De milagro

Ante una catástrofe inminente, no es propio de la naturaleza humana salir corriendo, sino quedarse a mirar. Y así fue que, pese a todo, Tom y Pearl no pudieron evitar volverse hacia el sonido. En la laguna, una Usa pared negra de agua venía vertiginosamente hacia ellos por el lecho marino, cubriendo piedras e islas a su paso. Por doquier, la gente estaba empezando a gritar, pero Tom no pudo despegar los ojos del frente de avance cuando se llevó al sacerdote y a su congregación y a todas las demás personas que habían cometido la imprudencia de aventurarse en el lecho marino. Todas se volvían y se quedaban inmóviles ante la gigantesca ola negra como muñecos en miniatura. No había nada que ninguna de ellas pudiera hacer.

—¡Venga, Tom! ¡Tom!

Pearl le tiró del brazo con brusquedad y lo devolvió de golpe a la realidad. Obligándose a dejar de mirar, Tom corrió tras ella hacia la iglesia. A sus espaldas, los gritos de los animales del cercado se tornaron ensordecedores y el aire se llenó de los crujidos de madera quebrándose. Mirando hacia el puerto por una callejuela, vio que la ola aplastaba las chabolas como si fueran cerillas y edificios enteros comenzaron a flotar en su cresta.

—¡No vamos a conseguirlo! —gritó Pearl cuando la espumeante cortina de agua invadió la calle.

—¡Sube! —gritó Tom, viendo un balcón de madera en la casa siguiente—. ¡Las escaleras!

Pearl las vio y subió al balcón con Tom pisándole los talones. Ahora, el rugido del agua era ensordecedor y Tom fue arrojado al suelo cuando el edificio entero empezó a temblar. Aturdido, se levantó y, al volverse, vio que en la calle se había abierto una fisura enorme en forma de zigzag que la estaba partiendo por la mitad: Varias casas cayeron al abismo.

—¡Oh, Dios mío! —gritó Pearl, señalando la calle—. ¡Los animales! ¡Vienen hacia aquí!

Era un espectáculo tan extraordinario que a Tom le dio un vuelco el corazón. Había elefantes, jirafas, leones, canguros, un tigre nival y muchas otras siluetas oscuras saliendo en estampida del cercado. Venían hacia ellos. Los seguía una masa de agua espumeante y revuelta que lo arrasaba todo a su paso. A la cabeza de la comitiva iba un rinoceronte, con la cabeza gacha y los ojos desorbitados, seguido de aquel zoológico desbocado que graznaba, rugía y gimoteaba, corriendo feroz y desesperadamente hacia el acantilado y hacia la muerte…

De pronto, Tom reconoció aquella escena: el Museo Scatterhorn, la colección Zumsteen… el Diluvio, ¡allí estaba! Corriendo hacia él…

Y en ese momento, vio a un hombre saliendo a la calle por la puerta de una casa. Llevaba las manos en los bolsillos y parecía completamente ajeno al caos que lo rodeaba. Miraba, fascinado, mientras los animales corrían desbocados hacia el acantilado que tenía delante…

—¡Cuidado! —gritó Tom.

El hombre miró a Tom, que seguía en el balcón. Era europeo, con el pelo negro y abundante y una expresión entusiasta y curiosa. Casi parecía que estuviera a punto de echarse a reír y, en ese instante, Tom supo quién era… pero, en ese mismo momento, el rinoceronte saltó por el acantilado, seguido de las jirafas, los leones, los osos, los lémures y cualquier otro animal, y la cortina de agua cayó tras ellos…

—¡Próxima casa! —chilló Pearl, tirando violentamente de él.

Sin pensar, Tom la siguió, saltando al balcón adyacente justo cuando la madera se hacía astillas detrás de él y la estructura se desintegraba. Pearl cruzó la puerta de doble hoja y corrió por el salón de la primera planta cuando el agua reventó los cristales a sus espaldas. Luego, saltó al estrecho tejado ondulado del edificio que había detrás. Tom apenas tuvo tiempo de seguirla antes de que la casa entera se alejara flotando por la calle. Sin aliento, se levantó y se volvió para mirar la laguna. Los dos frentes de la ola gigantesca habían envuelto la ciudad de Tithona y ahora se habían juntado al encontrarse en callejuelas y esquinas, derrumbando los endebles edificios de madera que encontraban a su paso.

—¡Vamos! —gritó Pearl, que ya había saltado al tejado siguiente, situado al otro lado de una estrecha callejuela.

Por algún motivo, aquello se le daba mucho mejor que a él y Tom hizo todo lo posible para no quedarse rezagado, corriendo por tejados, saltando por encima de callejuelas inundadas de agua negra, yendo colina arriba hasta que, sin saber cómo, estuvieron por delante de la ola.

—¡Eh, mira! —gritó Tom al ver un camión que giraba al final de la calle. Deteniéndose un segundo, vio la ruta que tendría que tomar y se dio cuenta de que podían interceptarlo—. ¡Sígueme! —gritó y, corriendo hasta el borde de un tejado bajo de hojalata, se detuvo justo cuando el camión entraba en la callejuela.

—¿Qué vas a hacer? —jadeó Pearl mientras el camión se acercaba a toda velocidad, salpicándolo todo de agua.

—Saltar. Al techo —respondió Tom, agachándose.

Antes de que hubiera siquiera tiempo de dar explicaciones, el camión pasó por debajo de ellos y Tom saltó a la lona verde que lo cubría…

¡Paf!

Notó que Pearl caía junto a él.

¡Paf! Luego…

¡Paf! ¡Paf! ¡Paf! ¡Paf! ¡Paf!

¿Qué?

Alzó la cabeza y vio a un grupo de monos araña agarrados al camión.

—¡Nos han estado siguiendo! —gritó Pearl mientras los monos los miraban, aterrorizados—. ¿No te habías dado cuenta?

Tom negó con la cabeza. Había estado tan ocupado en intentar no quedarse rezagado que no se había dado cuenta de nada.

—¡Oh! —gritó Pearl cuando el camión derrapó bruscamente en una curva, chocando con un cobertizo y derribándolo. Antes de que Tom pudiera reaccionar, los dedos le resbalaron por la lona y estuvo a punto de caerse del camión.

Con las piernas colgando por el borde, intentó volver a encaramarse al techo, dando fuertes patadas a la lona.

—¡Ay!

Algo le había picado con saña en la pierna y oyó un rasgón por debajo de él. Consiguió hacerse a un lado justo cuando tres grandes buitres salieron volando por el agujero, graznando ruidosamente. Apenas tuvo tiempo de encaramarse al techo antes de que la lona se rasgara junto a su brazo y por el roto asomara la cabeza rosa de otro buitre. El enfadado pájaro desgarró la lona con el pico y, al instante, pasó el cuerpo por el agujero y saltó del camión.

—¡Buf! —Tom respiró hondo y se arrastró hasta el lugar donde estaba tumbada Pearl—. No me imaginaba… —Y entonces se calló cuando a Pearl se le agrandaron los ojos y se le petrificó la cara.

—Oh, Dios mío… Oh, Dios mío… —murmuró.

Al volverse, Tom vio un hocico negro, seguido de un montón de dientes, emergiendo por el agujero y, acto seguido, apareció la cabeza de una hiena, llena de cortes ensangrentados.

—Oh, Dios mío…

La horrenda cabeza se quedó mirando a Pearl, Tom y el grupo de monos agarrados a la lona y fue difícil saber quién estaba más aterrado. Luego, de pronto, la hiena emitió un aullido desgarrador, reventó la lona, se encaramó al techo y estaba a punto de saltar del camión cuando vio el agua espumeante viniendo hacia ellos.

—¡Deprisa! —gritó Tom y, atreviéndose a dar la espalda al animal, se arrastró hacia delante, hizo un agujero en el techo de la cabina con el pie y se escurrió por él. El conductor lo miró con incredulidad justo antes de que un montón de monos araña le cayera en el regazo.

—¿Qué pasa? —gritó el conductor en español, y los monos empezaron a saltar por la cabina y a chillar.

El chófer apenas tuvo tiempo de sacarlos del volante antes de que la lona volviera a rasgarse y Pearl cayera a la cabina.

—¿Qué diablos está pasando ahí arriba?

—Hola. Hum…

Pero, antes de que Tom pudiera decir nada más, oyeron un gruñido y un gran hocico negro asomó por el agujero justo por encima de ellos. Los ojos de la hiena los miraron amenazadoramente.

—¡AHHHHHH!

Pearl chilló, Tom chilló, el conductor chilló y los monos chillaron al unísono. El conductor frenó en seco, lanzándolos a todos contra el parabrisas, y, justo después, la hiena salió despedida del camión y cayó a la pista. Levantándose con dificultad, los miró con indignación y desapareció entre las sombras. Por un momento, el conductor se quedó inmóvil, demasiado aturdido para hablar. Los dos monos que se aferraban al volante se pusieron a chillar.

—¡Fuera! —gritó él, y los arrojó por la ventana. Pisando a fondo el acelerador, reanudó la marcha y, justo cuando el camión estaba cobrando velocidad, vi0 a un muchacho corriendo por la pista. El muchacho se volvió y saludó y, cuando el camión se acercó, corrió hacia él.

—¡Lemon! —gritó—. ¡Lemon González!

El conductor lo miró y redujo la velocidad.

—¿Adonde vas?

Lemon señaló la montaña.

—¿Puedo subir?

—Claro, claro, sube —dijo el conductor—, ¡y saca a estos malditos monos de aquí!

El muchacho sonrió, se encaramó a la plataforma, abrió la puerta del camión y se sentó al lado de Pearl. Era bajo y enjuto, pero Tom supuso que era mucho mayor de lo que parecía, y no llevaba nada puesto salvo un par de sucios pantalones cortos rojos y una camisera azul hecha jirones. Llevaba un collar con una piedra verde en el cuello y un elaborado tupé levantado con gomina.

—Por favor —reclamó, y cogió el mono que se aferraba a Pearl como un bebé y lo arrojó por la ventanilla—. No le gusta que haya monos en su camión.

—Ah, bien —dijo Pearl, y, poco después, no quedaba ni un solo mono y el camión estaba traqueteando por la accidentada pista en dirección al cráter.

Solo ahora, cuando el rugido del agua comenzó por fin a menguar, se percató Tom de lo que acababa de suceder y de la suerte que habían tenido. Lemon dijo algo en otro idioma al niño del tupé, quien asintió con la cabeza.

—Quiere saber si sois del zoológico —dijo, con mucho acento.

—Estábamos escapando del agua —respondió Tom—. Somos turistas.

—¿Turistas? —repitió el muchacho. Era evidente que le costaba creerlo. Se lo tradujo a Lemon.

—¿Turistas?

El conductor frunció el entrecejo. Luego, empezó a proferir lo que debieron de ser tacos, sin dejar de señalar el gran rasgón del techo. El muchacho sonrió.

—No está teniendo muy buen día. La ola ha destruido su casa y vosotros le habéis destrozado el camión.

—Lo siento —dijo Tom, con aire de culpabilidad.

—Y yo —añadió Pearl, en español.

Lemon se encogió de hombros. Aquel día habían sucedido tantas cosas que costaba darles importancia. Luego murmuró algo más.

—Va hasta arriba. Hasta la cima. Por si la ola vuelve. ¿Dónde queréis ir?

—Al cráter —respondió Tom—. ¿Es ahí donde va?

—Sí. Va ahí. Y mi poblado también está ahí.

—Ah, ¿sí? —dijo Pearl, súbitamente interesada—. Entonces, ¿podrías enseñarnos la forma de llegar al cráter?

El muchacho los miró y sonrió.

—Claro —dijo, encogiéndose de hombros—. También soy guía. Hablo vuestro idioma, ¿no? No hay problema. —Dijo algo a Lemon, que asintió con la cabeza—. Os haré un buen precio —continuó—. ¿Cómo os llamáis?

—Pearl.

—Tom —dijo él, ofreciéndole la mano—. Tom Scatterhorn.

—Ah. Scatterhorn. Un buen apellido —comentó el muchacho—. Lo conozco. Tu padre, ¿estuvo aquí?

—Mi… mi abuelo, sí —respondió Tom, azorado.

—Lo llevé al cráter, hace tal vez… cuatro años. —El muchacho le estrechó vigorosamente la mano—. Jerónimo. Y este es Lemon, mi primo. —Señaló al conductor.

Pearl y Tom no podían dejar de sonreír. Aquello era un golpe de suerte increíble.

—Encantada, Jerónimo —respondió Pearl, estrechándole la mano.

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Jerónimo sonrió y dijo algo rápido al conductor, que asintió con la cabeza.

—¿Tenéis tabaco?

—De hecho, sí —respondió Tom, metiéndose la mano en el bolsillo y encontrando la delgada pitillera.

Le ofreció la pitillera a Jerónimo, que cogió dos cigarrillos, los encendió y pasó uno a Lemon, el cual lo sujetó entre los dientes. Los dos inhalaron profundamente y la cabina se llenó de humo azul.

—Americanos —dijo Jerónimo con aire de entendido—. Los mejores.

Pearl tosió con exageración.

—Fumar no es bueno para la salud, ¿sabes?

—No, estos cigarrillos son buenos. Los de Tithona no. Estos son buenos para el pecho. ¡Lo he leído en el paquete! —dijo Jerónimo, riéndose.

Los primeros rayos de sol ya habían despuntado en el horizonte y, a través de los árboles, Pearl y Tom divisaron lo que quedaba de la ciudad de Tithona. Solo la iglesia blanca seguía asomando por encima del agua y la laguna estaba llena de escombros. Incluso la goleta que había transportado el zoológico se encontraba ahora varada sobre un costado al borde de la selva, como si una mano gigantesca la hubiera cogido y la hubiera depositado allí.

—La ciudad de Tithona ya no existe —dijo Jerónimo, contemplando el caos—. Ha desaparecido. —Tom advirtió que parecía más curioso que disgustado. Lemon dijo algo y Jerónimo asintió con la cabeza.

»Lo han hecho los dioses —dijo, traduciendo—. Hay demasiados enfermos en Tithona. Este sitio no es bueno.

Tom se preguntó si se refería a lo que él creía, pero Jerónimo no dio más explicaciones. La pista se había vuelto muy pendiente y el camión tenía dificultades para avanzar. Lemon no paraba de mover codos y pies, zigzagueando por el barro rojo para sortear los baches y no salirse de la pista. En cada recodo, se detenían para recoger a pequeños grupos de personas sentadas en la cuneta. Todas ellas tenían los mismos rostros anchos y chatos que Jerónimo y Lemon y Tom supuso que habrían huido de la ciudad.

—Todo el mundo sube al poblado —explicó Jerónimo cuando una familia se encaramó a la parte de atrás—. El poblado es un sitio seguro.

Lemon gritó algo a Jerónimo.

—Vale —dijo él mientras se aproximaban a la próxima curva cerrada—. Yo pongo la calza.

—¿Qué?

—Es un trabajo muy importante —dijo Jerónimo con orgullo—. Ya veréis.

Lemon redujo y pisó a fondo el acelerador, intentando darse el máximo impulso, antes de girar bruscamente el volante e instar al aullante motor a subir por el tobogán de barro rojo. Las ruedas giraron y rechinaron, pero no se agarraron a la pista y, poco a poco, el camión comenzó a recular.

—Vamos, Jerónimo —resolló Lemon, pisando en vano el acelerador. El escuálido muchacho saltó del camión, según parecía al vacío, y corrió hasta el eje trasero, donde había una calza triangular colgada de una cuerda. La cogió e, ignorando el barro que saltaba por los aires, la colocó debajo de la rueda que patinaba. En cuanto la rueda se agarró al barro, retiró la calza y se encaramó a la parte trasera del camión hasta la próxima curva, donde volvió a hacer lo mismo. Y así siguieron circulando por aquella montaña rusa, con Jerónimo subiéndose de vez en cuando a la cabina para descansar.

—Jerónimo trabaja bien, ¿sí? —resolló, inclinándose para dar una calada al cigarrillo de Lemon, que él llevaba colgando del labio inferior—. Buen trabajador, yo.

—¿Quieres que te eche una mano? —preguntó Tom, sintiéndose un poco culpable por estar allí sentado mientras Jerónimo se encargaba de todo. El muchacho negó con la cabeza, inhaló profundamente y devolvió el cigarrillo a su justo lugar, aprisionado entre los labios de Lemon.

—No, no. Ahora eres mi invitado —dijo, sonriendo, y volvió a saltar al vacío. Tras una hora de duro ascenso, la pista se allanó por fin y el camión comenzó a zigzaguear por un frondoso bosque de gigantescos helechos arbóreos y banianos.

—Ya aquí —dijo Lemon al fin, y se detuvieron en un pequeño claro.

—Muchas gracias, Lemon —dijo Pearl. El conductor asintió bruscamente con la cabeza y Tom le puso unos cuantos cigarrillos en la palma abierta.

—Gracias.

Tom y Pearl se bajaron de buen grado, doloridos tras el accidentado trayecto. Por un momento, se quedaron parados del claro en sombra, para disfrutar del fresco y estirar las piernas entumecidas.

—Vaya caminito —dijo Pearl, mirando unas cabañas con techos de paja ocultas entre los árboles. Ya se habían reunido unos cuantos niños en las escaleras para mirarlos.

—Casi parece que no haya pasado nada, ¿verdad? —dijo Tom, observando a una mujer que estaba acuclillada en el suelo moliendo harina mientras unos cuantos lechones correteaban por la aldea.

Jerónimo corrió a hablar con unos hombres vestidos con raídas camisetas y pantalones cortos que habían venido a su encuentro y, por sus expresiones, era evidente que les estaba contando qué había sucedido con todo lujo de detalles. No parecían especialmente preocupados. Parecían más interesados en Pearl y Tom, que aguardaban junto al camión.

—Supongo que ahora tenemos que ver a ese tal Mackamack —dijo Pearl, mirando los rayos de sol que se colaban entre los árboles—. Me pregunto cuánto vamos a tardar.

—Lo sé —dijo Tom, asintiendo con preocupación. Ya debía de ser media mañana y, en el caso de que sir Henry hubiera hecho bien los cálculos, ¿cuánto tiempo les quedaba? El resto del día y esa noche, a lo sumo—. A lo mejor podemos convencer a Jerónimo y evitarlo.

—Mis primos —dijo el muchacho con una sonrisa, acercándose a ellos.

—Oh —exclamó Pearl, y sonrió a los hombres. Ellos la miraron con curiosidad. Jerónimo se sacó un peine del bolsillo y se arregló el pelo mirándose en el retrovisor lateral.

—Entonces, ¿podrás llevarnos al cráter? —preguntó Tom.

—¿Queréis ir ahora?

—Si es posible. Es… es bastante urgente.

Jerónimo se encogió de hombros y se metió el peine en el bolsillo.

—Vale. ¿Qué queréis ver? ¿El laberinto, los grabados, los animales?

Tom y Pearl se miraron.

—De hecho, Jerónimo, es otra cosa. Tenemos que encontrar una cueva.

El muchacho parecía un poco sorprendido.

—¿Cueva? ¿Qué cueva? En el cráter hay muchas cuevas.

—Es una cueva que conoces, Jerónimo. Hace unos años, encontraste un escarabajo ahí. Con forma de huevo.

El muchacho enarcó las cejas.

—¿Te lo ha contado sir Henry?

Tom asintió con la cabeza.

—Me ha contado que tú lo decoraste y luego se lo vendiste a un hombre llamado Nicholas Zumsteen.

Jerónimo no dijo nada, pero estaba claro que oír el nombre de Zumsteen lo había incomodado mucho.

—¿Por qué queréis ir a esa cueva? —preguntó con recelo el muchacho.

—Es solo que… tenemos que hacerlo, eso es todo. Lo antes posible.

Jerónimo murmuró algo en su idioma y miró la selva. Tom advirtió que, por algún motivo, aquella petición tan poco corriente había cambiado las cosas.

—No somos… por favor, si crees que somos como la gente de la ciudad, te aseguro que no —dijo Pearl, vacilando—. Somos distintos. Nos envía sir Henry Scatterhorn.

Jerónimo no pareció convencido del todo.

—¿Qué vais a pagarme? —preguntó, sin ninguna cordialidad—. La cueva está lejos, muy abajo.

Tom se apresuró a sacar la pitillera de plata que Trixie les había dado.

—No tenemos dinero —dijo—. Solo esto.

Jerónimo inspeccionó la pitillera, la abrió, volvió a cerrarla y se la metió en el bolsillo. Era obvio que había tomado una decisión.

—Muy bien. Os llevaré. Pero, de camino, tenemos que ver al Mackamack.

—¿El Mackamack? —preguntó Pearl, fingiendo no saber nada de él.

—Un hombre importante. Solo él decide si podéis subir. Le pagáis también a él. ¿Sí?

Tom y Pearl se miraron.

—Pero ¿es necesario que lo veamos, Jerónimo? —preguntó ella—. Es que tenemos un poco de prisa, eso es todo.

El muchacho negó rotundamente con la cabeza.

—Si el Mackamack os da permiso, podéis, si no os lo da, no podéis.

Tom y Pearl se dieron cuenta de que no iban a poder hacerle cambiar de idea.

—Está bien —dijo Tom a regañadientes—. Si insistes.

—Es lo mejor.

Jerónimo sacó un machete de la cabina del camión y, seguido de Tom y Pearl, tomó un sendero que se adentraba en la selva, alejándose del poblado. Pronto, el camino se estrechó tanto que casi se borró y Jerónimo comenzó a abrirse camino a machetazos por una maraña de ramas musgosas, repletas de helechos y orquídeas colgantes.

—¿No vive el Mackamack en el poblado? —preguntó Pearl, apartando ramas.

—No —respondió Jerónimo—. Vive en un sitio especial.

—¿Y seguro que necesitas su permiso para entrar en el cráter?

El muchacho meneó la cabeza y se rió de su perseverancia.

—Si tú no lo ves, él te ve a ti. Los pájaros, los monos, se lo dicen.

Tom y Pearl se miraron de soslayo y siguieron andando. ¿Estaba Jerónimo compinchado con el hechicero? ¿Qué provecho esperaba sacar con ellos? Cuanto más se adentraban en la selva, menos tranquilo se sentía Tom, pero también sabía que no podía hacer nada al respecto.

Pronto, el terreno comenzó a subir con mucha pendiente y Tom vislumbró un claro detrás de la espesura. Cuando estuvieron más cerca, vio que el llano contenía una desvencijada choza con el techo de paja, separada del resto de la selva por una tupida hilera de árboles.

—¿Es esa su casa? —preguntó Pearl, jadeando tras la ascensión—. Qué raro…

—¡No toques! —gritó Jerónimo cuando ella fue a apoyar la mano en un esbelto tronco plateado.

—¿Qué pasa? —preguntó Pearl, retrocediendo sobresaltada.

Jerónimo tocó la superficie de la corteza con el filo de su machete, señalando la pálida savia blanca que la impregnaba.

—Es un chongot —respondió—. El árbol del veneno. Toca este agua blanca y te hincharás como una pelota. No respirarás y te morirás.

—Vale —dijo Pearl, advirtiendo que Jerónimo hablaba totalmente en serio. Dio un respetuoso paso atrás y miró la cortina de árboles, la cual se extendía en ambas direcciones formando un círculo perfecto—. ¿Los plantó el Mackamack?

—Claro.

—¿Por qué?

—Protección. Contra los espíritus de la selva.

Con cautela, rodearon la cerca detrás de Jerónimo y pronto llegaron a un estrecho hueco donde había clavadas dos estacas de bambú. Detrás, en el claro, un hombre alto y delgado con unos raídos pantalones cortos de tela vaquera estaba acuclillado junto a una hoguera. Llevaba la rubia pelambrera canosa recogida en una coleta. En cuanto vio a los forasteros en la entrada, se levantó y los miró con aire amenazador.

—Mogethin! —gritó Jerónimo, y lo saludó alegremente con la mano.

El hechicero gruñó y miró a Tom y a Pearl con recelo. Gritó algo en su idioma, a lo cual Jerónimo respondió. El Mackamack continuó mirando a Tom y a Pearl. Luego, chasqueando los dedos con brusquedad, les indicó que entraran.

—Yo hablo con el Mackamack —susurró Jerónimo—. Vosotros no digáis nada. Si lo hacéis, se enfadará mucho.

—¿No deberíamos al menos saludar? —preguntó Pearl, viendo que el hombre alto entraba en su choza y volvía a salir muy poco después llevando lo que solo podía ser un pulpo negro muerto. Se acuclilló junto al fuego y procedió a cortarlo en pedazos que metía en la cazuela.

—No —dijo Jerónimo con firmeza—. Solo yo hablo con él.

Cruzaron la barrera de bambú y entraron en el claro. Tom y Pearl fueron hasta un árbol y se sentaron al amparo de su sombra como les había ordenado Jerónimo, mientras él se acercaba al fuego. Hubo una explosión de palabras, ante la cual el muchacho se sentó humildemente en el suelo y bajó la vista. Murmuró algo a modo de respuesta y el Mackamack comenzó a darle instrucciones, gesticulando como un poseso y lanzando alguna que otra mirada a Tom y a Pearl. Saltaba a la vista que Jerónimo le tenía muchísimo miedo.

—Espero que le guste el chocolate —susurró Tom, observando al hechicero mientras removía el mejunje negro de la cazuela—. De lo contrario, tenemos un grave problema.

—¿Qué crees que le está diciendo?

Tom se encogió de hombros.

—Lo que quiere que haga, por lo que parece. No logro entenderlo.

Por fin, el sermón concluyó y Jerónimo se acercó a ellos.

—¿Qué tenéis para darle? —preguntó, sin ninguna emoción. Tom supo de inmediato que el sermón del Mackamack le había sentado fatal.

—No es mucho —se disculpó Pearl, hurgando en la mochila—. Es…

—Llevádselo.

Se levantaron, fueron hasta la hoguera y se sentaron enfrente del Mackamack, que ahora estaba metiendo una serie de pieles curtidas y baratijas en su bolsa de hoja de palmera. Clavó en ellos sus ojos inyectados en sangre y, a continuación, dirigió un torrente de palabras a Jerónimo.

—Enseñadle vuestro regalo —les ordenó el muchacho.

Con cierto embarazo, Pearl sacó la deformada tableta de chocolate de la mochila y, alisando el envoltorio lo mejor que pudo, se la dio a Jerónimo, que se la pasó al Mackamack.

—Lo siento, pero está un poco estropeada.

El Mackamack miró ferozmente la tableta de chocolate y Tom y Pearl casi esperaron que cogiera su lanza y la arrojara contra ellos. Pero no lo hizo. En vez de eso, la olió, le quitó el envoltorio y volvió a olería. De pronto, el rostro demacrado se le iluminó con una ancha sonrisa desdentada.

—¡Chocolate! —rugió, como un niño excitado.

Sorprendidos, Tom y Pearl sonrieron, y también lo hizo Jerónimo, con picardía.

—¡Chocolate! —volvió a gritar el hechicero. La transformación era asombrosa y, de pronto, aquel peligroso hombre de la Edad de Piedra no les pareció ni la mitad de aterrador.

—¡Chocolate! —chilló—. ¡Chocolate! ¡Chocolate!

Al cabo de cinco minutos, habían vuelto sobre sus pasos después de cruzar la cerca venenosa y regresar al estrecho y tortuoso sendero.

—¿Cómo sabíais lo del chocolate? —preguntó Jerónimo, apoyándose en un árbol para encender un cigarrillo—. ¿Os lo dijo sir Henry?

—Sí —respondió Tom.

—Sir Henry es un hombre inteligente —dijo el muchacho, sonriendo—. Me cae muy bien.

—¿Así que te acuerdas de cuando vinieron?

—Oh, sí.

—Y de Nicholas Zumsteen, ¿te acuerdas?

El muchacho no dijo nada. Exhaló ruidosamente el humo y se quedó mirando la selva.

—¿Sigue aquí Nicholas Zumsteen, Jerónimo? —preguntó Tom, recordando el hombre que había visto en la calle.

—Demasiadas preguntas para Jerónimo —masculló el muchacho, y reanudó la marcha.

Tom y Pearl lo siguieron en silencio por la maraña de lianas y helechos. Cuando estuvieron más arriba, árboles gigantescos comenzaron a sobresalir por encima de la espesura y, en diversos puntos, coloridos cangrejos de los cocoteros corrieron a refugiarse entre la maleza, con las poderosas pinzas listas para atacar.

—¿Cuánto falta? —resolló Pearl, mientras descansaban apoyados en una enorme raíz arbórea.

—Ya estamos muy cerca. Solo hay que coronar por ahí —respondió Jerónimo, señalando la cresta que tenían encima—. Casi, casi. ¿Quieres beber?

—Por supuesto.

El muchacho fue hasta un tupido grupo de bambúes y, sacándose el machete del cinto, cortó una caña blanca y verde. Luego, rebanó hábilmente los dos extremos y dio un trozo a Pearl. Para su sorpresa, estaba llena de agua.

—Nuestros antepasados nos dan este agua. Es buena.

Agradecida, Pearl bebió de la caña de bambú y, luego, Jerónimo cortó un trozo para Tom y otro para él.

—Sabes mucho de la selva —dijo Tom admirado.

El muchacho se encogió de hombros.

—Esto no es la selva. Es un jardín. Yo soy un karnaka. Esta es mi tribu, este es mi hogar. Mi sitio está aquí, no en la ciudad de Tithona. Me gusta estar aquí. Aquí, nadie dice a Jerónimo lo que tiene que hacer.

—Salvo el Mackamack —observó Tom, mirándolo a los ojos—. Parecía que estuviera diciéndote qué tienes que hacer.

El muchacho sonrió, azorado.

—Te da miedo, ¿verdad, Jerónimo? —preguntó Pearl, enjugándose el sudor de la frente—. ¿Qué te ha dicho que hagas?

—El Mackamack es un hombre muy importante —respondió el muchacho, apartando la mirada—. Puede hacer que pasen cosas.

—¿Como qué?

Jerónimo señaló el mar con un movimiento de cabeza.

—¿Te refieres al maremoto? —farfulló Tom—. ¿Te ha dicho que lo ha provocado él?

Jerónimo no dijo nada. Solo hurgó en el suelo con la punta de su machete.

—Pero tú no lo crees, ¿verdad? —dijo Pearl—. ¿Lo crees, Jerónimo?

El muchacho miró al suelo, enfadado. Con sus raídos pantalones cortos de color rojo, su collar tribal y su inmaculado tupé engominado parecía una extraña mezcla de pasado y presente.

—Los hombres blancos hacen demasiadas preguntas… —murmuró, y echó a andar. Tom y Pearl se miraron antes de seguirlo a regañadientes. Allí había algo que olía muy mal.

Al cabo de cinco minutos, habían llegado al borde del cráter y estaban contemplando un paisaje extraño y casi extraterrestre. El cráter tenía forma ovalada y sus abruptos lados grises descendían lisamente hasta una maraña de arbolillos y arbustos que brotaban del suelo pedregoso. En su centro había un imponente amontonamiento de rocas rojizas, asomando por encima de la vegetación.

—¿Qué son? —preguntó Tom, señalando las rocas rojas, cuyas lisas formas centelleaban bajo el sol.

—La casa de Tith —explicó Jerónimo—. La construyó hace tiempo.

—¿Tith?

—Esta es su isla. Tithona. La primera isla del mundo.

—Vale —dijo Pearl, entendiendo a qué se refería el muchacho—. ¿Así que Tith es, digamos, como vuestro dios?

—Tith es el hijo de Dios —explicó Jerónimo—. Como Jesucristo. Pero es muy travieso.

—¿Travieso? —preguntó Tom, sonriendo—. ¿Qué hace?

—Tith roba cosas, enfada mucho a su padre. Así que tiene que esconderse aquí, en forma de escarabajo.

—¿Escarabajo?

—Sí, señorita Pearl —dijo Jerónimo, en serio—. Los karnaka lo creen. La casa de Tith es un lugar muy antiguo.

—¿Y tú también lo crees?

—¿Yo? —El flaco muchacho los miró y se encogió de hombros con indiferencia—. Lo que piensa Jerónimo da igual. La cueva que queréis ver está al otro lado. ¿Seguimos?

Tom y Pearl asintieron con la cabeza. Jerónimo comenzó a bajar por un abrupto pizarral hasta una maraña de árboles achaparrados. Al pisar el bosque del cráter, Tom advirtió que había algo distinto. No era únicamente la ausencia de enredaderas y lianas, enroscadas unas con otras como una especie de nudo vivo; era otra cosa. El bosque parecía rebosante de vida.

—¡Oh! —exclamó Pearl.

Un llamativo pájaro azul, bastante parecido a un loro, se posó en una rama justo delante de ella. Se encontraba tan cerca que casi podía tocarlo, pero el pájaro no manifestó ningún interés en ella. Estaba mucho más interesado en capturar un insecto de la hoja que Pearl tenía ante sus ojos.

—Es como si yo no estuviera —se maravilló, viéndolo alejarse.

—Así es, señorita Pearl —dijo Jerónimo con orgullo—. Es un lorikeet. Un pájaro muy poco común. Aquí hay muchas cosas poco comunes. Esta es la casa de Tith; aquí no se caza. Solo hay antepasados.

—¿Antepasados? —repitió Pearl, observando a una bandada de pájaros rojos y verdes que volaba entre las copas de los árboles.

—Sí. Mira —dijo Jerónimo, señalando el suelo cuando un escarabajo marrón cruzó el sendero—. Otro —añadió, señalando un escarabajo verde iridiscente posado en la hoja de una planta—. Otro —dijo, señalando un escarabajo rojo posado en la flor roja de una orquídea.

Una vez reconocieron la silueta, Tom y Pearl comenzaron a ver los mismos escarabajos por doquier, todos perfectamente camuflados.

—Al principio no se ven —explicó Jerónimo, acercándose a una gran orquídea blanca que pendía de una rama—. Os enseño por qué.

Tom y Pearl vieron un escarabajo blanco que correteaba por el borde de la flor hacia el tallo negro. En cuanto pisó el tallo, comenzó a cambiar de color y, un momento después, era completamente negro.

—Es como un camaleón —se maravilló Pearl, viendo que el escarabajo se tornaba verde donde el tallo se encontraba con la hoja y, más adelante, marrón al bajar al suelo—. ¿Cómo se llama este escarabajo, Jerónimo?

—Nosotros lo llamamos escarabajo de Tith. Es un escarabajo especial. Solo vive un día. Luego, se muere.

—¿Solo vive un día?

Jerónimo asintió con la cabeza.

—Un año como larva, un día como escarabajo. El señor Catcher lo llama escarabajo cambiante.

—El escarabajo cambiante. —Tom miró a Pearl de soslayo—. Eso nos viene bien.

—Entonces, ¿todas estas criaturas son antepasados? —preguntó Pearl, mirando el hermoso escarabajo, que ahora se estaba volviendo amarillo bajo el sol.

—Sí, señorita. Absolutamente todos. Vivimos, morimos, regresamos como un pájaro, una rata, un escarabajo, estamos todos aquí. Y a veces, Tith también está aquí, por la noche. Camina por el cráter.

—¿De verdad? —dijo Pearl, preguntándose cómo podían encajar las piezas de aquel enorme rompecabezas—. ¿Y es Tith una especie de escarabajo enorme?

—Yo no he visto nunca a Tith —dijo Jerónimo—. Solo lo ve el Mackamack.

—Solo el Mackamack, ¿eh? —dijo Tom, enarcando las cejas.

—Sí. Eso dice —respondió el muchacho—. Por favor, por aquí.

Siguieron bajando hasta que, por fin, llegaron a las rocas rojas que ocupaban el centro del cráter. Vistas desde el suelo, parecían incluso más grandes de lo que Tom había calculado y en ellas reinaba una calma inquietante.

—La casa de Tith —dijo reverentemente Jerónimo, sacando otro deformado cigarrillo de la pitillera y encendiéndolo—. Un sitio muy especial. Hace muchos años, la fortaleza de los karnaka.

Tom y Pearl miraron en silencio las lisas superficies de las rocas. Aquellas grandes formas rojas que se erigían por encima del bosque tenían un aire absolutamente amenazador. Observaron que las atravesaba un estrecho sendero por el que apenas cabía una persona.

—Dentro hay muchos grabados. A sir Henry, al señor Catcher, a Nicholas Zumsteen, les gustaron mucho. Pero debéis tener cuidado.

—¿Por qué razón? —preguntó Tom.

—Hace muchos años se perdieron aquí dos niños blancos.

—¿Niños blancos?

—De una familia de misioneros. Vinieron a ver los grabados, los hermanos entraron y ya no salieron. Un grave problema. La familia los buscó, pero no los encontró. Vino todo el poblado, los buscaron, no los encontraron. Luego, vinieron soldados de otras islas, los buscaron, pero nada. Los niños desaparecieron. Se esfumaron. Algunos agujeros son muy profundos. Es muy peligroso.

Jerónimo exhaló ruidosamente el humo y tiró su cigarrillo al suelo.

—¿Estáis listos?

Tom miró a Pearl y vio el brillo de la anticipación en sus ojos. Sabía qué estaba pensando. Allí, en aquella extraña isla tropical, estaba la razón de que hubieran viajado en el tiempo y en el espacio: la entrada a Scarazand. Era aquella.

—¿Entramos? —dijo.