Cinco minutos después, Pearl y Tom habían apagado los rescoldos de la hoguera y estaban esperando mientras sir Henry amarraba el hidroavión a una gran roca próxima a la orilla.
—Bien —dijo él, atravesando resueltamente la playa en su dirección—. No resistirá un maremoto, pero por ahora bastará.
Se puso el sombrero y cruzó el palmeral hasta un ancho camino abierto en la selva.
—Hacia el este, creo —murmuró, y comenzó a subir la colina como una bala.
Pese a su edad, sir Henry se movía con una agilidad extraordinaria y, pronto, Tom y Pearl estaban jadeando para no quedarse rezagados. Había caído la noche, pero, en todo caso, el aire parecía haberse vuelto incluso más caliente y Tom sentía el calor emanando del camino. Se enjugó el sudor de los ojos e intentó no pensar en su sed atroz, concentrándose en las pequeñas bombas blancas de polvo que levantaba del suelo con cada paso que daba. Ahora, el tiempo era primordial, todos lo sabían: el viaje a Scarazand se había convertido en una carrera.
Sir Henry se detuvo en la cima de la colina, se enjugó el sudor de la frente y escudriñó las extrañas islas con formas de animales que sembraban la laguna, reluciendo bajo la luna.
—Es bonito, ¿verdad?
Trixie asintió con la cabeza, jadeando junto a él.
—Cuesta creer que no va a estar aquí durante mucho más tiempo.
Trixie se volvió y escudriñó los tejados de hojalata que brillaban justo detrás del cabo.
—¿Crees que deberíamos avisar a alguien?
Sir Henry negó firmemente con la cabeza.
—Siempre es un error interferir —dijo—. Nunca trae nada bueno. Y, en este caso concreto, creo que la inminencia de la catástrofe puede hacernos un favor a todos.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Pearl, resollando.
—Estoy empezando a recordar —respondió sir Henry con aire misterioso, y no dijo más.
—Allí hay un barco —dijo Tom, señalando tres altos mástiles que se alzaban por detrás del cabo. Pertenecían a la goleta que había visto antes.
—Tithona siempre ha sido un astillero muy frecuentado —explicó sir Henry—. Así es como se ganan la vida la mayoría de sus habitantes, creo. No hay mucho más que hacer si estás rodeado de centenares de kilómetros de mar. —Y, dicho aquello, volvió a calarse el sombrero y echó a andar.
Una hora después, habían llegado al margen de la selva y los frondosos árboles negros dieron paso a campos y ordenadas avenidas de palmeras.
—Ya queda poco —susurró sir Henry, deteniéndose a descansar en un tronco al borde de la selva—. Hace un calor impresionante, ¿no?
—Un calor exagerado —asintió Trixie, enjugándose el sudor del cuello—. Excesivo.
Tom estaba tan agotado que solo pudo asentir con la cabeza y advirtió que Pearl estaba igual de exhausta. Había sido como andar por un horno.
—Aun así, vamos bien de tiempo.
Se quedaron sentados en silencio durante uno o dos minutos, escuchando el zumbido de los insectos. Ahora que estaban parados, el calor era increíble. A Tom se le estaban empezando a cerrar los ojos cuando un repentino alboroto entre los árboles volvió a despabilarlo. Los bufidos cesaron de inmediato y dos pequeños monos abandonaron la espesura y atravesaron el camino como flechas, protestando ruidosamente.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Pearl, escudriñando la negra espesura con nerviosismo. Se oyeron fuertes chillidos y, acto seguido, otros dos monos cruzaron el camino.
—Una serpiente, ¿quizá? —sugirió Trixie.
—Es muy poco probable —murmuró sir Henry, escuchando el alboroto. Luego, su expresión cambió y, levantándose sin hacer ruido, volvió sobre sus pasos en la dirección del sonido.
—Ajá —dijo con cierta sorpresa—. Eres tú.
Al volverse, Tom y Pearl vieron a sir Henry parado entre las sombras, al parecer, enfrascado en una conversación con un árbol.
—Trixie —susurró, y le hizo una seña para que se acercara.
—¿Es lo que creo que es? —preguntó Pearl, escudriñando las sombras. La gran silueta cambió ligeramente de postura.
—Lo es —dijo Tom, enjugándose el sudor de los ojos—. Es el águila de la que nos han hablado. Debe de habernos seguido.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—No lo sé —murmuró Tom, pero, nada más decirlo, comenzaron a acosarlo inquietantes pensamientos.
—Muy bien. —Sir Henry asintió bruscamente con la cabeza, se dio la vuelta y fue a su encuentro.
—Me temo que ha habido un cambio de planes —anunció—. Tenemos que dejaros.
—¿Dónde van? —preguntó Pearl, sorprendida—. ¿Ocurre algo?
Bajo la luna, las arrugadas facciones de sir Henry transmitieron angustia. Ni tan siquiera él podía disimular su preocupación.
—El pobre August está en apuros.
De pronto, Tom notó un nudo en la garganta. Imaginó la figura flaca y frágil de August, sola en la niebla, y aquel enjambre de bateas negras rodeándolo… era una escena extraída de una pesadilla de la que él era, en cierto modo, responsable. Debería haber dicho algo, confiado en su instinto… Con el corazón palpitándole, corrió hasta el lugar donde el águila acechaba entre las sombras.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
El gran pájaro lo miró con su cara de enfado.
—Alguien se ha ido de la lengua, socio, eso es lo que ha pasado.
—¿Está August…? —comenzó a decir Tom—, es decir, ¿está…? No lo han matado, ¿no?
—No, socio, no lo han matado. Todavía.
—¿Y qué hay de su biblioteca, los pájaros…?
—Han escapado, siempre lo hacen. Y esos chuchos de ataque distraen bastante.
—Entonces… ¿sabes quiénes eran?
—Los mismos que te seguían a ti —respondió el águila—. Lotus Askary y bastantes de sus compinches. Qué coincidencia, ¿no?
Tom miró el polvo blanco del camino y lo pateó con indignación.
—Pero ¿cómo iba yo a saberlo? Nosotros no…
—Ya sé qué no lo sabías, socio. Pero toda acción tiene una consecuencia, ¿no? Intencionada o no.
Tom siguió mirando al suelo. Se sentía fatal.
—Yo que tú, chaval, vigilaría a tu compañera de viaje muy de cerca.
Tom miró al águila.
—¿Qué?
—No voy a decir nada más. Inmiscuirme solo empeorará las cosas. Tú solo vigílala, socio.
De un gran brinco, saltó a la pista y emitió un extraño reclamo ululante. Se oyeron gorjeos entre las ramas y una minúscula mota negra bajó volando hasta ellos.
—El estará pendiente, por si las cosas se ponen feas —gruñó el águila, señalando la golondrina que revoloteaba sobre el camino—. Lo cual es sumamente probable. Pero así es la vida, ¿no?
Con un último reclamo, comenzó a dar brincos por la pista, batiendo las alas hasta alzar el vuelo con torpeza.
—Estaré esperando junto al avión —gritó, y se elevó por encima de los árboles.
Tom la vio marcharse con un torbellino de pensamientos en la cabeza. ¿Por qué habría de sospechar de Pearl?
—¿Tienes claro qué hacer? —le preguntó sir Henry, dándole una palmada en la espalda. Al volverse, Tom advirtió que ya había recuperado su confianza habitual.
—Eso creo. Subir a ese cráter lo más rápido posible.
—Así es —dijo sir Henry, sonriendo—. Debería ser bastante sencillo. Hay una mina cerca del cráter y la gente sube y baja continuamente. Para haceros la vida más fácil, cuando lleguéis allí, preguntad por Jerónimo.
—¿Jerónimo?
—Exacto. Se puso el nombre él y, curiosamente, le pega bastante. Tiene más o menos tu edad y es un gallito, pero fue quien encontró la pelota-escarabajo. Pídeselo con amabilidad y estoy seguro de que te llevará al interior del cráter.
—Pero… ¿no es el cráter una especie de lugar sagrado? —preguntó Pearl, que se había unido rápidamente a ellos.
Sir Henry se quedó un momento callado.
—Ah, sí. Cierto. Se me había olvidado. Vale, vais a necesitar unos cuantos sobornos.
—Tened —dijo Trixie, sacándose del bolsillo una fina pitillera de plata—. Es tabaco americano, pero estoy segura de que no les importará —añadió, sonriendo.
—¿Estás segura? —preguntó Pearl, cogiendo la pitillera con cierta incomodidad.
—Por supuesto, jovencita. Es lo menos que puedo hacer. Debo decir que me siento un poco culpable por marcharme con tantas prisas.
—Oh, Dios mío —dijo sir Henry de pronto—. Y me había olvidado por completo de ese dichoso brujo.
—¿Brujo? —repitió Tom, incrédulo—. ¿Hay un brujo?
—Brujo, hechicero: «el Mackamack», creo que lo llaman. Es un verdadero charlatán que dice que controla el acceso al cráter. Eludidlo si podéis. Pero, si no podéis —Sir Henry rebuscó en su bolsa de lona—, recuerdo que tiene debilidad por esto.
Tom miró la gran tableta que sir Henry le había puesto en la mano.
—¿Chocolate?
—Así es. Que es por lo que se le han caído todos los dientes —dijo, riéndose—. En fin, debemos irnos. Buena suerte.
—Gracias.
Trixie se acercó a ellos y sonrió.
—Eh, vamos, no pongáis esas caras tan largas —dijo, dándoles una palmada en el hombro—. Formáis un equipo estupendo, que no se os olvide. Disponéis de mucho tiempo para hacer lo que tenéis que hacer. De muchísimo. —Y, diciéndoles adiós con la mano, corrió tras sir Henry, que ya se había puesto en camino.
Tom los vio alejarse y se sintió muy intranquilo. ¿Formaban realmente un buen equipo? «Vigílala, socio»… Vigilarla… ¿A qué se refería el águila?
—¿Listo?
Pearl lo estaba mirando con expresión decidida.
—Claro —respondió él, con recelo—. ¿Y tú?
Pearl asintió con la cabeza y se echó la mochila al hombro.
—Vamos a buscar a ese tal Jerónimo.
Se pusieron en fila india y emprendieron la larga y sofocante caminata por los campos. El camino zigzagueaba en esta y aquella dirección y, de vez en cuando, Tom miraba el manto de selva que cubría las laderas montañosas, pero, en realidad, no había nada que ver, solo una impenetrable cortina de sombras negras y azules. Al cabo de una media hora, se sentaron a descansar bajo un árbol.
—Hace calor, ¿eh? —dijo Pearl, enjugándose el sudor de la cara—. Caray, me duelen los pies. Supongo que no son idénticos a los tuyos —añadió, desatándose las viejas deportivas verdes de Tom y frotándose los dedos.
Tom estaba demasiado cansado para decir nada; se echó boca arriba y cerró los ojos. Tenía la sensación de no poder dar ni un paso más. Poco a poco, los minutos fueron pasando.
—¿Te apetece desayunar?
Pearl estaba acuclillada junto a una piedra, rebanando con una navaja la parte de arriba de un coco verde.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Tom, observándola mientras cortaba hábilmente las capas de dura cáscara fibrosa.
—De allí —respondió Pearl, señalando un grupo de cocoteros con la navaja—. Puede que sea de los trópicos, pero no soy una completa inútil —dijo, sonriendo—. ¿Quieres probar el agua de coco?
—Sí, por favor —respondió Tom agradecido, cogiendo el coco verde y llevándoselo a los labios. Por algún motivo, esperaba que supiera como la leche de coco, pero no fue así. El líquido que contenía estaba fresco, fragante y delicioso.
—Muchas gracias —dijo, limpiándose la boca y devolviéndoselo.
—¿Te gusta? Rudy y yo los tomamos a menudo para desayunar. —Pearl bebió hasta que el jugo le resbaló por la barbilla. Luego, con la punta de la navaja, raspó el interior del coco, obteniendo virutas de gelatinosa pulpa blanca.
—Esto también es bueno —dijo, dando varias a Tom—. Pero no todo el mundo se molesta en comérselo.
Tom se metió un trozo de resbalosa pulpa blanca en la boca. Una vez más, no era lo que esperaba, pero se lo comió con voracidad. Pearl lo observó, acuclillado en la tierra roja, comiendo sin modales. Se rió.
—Vaya, vaya, creo que te estás echando al monte, Tom.
—Eso espero —dijo él con una sonrisa, limpiándose los dedos pringosos en los pantalones.
Después, se quedaron un rato mirando el camino desierto. De algún modo, la comida lo había cambiado todo y, por un momento, olvidaron los problemas y las dudas a que se enfrentaban.
—Es una lástima que tengamos que continuar, ¿no? —dijo Pearl, escuchando el zumbido de los insectos—. ¿No sería estupendo que viéramos a mi padre y a Rudy andando por este camino, ahora mismo, y también a tus padres, y que pudiéramos irnos todos a casa?
Tom se quedó mirando el polvo blanco y hurgó en él con un palo.
—Pero no podemos.
—Lo sé. Pero no puedo decir que tenga ganas de subir ahí —dijo Pearl, mirando la montaña.
Tom siguió sus ojos y, a la brillante luz de la luna, divisó los escarpados bordes grises del volcán, asomando por encima de la espesura. Decididamente, no parecía presagiar nada bueno.
—Veamos qué aspecto tienen los trajes que hizo August —dijo, acuclillándose.
—¿Qué, ahora? —preguntó Pearl, con inquietud—. ¿Crees que tenemos tiempo?
Tom se encogió de hombros. La luna seguía en lo alto del cielo. Parecía que estuvieran en plena noche.
—No sé. Pero nadie nos va a subir hasta ahí hasta que amanezca, ¿no?
Pearl no parecía convencida del todo.
—Creo que, al menos, deberíamos comprobar si son de nuestra talla. Yo creo que es mejor saberlo ahora que después, ¿no te parece?
—Si tú lo dices.
Pearl cogió la mochilita de lona, la abrió y comenzó a depositar su contenido en el camino.
—El aerosol de feromonas, las gafas para ver el mundo como los escarabajos, que pueden o no funcionar, la caja con la pluma luminosa e hilo, quién sabe lo útil que será, y, por último, pero no por ello menos importante, esto.
Sacó dos delgados paquetes envueltos en papel encerado de color marrón y dio uno a Tom. Dentro había lo que parecía un conjunto sin estrenar, hecho de fina seda gris y muy bien doblado.
—Qué olor tan raro —dijo Pearl, abriendo su paquete y olisqueando el curioso material, que olía vagamente a mantequilla, almendras y naranjas podridas—. Debe de haberlos hervido en una cuba llena de feromonas.
—Supongo —dijo Tom, que se levantó y se puso el poncho. Este tenía una capucha con una pequeña rejilla—. ¿Cómo estoy? —dijo, poniéndose la capucha. La rejilla era tan fina que veía a través, de ella.
—¿Cómo un bombero un poco raro? —dijo Pearl, sonriendo. También ella se había puesto el poncho—. ¿Qué hay de las manos y los pies?
—A lo mejor para eso es el aerosol —respondió Tom, cogiendo la botella con la funda de cuero—. Pero el mío es tan grande que no creo que me los vaya a ver nadie —añadió, escondiendo los dedos en las amplias mangas.
—Todo esto es un poco complicado, ¿no? —dijo Pearl, dándose la vuelta—. Intentar hacernos invisibles a los escarabajos, cuando no sabemos si va a funcionar. ¿Y si no lo hace?
—Lo sé —dijo Tom, calándose la capucha.
Pearl tenía razón. Aunque él creía a August capaz de inventar cualquier cosa, lo más lógico sería probar aquel material antes de utilizarlo. Pero ¿cómo? No podían entrar en la ciudad de Tithona con aquella pinta, ¿no? Más allá de los árboles, divisó tejados de hojalata reflejando la luz de la luna y, en alguna parte, mezclada con el ruidoso zumbido de los insectos, oyó una diáfana nota aguda.
—¿Oyes eso? —preguntó, mirando la pista. Ahora la oía con más claridad. Era una campana tañendo en la lejanía. La campana de una iglesia.
—A lo mejor es domingo —dijo Pearl—. A lo mejor hay una misa del gallo o algo así.
Tom oyó otro sonido. Parecía que estuvieran cantando. Al volverse, vio algo acercándose por la avenida de palmeras.
—Eh, mira.
Era una bicicleta, montada por un hombre delgado que llevaba una reluciente camisa blanca y un sombrero negro echado hacia atrás. Detrás de él, sentada de lado sobre la rueda trasera, iba una señora con un vestido y unos guantes blancos. Iban de punta en blanco, como si fueran a la iglesia.
—Deprisa. Más vale que escondamos todo esto —advirtió Pearl, recogiendo todos los objetos del suelo y metiéndolos en la mochila—. Tom, dame el poncho. —Tom siguió mirando la bicicleta. De pronto, se le ocurrió una idea…
—Pearl, espera. Déjate puesto el poncho. Ven a mi lado.
—¿Qué? —dijo Pearl, que ya se lo había subido hasta el cuello—. ¿Por qué?
—Tú hazlo. Deprisa.
Obedientemente, Pearl abandonó la sombra del árbol y se unió a él, quedándose inmóvil al borde del camino. La bicicleta se estaba acercando con mucha rapidez y Pearl oyó que la mujer cantaba en voz baja. Y entonces lo comprendió.
—¿No creerás?
—Quizá —susurró Tom, sin mover un músculo—. Es la única forma de averiguarlo, ¿no?
Pearl y Tom guardaron silencio y observaron la bicicleta. El hombre estaba concentrado en evitar las roderas y no los vio hasta que los tuvo encima. Al principio, pareció confundido.
—Hola —dijo Tom, y lo saludó, sacando la mano del poncho.
De repente, el hombre mudó la expresión, poniendo cara de puro terror.
—¡Dios santo! —dijo en español, y se le cayó el cigarrillo de la boca—. ¡No tienen cuerpo! ¡No tienen piernas!
La mujer dejó de cantar y alzó la vista.
—¡Ahhh!
Su gritó atravesó el aire y acalló a los insectos. De algún modo, había dos cabezas y cuatro manos de dos muchachos flotando en el aire. Uno de ellos era rubio y la estaba saludando.
—¡Niños del diablo…! ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios!
La mujer se santiguó y empezó a golpear a su esposo y a gritarle que pedaleara más aprisa. El hombre miró atrás aterrorizado antes de acelerar y, al cabo de un momento, la bicicleta había doblado la curva.
Tom se quitó el poncho y frunció el entrecejo.
—Caramba. Sabes qué significa eso, ¿no?
Pearl asintió con la cabeza y miró el camino, ahora desierto, con nerviosismo.
—A lo mejor en Tithona son todos así —aventuró.
—A lo mejor —dijo Tom en tono sombrío, guardando el poncho en la mochila. Tanto sir Henry como August habían insinuado que en Tithona ocurría algo siniestro y ni tan siquiera el águila había parecido demasiado entusiasmada—. Pero, al menos, ahora lo sabemos, así que supongo que eso ya es algo. Anda, vamos.
Se echó la mochila al hombro y volvieron a ponerse en camino. El sonido de la campana fue aumentando poco a poco y, pronto, los campos dieron paso a destartaladas chabolas de hierro ondulado y casas pintadas de madera.
—¿Nerviosa? —preguntó Tom, andando un poco más despacio conforme se acercaban.
—Puede que un poco —reconoció Pearl, enjugándose el sudor de los ojos—. Está bien, puede que más que un poco.
Tom asintió con la cabeza; la quería tranquilizar, pero no podía evitar sentir no poca inquietud.
—Lo único que tenemos que hacer es subir al cráter. A lo mejor hay un autobús o algo que lleva hasta el pueblo. No tenemos que hablar mucho con nadie si no queremos.
—Claro —dijo Pearl, asintiendo con seriedad.
Poco después, estaban entrando en la ciudad de Tithona, caminando entre destartaladas chabolas de hojalata y casas de madera decoradas con unos cuantos carteles oxidados, escritos en español o japonés. En un cruce, llegaron a lo que parecía la calle mayor y se encontraron en la base de un tramo de anchas escaleras que conducían a una iglesia encalada. Con cautela, las subieron y miraron dentro, asomándose a la puerta abierta de dos hojas.
—Pero está vacía —dijo Pearl, mirando el interior desierto alumbrado por cirios—. ¿Dónde están todos?
—Abajo. En la laguna.
La voz aflautada provenía de las sombras que tenían detrás y, al volverse, Tom vio a un flaco japonés con chaleco trabajando en una máquina de coser. Había un mortecino quinqué colgado por encima de él. El hombre alzó la vista de su labor y los saludó cordialmente con la cabeza. Tom y Pearl se miraron.
—¿Por qué no? —dijo Tom, encogiéndose de hombros. Atravesaron la calle y fueron al lugar donde estaba sentado el hombre.
—Parece difícil —dijo Pearl con educación, observándolo mientras pasaba cuidosamente el dobladillo por la máquina de coser.
—Nobayashi trabaja durante toda la noche en el día del Señor. Nobayashi es un hombre muy malo —sonrió, enseñándoles los pocos dientes que le quedaban—. A Nobayashi le da lo mismo.
—¿Qué está pasando? —preguntó Tom.
—¿Sois turistas? —preguntó el flaco japonés, dando la vuelta a la chaqueta que estaba confeccionando—. ¿O sois del zoo?
—¿Del zoo?
—Del zoo. Sí.
El señor Nobayashi vio que ninguno de los dos tenía la menor idea de a qué se refería. Silbó entre los dientes; luego, murmuró algo en su idioma.
—¡Mirad! —dijo, señalando detrás de ellos.
Pearl y Tom se dieron la vuelta y vieron, estupefactos, dos grandes elefantes entrando en un patio al final de la calle.
—¿Aquí hay un zoo? —preguntó Tom, intentando comprender.
—No, no, no. En Tithona no. En Tokio. León, jirafa, hiena, mono, elefante, rinoceronte. Todo está saliendo al revés. Problema grave.
Nobayashi los miró con dureza.
—¿No lo ves? ¡Turista loco!
Tom y Pearl estaban a punto de hacer otra pregunta, pero el japonés agitó el brazo con violencia.
—¡Id a verlo! ¡Id! ¡Id!
Ellos captaron el mensaje y bajaron rápidamente a la laguna por una estrecha callejuela.
—¿Qué le pasa? —susurró Tom.
—No lo sé —respondió Pearl. Estaba confundida y preocupada—. No crees que ya está empezando, ¿verdad?
Cuando llegaron al final de la callejuela, se encontraron con un panorama curiosísimo. Había un pequeño puerto, rodeado de rudimentarios almacenes y, en un extremo, un desvencijado embarcadero de madera se internaba en la laguna. Pero no había agua. En vez del mar, el terreno descendía hasta un resplandeciente lecho de arena blanca y tramos de coral negro que se extendía hasta las islas más alejadas. Grupos reducidos de personas aguardaban en lo que antes era la orilla del agua, contemplando con incredulidad el extraño paisaje submarino que había quedado súbitamente al descubierto. Había viejas anclas, cañones, rocas y montones de peces de todas las formas y tamaños, coleteando con impotencia bajo la luna. En el centro, un sacerdote que portaba un crucifijo encabezaba una procesión de monjas por el lecho marino. Estaba cantando en voz baja.
—Es como si alguien acabara que quitar el tapón —susurró Pearl, viendo un congrio retorciéndose en un bosque de coral.
—Y ese barco debía de transportar el zoológico —dijo Tom, señalando la oscura silueta de la goleta de tres palos, varada ahora sobre un costado al final del puerto.
Habían tendido dos improvisadas pasarelas desde sus cubiertas y Tom oyó los gritos de los hombres que estaban transportando grandes jaulas de madera a un camión estacionado en el lecho marino.
—Pero… está pasando muy deprisa —susurró Pearl, apenas capaz de dar crédito a sus ojos—. Solo hace un par de horas que esto estaba cubierto de agua. —Angustiada, miró la luna llena, que aún refulgía entre las estrellas—. Puede que sir Henry se haya equivocado en sus cálculos.
Tom miró hacia lo que él creía que era el este y observó el mar oscuro más allá del arrecife. ¿Era aquello una brizna de luz gris en el horizonte? No lo sabía.
—Creo que deberíamos ponernos en camino ahora mismo —murmuró.
—Pero ¿qué pasa con toda esta gente? —preguntó Pearl, observando a un grupo de niños que se había puesto a rebuscar entre los corales y a recoger peces moribundos en cestas—. Me parece una crueldad saberlo y no hacer nada.
Tom negó con vehemencia.
—Lo sé, pero no puedes pensar así. No debes —insistió—. Salgamos de aquí antes de que sea demasiado tarde.
Pearl lanzó una última mirada a la gente, que ahora se estaba apiñando en el lecho de la laguna, antes de darse la vuelta y echar a correr por la callejuela detrás de Tom. Al llegar a la calle mayor, lo siguió hasta el lugar donde estaba Nobayashi, ocupado aún en su chaqueta.
—Hola —dijo Tom, sonriendo—. Lo siento, volvemos a ser nosotros. Solo tengo otra pregunta.
El señor Nobayashi lo ignoró y siguió moviendo el pedal, cosiendo la costura.
—¿Podría indicarnos la mejor forma de subir al cráter? ¿Sube alguien hoy?
Nobayashi negó con la cabeza.
—¿No? ¿A lo mejor hay un autobús?
Nobayashi dio la vuelta a la chaqueta. Ni siquiera se molestó en alzar la vista.
—Hoy es domingo. No hay autobuses.
—¿Taxis? —preguntó Pearl.
—En Tithona no hay taxis.
—¿Y algún camión que suba a la mina?
—Ahora la mina está cerrada.
—¿Hay algo? —preguntó Pearl, alzando la voz—. Tenemos un poco de prisa, ¿sabe?
Nobayashi los miró con desprecio.
—¿Por qué tendría que ayudaros? He visto a muchas personas como vosotros. Sois como la gente de Tithona. ¡No sois buena gente! —gritó, llevándose un dedo en la sien y girándolo.
—No… no, no, en serio. Nosotros no somos así, para nada —insistió Tom, presintiendo qué quería decir—. Solo somos turistas y tenemos que subir al cráter de inmediato.
Nobayashi gruñó.
—En Tithona solo queda un camión. Es de las hermanas misioneras. Está ahí, con los del zoo. —Señaló el cercado del final de la calle—. Preguntadles a ellos. A lo mejor os ayudan.
—Gracias* señor. Muchas gracias.
Y, antes de que Nobayashi alzara la vista, Tom y Pearl ya se habían ido. Corrieron calle abajo, dejando atrás a familias que subían a la selva por caminos empinados y tortuosos. Por su angustiado parloteo, era obvio que sospechaban que algo iba a suceder, y no eran las únicas, porque, cuando Tom y Pearl se aproximaron al cercado, oyeron una extraña confusión de gruñidos, graznidos, aullidos y gritos. Dentro del polvoriento patio, toda clase de animales se paseaban nerviosamente dentro de improvisadas empalizadas y pateaban y gruñían en sus jaulas. Pearl abordó a un grupo de japoneses que merodeaban junto a la verja.
—¿Viene pronto el camión?
El hombre tiró el cigarrillo. Parecía muy nervioso.
—Cinco minutos, señorita. Quizá más.
Pearl miró a Tom con preocupación.
—¿Qué opinas?
—¿Va a volver al barco? —preguntó Tom al hombre.
—No. Este es el último viaje. Hienas, buitres, y ya está.
Tom y Pearl se miraron.
—Solo son cinco minutos —dijo ella.
Tom observó a las personas sensatas que estaban subiendo a la selva y, luego, miró la laguna. El lecho marino era un hormiguero de personas que rebuscaban en él y un grupo numeroso se había reunido alrededor del sacerdote y las monjas. Parecían estar celebrando una misa. Tragó saliva: sabía que era razonable esperar al camión, pero no podía ignorar las palpitaciones de su corazón.
—No podemos arriesgarnos. Corramos. ¿Por dónde se va al cráter?
El hombre de la entrada se encogió de hombros, pero un isleño que estaba acuclillado a su lado alzó un huesudo dedo y señaló la iglesia.
—Carretera del cráter —dijo, con un movimiento de muñeca—. Muy arriba…
Y, antes de que hubiera terminado siquiera de hablar, se oyó un estruendo atronador…