El amuleto

Tom y Pearl esperaron pacientemente a que August continuara. El se volvió y miró a su alrededor.

—Supongo que ninguno sabe qué estoy buscando —dijo, rascándose la cabeza.

—¿Podría estar catalogado en la letra «P»? —sugirió uno de los podargos—. Sospecho que lo está.

—¿La letra «P»? Sí… por supuesto. Muy bien —dijo August en tono de aprobación, y el podargo sonrió como solo un podargo sabe hacer.

August sacó un estrecho cajón de madera y lo depositó en la mesa. Rebuscando en los compartimientos, extrajo una pelota del tamaño de una canica y la dejó al lado de la pelota-escarabajo. Juntas, parecían hechas del mismo material transparente y gomoso.

—No está decorada, pero es parecida, ¿verdad? —dijo, enarcando las cejas—. Anda, probad a apretarla. —Cogió la pelota más pequeña y se la pasó a Pearl—. ¿Extrañamente tibia al tacto? Yo diría que son casi iguales.

—¿De dónde es? —preguntó ella, poniéndola a contraluz.

—La encontré a un metro más o menos de donde estáis vosotros —respondió August—. Estaba en el suelo de esta cueva la primera vez que entramos. Al principio, creí que era una piedra, o incluso un juguete que alguien se había dejado. Pero, cuando comencé a reconstruir la historia de este extraño lugar, me di cuenta de que no podía estar más alejado de la verdad.

—¿Y… qué es? —preguntó Tom con cautela, no del todo seguro de querer conocer la respuesta.

—La forma más sencilla de describirla sería como una pelota de pensamientos, o de instintos. Es algo parecido a un cerebro, supongo.

—¿Un cerebro? —gritó Pearl, apenas capaz de contener sus sorpresa—. ¿De quién?

—El cerebro de la reina escarabajo que habitó en esta cueva —respondió August, con calma—. La reina desapareció hace mucho tiempo, pero, por alguna razón, esto es indestructible.

Tom y Pearl miraron con horror el anónimo objeto transparente.

—Pero… pero es diminuta —comenzó a decir Tom—. Creía que había dicho que las reinas eran enormes.

—Lo son —dijo August, sonriendo—. Escarabajo grande, cerebro pequeño. ¿No te dice eso algo de ellos?

Cogió la gomosa canica transparente y la estrujó.

—Es este extraño color lechoso lo que me ha hecho pensar. Y su textura. Esa es la clave. Cómo se toca.

Al alzar la vista, vio que Pearl y Tom habían perdido el hilo por completo. Sonrió con indulgencia.

—¿Recordáis que os he dicho que la reina enviaba mensajes, utilizando fuertes pulsos de ondas magnéticas?

Tom y Pearl asintieron con la cabeza.

—Pues este objeto tan pequeño controla esos mensajes. Ella es el altavoz y esta es la voz, dando las órdenes. Y lo extraño es que esta extraordinaria sustancia no siempre estuvo dentro de la reina.

—¿Qué quiere decir, que la reina nació sin cerebro?

—Casi —respondió August—. Es un hecho curioso del mundo de los insectos que, cuantas más cosas se descubren sobre ellos, más extraños parecen. En este caso, es algo parecido a una historia de amor con un final violento. Imaginaos esto —dijo, haciendo sitio en la mesa y colocando en ella dos escarabajos verdes, uno junto al otro—. Al principio, hay dos escarabajos, un rey y una reina, y los dos son del mismo tamaño. Encuentran un agujero en el suelo y forman una colonia. Y, conforme la colonia se expande, la reina se hace cada vez más grande en su cámara, produciendo miles y miles de huevos diarios, de todos los cuales nacen escarabajos obreros. Pronto hay millones de escarabajos, todos con una tarea que hacer, y la reina ha crecido de una forma tan desmesurada que ya no parece un escarabajo —dijo, sustituyendo uno de los pequeños escarabajos verdes por una piedra lisa del tamaño de una naranja.

»Hasta aquí, todo claro. Podríais haberlo deducido vosotros. Pero ¿qué hay del pobre rey, que formó la colonia con la reina hace tantos años? Ella ya no lo necesita. Está de más: es inútil. ¿Qué hace? Algo extrañísimo, la verdad, y he visto cómo pasaba en una colonia de escarabajos minúsculos en la selva lluviosa de Papúa Nueva Guinea. El rey se aleja, en busca de escarabajos obreros muertos. Y, cuando encuentra uno, le abre el pecho y se come una pizquita de un hongo transparente y gomoso que tienen en el centro del cuerpo. ¿Qué es?

Nadie lo sabe con exactitud, pero el rey se vuelve adicto a esta curiosa sustancia, pese a no poder digerirla. La almacena en el abdomen y, con el tiempo, va alejándose cada vez más. Busca ciempiés muertos, moscas muertas, avispas muertas; todos los cadáveres de insectos que contengan este curioso hongo transparente, hasta que el abdomen se le hace una pelota. ¿Una pelota de qué? ¿Recuerdos? ¿Instintos? ¿Pensamientos? Puede que de las tres cosas —dijo, colocando la gomosa canica transparente junto al escarabajo verde.

Tom y Pearl se quedaron mirando aquel extraño conjunto de objetos. Los dos se figuraban qué venía a continuación.

—Muy bien —dijo Tom, despacio—. ¿Y cómo se convierte esta pelota en el cerebro de la reina escarabajo?

—Esa es la parte violenta —respondió August, sonriéndole con la mirada—. Cuando el rey va a morir, regresa a la colonia y se abre paso hasta la cámara de la reina, arrastrando su pesado abdomen. No puede evitarlo. Y ella se lo come, de cabo a rabo. Pero la pelota no es digerible, de modo que permanece dentro de ella, justo por debajo de su brillante piel blanca. Y allí, el constante movimiento de su cuerpo la masajea en esta o aquella dirección, le da calor, y este movimiento le permite enviar mensajes mucho más complejos a la colonia. En vez de solo alimentadme, dadme de beber, los escarabajos reciben instrucciones mucho más específicas y no tienen más opción que obedecerlas. Es parecido a sintonizar una radio. Lo que era un constante zumbido de interferencias y ruido, se convierte en palabras dichas fuerte y claro y, en ese momento, la colonia alcanza su apogeo. ¿Tiene esto algún sentido?

—Eso creo —comenzó a decir Tom—. Pero ¿sabe la reina qué está haciendo cuando aprieta la pelota, o es casualidad?

—Sospecho que es por ensayo y error. A fin de cuentas, pese a su tamaño, solo es un escarabajo. No le interesa apenas nada más allá de sus limitados horizontes. Pero en las hábiles manos de otra persona, como don Gervase Askary, estoy seguro de que esa pelota tiene un potencial enorme. —August se quedó callado, con aire pensativo—. Lo cual la hace poderosísima. Y peligrosísima.

Tom y Pearl se quedaron mirando las dos pelotas transparentes, colocadas una junto a otra en la mesa.

—¿Y está totalmente seguro de todo esto? —preguntó Tom.

—No totalmente. Pero llevo bastante tiempo estudiando estas criaturas. —Rebuscando en el cajón, August sacó dos pelotas mucho más pequeñas del tamaño de una perla y las depositó en la mesa junto a las otras dos—. Las encontré en América del Sur, esta otra en Turkmenistán y esto, ah, sí —sonrió—, casi me había olvidado por completo de esto.

Alzó un trozo de ámbar dorado y se lo pasó a Pearl. Poniéndolo a contraluz, ella observó que dentro había atrapado un minúsculo escarabajo negro con un inmenso abdomen en forma de pelota.

—¿Un rey? —susurró, mirando con interés la sustancia gomosa que contenía la forma negra del escarabajo.

—Exacto. Extraño, ¿verdad?

Tom se rascó la cabeza. Seguía sin estar convencido.

—Pero, si hay muchas de estas pelotas, ¿cómo puede estar usted tan seguro con respecto a la de Nicholas Zumsteen? Es decir, ¿no es posible que la reina de Scarazand ya se haya comido al rey?

—Es posible… pero lo dudo —respondió August—. Considera los hechos, Tom. Don Gervase Askary está removiendo cielo y tierra en busca de algo que Nicholas Zumsteen encontró en las islas Tithona. ¿Por qué ahí? Es un sitio extraño, perdido en el océano Pacífico. El debe de saber o sospechar que guarda alguna relación con Scarazand. En segundo lugar, el niño que encontró esta pelota insistió en que, antes, era un escarabajo, lo cual no es mera coincidencia. Dijo que la encontró subiendo por la pared de una cueva, muy por debajo del nivel del suelo. No tenemos ningún motivo para no creerlo. Y, por último, pero no por ello menos importante, da la sensación de que esto sirve para algo, ¿no? —dijo, cogiendo la pelota del tamaño de un huevo y apretándola—. Imaginaos si, con un mero movimiento de muñeca, pudierais enviar órdenes a todos los escarabajos del mundo, obligándolos a hacer justo lo que queréis. —Se rió—. Eso sí que sería poder.

Tom y Pearl se quedaron callados, mirando sombríamente los dedos de August mientras danzaban por la superficie decorada de la pelota.

—Quizá lo está haciendo ahora mismo —masculló Tom.

August sonrió.

—Lo dudo mucho. Seguro que es complicado. Pero me apostaría una buena suma de dinero a que don Gervase Askary sueña con tener esta pelota en la mano y aprender su lenguaje secreto. —Se quedó callado, con aire pensativo—. Razón por la cual debemos asegurarnos de que no se acerca nunca a ella.

Depositó la pelota en la mesa y, sin decir palabra, Tom la cogió y se la metió en el bolsillo. Pearl lo observó, abatida: Tom sabía qué estaba pensando, y él también lo sentía, en la boca del estómago. De pronto, había mucho más en juego: la empresa que les aguardaba parecía más peligrosa que nunca.

—Bueno —dijo August, entrelazando las manos—. Debo confesar que, de tanto hablar, me ha entrado muchísima hambre, y estoy casi seguro de que sir Henry ya habrá pescado nuestro almuerzo. ¿Vamos?

Después de regresar a la casa, salieron al soleado prado y siguieron a August por un camino que discurría entre los árboles. De vez en cuando, él se detenía para señalar alguna que otra flor curiosa o ave poco común, pero ni Tom ni Pearl le prestaron verdadera atención. Los dos estaban demasiado absortos en la apremiante cuestión de cómo iban a lograr ir a Scarazand. Parecía casi imposible.

—¿Ha habido suerte? —gritó August cuando doblaron un recodo.

—¡Ocho! —gritó Trixie, en cuclillas junto a una pequeña hoguera al borde del agua.

—¿Ocho? Eso está bastante bien —dijo August, sonriendo, y condujo a Tom y a Pearl al soleado campamento, donde Trixie estaba ocupada en ensartar un pececillo plateado en un palo.

—Ya se está haciendo bastante experto —dijo, señalando a sir Henry, que estaba junto a una charca debajo de una alta cascada, sosteniendo en una mano lo que parecía un frisbee de hilo gris atado a un sedal.

—¿Es una red? —preguntó Pearl.

—Algo parecido —respondió Trixie—. De hecho, es una telaraña. La encontré en Papúa Nueva Guinea. Ya verás.

Se quedaron observando a sir Henry mientras él permanecía inmóvil al borde de la charca, sin quitar ojo a la cascada. De pronto, hubo un destello plateado y un pez saltó fuera del agua justo en el otro extremo. Al instante, sir Henry arrojó el frisbee gris al aire y, al instante, el pececillo cayó de nuevo al agua, atrapado en la envolvente telaraña.

—¡Bravo! —gritó August.

Sir Henry se volvió y, al ver a Tom y a Pearl, los saludó.

—Otro —dijo, sonriendo—. Voy a bajar.

Al cabo de cinco minutos, estaban todos sentados junto a la hoguera, comiéndose los pescados a la parrilla con pan, albaricoques y tazas de té hirviendo.

—¿Así que es eso lo que busca? —dijo sir Henry, soplando en su taza. Había estado escuchando pacientemente mientras August explicaba su teoría sobre la pelota-escarabajo y sobre por qué podía desearla tanto don Gervase Askary.

—A mí me parece totalmente lógico —dijo August—. Sin ella, no tiene ningún dominio real de Scarazand.

—¿Y qué probabilidades hay de que sepa qué aspecto tiene?

—Muy pocas, diría yo. Estas pelotas-escarabajo son muy poco comunes: no conozco a nadie que haya oído hablar de ellas, y aún menos visto una. Es probable que Askary no tenga mucha idea. Quizá sepa que es pequeña, y es probable que suponga que, como tiene un valor inmenso para él, también lo tiene para el resto y es algún tipo de objeto precioso. Aparte de eso, nada.

Sir Henry miró las brasas y frunció el entrecejo.

—A lo mejor deberíamos enterrarla en algún sitio, o arrojarla a un volcán o algo parecido. Solo para asegurarnos del todo. Deshacernos de la dichosa pelota.

—A menos… a menos que hubiera alguna forma de que pudiéramos aprender a utilizarla nosotros, contra ellos —sugirió Tom—. ¿Creen que es posible?

—Lo dudo mucho —respondió sir Henry—. No siendo escarabajos, ¿cómo podríamos saber qué hacemos?

Por un momento, hubo silencio.

—¿Qué opinas, Pearl? —preguntó Trixie—. A fin de cuentas, esto te atañe a ti más que a nadie.

Pearl miró el lago: el intenso sol otoñal ya estaba comenzando a apagarse y las laderas montañosas resplandecían con reflejos dorados.

—No lo sé —dijo por fin—. Esperaba… pero supongo que es demasiado peligroso. Y, de todos modos, ir a Scarazand parece casi imposible.

—No, no, querida, nada es imposible —se jactó sir Henry.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que, si lo que August cree resulta ser cierto, es muy fácil ir a Scarazand. De hecho, no entiendo por qué no lo hemos pensado antes. Basta con que vayamos a Tithona, subamos al cráter, encontremos al muchacho que vendió la pelota a Nicholas y le pidamos que nos lleve a la cueva. Es fácil.

—Pero creía…

—¿Que el archipiélago está sumergido? —Sir Henry pareció confuso—. Obviamente lo está, ahora. Pero yo hablo de viajar al pasado, a una época anterior a la erupción volcánica. Tenemos un viejo mapa en la casa y estoy bastante seguro de que aparece Tithona.

—Sí que aparece —corroboró Trixie—. Lo he visto. Está en la intersección ganso pardela. Entrada 119.

—119. Qué interesante —dijo sir Henry con aire pensativo—. Eso es a través del Shakra Parbat, ¿no?

Trixie asintió.

—La peor entrada de todas —añadió, con aire burlón.

—Está en una franja magnética —explicó sir Henry—, no lejos de aquí, por cierto. Una ruta migratoria para las aves que resulta que contiene varias aberturas para acceder a otras épocas. Algunas son grandes y otras son, bueno, algo más pequeñas.

Trixie sonrió ante la comedida descripción de sir Henry y Pearl escrutó el rostro enjuto y anguloso del explorador.

—Entonces, no está bromeando, ¿no? ¿Pueden ir de verdad?

Sir Henry le lanzó una mirada penetrante pero amable.

—¿Te refieres a si podemos llevaros hasta allí —preguntó— y dejaros en un laberinto para que busquéis Scarazand solos? —Escrutó sus rostros impacientes y, luego, miró el fuego. Era evidente que aquello era justamente a lo que se referían.

—El caso es que no» tengo claro si no sería una gran irresponsabilidad. Nunca me ha parecido bien mandar a personas a situaciones imposibles y Scarazand parece el infierno en la tierra. Y, aparte de eso, no estoy nada seguro de que fuerais a regresar.

—Pues, en ese caso, a lo mejor deberíamos ir con ellos —sugirió Trixie—, ayudarlos. Parece que les vendría bien.

Sir Henry lo consideró un momento. Después, miró a August, que estaba sentado junto al agua. Contemplaba una libélula que se le había posado en el dedo y la pelambrera blanca le brillaba como una aureola.

—En otro tiempo, podría haber sido una buena idea —murmuró sir Henry, observando a su viejo amigo—. Pero ya no, por desgracia. Lo siento, pero todo se complicaría demasiado.

Trixie siguió su mirada y supo perfectamente a qué se refería.

—Sí, por supuesto. Qué tonta.

Se quedaron mirando a August mientras él estudiaba el insecto.

—¿Qué opinas tú, August? —preguntó sir Henry—. ¿Es viajar a Scarazand una temeridad?

August sopló en la libélula y sonrió cuando el insecto se alejó revoloteando sobre el agua.

—Con toda probabilidad, sí. Pero estoy con Trixie —dijo—. No haber visto ese sitio es una de las cosas que más lamento, y sospecho que ya no lo veré. Pero no veo por qué no deberían ir Tom y Pearl, y estoy segurísimo de que si tú y yo fuéramos más jóvenes y temerarios, haríamos lo mismo. Imagina si fuera tu madre o tu hermano, moverías cielo y tierra para intentar sacarlos de allí.

—Sin duda —convino Trixie—. Por supuesto que lo harías.

Sir Henry arrojó los restos del té al suelo y se rascó el bigote.

—Lo sé. Ese es el dilema. Y, más aún, me habría sentado bastante mal que un par de viejos caballeros no estuvieran dispuestos a ayudarme.

Sonrió a Tom y a Pearl.

—Muy bien, este es el trato. Trixie y yo os llevaremos a Tithona en avión. Os conduciremos hasta el cráter y os encaminaremos. Y, si August está de acuerdo, podéis llevaros todo lo que tenemos aquí para ayudaros.

—¿En serio? —exclamó Pearl, con los ojos brillantes.

—Desde luego —dijo sir Henry, asintiendo con la cabeza—. ¿Qué dices tú, August?

—Sería bastante absurdo irse sin el material —respondió August, capturando otra libélula y poniéndosela en la palma de la mano—. Llevaos los ponchos, el aerosol de feromonas, la pluma, todos los chismes que necesitéis.

—Magnífico —dijo sir Henry, sonriendo—. Pero solo con una condición.

—¿Cuál?

—Que dejéis la pelota-escarabajo aquí, bajo la custodia de August.

Pearl vaciló.

—Pero ¿no sería…?

—Creo que eso es fundamental —convino August—. Solo por si pasa algo desafortunado. Lo cual sería una lástima.

—Siendo lástima el eufemismo del milenio —puntualizó sir Henry—. Sería un verdadero cataclismo. ¿Y bien?

Tom no necesitaba que lo convencieran.

—De acuerdo —dijo—. Trato hecho.

Se sacó la pelota-escarabajo del bolsillo y se la pasó a sir Henry por encima de la hoguera. El estrujó el curioso objeto entre los dedos antes de entregárselo a August.

—Bien hecho —dijo, sonriendo—. Una decisión muy sabia.

Pearl observó la transacción en silencio; no podía disimular su decepción.

—Y si los llevamos, ¿estarás bien aquí solo hasta que volvamos? —Trixie tocó afablemente a August en el hombro—. Es que no queremos abandonarte.

—Cuando se ha vivido tanto como yo, querida, ¿qué son uno o dos días más? —respondió August con una sonrisa, apretándole la mano—. Aunque, cuando he vuelto a ver todo el material, me han entrado ganas de ir con vosotros. Pero supongo que eso es imposible, ¿no?

Sir Henry sonrió y negó con la cabeza.

—Eres demasiado inteligente, amigo. Si don Gervase Askary te echara el guante, se pondría las botas contigo.

August suspiró con melancolía.

—Bueno, sí. Es probable.

—No tardaremos —dijo Trixie—. Te lo prometo.

—Claro. Pues más vale que os larguéis. Supongo que madrugaréis.

—Sí —dijo sir Henry, satisfecho de que todo estuviera decidido—. ¿Qué os parece mañana al romper el alba?

Cuando llegaron a la cima de la colina, el sol ya se había escondido tras las montañas y se estaban formando jirones de niebla sobre la vítrea superficie del lago. En la otra orilla, Tom divisó finas columnas de humo elevándose desde los poblados conforme anochecía.

—Hace fresco, ¿verdad? —dijo August, estremeciéndose, cuando salió al jardín y dio a Tom y a Pearl lo que parecían dos mantas con agujeros—. Tened. Son muy útiles en esta época del año.

—Gracias —dijo Pearl agradecida, poniéndose la gruesa prenda de lana. Tom vio que estaba tiritando ligeramente, como también le ocurría a él.

—Os veo dentro de un rato —dijo August, entrando en la casa—. Tengo que reunir todo el material del que os he hablado.

—¿Quiere que le eche una mano? —preguntó Tom.

—No, gracias —respondió August y, diciéndoles adiós con la mano, entró.

Tom y Pearl se sentaron en la hierba y observaron las montañas mientras adquirían tonalidades moradas y doradas. Pronto, la cortina de niebla blanca cubrió el lago y aparecieron las primeras estrellas en el cielo.

—¿Estás emocionada?

Pearl no respondió de inmediato.

—Más nerviosa que emocionada. Solo creo… —Se encogió de hombros—. Solo querría tener algo que ofrecer. Algo que intercambiar. Lo haría todo mucho más fácil.

Tom movió la cabeza con frustración: le costaba entender que Pearl pudiera seguir pensando así.

—Pearl, créeme, esas personas no pactan. Consiguen lo que quieren y ya está. En cuanto don Gervase, o Lotus, o cualquiera de ellos, descubriera que la pelota-escarabajo es lo que busca, si es que lo es, nos la arrebataría y nos mataría.

—A lo mejor —dijo Pearl—. Pero a lo mejor no podrían. A lo mejor seríamos invisibles o algo parecido.

—Venga, Pearl —rezongó Tom—. ¿Te acuerdas de esos ciempiés descomunales de los que me hablaste? Es probable que en Scarazand haya cosas mucho peores.

—Me da igual. Solo preferiría tener esa opción, eso es todo. Por si todo sale mal. Y no finjas que tú no lo has pensado también.

Tom miró las estrellas, notándose verdaderamente molesto. Claro que sabía que, en cierto modo, Pearl tenía razón: aquella empresa era peligrosísima, y quizá fuera una locura ir a Scarazand sin ninguna clase de seguridad. Pero ¿tenían elección? El había visto con sus propios ojos lo que don Gervase era capaz de hacer y sabía que subestimarlo sería una insensatez. No obstante, en el fondo, no podía evitar preguntarse por qué iba a Scarazand. Para Pearl, era simple: habían capturado a su hermano y a su padre, ella había visto cómo sucedía. No tenía alternativa. Pero, en su caso, lo que lo había llevado hasta allí solo eran palabras en una página, y aquellas mismas palabras estaban a punto de conducirlo al infierno. ¿Y si todo lo que el padre de Pearl había anotado eran disparates? ¿Y si no habían apresado a sus padres y era algún otro Tom Scatterhorn el que había traicionado a su familia y aquello no tenía nada que ver con él? Aquella duda persistente minaba su convicción y eso se lo hacía todo mucho más difícil. Miró la luna creciente y tiritó. De cualquier modo, ya era demasiado tarde para echarse atrás. No podría seguir viviendo sin saber qué les había sucedido. Tenía que averiguarlo, de un modo u otro. Para bien o para mal. Y debía admitir que también había algo más. No podía permitir que Pearl hiciera aquello sola. No ahora. Eso no estaría bien.

—Ir a Scarazand sin la pelota-escarabajo tiene que ser mejor que no ir —dijo, por fin.

Pearl se volvió y lo miró, su hermoso rostro bronceado una mera sombra bajo aquella luz mortecina.

—¿De verdad lo es? —preguntó, buscando alguna clase de consuelo—. ¿Lo crees de verdad?

—Eh, chicos, ¿tenéis hambre?

Tom y Pearl se dieron la vuelta y se sorprendieron al ver a Trixie en la puerta.

—Siento que sea tan temprano, pero saldremos antes de que amanezca. ¿Cena a las cinco?

Tom le hizo un gesto afirmativo y ella volvió, a entrar.

—Venga —dijo, intentando sobreponerse—. Es inútil deprimirse. Ya estamos en camino, y eso es algo. —Se levantó, entumecido, y le tendió la mano—. Lo que pase, pasará.

—Si tú lo dices —dijo Pearl con un suspiro, cogiendo su mano y levantándose.

—Lo digo. De un modo u otro, las cosas siempre se resuelven solas. ¿No?