Rumbo a Tithona

—Hora de levantarse.

Tom abrió los ojos y vio la silueta de August erigiéndose sobre él, con una humeante taza de té en la mano.

—¿Qué hora es? —preguntó, adormilado.

—Demasiado temprano —respondió August, sonriendo—. Acaban de dar las tres. Sir Henry y Trixie han bajado al lago para prepararlo todo y creo que Pearl también debe de estar ahí.

Aún soñoliento, Tom miró la camita plegable donde había dormido Pearl y vio que estaba vacía.

—Será mejor que te pongas en movimiento, muchacho.

Tom volvió a apoyar la cabeza en la almohada y se frotó bien los ojos. No había dormido bien, pensando en todo lo que August les había contado y anticipando lo que el nuevo día podía depararles. Y había sido vagamente consciente de que Pearl se había levantado y paseado por la habitación, haciendo crujir los tablones del suelo y abriendo puertas: debía de haberse sentido como él.

Poniéndose el poncho, se pasó la mano por la despeinada pelambrera rubia y se calzó los zapatos. Las tres de la madrugada era tempranísimo: ¿por qué tenía que ser tan temprano? Sir Henry y Trixie habían hablado de variaciones magnéticas, de oscilaciones de partículas lumínicas, de la termodinámica de los rayos solares, de la clase de cosas que le ponían los ojos vidriosos y le hacían bostezar en clase, pero todo se reducía a atravesar la abertura al amanecer. Así que tenía que ser al amanecer.

Se bebió el té tan aprisa como pudo y salió afuera. El aire era tan frío y cortante que lo dejó sin respiración y, tiritando, fue hasta el borde del jardín y miró abajo. El panorama era espectacular: a la luz de la luna, el lago estaba envuelto en un espeso manto de niebla sobre el cual flotaban deshilachadas nubes plateadas. No se movía ni una sola hoja.

—¿Así que vais a atravesar el Shakra Parbat? Parece interesante.

La áspera voz con acento australiano lo sobresaltó. Parecía provenir de un árbol.

—Hola, Tom, mi antiguo compinche.

—Hola —dijo él, con vacilación. Reconocía aquella voz; la había oído hacía tiempo.

—¿Estás sorprendido de verme? —preguntó, roncamente—. Pues ni por asomo debes de estar tan sorprendido de como yo lo estoy de verte a ti. Pensaba que este sitio estaba prohibido.

Al alzar la vista, Tom vio la silueta de la enorme águila viajera, posada en la horcadura de un árbol. Parecía tan extraña, enfadada y torpe como él la recordaba.

—Lo siento, pero no —dijo Tom, sonriendo.

—Sí. Bueno, mientras no te hayas traído a ninguno de los malos. No nos gusta tenerlos aquí. Nada. Pero a ti quizá sí, viendo dónde vas.

—¿Te refieres a Scarazand?

El águila carraspeó.

—¡Exacto! ¡Vaya sitio!

—¿Has ido?

—No digo que haya ido —respondió el águila con desdén—. No digo que quiera ir. No termino de verle el atractivo, a decir verdad. ¿Quién en su sano juicio querría ir? ¡Y desde Tithona, precisamente! Por todos los diablos.

—Entonces, ¿no te parece bien?

—Lo que yo piense no tiene nada que ver —gruñó el ave, escrutándolo bajo la luna—. Haz lo que tengas que hacer. Pero recuerda que he estado en el futuro. He visto cosas. Y te aconsejaría que extremaras las precauciones.

—Gracias. Lo tendré en cuenta —dijo Tom, esforzándose por no parecer sarcástico.

—No te fíes de nadie, socio —añadió el águila—, ni tan solo de…

—¿Tom? ¿Eres tú?

Tom se volvió y vio a August al borde del bosque con una lámpara en la mano.

—Tenemos un poco de prisa, muchacho —dijo, con preocupación—. Te están esperando.

—Tengo que irme —dijo Tom, mirando al enorme pájaro—. A lo mejor volvemos a vernos algún día.

—Sí, claro —dijo el águila—. Ah, una última cosa.

—¿Qué? —preguntó Tom, que ya había atravesado la mitad del prado.

—El Shakra Parbat es más ancho de lo que parece.

—¿Si?

—Pero no mucho.

Tom echó a correr y, momentos después, se había unido a August en el camino.

—Así que has visto a G. E Moore —dijo August mientras caminaban rápidamente por el silencioso bosque.

—¿G. F. Moore? Ah, vale. Sí —respondió Tom, que no conocía el nombre del ave. Parecía una elección poco plausible.

—Qué criatura tan curiosa, una afortunada casualidad, de hecho. Pensar en dónde ha estado. Es casi inimaginable.

Tom asintió con la cabeza. Miró la luna moviéndose entre los árboles.

—Estaba intentando disuadirme.

—Hum. Desde luego, el viaje va a ser un infierno —masculló August—. Aun siendo «infierno» quizá la palabra apropiada, no puedo fingir que no me das envidia. No se me ocurre ningún científico vivo o muerto que no aprovecharía la ocasión. ¿Tienes la mochila?

—La tiene Pearl —respondió Tom, recordando que, la noche antes, habían discutido brevemente sobre quién la llevaba.

—¿Y está todo dentro?

—Lo he comprobado, dos veces.

—Bien, bien. Magnífico —dijo August, asintiendo con la cabeza—. Disculpa, no quiero parecer tu madre, pero es bastante importante.

Tom sonrió y no dijo nada. Estaba segurísimo de que, si su madre hubiera estado allí en aquel momento, habría hecho todo lo posible para impedir que fuera, pero ya era demasiado tarde para eso. Aun así, la preocupación de August no le daba precisamente seguridad. Pronto, el camino comenzó a allanarse y entraron en el espeso manto de niebla que había ahogado la superficie del lago. El aire era tan húmedo que Tom casi lo notaba rozándole la cara.

—¿August?

—¿Sí, Tom?

—¿De verdad… de verdad cree que encontraremos una entrada a Scarazand por esas cuevas?

Era una pregunta que lo había perseguido en sueños y se negaba a dejarlo en paz.

—Si esa pelota fue una vez el escarabajo rey, como creo que fue, tiene que haber una entrada por ahí. No podría haber llegado a un lugar tan remoto de ninguna otra forma. Pero siempre hay una cierta incertidumbre, ¿no? No tendría gracia si no la hubiera. —August le guiñó el ojo—. Ah, por cierto, cuando llegues al cráter, mira a ver si puedes atrapar un escarabajo cambiante.

—¿Un escarabajo cambiante?

—Es imposible no verlos porque allí los hay a miles. Cambian de color, como los camaleones.

—¿Es por la pluma? —preguntó Tom, recordando el plan de August.

—Exacto. Buena memoria. Si no sabéis por dónde seguir, átale la pluma a una pata, suéltalo y síguelo como puedas.

Habían llegado al embarcadero y Tom divisó el avión plateado asomando por encima de la niebla.

—Sir Henry te lo explicará todo cuando subáis al cráter —dijo August—. Ah, y no debo olvidarme de darte esto.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño huevo plateado colgado de una cadena.

—Muy importante —dijo, poniéndoselo en la mano.

—¿Qué es?

—Una precaución contra la peor cosa que puede pasar.

—¿Qué es?

—Que te quedes dormido y, sin que tú tengas la culpa, te encuentre un escarabajo escarbador.

—¿Puede pasar? —preguntó Tom, mirando el pequeño objeto que tenía en la mano.

—Me temo que es sumamente probable. Tithona es uno de esos sitios extraños donde… bueno, no quiero asustarte más de lo necesario —dijo August, sonriendo—. Pero ¿recuerdas cómo te perfora el cerebro la larva de escarbador, dejando un rastro de hongo que se adueña de tu voluntad?

Tom asintió con nerviosismo: había olvidado lo mal que sonaba aquello.

—Y… ¿qué tengo que hacer con esto?

—Dentro de ese huevo hay varias larvas. Larvas de Lapastus, originarias de la selva lluviosa amazónica. Evita mirarlas, si es posible, porque son repugnantes. Pero combaten el fuego con fuego. Paran en seco el avance de la larva de escarbador. Al instante.

—Así que debo…

—Comerte una.

Tom tragó saliva. Aquello le parecía horrible.

—Y si atacan a Pearl, debes obligaría a que también se coma una ella.

—Pero… ¿no son nocturnos los escarbadores? ¿Cómo lo sabremos si pasa?

—No lo sabréis —respondió August, con calma—. Ese es el riesgo, ¿no?

Tom se estremeció y se puso la cadena de plata alrededor del cuello.

—Mucha suerte, muchacho —dijo August, cogiéndole la mano y estrechándosela. Tom intentó sonreír, pero se descubrió incapaz. De pronto, se sentía extremadamente inseguro y advirtió que no quería soltarle la mano. August Catcher era como el abuelo que nunca había tenido.

—¿Cree… cree que somos unos locos por hacer esto? —preguntó, mirando a August a su cara pálida y ajada. Tenía relucientes gotas de agua en el espeso pelo blanco.

—Un poco —respondió él, sonriendo con afabilidad—. Pero, por otra parte, a veces hay que serlo, ¿no crees? Siempre merece la pena subirse a la montaña más alta para ver qué hay detrás. De lo contrario, ¿cómo se sabe?

—Pero ¿de verdad cree que podemos volver?

August miró la niebla, que parecía estar aclarándose por momentos.

—Si tenéis cuidado, hay muchas probabilidades de que volvamos a vernos.

Sus miradas se cruzaron brevemente y Tom supo que no quedaba nada por decir. Se dio la vuelta, bajó al embarcadero y se dirigió a buen paso al lugar donde aguardaba el pequeño avión plateado.

—Buenos días, muchacho —dijo sir Henry, sentado junto a Trixie en la cabina. Tenía un gran mapa desplegado en el regazo—. ¿No viene Pearl contigo?

—No. Creía que estaba con ustedes.

—Me temo que no. —Sir Henry se miró el reloj con nerviosismo—. Cada segundo cuenta y ya no podemos retrasar esto ni un minuto más. ¿Dónde demonios ha ido?

—Ahí está —dijo Trixie, viendo una figura menuda corriendo entre los árboles.

—Magnífico —exclamó sir Henry, viendo que Pearl pasaba por delante de August y corría por el embarcadero, con la pequeña mochila verde rebotándole en la espalda—. Enciende los motores.

—Lo siento —resolló Pearl—. Lo siento mucho.

—¿Va todo bien, querida? —preguntó sir Henry—. ¿Ningún ataque de nervios de última hora?

Pearl negó con la cabeza.

—Bien, bien. Venga, subid a bordo.

Uno tras otro, Tom y Pearl bajaron a la plataforma flotante, se encaramaron al fuselaje y entraron por la portezuela de aluminio. En la minúscula cabina, había dos pequeños asientos verdes detrás de sir Henry y Trixie y, poco después, los dos estaban sentados en ellos. August les dijo adiós desde el embarcadero y ellos hicieron lo mismo.

—Casi no llegas —dijo Tom cuando los motores comenzaron a rugir—. ¿Dónde estabas?

—Recogiendo mis cosas. Ya sabes, comprobándolo todo dos veces. Tres veces. Asegurándome —respondió Pearl con calma, colocándose la mochila en el regazo.

Evitó mirarlo a los ojos y Tom no estuvo seguro de si creerla o no.

—¿Qué es lo que llevas en el cuello? —le preguntó, viendo la fina cadena de plata con el pequeño huevo colgado. Tom se lo tocó nerviosamente.

—Oh, pues es… una especie de protección.

—No sabía que eras supersticioso —comentó Pearl, sonriendo.

—No lo soy —respondió él, de malhumor—. Después te lo explico.

—Vale —dijo Pearl—. Lo que tú digas.

El pequeño avión ya estaba deslizándose por la superficie del lago, que seguía envuelto en niebla.

—¡Estamos a punto de despegar! —gritó sir Henry.

—¿Qué pasa con la niebla? —gritó Tom.

—Es inevitable —respondió sir Henry—. Esta mañana el tiempo es primordial. Estoy seguro de que a esta hora no hay nadie volando.

Por la ventanilla, Tom vio la gris superficie inmóvil del lago pasando velozmente ante sus ojos. El ruido de los motores fue aumentando conforme el avión cobraba velocidad y el fuselaje comenzó a vibrar. Un momento después habían despegado y Trixie empezó a elevarse.

—¡Dios mío! —gritó sir Henry.

En ese mismo instante, Trixie viró violentamente hacia la derecha y Tom fue arrojado contra la ventanilla justo a tiempo de ver una pequeña batea pasando por delante de él.

—¡Qué demonios estaban haciendo ahí, pescando en plena noche! —maldijo sir Henry—. ¿No nos han oído?

El avión se estabilizó y Tom se volvió. Por un segundo, vislumbró tres rostros que los miraban aterrorizados y, luego, centenares de otras bateas aparecieron entre la niebla como cocodrilos en una ciénaga…

—Olvídalo —dijo Trixie cuando atravesaron la niebla y la imagen desapareció—. No ha habido muertos. Sigamos.

Tom siguió con los ojos clavados en el manto gris que acababan de atravesar. Solo había durado una fracción de segundo, pero la imagen se le había quedado grabada en la mente como una visión extraída de una pesadilla. Estaba seguro de que eran delgados rostros de roedor, con grandes ojos lechosos y labios oscuros, y uno de ellos tenía la expresión perezosa y aburrida de un gato… Respirando hondo, miró a Pearl de soslayo y descubrió que lo estaba mirando.

—El despegue, ¿eh? Yo también me mareo siempre.

Tom asintió con nerviosismo. A lo mejor eran imaginaciones suyas.

—Me ha parecido ver algo ahí abajo. Barcas por todo el lago.

—¿En serio? —Yo no he visto nada—. ¿Estás seguro?

—No —respondió Tom, reclinándose en el asiento—. No lo estoy.

Cerró los ojos y se los restregó bien. Debía de habérselo imaginado. Ignorando las palpitaciones de su corazón, intentó concentrarse en la gris masa de montañas que los rodeaban, cuyos abruptos picos nevados se estaban tiñendo de naranja con los primeros rayos de sol. ¿En qué clase de extraña aventura se habían embarcado? ¿Y qué habían dejado atrás?

—Siguiente valle —instruyó sir Henry, estudiando el mapa de su regazo—. El mejor acceso es por la cara sur. —Miró su reloj—. Que yo recuerde, el Shakra Parbat está ligeramente a la sombra, y eso nos da unos cuantos segundos más. Qué me aspen —exclamó, señalando afuera. Muy por encima de ellos, perfilados contra el pálido cielo, había cuatro pajarillos, alejándose del sol.

—Pardelas, creo —dijo Trixie, estirando el cuello—, migrando desde Siberia.

Tom y Pearl observaron las minúsculas motas en el vasto cielo despejado.

—Es increíble cómo lo saben, así sin más, ¿no?

—Y nosotros también lo sabemos —respondió sir Henry—. Ahora.

Trixie pasó por encima de la cadena montañosa y siguió su relieve hasta otro valle gris sumido en sombras. Allí no había nada salvo rocas y pedruscos y, al final, Tom divisó tres finos dedos de roca perfilados contra el cielo.

—Ahí está —dijo sir Henry, señalando la cumbre más pequeña de las tres—. El Shakra Parbat.

—¿Puedo echar antes un vistazo?

Sir Henry volvió a consultar su reloj con preocupación. No parecía nada contento.

—Sabes lo que eso puede significar, ¿no?

Trixie asintió con la cabeza.

—Lo siento. Es que es mi primera vez.

—Muy bien —bramó sir Henry con impaciencia—. Hazlo el doble de rápido.

Trixie pisó a fondo el acelerador y sobrevoló las tres cumbres. Cuando viraron, Tom vio que una brizna de sol atravesaba el dedo más pequeño. Sir Henry señaló el pequeño agujero triangular.

—Se parece bastante al ojo de una aguja, ¿verdad?

—Vuelve a decírmelo. —Trixie exhaló sonoramente. Hasta ella parecía preocupada—. ¿Me repites cuál es el margen?

—Diez centímetros por cada lado, más o menos.

El sol ya se estaba colando por el agujero, que parecía tan pequeño que un pájaro podría tener problemas para atravesarlo.

—¿Velocidad?

—Más o menos ciento noventa.

—¿Con un balanceo de izquierda a derecha?

—No hay otro modo. La forma es muy irregular, y estarás volando hacia el este, directamente hacia el sol.

Trixie hizo un rápido cálculo mental.

—Bien —dijo con determinación—. Hagámoslo.

Sir Henry se inclinó hacia adelante y vio que el sol iba iluminando los lados de las dos cumbres grandes, tornándolos naranjas. Estaba amaneciendo con rapidez.

—Calculo que tenemos cuarenta y cinco segundos como máximo. Después de eso, es casi imposible.

Trixie no respondió, sino que aceleró a fondo y regresó al principio del valle, donde viró con brusquedad.

—Creo que voy a vomitar —susurró Pearl, y Tom notó que le cogía la mano con fuerza.

—Todo irá bien —dijo, sin apenas creérselo—. Es una piloto de acrobacias, ¿recuerdas?

—Será mejor que os abrochéis el cinturón para esta parte —les aconsejó sir Henry, volviéndose y viendo lo pálidos que estaban—. Tenemos que pasar con una cierta inclinación.

—Ah, ¿sí? —gritó Pearl.

—El agujero tiene forma de «D», de modo que nos pondremos así. —Puso la mano vertical.

—Ciento cincuenta nudos —informó Trixie, nivelando el avión y dirigiéndose directamente a la pared rocosa. Tom y Pearl buscaron sus cinturones y se los abrocharon.

—No estoy nada segura de esto —susurró Pearl.

Sir Henry ignoró la rapidez con que se estaban aproximando a la pared montañosa y la escudriñó. La cegadora luz solar casi había llenado el agujero, desplazando las sombras hacia los bordes…

—¡Vas a tener que hacerlo rapidísimamente o no llegaremos! —gritó.

—Ciento setenta nudos —dijo Trixie, manteniendo el rumbo. Parecía que fuera a chocar contra la abrupta pared gris. De pronto, Tom sintió pánico… el agujero triangular estaba muy por encima de ellos, a la izquierda… ¿es que Trixie no lo veía? Estaba lejísimos…

—Diez segundos —dijo sir Henry, viendo cómo disminuían las sombras, despacio, a un ritmo constante… los rayos de luz casi habían llenado el triángulo.

—Ciento ochenta nudos —dijo Trixie, manteniendo el rumbo.

—¡Va a fallar! —gritó Pearl, y se tapó los ojos con las manos.

El motor estaba atronando. Tom no podía despegar los ojos de la pared de roca blanca y gris que se estaba acercando a una velocidad vertiginosa.

—Mantén el rumbo —dijo sir Henry con serenidad, lanzando una mirada a la mole de roca antes de volver a consultar su reloj. La mano alzada le tembló—. Mantén el rumbo…

—Ciento noventa nudos…

Los rayos de sol los cegaron al colarse en la cabina.

—¡YA! —gritó sir Henry.

De pronto, Trixie echó la palanca hacia la izquierda, poniendo el avión vertical. En ese mismo instante, Tom tuvo la sensación de que algo gris pasaba vertiginosamente por fuera de las ventanillas cuando entraron en el agujero de costado…

¡PUM!

Blancura… nada… estaban cabeza abajo… luego…

Tom notó que volvía a caer en su asiento cuando el avión terminó de girar en redondo.

—¡Bravo! —exclamó sir Henry.

—¡Lo he conseguido! —gritó Trixie.

—¡Por supuesto!

Tom volvió a respirar. Abrió los ojos. Sin saber cómo, se había aferrado al fuselaje con todas sus fuerzas. Por la ventanilla pudo vislumbrar islas verdes de extrañas formas retorcidas pasando por debajo de ellos, surgiendo de una pálida laguna verde. Más allá del arrecife, el vasto mar negro corría a encontrarse con el sol poniente. Era casi de noche, en algún lugar de los trópicos.

—Bienvenidos a las islas Tithona —exclamó sir Henry, mirando los luminosos colores que los rodeaban—. Siguen aquí, gracias a Dios. ¿Seguís vivos?

Tom y Pearl sonrieron débilmente cuando Trixie se abatió sobre las islas de extrañas formas.

—Casi me muero del susto —dijo Pearl, con voz entrecortada—. ¿Es siempre así?

Sir Henry sonrió.

—Debo confesar que el Shakra Parbat es la entrada más estrecha de todas. Pero ha sido divertido, ¿no os parece?

—En cierto modo —respondió Tom, que apenas había recobrado el aliento.

—Pues debe de ser mejor que ir colgada de un globo en una tromba de agua —dijo sir Henry, riéndose—. Creo que ni siquiera Trixie querría hacer algo así.

—Desde luego que no —corroboró Trixie, sonriendo—. Eso es peligroso. ¿Cuál es la isla que buscamos?

—Doce grados al norte, ciento setenta y siete grados al este —respondió sir Henry, escrutando el mapa—. Es un viejo volcán.

—¿Aquel? —preguntó Tom, señalando una voluminosa protuberancia verde que surgía del mar. La forma le resultaba muy familiar por la maqueta.

—Así es —respondió sir Henry, siguiendo su mirada—. Esa es Tithona, seguro.

Trixie viró bruscamente hacia el sol poniente y comenzaron a bordear el arrecife hacia la gran forma gris, perfilada contra el cielo morado. Conforme se acercaban, Tom vio que todo era exacto a la maqueta de August. Las abruptas laderas montañosas estaban cubiertas por un tupido manto de selva y divisó los tejados de varias casas comunales asomando por entre los árboles cerca del margen del cráter. Al otro lado, había una maraña de tejados y una goleta de tres mástiles atracada en la bahía.

—La ciudad de Tithona —dijo sir Henry, señalando en la dirección de las construcciones—, así que es mucho mejor que nos quedemos en este lado, lejos del meollo. No queremos llamar demasiado la atención.

—¿Hay algún peligro? —preguntó Tom.

—Más vale que sigamos de incógnito, si sabes a qué me refiero.

Sin alejarse de las abruptas laderas tapizadas de vegetación, Trixie se abatió y amerizó en una reducida ensenada justo debajo de un cabo rocoso. Las ruidosas hélices dejaron de girar y sir Henry abrió la puerta y saltó a las someras aguas turquesa.

—Magnífico —dijo—. Inmejorable.

Sacó una cuerda de un compartimiento alojado en el esquí y arrastró el hidroavión hasta la estrecha media luna de arena blanca. Tom saltó ágilmente al agua y miró a su alrededor. Aparte de un cajón de embalaje y los restos de una red de pesca, no había ningún indicio de presencia humana.

—Parece que esta noche no va a molestarnos nadie —dijo sir Henry en tono de aprobación—. Veamos, antes de que el sol se ponga, necesito hacer un cálculo rápido y bastante transcendental. —Volvió a encaramarse a la cabina y cogió su bolsa de lona.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó Trixie, que había terminado de apagar los motores.

—Si no te importa. Las fechas me desconciertan bastante y August es mucho mejor en esto que yo.

Tom y Pearl los observaron cuando bajaron rápidamente a la playa, midieron el ángulo del sol con respecto a una brújula y lo cotejaron con un libro repleto de cálculos matemáticos.

—¿Crees que hay algún problema? —preguntó Tom. Al mirarse las manos, advirtió que le seguían temblando.

—No lo sé —respondió Pearl, metiéndose en el agua—. Pero es agradable volver.

—¿Volver?

—Esto es el Pacífico. Aquí es donde vivo, ¿recuerdas? Arena, cocos, cangrejos, serpientes, mosquitos, el arrecife, el calor. Me siento como en casa.

—¿Y escarabajos?

—Sí, escarabajos también. Hasta escarabajos. Si cierro los ojos y escucho las olas y los pájaros, casi puedo creer que vuelvo a estar en casa y nada de esto ha ocurrido.

Tom la observó, de pie en la orilla con los ojos cerrados, sonriendo. Ojalá pudiera hacerlo él. Enjugándose el sudor de la frente, volvió el rostro hacia el sol poniente, que ahora había transformado el cielo en un derroche de manchas y pinceladas moradas por encima del fluorescente mar naranja. Hacía muchísimo calor, no corría ni una sola gota de aire. De algún modo, todo parecía inmóvil, pesado. Hasta el sol parecía estar moviéndose a cámara lenta.

—El paraíso —rezongó.

—Eh, tranquilízate —dijo Pearl, sonriendo—. Tienes que aprender a relajarte.

—¿Qué preferís antes, la buena noticia o la mala?

La noche había caído como una piedra y Tom, Pearl, Trixie y sir Henry estaban sentados alrededor de una hoguera al borde de la arena.

—La buena —respondió Pearl.

—La buena noticia es que, después de terminarnos esta taza de café, me gustaría que nos pusiéramos en camino —dijo sir Henry—. Podemos entrar en la ciudad de noche y ver si al amanecer conseguimos que nos lleven al cráter. Supongo que a esa hora es mejor, no hace tanto calor, hay menos gente, ese tipo de cosas.

Tom asintió con la cabeza. Sabía que sir Henry era impaciente por naturaleza y que no quería dejar solo a August durante mucho tiempo.

—Me parece bien —dijo—. ¿Y cuál es la mala noticia?

—De acuerdo. La mala noticia.

Sir Henry escrutó sus rostros expectantes a la luz del fuego. No había una forma fácil de decir aquello, así que mejor hacerlo sin rodeos.

—Lamentablemente, pasado mañana va a haber una erupción volcánica. Tendrá lugar en algún punto de esta laguna, bajo el agua, y todas estas islas desaparecerán bajo las olas. Tithona dejará de existir.

Tom y Pearl lo miraron estupefactos. Tom casi esperó que sir Henry se echara a reír, pero no lo hizo.

—Cuesta creerlo, ¿no? —dijo—. Pero hoy es 13 de enero de 1965. Lo he comprobado un montón de veces. Y Trixie también.

—Así es —corroboró ella, asintiendo—. Es cierto. Por desgracia.

—Pero ¿cómo…? —comenzó a decir Tom—. O sea, creía que…

—Hemos perdido unos segundos valiosísimos al atravesar el Shakra Parbat —respondió sir Henry, enjugándose el sudor de la cara con un pañuelo—. Por cada segundo a cada lado de una abertura se pierde un año, más o menos. Sabía que faltaría poco, pero no tanto. —Por un momento, se quedaron mirando las ascuas parpadeantes, aturdidos.

—Eso complica un poco las cosas, ¿no?

—¿Sabe por casualidad cuándo hace erupción el volcán? —preguntó Pearl con aprensión. Todo su buen humor se había evaporado.

—He estado intentando recordar las diversas descripciones. Que yo recuerde, lo hizo por fases. El día antes, hubo una marea inusitadamente baja. Luego, una ola enorme lo inundó todo. El tsunami estuvo causado por un temblor subterráneo en mar abierto. A continuación, hubo un período de calma y, a la mañana siguiente, sucedió el acontecimiento principal. La montaña a partir de la cual está formado el archipiélago de Tithona se hundió, arrastrando con ella todas las islas. Siento daros malas noticias, pero ocurrió así.

—¿Y de verdad cree que, sabiendo todo eso, debemos seguir adelante?

Era Pearl quien había hecho la pregunta, y estaba pendiente de cada una de las palabras de sir Henry.

—Una vez considerados todos los factores, sí —respondió él, clavando en ella su mirada sagaz—. Aún hay tiempo. August y yo invertimos muchos años en buscar entradas a Scarazand y nunca encontramos ninguna. Vosotros estáis aquí, en el sitio correcto, no diré que en el momento correcto, pero tenéis todo lo necesario. Si de verdad queréis intentarlo, deberíais ir. Definitivamente. Yo iría. ¿Por qué no?

La enérgica confianza de sir Henry era impresionante, y también contagiosa.

—Muy bien —dijo Pearl, respirando hondo—. Yo voy. ¿Qué hay de ti, Tom?

Tom alzó la vista de los rescoldos y descubrió que todos lo estaban mirando con mucha atención. Asintió con la cabeza: no fue capaz de hacer nada más.

—Magnífico —dijo sir Henry, apurando el café y arrojando los restos al suelo—. Entonces, pongámonos en marcha.