August entró por unas puertas acristaladas en el búngalo, el cual, aparte de unos cuantos mapas esparcidos por una mesa, estaba amueblado con frugalidad y desprendía el olor a moho y humedad de una vivienda que solo se habitaba de vez en cuando. En las paredes no había nada salvo algunos de los trofeos de caza de sir Henry, que los miraron con curiosidad cuando pasaron por delante.
—Tengo que protegerme de los gatos curiosos —dijo August cuando llegó a lo que parecía la portezuela de un sótano. Estaba flanqueada por dos feroces mastines disecados que miraban resueltamente al infinito.
—Perros de ataque, del delta del Misisipi —explicó—. Se criaron para perseguir esclavos fugitivos, pero os alegrará saber que he mitigado sus instintos naturales con un libro de chistes. ¿Toe, toe?
—¿Quién es? —preguntó el perro de la izquierda.
—Ernesto —respondió August.
—¿Qué Ernesto? —inquirió el perro.
—El dueño de todo esto.
Los dos perros sacudieron la cabeza y se rieron sin poder contenerse.
—Nunca falla —dijo August, sonriendo—. Cuanto peor es el chiste más parece gustarles. Si sois tan amables de seguirme. Tened cuidado, porque podéis resbalar.
Abrió la puerta y empezó a bajar unas escaleras de piedra que se perdían en la oscuridad. Tom y Pearl lo siguieron.
—No creo que nadie conociera este sitio hasta que sir Henry y yo lo descubrimos —dijo August desde abajo mientras buscaba a tientas el interruptor de la luz—. Aquí está.
Se oyó un zumbido de electricidad y, de repente, todo se iluminó, y Tom y Pearl se quedaron pasmados al descubrir que se encontraban en la base de una estrecha cueva cónica. Las lisas paredes curvas ascendían hasta la brizna de luz que brillaba en la cúspide y, a todo su alrededor, había pisos de estanterías conectadas entre sí por pequeñas escaleras de mano. A primera vista, parecía una biblioteca, pero, a diferencia de una biblioteca, en los estantes no había libros: había pájaros, pájaros disecados de todas las clases y tamaños, colocados ordenadamente en hileras.
—Una cueva de unas proporciones extraordinarias, ¿no os parece? —dijo August, dirigiéndose a la mesa del centro, donde había esparcidos curiosos frascos de sustancias químicas y extraños cristales de colores, así como partes de escarabajos.
—¿Y qué es lo que hace aquí? —preguntó Pearl—. ¿Es inventor?
—En cierto modo —respondió August—. Estoy seguro de que Tom te ha contado que fui taxidermista y aún me dedico a eso, pero, ahora, de hecho, mis creaciones solo son apoyos nemotécnicos. Mi memoria ya no es lo que era, y estos me ayudan —dijo, señalando la hilera de extraños pájaros con grandes cabezas grises que los miraban desde el primer nivel.
—¿Qué son? —preguntó Tom.
—Picozapatos, de África central —respondió August—. Viven en lagos y comen cangrejos, de ahí el tamaño de su pico. Y también tienen el cráneo muy grande, lo cual los hace ideales como libros de consulta.
Pearl y Tom parecieron desconcertados.
—Treinta y cinco picozapatos, treinta y cinco volúmenes de la Enciclopedia Británica, sin olvidar el índice —dijo August con orgullo—. Muy útiles. Además, está el Diccionario de Coleópteros de Dendril —añadió, señalando la hilera de chotacabras—; el estudio de Kingsley Nitt sobre las termitas —señaló tres podargos—; la Entomología de Lamont, el tratado de Dick Ratt sobre variaciones magnéticas, la lista es interminable. Hasta he confiado mis propios diarios a unos cuantos de ellos. Uno de los efectos secundarios de vivir tanto es que no me acuerdo de lo que pasó, por ejemplo, la noche del 22 de diciembre de 1924.
—Estaba cenando en el restaurante del hotel Ritz, en compañía de Bucephalus Brem, el químico suizo —gorjeó una cucaburra—, quien le explicó su teoría sobre cómo extraer oro del agua de mar.
—Pues claro —dijo August, sonriendo—, y es totalmente posible conseguir oro de esa forma, pero es carísimo. ¿Qué hay del 2 de abril de 1883?
—Diseco mi primer gorrión —trinó un tucán desde arriba—. Me han castigado con la vara por hacer pellas. La escuela no me apasiona.
—Eso era cierto. Ay, sí, aquello dolió, me acuerdo. No estoy seguro de querer acordarme de eso.
—Quizá no —respondió el pájaro—, pero, a lo hecho, pecho. Yo solo soy un apéndice de usted.
—Por supuesto, amigo mío. —August miró a Tom y a Pearl, sonriendo con picardía—. Útil, ¿no os parece? A veces, casi tengo la sensación de estar paseándome por el interior de mi cabeza.
—¿Por qué pájaros? —preguntó Tom.
—Porque los pájaros pueden desplazarse, a toda prisa, si hace falta, lo cual ha resultado útil en el pasado. Además, el hecho de que hablen me ahorra la molestia de tener que buscar las cosas en un libro. Si necesito saber algo, me limito a hacer una pregunta y la respuesta es inmediata.
Todo aquello parecía ingeniosísimo y, mirando a Pearl de soslayo, Tom advirtió que estaba muy impresionada.
—Antes ha dicho que a lo mejor podía explicarnos unas cuantas cosas —dijo, volviendo a sacar el tema que tenía más presente—. Aclarar las cosas.
—Sí —dijo August con aire pensativo—. La cuestión es por dónde empiezo. Por el principio, supongo. ¿Cuánto sabéis de escarabajos?
—Algo —dijo Tom.
—¿Algo?
Tom era muy consciente de que, pese a las muchas vacaciones que había pasado viajando por Europa en una caravana cazando escarabajos con sus padres, comparado con August, en realidad sabía muy poco.
—De hecho… hum… puede que no mucho.
—Nada de nada —reconoció Pearl.
—Bien —dijo August, suspirando—. Seré breve y no me andaré por las ramas. Como quizá sepáis, en este planeta hay más escarabajos que cualquier otra criatura. Son todos pequeños, porque, como todos los insectos, no tienen vértebras. Dentro, no tienen nada que sustente su peso, así que lo hace su armadura. Y este exoesqueleto está hecho de quitina. Pero estoy seguro de que todo eso os lo enseñan en la escuela —añadió—. Al menos, espero que os lo enseñen.
Pearl miró a Tom con incomodidad: era evidente que a ella no se lo enseñaban.
—En fin, hace millones de años, los insectos y los escarabajos eran muchísimo más grandes que ahora —prosiguió August—. Nadie sabe muy bien por qué. Pero, como vosotros parecéis saber, algunas criaturas bastante espantosas están volviendo a evolucionar en esa dirección.
Pearl asintió sombríamente con la cabeza: no hacía falta que le recordaran aquellos ciempiés al borde del acantilado.
—Exacto. Y no solo están creciendo. Por desgracia, algunos de los insectos de menor tamaño también son más longevos. Antes, solían pasarse casi toda la vida en estado larvario y solo vivían como escarabajos durante uno o dos meses. Ahora… eso está cambiando. Alargándose día a día.
August miró a Tom y él se notó las mejillas calientes. Sabía qué estaba insinuando August.
—Entonces… ¿cree que don Gervase ha cogido el frasco y ha hecho algo con él, para que pase esto?
—Lo he contemplado —respondió August, sin alterarse.
Tom se sintió avergonzado y enfadado.
—Pero… pero ¿cómo es posible? Dentro no había líquido. Solo unos cuantos cristales en el fondo.
—Los cristales generan gases y lo que él quiere son esos gases, ¿no? Si tuviera dos dedos de frente, podría haber construido un compartimiento hermético y criado pequeños escarabajos dentro, para que el gas pasara a formar parte de ellos. Pero eso es muy difícil, y, a decir verdad, no estoy seguro de que tenga tantos recursos —añadió August—. Hasta fabriqué un antídoto para mi poción hace unos años, por si necesitaba invertir los efectos. Ahora no me acuerdo de dónde lo puse.
—Armario negro, segundo estante, junto al doctor Goatby —gritó un arrendajo azul del segundo nivel.
—Claro, claro —murmuró August, dándose la vuelta, rebuscando en el armario y regresando con un frasquito verde—. Aquí está, por si a alguien le interesa. El antídoto para el elixir de la vida.
Tom se quedó mirando el frasquito verde, lleno de líquido negro. Lo inundó un torrente de pensamientos.
—Entonces, ¿no podríamos…, o sea, no merece la pena…?
—¿Intentar invertir el curso de la historia? —August sonrió con afabilidad—. Ya es demasiado tarde para detenerlos, Tom. No puedes destruir a millones de millones de criaturas. Me temo, amigo, que la caja de Pandora está abierta de forma definitiva.
Tom apenas pudo disimular su decepción. En el fondo de su corazón, siempre había abrigado cierta esperanza, cierta ilusión, de que el genio de August Catcher pudiera invertir el daño que él había causado.
—Y, ya que lo está, solo cabe esperar que, pretenda lo que pretenda hacer con ese gas, don Gervase fracase —continuó August—. Debo decir que sus motivos me intrigan más. ¿Qué es lo que quiere?
—¿Dominar el mundo? —sugirió Tom, de mal humor—. ¿Crear criaturas descomunales que puedan borrar a los humanos de la faz de la tierra?
August sonrió.
—Por supuesto, en cierto sentido, tienes razón. Si uno poseyera ese poder, ¿por qué no habría de querer hacer una cosa así? A fin de cuentas, los humanos son, por lo general, criaturas desagradables, sucias y sumamente destructivas. Pero ¿y qué? Los escarabajos existían mucho antes de que llegáramos a este planeta y no cabe duda de que seguirán aquí mucho después de que hayamos desaparecido. Ya estamos viviendo en la era de los escarabajos. —Juntó los dedos con aire pensativo—. No. Me parece que don Gervase Askary está haciendo incursiones en el pasado para conseguir lo que necesita. Pero por qué lo necesita puede no estar relacionado con nosotros, sino con algún acontecimiento futuro que ni siquiera alcanzamos a imaginar.
Pearl y Tom se quedaron callados, intentando asimilar lo que decía August.
—Pues, ahora mismo, ya sabemos qué está buscando —dijo Pearl—. Es algo de Tithona, ¿no? Por eso ha secuestrado a mi padre y a Rudy, y supongo que por eso se los ha llevado a ese sitio, Scarazand…
—Scarazand —la corrigió un picozapato con aire condescendiente—. Scarazand no existe.
—Vale. Como se llame —espetó ella, algo sorprendida de que la hubieran interrumpido—. Supongo que sabes dónde está.
—En efecto —respondió el picozapato con engreimiento—. ¿Quieres que te lo diga?
—Ya estamos, otro sermón del volumen veintiuno —se quejó un picozapato del final—. Nadie me pregunta nunca por las enfermedades zimóticas.
—A lo mejor algún día lo hacen —respondió un pájaro del otro extremo—. ¿Han oído hablar de Anaxágoras? ¿Querrán hacerlo algún día?
—Tendrías que probar la heráldica —rezongó la «H», en tono sombrío—. Pienso en lo que sé y solo quiero morirme de aburrimiento.
—Nos tendrían que haber mezclado —dijo la «M», asintiendo con la cabeza.
—Sí —convino la «Q».
—Sí, como el jazz libre —dijo la «J»—, abstracto, un popurrí, y revolucionario…
—¡Silencio! —gritó August, y las bromas cesaron de inmediato. El picozapato que se había adelantado y subido a la barandilla se aclaró la garganta con aire de importancia.
—¿Empiezo?
—Si no hay más remedio —dijo August, en tono de hastío.
El pájaro ignoró el insulto y siguió.
—Scarazand —comenzó a decir—. Scarazand es el nombre que el legendario explorador medieval Iñigo Marcellus (1397-1452) puso a la mítica capital de los escarabajos. Este afirmaba haberla visitado en su viaje al centro de la tierra. Decía que, tras viajar por el país del fabuloso pueblo de los cinocéfalos, recorrió los interminables bosques negros de Oriente, habitados únicamente por hombres aulladores barbados. En sus confines, había un laberinto de proporciones colosales. Tras aventurarse en él por una de sus numerosas puertas, se descubrió extraviado en una maraña de túneles atestados de extrañas criaturas que se extendían a través del tiempo hasta las entrañas de la tierra, y cuando salió se encontró…
—En una populosa ciudad, con forma de torre, cuyas calles estaban repletas de criaturas de toda clase —continuó August—, escarabajos tan grandes como caballos, perros voladores, curiosas mujeres con cabeza de araña, ¿no es así?
El pájaro pareció un poco disgustado por su intervención.
—Así es, señor, pero…
—Hay más. Lo sé. Muchísimo más. Es una leyenda. Un cuento de hadas. ¿Fue allí Iñigo Marcellus? Quién sabe. A lo mejor no salió nunca de su habitación. A lo mejor se lo inventó todo.
Tom y Pearl miraron a August, confusos.
—¿Qué está diciendo, qué Scarazand no existe? ¿Que no existe un sitio así? —Pearl parecía indignada.
—Claro que no, querida —respondió August con dulzura—. Estoy convencido de que existe un sitio llamado Scarazand, pero no gracias a Iñigo Marcellus. De hecho, Scarazand me tiene un poco obsesionado desde hace algún tiempo. La leyenda la conozco desde siempre, por supuesto, y aunque el cuestionable señor Marcellus fue el primero en hablar de ella, lo han seguido otros. No es el único que describe este lugar. Pero lo que reavivó mi interés en esta vieja historia fue descubrir la verdadera naturaleza de don Gervase y los suyos. Aquello me hizo pensar. Personas insecto, viajeros del tiempo… parecía totalmente increíble. ¿Venían del futuro, del pasado, actuaban solos o estaban todos ellos controlados por algo? Debo admitir que tuve dificultades, hasta que encontramos esta cueva. Este sitio, donde estáis ahora mismo, me proporcionó la clave para resolver el enigma.
Su entusiasmo era patente en el brillo de sus ojos y Tom y Pearl miraron a su alrededor, esperando ver alguna clase de pista en las lisas paredes. Pero no había nada.
—Esto… ¿de qué manera? —preguntó Tom con timidez.
—Me demostró que, hace millones de años, no solo había algunos insectos muy grandes, sino también algunas colonias de insectos muy numerosas. De hecho, toda esta isla era una de ellas, una especie de termitero enorme. Y aquí, en el mismo centro, justo donde estáis vosotros, se encontraba la cámara de la reina. Imaginaos, si podéis, una especie de gusano gordo y enorme aquí en el suelo. Había millones de millones de escarabajos pululando a su alrededor. Excavando túneles en la roca, nutriendo sus huevos, construyendo criaderos para sus larvas, excavando depósitos para agua, buscando alimento, repeliendo ataques, lo que sea. Y ella los controlaba a todos, de forma que actuaban como un solo organismo vivo de proporciones colosales.
—¿Cómo lo hacía? —preguntó Pearl.
August sonrió.
—La segunda prueba. ¿Tiene alguno de los dos un reloj?
Tom y Pearl negaron con la cabeza.
—No importa —dijo August, suspirando—. He roto tantos que no creo que otro más importe. —Sacándose un relojito del bolsillo, fue al otro extremo de la cueva y se agachó.
—Ahora, si no os importa apartaros —dijo, y depositó el relojito de bolsillo en la alfombra. De inmediato, la cadena comenzó a desenroscarse y tensarse, como si la moviera una mano invisible. Luego, el reloj comenzó a girar sobre su eje y se desplazó hacia Tom y Pearl, deteniéndose bruscamente en el centro.
Magnífico —dijo August, sonriendo—. ¿Podríais devolvérmelo?
Tom se agachó para recoger el reloj y descubrió que estaba pegado al suelo.
¿Es magnética? —preguntó, tirando en vano con todas sus fuerzas.
Mucho —respondió August, acercándose a ellos—. Bajo vuestros pies hay una enorme concentración de roca magnética. ¿Y porque es importante eso? Para la reina de esta colonia, era imprescindible, porque esto era lo que comunicaba. Echada sobre esta enorme roca metálica, emitía pulsos magnéticos que llegaban a todas partes y eran oídos por cada uno de los escarabajos.
Caramba.
Pearl contempló un momento el suelo, intentando asimilar aquello.
¿Y qué cree que eran los mensajes que enviaba?
—Cosas básicas, sospecho, como todos los insectos. Alimentadme, traedme agua, ese tipo de cosas. La reina podía ser enorme, pero, sola, era poco más que una productora de huevos y un inmenso amplificador.
¿Y tenían alternativa los escarabajos?
Por supuesto que no. Ella era su reina. No podían pensar por sí mismos.
Tom se quedó mirando la mesa, reflexionando sobre las palabras de August. Estaba haciendo todo lo posible para no parecer idiota.
Entonces… no estoy muy seguro de terminar de entender cómo se relaciona todo esto con Scarazand.
August sonrió.
—Imagínate, Tom, si una colonia como esta pudo existir hace millones de años, ¿no es posible que exista una mucho más grande en algún momento del futuro? Una colonia de escarabajos que no solo velan por su reina, sino que también, como ahora sabemos, viajan en el tiempo y adoptan muchas formas distintas.
Tom suspiró. ¿Era posible? ¿Que don Gervase y todos los demás pertenecieran a una gigantesca colonia de escarabajos del futuro?
—Pero ¿cómo se transforman en personas? —preguntó Pearl—. ¿Pueden cambiar de forma?
—No exactamente —respondió August, sonriendo—. Es un poco más mecánico que eso. ¿Sabéis algo de los escarabajos escarbadores?
Tom y Pearl pusieron cara de póquer.
—No hay razón para que debierais saberlo. Son parásitos y, por el momento, casi desconocidos para la ciencia, pero, en la parte más remota de Ecuador, un médico me habló de ellos y de sus costumbres bastante singulares. A los escarbadores les gusta volar de noche y poner sus minúsculos huevos dentro del oído o la nariz de una persona dormida. Os preguntaréis por qué. El no lo sabía, pero observó que las víctimas se quejaban de fortísimos dolores de cabeza, comenzaban a comportarse de una forma extraña y siempre morían unos meses después. Tengo una teoría al respecto. Creo que la diminuta larva de escarbador se abre camino hasta el cerebro de su víctima para acceder a una parte primitiva de su corteza cerebral que lleva millones de años sin utilizarse. El hongo que allí libera activa las células circundantes, haciéndolas receptivas a los pulsos magnéticos emitidos desde Scarazand.
—Entonces… ¿está diciendo que los escarbadores se apoderan de esas personas? —preguntó Tom, estremeciéndose al pensarlo.
August asintió con aire sombrío.
—Eso creo. Muy desagradable, ¿verdad? Pero también he descubierto otro tipo de parásito. Un reprodúplido que he bautizado como escarabajo eco. Los conocéis, ¿no?
Pearl negó incómodamente con la cabeza. Todo aquello era tan extraño que le estaba costando creerlo.
—Los escarabajos replicantes hacen réplicas de personas. Ingieren cantidades diminutas de tejido, un trozo de piel o una gota de sangre, quizá, es todo lo que les hace falta. Luego, ponen un huevo y de ese huevo sale una larva. A continuación, la larva fabrica un capullo y, cuando la crisálida por fin lo rompe, no es otro escarabajo replicante, sino una réplica exacta de su víctima. Y, como solo necesitan una porción minúscula de su huésped, pueden hacer miles y miles de réplicas de la misma persona. ¿Te resulta familiar?
Tom se quedó callado. Pensó en todos los hombres y mujeres idénticos con que se había topado y empezó a percatarse de la ingente magnitud de la empresa a que se enfrentaban.
—¿Y qué hay de don Gervase Askary y Lotus? ¿Cómo encajan ellos en todo esto? —preguntó—. Usted sabe que lo vi convertirse en escarabajo.
—Lo sé —murmuró August—, y confieso que me desconciertan. Sospecho que pertenecen a un orden superior, a la élite de Scarazand quizá, que sí tiene la capacidad de metamorfosearse a voluntad. También tengo una teoría sobre eso, pero —August se contuvo— no voy a aburriros con más datos científicos.
Se quedaron callados un momento, Tom y Pearl impresionados aún por toda aquella información tan espeluznante. Pearl respiró hondo. Se sentía completamente abatida.
—E imagino que es difícil llegar a Scarazand.
—Es muy probable, si creemos a Iñigo Marcellus. ¿Cómo era? En los confines del bosque de los hombres aulladores barbados había un laberinto…
—De proporciones colosales. Tras aventurarse en él por una de sus numerosas puertas, se descubrió extraviado en una maraña de túneles atestados de extrañas criaturas que se extendían a través del tiempo hasta las entrañas de la tierra —repitió el picozapato.
—¿Y usted cree eso?
—Encontrar una entrada sería difícil, sin duda —reconoció August, eludiendo la pregunta de Pearl—. Podría ser por una puerta, un armario, unas escaleras, un agujero en el suelo; a lo mejor es un laberinto a través del tiempo, ¿quién sabe? Se han esmerado mucho en ocultarnos sus actividades.
Tom no dijo nada. Todo aquello estaba empezando a parecerle más y más imposible por momentos. A lo mejor era una locura incluso plantearse ir. Distraídamente, miró la brizna de luz que parpadeaba muy por encima de ellos.
—Pero… un momento, ¡un momento!, ¿no se nos está escapando algo? —August y Pearl lo miraron con expectación—. Si Scarazand es como usted dice, una versión enorme de esta isla, ¿no sería descolgarse por la chimenea la forma más fácil de entrar? Mire —señaló—, así no habría que encontrar una entrada secreta, ni atravesar un laberinto ni nada parecido.
—Muy observador, Tom —dijo August, asintiendo con la cabeza—. Lo sería, desde luego, si pudiéramos encontrarla. Ese era el punto débil fundamental de esta colonia y, si Scarazand se parece en algo a este sitio, seguro que tendrá una chimenea que comunica con el mundo exterior.
—¿Por qué? —preguntó Pearl—. ¿Para qué, si se han tomado tantas molestias en pasar desapercibidos?
—Sospecho que no tienen ninguna otra opción —respondió August—. Sospecho que la reina se pasa el día enviando mensajes magnéticos y poniendo huevos y la consecuencia es que su temperatura corporal aumenta muchísimo. Toda su cámara está impregnada de gases desagradables. Haría falta alguna clase de chimenea o conducto de ventilación para permitir su salida. En alguna parte del mundo, en un desierto remoto quizá, u oculto en una cadena montañosa, hay un agujerito no más ancho que un pozo que vomita gases tóxicos. Y ese es probablemente el único signo visible de todo el edificio.
—¿Y no tiene ninguna idea de dónde podría estar? —preguntó Pearl—. ¿O es un disparate preguntar eso?
August la miró y esbozó una sonrisa.
—No es ningún disparate, querida. Sir Henry y yo nos pasamos mucho tiempo buscando. No solo esa chimenea, sino también cualquier otra entrada que pudiéramos encontrar.
Pearl y Tom lo miraron con asombro.
—¿Querían ir a Scarazand?
—Por supuesto. ¿Qué persona interesada en estos temas no querría ir a Scarazand? Tiene que ser uno de los lugares más increíbles de la tierra. Seguiríamos buscando si sir Henry no hubiera conseguido convencerme de lo contrario.
—¿En serio?
—Desde luego. Y supongo que tenía razón. Sería peligrosísimo y mi interés era puramente científico. No tenía ningún motivo emocional apremiante para ir, como lo tienes tú. No estaba dispuesto a arriesgarlo todo. Pero, créeme, me habría encantado verlo, aunque solo fuera una vez. —Se quedó callado—. Sigo teniendo todo el equipo en alguna parte. —Los miró y se río—. Preguntar eso sí que es un disparate.
—¡Segundo cajón, cofre gris, la llave está en el bote! —gritó una oropéndola.
—¿Qué bote? —preguntó August, acercándose al armario.
—El verde de la estantería.
—¿Qué estantería?
—¡La estantería que hay detrás de usted! —graznaron los pájaros al unísono. August negó con la cabeza—. Es ridículo, ¿verdad? Pero, después de pasarme la vida rellenando cosas con otras cosas, parece que no puedo dejar el hábito.
Siguiendo las impacientes instrucciones de los pájaros, August encontró el cofre gris y lo depositó en la mesa.
—Ya sabes que no tengo mucha madera de explorador, Tom, pero sí anticipé lo que podía hacer falta —dijo, vaciando una serie de extraños objetos en la mesa—. Casi todo sigue aquí, creo. —Tom cogió un par de gafas protectoras con los cristales casi negros que parecían viejísimas—. Son unas gafas compuestas —explicó August—. Mi intento bastante poco logrado de reducir el mundo a una serie de colores básicos, para verlo como los escarabajos.
—¿Funcionan? —preguntó Tom, poniéndoselas.
—Surten algún efecto, sin duda —respondió August—, pero, como, en realidad, nadie sabe cómo ven los escarabajos, son, hasta cierto punto, una conjetura.
Tom miró por los cristales: vio colores imprecisos, como en un caleidoscopio, pero nada más.
—Dan el pego, pero lo más probable es que no sean muy útiles —reconoció August—. Esto, en cambio, sí lo sería. —Alzó una fina botella con una funda de cuero que tenía un pulverizador y un dosificador de goma acoplados al cuello—. ¿Sabéis algo sobre feromonas?
—Solo lo que mi padre… —Tom se interrumpió y se lo pensó mejor—. En realidad, no.
—Es normal que no lo sepas. Pero son unas sustancias químicas fascinantes. Los insectos las utilizan constantemente. De hecho, determinadas criaturas, como las avispas solitarias, las utilizan para hacerse invisibles a las abejas. Eso es lo que me dio la idea para fabricar esto.
—¿Ha… inventado una feromona? —preguntó Tom, cogiendo la botella.
—En efecto. Una feromona que te hace invisible a los escarabajos —respondió August—. Hice unos cuantos experimentos, combiné las sustancias químicas, jugué un poco con ellas, por así decirlo, y este es el resultado.
—¿Y funciona? —preguntó Pearl, cogiendo la botella y olisqueando el pulverizador con curiosidad.
—Creo que sí. Lo probé con algunos de los híbridos más pequeños con que nos topamos en Mongolia y parecieron convencidos. ¿Podría funcionar con un individuo convertido? Me alegra decir que nunca he tenido motivos para averiguarlo.
Con timidez, Pearl apretó una vez el dosificador.
—Oh —gritó cuando el pulverizador escupió una fina capa de niebla naranja. Olía a una mezcla acre de almendras y naranjas podridas—. Y esto, ¿qué haría?
—Pues, si yo fuera un escarabajo, tu mano acabaría de desaparecer —respondió August con mucha seguridad—. Y si quisieras disfrazarte por completo, tendrías que rociarte todo el cuerpo.
—¿Y en serio que iban a hacer eso?
—Algo parecido. Sir Henry y yo encargamos un par de ponchos de seda, que yo impregné con esta sustancia, con capuchas, rejillas y demás. Parecíamos dos apicultores exóticos —dijo, sonriendo—. También los tengo, en algún sitio.
—¿Y qué es esto? —preguntó Tom, señalando una cajita plana de plástico.
—Ah, sí —dijo August con una sonrisa, abriendo la caja y sacando una plumita blanca—. Esto era para orientarse. Por si Iñigo Marcellus tenía razón con lo del laberinto.
—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! —gritó una vocecilla desde las estanterías superiores. Tom alzó la vista y vio asomar una cabecita fluorescente—. ¡Qué atrevimiento!
—El alcaudón nocturno —dijo August, sonriendo—. El único pájaro fluorescente del mundo. Con bastante optimismo, esperaba encontrar un escarabajo en el laberinto, atarle esta pluma al abdomen, soltarlo y seguir la pluma fluorescente hasta Scarazand. Oh, sí. Teníamos todo el viaje planeado. Habría sido toda una aventura.
—Eso parece —dijo Pearl—. Me sorprende que permitiera que sir Henry le quitara la idea de la cabeza.
—Y a mí —murmuró August—. Pero, a la luz de lo que ha ocurrido desde entonces, él tenía toda la razón. A decir verdad, las cosas se estaban poniendo bastante feas en Mongolia. En varias ocasiones, nos salvamos de milagro. Y, por supuesto, no llegamos a encontrar la entrada, ¿no? Pese a buscar por todo el mundo. —Se quedó un momento callado, absorto en sus pensamientos.
—Pero, es curioso que nunca buscáramos en el sitio más obvio. Lo cual supongo que os da una clara ventaja.
—¿A nosotros?
Sorprendidos, Tom y Pearl lo miraron a su rostro avejentado. Los ojos le centelleaban bajo las arrugadas capas de piel.
—Ya sé qué estáis pensando: queréis que os preste todas estas cosas, y es lógico. Por supuesto.
Pearl se ruborizó, azorada: no creía que fuera tan fácil leerle el pensamiento.
—¿Y… cuál es el sitio más obvio? —preguntó Tom con timidez.
—El lugar de donde proviene tu pelota, por supuesto.
—¿Cómo, las islas Tithona?
—Exacto. Las islas Tithona, esas curiosas islas con extrañas formas que ahora, por desgracia, están sumergidas. ¿Puedo volver a verla?
—Esto… claro —dijo Tom, sacándose la pelota del bolsillo y dándosela.
—Es rarísimo que se me pasara por alto —murmuró, girando la pelota entre los dedos—. Debo decir que me había olvidado por completo de este hallazgo hasta esta mañana. Pero, por supuesto, ahora lo comprendo. Es totalmente lógico.
August miró los motivos negros, absorto en sus pensamientos, y Tom y Pearl lo observaron cada vez más frustrados. Era como si hubiera abierto una puerta para mostrarles el camino y la hubiera cerrado justo después.
—Lo siento, debo de ser tonta perdida, pero, no veo qué relación tiene esta pelota con nada de esto —dijo Pearl—. ¿Es un amuleto de la suerte o algo parecido?
August sonrió para sus adentros.
—Para ti o para mí, esta pelota no tiene ningún valor, aparte del que hemos decidido darle. Es un amuleto curioso, un objeto para ahuyentar a los malos espíritus, nada más. Pero, para don Gervase Askary, sospecho que este objeto en apariencia inofensivo puede darle algo que es más grande que ninguna otra cosa en el mundo.
Tom miró la pelota, desconcertado.
—¿Qué es? —preguntó.
August se quedó callado. Estrujó la elástica pelota transparente y vio cómo volvía a expandirse hasta recobrar su forma original.
—Poder. Poder para controlar todas las criaturas de Scarazand y de otros lugares. Poder quizá para someter el mundo a sus deseos. Poder sin límite.
Tom y Pearl se quedaron mirando la anodina pelota. Del largo desfile de datos curiosos que August les había presentado pacientemente, aquel era el más extraño de todos.
—¿Habla en serio?
—Por supuesto. ¿Por qué no iba a hablar en serio?
—Pero ¿cómo lo sabe?
—No lo sé —respondió August, mirándolos—. Recordad que no sé nada. Solo es lo que creo. ¿Os lo explico?