimo, que tenía una expresión fría y resuelta. Algo no iba bien, lo presentía.
—Venga —dijo el muchacho, instándolos con la mano.
Tom se dio la vuelta y, pasito a pasito, comenzó a caminar por la cornisa, siguiendo a Pearl hasta una oscura cámara encajonada entre las rocas.
—¿Estás seguro de que vamos bien, Jerónimo? —preguntó Pearl, mirando las lisas paredes que la rodeaban—. Esto es un callejón sin salida.
—Ah, ¿sí?
Al volverse, Tom y Pearl vieron que Jerónimo entraba en el estrecho pasadizo que tenían detrás. Había desenvainado su machete, cuyo largo filo de acero resplandecía en la penumbra. Parecía tan asustado como peligroso y estaba murmurando algo en su idioma.
—Jerónimo, ¿qué estás haciendo?
—Nos paramos aquí —espetó el muchacho—. Tenéis que quedaros aquí a esperar.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Tom—. ¿Esperar qué?
—El Mackamack vendrá enseguida.
—¿El Mackamack?
Jerónimo se aproximó a ellos, como si estuviera cazando un animal salvaje, apuntándolos con el machete.
—Dice que no sois buenos —resopló—. Sois como la gente de la ciudad. Habéis venido a envenenar nuestra isla.
—¿A envenenar vuestra isla? —espetó Tom—. ¿Cómo?
—A ponernos enfermos. ¡Aquí! —gruñó, golpeándose la frente con el puño.
—¡No somos como ellos, Jerónimo! —insistió Pearl, acercándose a Tom—. De verdad, tienes que creernos. ¡No somos como ellos! ¿Es que no lo ves?
—Entonces, ¿por qué queréis bajar a la cueva? —gritó, saltándosele los ojos.
—Porque… tenemos que hacerlo, Jerónimo —respondió Pearl, con desesperación—. Lo siento. Es que… creemos que nos llevará… a otro sitio… a un sitio donde quizá estén nuestros padres. Sé que parece absurdo y no espero que lo comprendas. Pero es lo que tenemos que hacer, eso es todo.
Jerónimo negó con la cabeza. Había una parte de él que quería creerla, pero el miedo que le había imbuido el hechicero era fortísimo.
—El Mackamack dice que tenéis que quedaros aquí. Él decide.
—¿Y si no hacemos lo que dices? —preguntó Tom, mirándolo ferozmente—. De hecho, nosotros somos dos y tú solo eres uno. ¿Cómo vas a detenernos?
Jerónimo hizo una mueca y aferró el machete con más fuerza.
—Tengo un machete.
—¿Y?
El muchacho parecía más nervioso que nunca. El filo le temblaba en la mano.
—No quiero decir…
—Jerónimo! —gritó alguien, y una sombra cruzó la brizna de luz que se colaba por el techo de la cámara.
—¡Sí! —gritó el muchacho, añadiendo algo en su idioma.
Tom creyó haber oído la áspera voz del Mackamack, pero había otras personas con él, más arriba, caminando entre las rocas.
—¿Quiénes son? —susurró Pearl.
Tom aguzó el oído. Estaba seguro de que una de las voces hablaba en inglés.
—Está sobre un punto de apoyo, al parecer —dijo una aguda voz nasal—. Fue construida hace muchos años. Aquí hay varias. Se utilizaban como cárceles.
—Ingenioso —respondió otra voz.
Tom miró a Pearl. Tenía el corazón desbocado.
—Deberíamos irnos…
Pero, antes de que pudieran siquiera moverse, algo atravesó el rayo de luz y cayó en el centro de la cámara. Un sonido grave y hueco la inundó, y Tom contempló con horror la enorme piedra roja que había caído del techo y ahora ocupaba el centro del suelo. Estaba atada a una gruesa cuerda hecha con lianas.
—Han fallado —susurró Pearl—. ¡Vamos!
Pero, en cuanto comenzó a moverse, el suelo pareció oscilar peligrosamente.
—¡No te muevas! —gritó Tom mientras algo se resquebrajaba—. No te muevas. Debe de haber golpeado algo y…
Se quedaron los tres inmóviles, con el cuerpo tenso. Luego, el suelo comenzó a inclinarse y, antes de poder recobrar el equilibrio, Tom, Pearl y Jerónimo cayeron de cabeza a un estrecho pozo, seguidos de una lluvia de tierra, polvo y piedras.
Poco después, sus ropas comenzaron a tirar de ellos, frenando su caída.
—¡Socorro! —gritó Pearl.
Las paredes del pozo estaban húmedas y revestidas de una espesa sustancia negra, parecida a la melaza, y, mientras caía, Tom vio los cabellos de Pearl, extendidos muy por encima de ella. Segundos después, los tres se hallaban en la misma difícil situación, deslizándose despacio por las relucientes paredes negras del pozo, intentando frenéticamente agarrarse a pedazos de musgo y raíces podridas para detener su caída.
—¿Tres, ha dicho?
Muy por encima de ellos, dos cabezas se asomaron a la brizna de luz.
—En efecto, señor. Solo tres.
—Muy bien.
Oyeron el tintineo de unas cuantas monedas cambiando de manos.
—¡Mackamack! —gritó Jerónimo, seguido de un torrente de palabras en su idioma. Pero no hubo respuesta. Las dos delgadas cabezas reaparecieron en la abertura…
—Hum. Supongo que hay que admirar su astucia animal. ¿Dices que es el hechicero del poblado?
—En efecto, señor —respondió la voz nasal—. Lleva años aquí, al mando de su pequeño feudo. Nos proporciona un suministro constante de conversos, principalmente del puerto. Es como un hombre de la Edad de Piedra, y no tiene ni idea de lo que está pasando, pero le gusta el dinero.
—Ya veo —dijo el otro hombre con desdén—. ¿Y no ha visto a Nicholas Zumsteen?
—Por lo visto no.
—¿Y tú lo crees?
—No tengo motivos para no hacerlo.
—Muy bien. Sigue buscando. Y recuerda que debemos volver al barco antes de que se ponga el sol.
Las cabezas desaparecieron mientras Tom, Pearl y Jerónimo conseguían detener su caída. Tom tenía una idea bastante clara de qué clase de personas podían ser aquellas, pero, en aquel momento, no se veía con fuerzas para pensar en quiénes eran ni en cómo habían llegado a Tithona.
—¿Estás bien?
Pearl se encontraba mucho más arriba que él, agarrada a una rama retorcida.
—Sí, más o menos —respondió Tom, tragando saliva y levantando la cabeza para mirarla. Él tenía los talones incrustados en dos minúsculas muescas de la roca, solo lo bastante profundas como para soportar su peso.
—¿Quién estaba ahí arriba? ¿Nicholas Zumsteen?
—Zumsteen no, señorita —susurró Jerónimo, que había conseguido quedarse mucho más arriba—. Esos son unos hombres distintos. No los conozco.
—¿Qué es esto? —espetó Tom, oliendo la sustancia fragante y pegajosa.
—Una especie de miel negra —dijo Pearl, esforzándose por no resbalar—. ¿Savia, quizá?
—El Mackamack la llama wepotip —dijo Jerónimo.
—¿Wepotip?
—La utiliza como medicamento. Para curar a la gente enferma.
—¿Para curar a la gente enferma? —repitió Tom, acercándose la mano a la cara.
En la penumbra, alcanzó a ver la silueta de un pequeño escarabajo negro pegada a sus dedos pringosos. Parecía estar comiéndose la extraña sustancia. Luego, se vio otro escarabajo en el brazo, y otro en el hombro. ¿Qué clase de escarabajos eran aquellos? Eran muy pequeños, negros, corrientes. Entonces notó uno subiéndole por el cuello y por la barbilla, haciéndole cosquillas en la piel con sus patas diminutas… con supremo esfuerzo, esperó a que la minúscula criatura se le encaramara a los labios antes de soplar para quitársela de encima. Respiró hondo e intentó ignorar el pánico que se estaba apoderando de él. Puede que aquellas criaturas fueran totalmente inofensivas, pero había muchas probabilidades de lo contrario.
—¡Puaj! —gritó Pearl—. ¡Estoy llena de escarabajos!
—Yo también —gruñó Tom. Al mirar arriba, vio nubes de insectos arremolinándose y descendiendo por el estrecho pozo. A lo mejor los atraía el olor. Tenían que salir de allí, de inmediato, pero ¿cómo? Por algún motivo, Tom se había quedado muy por debajo de sus dos compañeros y solo sus talones le impedían seguir resbalando. Al levantar la cabeza, vio que Jerónimo había conseguido despegar las piernas de la roca y las había apoyado en la otra pared del estrecho conducto. Haciendo palanca con ellas, se estaba impulsando hacia arriba muy despacio.
—Jerónimo lo ha conseguido! —gritó Tom—. ¡Prueba eso!
Con un esfuerzo inmenso, Pearl logró despegar primero una pierna y luego la otra y apoyarse en la otra pared del estrecho pozo. A continuación, con movimientos pequeños y enérgicos, comenzó a impulsarse hacia arriba por la pegajosa sustancia negra. Las deportivas le resbalaban y parecía que tuviera los muslos en llamas, pero, de algún modo, aquello funcionaba.
—¡Lo estoy haciendo! —gritó.
Despacio, dolorosamente, Pearl siguió impulsándose hacia arriba, pero, para Tom, era mucho más difícil. Probó varias veces a separar la pierna de la pared sin perder el equilibrio.
—No puedo —resolló, quitándose con enfado un escarabajo de la mejilla—. Es demasiado ancho.
Pearl se detuvo y lo miró, jadeando.
—No llego a la otra pared.
—¡No te des por vencido! —gritó Pearl—. Conseguiremos ayuda—. Miró a Jerónimo, que ya casi había llegado.
—¡Jerónimo, espera! ¡Jerónimo!
El muchacho se encaramó por el borde del pozo y se quedó un momento en el suelo, jadeando. Luego, se dio la vuelta y miró a Pearl, afianzada contra la pared.
—Tom no puede subir. No se puede mover. Tienes que ayudarme a sacarlo.
Jerónimo se quitó la sustancia negra de la cara.
—¿Por qué tengo que ayudaros? —preguntó con aspereza—. Vosotros envenenáis mi isla.
—¡Eso es una estupidez! —gritó Pearl, frenética—. ¡Tú sabes que no es cierto!
Jerónimo hizo una mueca.
—El Mackamack dice…
—¡EL MACKAMACK ES UN IMBÉCIL! —gritó Pearl, la voz temblándole de rabia en cada sílaba—. Sabe que le tienes miedo y te ha utilizado, ¿no lo ves? ¡No tiene poderes mágicos! ¡Te ha vendido a esa gente, igual que a nosotros! ¡Estamos juntos en esto!
Pearl y Tom miraron la flaca silueta del muchacho asomada al pozo.
—Por favor, Jerónimo —jadeó Pearl—. Tienes que ayudarnos.
El muchacho los observó un instante y luego desapareció.
—¡Maldita sea! —resopló Pearl, temblándole la voz—. Tom, ¿estás bien?
—Sí —respondió él, su voz lejana y reverberante—. Sigue, sal del pozo y mira a ver si encuentras alguna liana. Si me la tiras, a lo mejor puedo subir por ella.
—Vale —dijo Pearl, torciendo el gesto—. Lo intentaré. Pero tú tienes que aguantar.
Tom no dijo nada, pero sopló para quitarse un insecto del hombro. Cada vez le resultaba más difícil ignorar el dolor de las pantorrillas.
—Haré lo que pueda.
—Bien —dijo Pearl, y se puso otra vez a subir con determinación.
Le resultó mucho más fácil que antes, porque la espoleaba la ira. Ira hacia Jerónimo y sus lealtades equivocadas, ira hacia el Mackamack, ira hacia todo lo que les había ocurrido en aquella isla horrible. Conteniendo las lágrimas, se obligó a seguir subiendo, poco a poco, hasta que, diez largos minutos después, se encaramó por el borde del pozo y se quedó tumbada en el suelo, jadeando. Cerró los ojos: aquella era una de las cosas más difíciles que había hecho en su vida. Se levantó con esfuerzo y, de pronto, recordó la mochila, que seguía llevando a la espalda. Estaba intacta. Bien. ¿Y ahora qué? Regresó por la cornisa que discurría junto a la roca, volvió a internarse en el laberinto y miró angustiosamente a su alrededor. Las sombras ya habían comenzado a alargarse y estaba atardeciendo. De algún modo, tenía que llegar a los árboles que había al otro lado de las piedras, pero todo le parecía igual.
—Jerónimo! —gritó. Los insectos enmudecieron—. Jerónimo!
No obtuvo respuesta. Estaba tan enfadada que quería chillar. Si volvía a ver al muchacho, lo mataría con sus propias manos, eso seguro.
—Jerónimo!
Nada. Por primera vez en mucho tiempo, notó lágrimas escociéndole en los ojos cuando su enfado se trocó en frustración… probablemente, jamás encontraría una salida. El laberinto era demasiado grande, y el volcán… Al día siguiente todo aquello desaparecería para siempre. Se enjugó las lágrimas con enfado. Todo era culpa suya. Pero tenía que hacer algo. Y deprisa. Echó a correr por el primer pasadizo, dobló a la izquierda, luego a la derecha y, después, de nuevo a la derecha. ¿Era aquel el camino? Girando otra vez, se encontró en un pasadizo largo y recto y, de pronto, vio algo que venía hacia ella desde el otro extremo. Era un hombre cargado con una mochila. Se detuvo. No la había visto. ¿Debía dar media vuelta y echar a correr? Quizá… quizá no. El hombre era delgado, iba sudado y lo seguía un muchacho…
Tom volvió a escupir en la oscuridad. Algo grande le estaba caminando por la barbilla. Tenía los dedos de las manos y los pies tan entumecidos que ya no los sentía; sabía que estaban allí, en algún lugar, pero parecían pertenecer a otra persona. Lo único que oía era el débil zumbido de alas de insecto y el rumor de agua circulando muy por debajo de él. En la oscuridad, los sonidos parecían casi agradables, como una pradera en un caluroso día estival. Le adormecían los sentidos y le impedían pensar en que había caído en alguna clase de trampa. ¿Cómo funcionaba? Puede que el agua fuera parte de ella. A lo mejor tenía que quedarse allí colgado como cebo y caer luego al agua para terminar bien limpio. Pero ¿de qué era el cebo? Se estremeció y sopló para quitarse otro escarabajo de la barbilla. No quería pensar en ello. Se negaba a pensar en ello…
Y aquello le estaba resultando más fácil a cada momento. El fragante olor y el agradable sonido del agua corriendo, la oscuridad… lo estaban adormeciendo. Después de todo, estaba exhausto. ¿Por qué no echar una cabezada? Poco a poco, notó que se le cerraban los ojos y comenzaba a replegarse sobre sí mismo. Ya no era consciente de que los dedos se le estaban quedando sin fuerzas ni de que los talones se le habían relajado y había empezado a resbalar hacia la aterciopelada oscuridad… arriba, abajo, ya no sabía cuál era cuál; le daba lo mismo. Se quedó dormido, apoyado en la pared con los brazos extendidos.
Y, de no haber estado tan profundamente dormido, habría notado que un pequeño escarabajo gris se le encaramaba a la sucia camiseta, subiendo y bajando con cada una de sus respiraciones. Se habría deshecho de aquella insistente criatura cuando le subió por el cuello hasta el borde de la oreja. El escarabajo le habría hecho cosquillas con sus patas diminutas al bajarle hasta el oído y adentrarse en su aterciopelada oscuridad y, más adelante, él habría intentado quitárselo cuando le entró en el oído medio. Tal vez habría incluso notado que ponía un huevecillo blanco en aquellas acogedoras tinieblas, antes de volver sobre sus pasos y salir. Y, más adelante, en mitad de la noche, cuando la minúscula larva gris eclosionó y comenzó a internarse ciegamente en su oído medio, impulsada por el instinto, quizá habría notado sus dientecillos escarbando el blando cartílago y abriéndose paso hasta los rincones más recónditos de su cerebro, dejando una fina estela de hongo que despertó neuronas que llevaban miles de años en estado latente…
Pero no lo hizo.
En vez de eso, fue vagamente consciente de otra parte de su sueño. Estaba colgado de algún lugar y unos fuertes brazos lo habían izado. Le habían restregado la cara con algo húmedo y lo habían subido a una plataforma construida en un árbol. Era de noche. La luna brillaba. ¿Brillaba la luna? No lo sabía. Quizá sí.