—¡Oh!
Tom atravesó una película de agua y voló por los aires antes de caer, cuan largo era, en algo granuloso y blando. Se quedó sin respiración y, al inhalar, un extraño olor le impregnó las fosas nasales. Parecía pescado… Aturdido, hincó los dedos en la maraña de cuerdas que se mecían por debajo de él.
—¡Socorro!
Al abrir los ojos, vio una sombra que atravesaba el aire y notó un golpe detrás de él. La superficie volvió a mecerse.
—¿Pearl?
Oyó un gruñido amortiguado junto a él.
—¿Estás bien?
—Más o menos.
Tom alzó la cabeza tanto como juzgó prudente y miró a su alrededor. Estaban tendidos en el fondo de una barca alargada sobre un amasijo de redes. El aire era cortante y frío y había un espeso manto de niebla envolviéndolo todo. A lo lejos, se erigían escarpadas cumbres grises, pero, aparte de eso, Tom solo alcanzaba a ver una oscura faja de selva bordeando la orilla. Lo inundó un torrente de pensamientos… aquello no era Dragonport en el pasado, pero tampoco era un lugar desconocido.
—Caray —dijo Pearl, incorporándose—. Así que a esto te referías con viajar, ¿eh?
Tom asintió con la cabeza.
—A algo parecido —dijo mirándola, y de pronto descubrió que no podía dejar de sonreír. Parecía que Pearl llevara una peluca plateada descomunal.
—¿Qué? —preguntó ella, azorada—. ¿Qué te hace tanta gracia?
—Tu pelo.
Pearl se cogió un mechón y descubrió que lo tenía cuajado de diminutas escamas plateadas. Luego, miró las redes. Estaban repletas de ellas.
—Pues anda que el tuyo —dijo, mirándolo—. Pareces un extraterrestre.
Tom meneó la cabeza, rociando el aire de escamas plateadas.
—¿A eso le llamas tú menear la cabeza? —dijo Pearl con una sonrisa, y empezó a hacer girar su melena plateada, cubriendo a Tom y la embarcación.
—Para —dijo él, riéndose, cuando la estrecha barca comenzó a bambolearse—. Vamos a volcar.
—Está bien —dijo Pearl—. Pero no olvides, Tom, que, hagas lo hagas, yo lo haré mejor.
—Si tú lo dices.
—Pues claro —respondió ella, guiñándole un ojo.
Se quedaron callados y sonrieron. Ninguno podía disimular su alivio por haber escapado.
—Muy bien —dijo Tom, escrutando la niebla—. ¿Dónde crees que estamos?
Pearl miró a su alrededor. El débil sol había comenzado a disolver la niebla y estaban empezando a aparecer sombras a todo su alrededor: sombras grises de bateas tripuladas por figuras envueltas en gruesos sombreros y mantas. Más allá, solo alcanzaba a ver siluetas de casas y finas columnas de humo que se elevaban por encima del lago.
—Parece una especie de mercado flotante —dijo, observando a los barqueros de piel oscura mientras transportaban sus cargamentos—. ¿El Himalaya, quizá? ¿Cachemira? No sé. Tiene que estar relacionado con el museo, ¿no?
Tom se devanó los sesos: aquel lago rodeado de montañas tenía un aire familiar; y estaba la palabra Cachemira.
—A lo mejor aquí hay algo que nos puede ayudar y todavía no lo sabemos —dijo, conforme el concurrido mercado iba cobrando nitidez—. A lo mejor hemos venido aquí porque queríamos hacerlo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Pearl—. ¿Por qué íbamos a querer venir a este sitio?
Tom estaba intentando concentrarse.
—A lo mejor, lo que queríamos… nos ha dirigido, de algún modo. No sé. Tiene que haber una razón.
—La hay —aseveró Pearl.
Tom sabía que, pese a su bravuconería, haber aterrizado en un lago envuelto en niebla la inquietaba tanto como a él. Tenía que haber una razón para todo aquello. No podía ser solo casualidad, ¿no?
—Muy bien —dijo, pareciendo mucho más decidido de como se sentía.
Miró por encima de la proa de la barca y vio una pequeña batea con dos remos flotando al lado.
—¿Sabes remar?
—Claro que sé remar.
—Pues vamos a comprobarlo.
Tom y Pearl desamarraron la estrecha batea, se subieron a * ella con cautela, pusieron rumbo al mercado y pronto se encontraron entre la multitud.
—Algún sitio de India, seguro —susurró Pearl, viendo a los granjeros vendiendo sus manzanas y albaricoques y a niños llevando pilas de panes planos en estrechas piraguas.
Tom negó con la cabeza. Mirando las caras de hombres y mujeres, no sabría decir en qué época estaban. Todos llevaban sombreros de lana y mantas y no había nada hecho de plástico.
—Hola —dijo Pearl a una niña y su madre que le llamaron la atención—. ¿Qué tal?
Ellas le sonrieron desde su canoa y Pearl les devolvió la sonrisa.
—¿Habláis mi idioma? —preguntó.
La niña la miró con timidez y se tapó la boca con el borde del pañuelo.
—¿No? Estamos perdidos.
—¡Postal! ¡Postal, postal, postal!
Un joven los había visto y estaba remando hacia ellos a toda velocidad. Llevaba hileras de postales en el cuello colgadas de una cuerda.
—Postal —dijo, enseñándoles las postales.
—¿Hablas mi idioma? —preguntó Tom.
—Sí. ¡Postal! —dijo él. Cuando sonrió, Tom vio que le faltaban varios dientes.
Cogió la postal y la examinó. La fotografía en blanco y negro estaba toscamente coloreada y retrataba un lago en verano. En el centro había una lancha motora, arrastrando a un elefante pequeño que llevaba esquís náuticos. Y a lomos de la infeliz criatura iba un hombrecillo rechoncho con un turbante verde y un aspecto muy serio.
—El lago Champawander. El desfile de los deportes de placer del maharajá. Postal especializada. Yo hago buen precio.
—¿El lago Champawander?
De pronto, Tom supo dónde había visto aquel lugar: estaba en la pared del pasillo del museo, la larga hilera de extrañas fotografías que él había colgado con Jos y Melba hacía solo un día. Y aquel era el mismísimo maharajá, el anterior propietario del zafiro.
—Escucha —dijo Pearl de repente, y miró el cielo. Por debajo del alboroto del mercado, se oía el zumbido distante y familiar de un motor—. ¿Es un avión?
Tom escudriñó las vertientes montañosas, esperanzado.
—Lo parece, ¿no?
—¡Ahí está! —exclamó Pearl, señalando el pequeño objeto plateado que venía hacia ellos trazando un arco desde el otro extremo del lago. El ruido del motor aumentó y varios mercaderes se volvieron para mirar—. Va a aterrizar —dijo Pearl, entusiasmada.
El avión plateado fue perdiendo altura, vaciló un momento en el aire y, a continuación, sus largos esquís blancos quebraron la dorada superficie del agua. Luego frenó rápidamente y se dirigió a una escarpada islita del centro del lago. En ese instante, una ventana se abrió entre los árboles que la poblaban, reflejando el sol, y a ella se asomó la silueta de un hombre.
—Un sitio raro para vivir —dijo Pearl, viendo que el avión se detenía junto a un pequeño embarcadero de madera—. ¿Quiénes crees que son?
Tom tenía la cabeza disparada cuando la puerta del avión se abrió y de él se apeó una figura alta con una chaqueta de aviación, seguida de otra, que, al quitarse el casco, dejó al descubierto sus rizados cabellos caoba. La pareja parecía muy atractiva y sofisticada mientras amarraba el avión. Luego, subieron por unas escaleras de piedra y se perdieron entre los árboles.
—¿Crees que pueden ayudarnos? —preguntó Pearl.
—Creo que quizá sean las únicas personas que pueden ayudarnos —respondió Tom con aire pensativo. ¿Era posible que fueran ellos?
La mujer cogió a Pearl por el brazo y dijo algo en su idioma, señalando la isla.
—Ingleses, ingleses —tradujo la hija.
—¿Son ingleses?
—Ingleses, ingleses. El sahib Scatterhorn.
—¿Cómo? —dijo Pearl, no muy segura de haber oído bien.
—Scatterhorn. Sí, sí —dijo el joven de las postales, señalando la isla—. Llega ahora. El señor Catcher arriba.
Pearl miró a Tom y advirtió que apenas podía contener su entusiasmo.
—Ahí está la relación —dijo, con una sonrisa radiante—. Es el motivo de que estemos aquí, ¿no?
Varias barcas habían comenzado a atravesar el lago en dirección al pequeño embarcadero, y Tom y Pearl se apresuraron a sumarse a la procesión. La niebla ya se había disuelto y, para cuando llegaron a la isla, el cielo tenía un intenso color azul y el sol estaba tiñendo de tonos rojos y anaranjados los árboles que poblaban sus escarpadas laderas. Después de amarrar su barca junto a todas las demás, bajaron al embarcadero y, abriéndose paso entre las cestas de albaricoques, pimientos y nueces, se dirigieron al serpenteante camino que se internaba en el bosque.
—No me puedo creer que vaya a volver a verlos —dijo Tom con entusiasmo.
—Si es que son ellos. ¿Cuándo fue la última vez que viste a August Catcher?
—Hace unos cien años.
Pearl se rió.
—Pues, en ese caso, a lo mejor está un poco cambiado.
—Yo no estoy tan seguro —resolló Tom—. Los animales del museo aún están bastante despabilados, ¿no?
Pearl sonrió entre dientes.
—Entonces, ¿August Catcher también ha utilizado consigo mismo el elixir que inventó? ¿Es inmortal?
—Lo han utilizado los dos —respondió Tom—. Y no creo que sean inmortales. Sino solo viejísimos. Deben de tener unos ciento cincuenta años, supongo.
Llegaron al final del camino y allí, justo después de los árboles, el terreno se allanaba y daba paso a un soleado prado con un búngalo blanco detrás, rodeado de brillantes rosas rojas. Tom abandonó el refugio de las sombras y entró en un jardín circundado por un muro bajo. Más allá, el terreno descendía abruptamente hacia los árboles, que se erigían inmóviles bajo el dorado sol otoñal, y, muy por debajo, se extendía la superficie plateada del lago.
—¿Y si no son ellos? —murmuró Pearl, mirando con cierta reserva el pequeño búngalo de madera que tenían delante.
De pronto, era muy consciente de que, en cierto modo, estaban invadiendo una propiedad privada.
—Lo serán —dijo Tom, mirando por las ventanas. Por alguna razón, estaba segurísimo de aquello, pese a no ver ningún movimiento en el interior del búngalo.
—Creo que deberíamos ser sinceros. Explicar que, ya sabes, encontramos una abertura y que, bueno, aquí estamos. August Catcher y sir Henry Scatterhorn llevan años vigilando a los escarabajos. Seguro que lo saben todo de don Gervase Askary. Y de Scarazand.
—¿Tú crees?
—Se lo podríamos preguntar, ¿no?
Probó la puerta y descubrió que estaba abierta.
—¿Hola? —dijo, entrando en el reducido recibidor. No obtuvo respuesta. Junto a la puerta había una mesita, un sombrerero y un espejo.
—¿Hay alguien en casa?
Vio un botón junto a la puerta y lo pulsó, después de lo cual sonó un timbre en alguna parte del búngalo.
—Quietos ahí.
Tom se volvió de inmediato. Al otro lado del recibidor había un banco y, junto a él, otro espejo de pared. Delante estaba posado un gran cuervo de color negro azulado. Tenía sus brillantes ojillos clavados en su reflejo.
—Ya lo habéis oído: quietos ahí. —Pearl se volvió y vio un segundo cuervo posado en el sombrerero, mirando también su reflejo.
—Sí, quietos —graznó una tercera voz desde el techo.
Tom miró el techo y vio un espejo cóncavo, con otro cuervo mirándose en él.
—Esto… hemos venido a ver…
—Sentaos —graznó el cuervo del sombrerero, y les señaló el banco junto a la puerta.
—Entendido —gruñó el cuervo del techo.
—De acuerdo —añadió el tercero. Tom y Pearl miraron con inquietud los amenazantes cuervos negros, todos con los ojos clavados en sus espejos.
—Supongo que deberíamos hacer lo que dicen —susurró Tom, y se dirigieron al banco muy despacio.
Los pájaros los siguieron en sus respectivos espejos.
—Despacito, muchachos —les ordenó el pájaro del techo—. Si mantenemos la calma, a lo mejor podemos resolver esto.
—Eso. Ya se ha derramado suficiente sangre.
—¿Qué? —dijo Pearl, moviendo mudamente los labios.
—Entendido —asintió el cuervo del rincón, viendo que se sentaban con docilidad—. Poned el seguro a las armas y esperad mi señal.
Tom y Pearl se miraron, apartando los ojos de los tres extraños cuervos pegados a sus espejos. Aquello era rarísimo.
El silencio se reanudó: pero no por mucho tiempo.
—Debo de estar perdiendo la cabeza, a menos que se hayan perdido —dijo una voz familiar. La puerta se abrió y un hombre con un traje de apicultor cruzó el recibidor a toda prisa y desapareció.
—¿Era él? —susurró Pearl.
Tom se encogió de hombros.
—Hum… esto… no lo sé. Quizá.
—Ojalá no se pasara la gente el día ordenándolo todo —murmuró el apicultor, reapareciendo en la puerta—. Entonces, a lo mejor sabría…
—Alféizar de la ventana, quince grados a su derecha, seño —dijo un cuervo.
—Afirmativo. La tengo en el punto de mira —graznó el pájaro del techo.
El apicultor se detuvo y vio la funda de gafas en el alféizar.
—Recobrada del jardín. Ayer por la noche, señor.
El apicultor se quedó un momento callado.
—Muy bien. Gracias, inspector Kinski —dijo, cogiéndola—. Veamos…
—Visitantes, señor. Los tenemos retenidos.
—¿Qué?
El cuervo del sombrerero cambió de postura y movió el espejo con el pico en la dirección de Tom y Pearl.
—Acaban de llegar. Parecen conocerle.
El apicultor se volvió y se quedó mirando el banco donde estaban sentados Pearl y Tom. Hubo un momento de silencio.
—¿Me conocéis? —preguntó, mirando a los dos muchachos sentados delante de él a través de la rejilla del traje. Uno era alto y delgado, con los ojos oscuros muy vivos y una pelambrera rubia. Le resultaba ligeramente familiar… pero la muchacha no. Estaba muy bronceada y llevaba un curioso vestido gris y rojo y unas viejas deportivas verdes.
—¿Quiénes sois?
—Señor August —dijo Tom con nerviosismo, levantándose. Pearl siguió su ejemplo—. ¿Se acuerda de mí? Soy Tom. Tom Scatterhorn.
August Catcher se quitó la capucha y se puso las gafas. Sonrió, poniendo cara de haberlo reconocido.
—¡Válgame Dios! No me lo puedo creer. ¿Tom Scatterhorn?
Tom sonrió cuando August lo agarró por los hombros.
—¿De verdad que eres tú?
—Sí —dijo Tom, sonriendo al avejentado rostro. Estaba más delgado de lo que recordaba y, con su mata de pelo y su bigote blancos, tenía cierto aire de viejo ermitaño y su piel estaba enteramente surcada de diminutas arrugas. Pero, pese a ello, lo reconoció y la mirada se le iluminó.
—Bueno, rara vez me quedo sin palabras, pero… —August se echó a reír—. Entonces… o sea… es solo… ¿y quién es esta? —preguntó, sonriendo a Pearl.
—Hola —dijo ella, ofreciéndole la mano—. Me llamo Pearl Smoot.
—Encantado, Pearl —respondió August, estrechándosela con afecto—. ¿Puedo preguntaros cómo demonios me habéis encontrado?
Tom y Pearl se miraron.
—Bueno —empezó a decir Tom—, hemos encontrado una abertura. Un lugar a través del cual viajar… creo que ya sabe a qué me refiero… que llevaba del museo al lago.
—Hemos venido por el agua —añadió Pearl.
August los miró con curiosidad.
—¿Por el agua? —repitió—. Pero… ¿estáis totalmente seguros?
—Sí —respondió Tom, sabiendo que como científica August le parecería increíble—. Nos ha… nos ha expulsado, lanzándonos al aire. Hemos caído en una barca repleta de redes de pesca.
August solo pudo mirarlos con desconcertado asombro.
—Estoy atónito. Bueno, Tom, tú siempre lograbas sorprenderme y tengo que reconocer que has vuelto a hacerlo. Este sitio no está ni en el mapa, ¿lo sabías? —Se quedó mirándolos, con los ojos centelleándole—. Pero esto es una coincidencia extraordinaria, porque tengo una sorpresa para ti —dijo con entusiasmo, abriendo la puerta y haciéndolos salir—. Buenos días, caballeros. ¡Descansen!
—Bien dicho, jefe.
—¡Descanse, batallón!
—Es lo que ha dicho el jefe.
Los tres cuervos cambiaron de postura de forma simultánea y Tom y Pearl sonrieron al salir detrás de August.
—No les hagáis caso —dijo él, sonriendo mientras cruzaba el prado a grandes zancadas—. Pensé que más me valía tener un poco de protección y cometí el error de rellenarles la cabeza con una novela de suspense. Ahora viven en un constante tiroteo, por supuesto.
Pearl se rió infantilmente y August también sonrió.
—Aun así, creo que funciona, en cierto modo.
—¿Cuándo descubrió que eran capaces de… esto… hablar? —preguntó Tom.
—Oh, hace muchos años, Tom. Lo sospeché desde el principio y, para serte sincero, tengo tan mala memoria últimamente que no sé dónde estaría sin todos ellos.
—Entonces, ¿tiene más?
—Dios santo, sí, pero eso puede esperar —dijo August, subiendo unas escaleras de piedra hasta un llano a la sombra de un gran roble—. ¡Hola! —gritó—. ¡Eeeooo!
—¡Estoy aquí! —dijo una voz de mujer.
—Venid, venid —les exhortó August—. No se lo van a creer; sencillamente, no se lo van a creer.
—August —dijo una voz familiar—. ¿Por qué no…?
Una figura espigada con una camisa de cuadros y un traje de lino salió de detrás del árbol. Tenía una mecha de pelo blanco y los ojos penetrantes y sagaces de un águila.
—Dios mío.
El hombre se quedó mirando a Tom, asombrado.
—Eres tú.
Tom sonrió con nerviosismo.
—Hola.
—Henry, te presento a Tom Scatterhorn y a Pearl Smoot, que han venido de Dragonport, por el lago, esta misma mañana.
—¿Por el agua? —exclamó el hombre alto—. Pero ¿cómo demonios…?
—Hay un agujero en el lago —añadió August—. Un salto en el tiempo.
—Ya veo —dijo sir Henry, sonriendo alegremente y clavando en Tom sus ojos sagaces—. Bueno, sabía que tenías recursos, chaval, pero, oye, ¿te das cuenta de lo secretísima que es la isla de August? ¡No tendría ni que existir!
—Oh —dijo Tom, sonriendo—. Lo siento.
—¿Por qué disculparte? —dijo sir Henry, riéndose—. Preferimos que la encuentres tú antes que cualquier otro. Pero ya hablaremos luego de eso.
Entonces se adelantó la joven alta con pantalones caquis.
—Dime, August —dijo con un marcado acento estadounidense—, ¿no vas a presentarme a mí también?
—Por supuesto, querida —respondió August—. Tom, Pearl, esta es la señorita Trixie Dukakis, la jefa.
—Oh, por favor —dijo ella, sonriendo—. No soy tan mala, ¿no?
—Por supuesto que no, querida. Resulta que Trixie es hija de un buenísimo amigo mío y se pasa a vernos de vez en cuando, ahora que estamos haciéndonos mayores. Es una médica estupenda, una piloto soberbia y, además, nos acompaña en nuestros viajes —recalcó.
—Hago lo que puedo —adujo ella, algo incómoda por la elogiosa presentación—. Encantada —añadió, estrechándoles la mano con mucha seriedad.
—Hola —dijo Tom.
—Pearl Smoot —dijo Pearl.
Trixie la miró con interés.
—Oye, reconozco ese acento, jovencita. ¿De dónde eres?
—Mi padre es de Rapid City —respondió Pearl.
—Ah, ¿sí? —dijo Trixie, sonriendo—. Qué casualidad. Yo también he nacido ahí.
—Pero me crié en Hawai —añadió Pearl—. Y, desde entonces, hemos ido cambiando de domicilio. Las Marquesas, Tuamotu, Mangareva. Por esa zona, fundamentalmente.
—Oh, qué interesante —dijo Trixie, lanzando una mirada a sir Henry.
—Sí —convino sir Henry, mirando a Pearl con interés—. Bueno —dijo, dando una palmada—. Supongo que en nuestro querido Dragonport es más o menos medianoche, pero aquí, en el valle Vidla son las ocho y media de la mañana y estábamos a punto de desayunar. ¿Os apetecen huevos, beicon, tostadas, esa clase de cosas?
Al oír que se mencionaba comida, a Tom y a Pearl les entró un hambre extraordinaria. Parecía que llevaran días sin comer.
—Interpretaré eso como un sí —dijo August, sonriendo—. Venid a sentaros.
Cinco minutos después, Pearl y Tom estaban bebiendo té y escuchando una conversación tan fascinante que apenas habían probado bocado.
—¿Sabes, Tom? —explicó sir Henry—, con el paso de los años, nos hemos dado cuenta de que hay muchos sitios por los cuales se puede viajar de un tiempo a otro, justo como has hecho tú.
—Todo está relacionado con el magnetismo —dijo August—. No te aburriré con los datos científicos, pero concentraciones de hierro en la superficie de la tierra crean estos puntos calientes que distorsionan el tiempo de una forma peculiar. Por supuesto, los pájaros lo saben desde hace miles de años. De hecho, fue un «pájaro» en particular el que nos dio la primera pista de que existían. ¿Por casualidad te acuerdas de una cierta águila australiana?
Tom asintió con la cabeza.
—Una criatura extraordinaria —añadió sir Henry—. Sigue viva. Ha resultado ser extremadamente útil, de un modo u otro.
—La hice yo —explicó August a Pearl, viendo que no seguía el hilo de la conversación—. Fue para divertirme, de hecho: es una mezcla de todas las aves más grandes que pude encontrar, juntadas a toda prisa. Una criatura grandísima, casi tan grande como un planeador y no del todo grata a la vista. En fin, de una forma bastante fortuita, decidí rellenarle la cabeza con un viejo diccionario aborigen, el cual, para mi sorpresa, contenía un lenguaje olvidado. El lenguaje olvidado de las aves. Y, siendo de naturaleza nómada, y con un carácter decididamente cascarrabias, este águila se dedicó a recorrer mundo y, en sus numerosas peregrinaciones, se hizo amiga de los grandes viajeros del globo: golondrinas, petreles, charranes árticos y albatros, y ellos le hablaron de estos saltos en el tiempo.
—Y luego, después de dorarle bastante la píldora, ella decidió contárnoslo a nosotros —añadió sir Henry.
—Entonces, ¿viajan todos así? —preguntó Pearl, entusiasmada. De algún modo, la tranquilizaba saber que no era la única que se había colado por un agujero en el aire.
—Si es posible. Aunque hemos tenido unos cuantos accidentes, ¿verdad, querida? —dijo August, sonriendo a Trixie—. ¿No recuerdo a tu padre comentándome algo sobre la famosa pirueta doble Dukakis?
Trixie sonrió, un poco avergonzada.
—Es una vieja historia.
—Pero cierta. Cuéntasela —dijo August, sonriendo—. Seguro que no se la creen.
—Mi padre me enseñó a volar. Y, por desgracia, cuando no era mucho mayor que vosotros, yo era bastante alocada —explicó Trixie, mirando a Tom y a Pearl—. A los quince años, era piloto de acrobacias. Actué en más exhibiciones aéreas de las que me gusta recordar. Estaba volando en los cayos de Florida, durante la estación de los huracanes, lo cual supongo que fue un error, ahora que lo pienso. Hice una vuelta invertida, el arnés se me soltó y me caí del avión. Caí en picado durante varios miles de metros y, luego, milagrosamente, volví a caer en mi asiento.
—¿En el asiento de su propio avión? —dijo Tom, sin terminar de creerse que aquello fuera posible. Trixie asintió con calma y encendió un cigarrillo.
—Ya había sucedido varias veces en la historia de la aviación.
—Solo una, en realidad —dijo sir Henry, que también estaba disfrutando con la historia—. Que es la razón de que Trixie sea famosa.
—Yo había perdido por completo el control —continuó la joven—, el avión caía en picado. Justo cuando intentaba saltar, vi un hueco blanco entre los nubarrones. Parecido a la niebla, salvo que no lo era. Enderecé el avión, lo atravesé y, pum, me encontré en un sitio completamente distinto.
—En efecto —dijo sir Henry, sonriendo—. Lo recuerdo bien. Era octubre, en el norte de Canadá, y el sol estaba a punto de ponerse. Yo me encontraba en un pantano, esperando a que llegaran los gansos, con la escopeta preparada, cuando, de pronto, Trixie salió de una nube, casi chocando con varios miles de aves. Una entrada triunfal.
Sir Henry enarcó las cejas y Trixie se rió.
—Tienes muy buena memoria.
—Ya no estás en Rapid City, pero rápida sigues siendo —dijo él, sonriendo.
—¿Y cómo han terminado aquí? —preguntó Tom.
—¿Te acuerdas del maharajá de Champawander? —preguntó August—. ¿El que era famoso por el zafiro?
—Por supuesto —respondió Tom.
—Pues nos hicimos bastante amigos de él años después y, cuando le dije que estaba buscando un sitio apartado, me ofreció esta isla a cambio de nada. De hecho, esta casa solía ser su residencia de verano —dijo August—. Y tiene la característica bastante curiosa de que…
Sir Henry lo miró y August captó el mensaje de inmediato.
—Por supuesto, qué tonto soy. —Sonrió y se volvió hacia Pearl, y Tom advirtió que los tres la miraban con atención.
—¿Cómo expresarlo, querida? Solo tenemos que estar seguros antes de continuar —dijo con delicadeza—. Los amigos de Tom son nuestros amigos, por supuesto, pero, aun así, tenemos que estar… seguros del todo. Espero, Pearl, que mi sugerencia no te haya ofendido.
—No, no… me ha ofendido —dijo Pearl, dándose cuenta de qué quería decir August—. De hecho, curiosamente, eso me lleva a lo que quería preguntarles. Yo también he viajado en el tiempo como usted —explicó, mirando a Trixie—. Me estaban persiguiendo, e iba colgada de un globo meteorológico cuando me succionó un huracán…
August miró a Tom y él asintió con la cabeza.
—Llegó a Dragonport durante el espectáculo de pirotecnia.
—Pero eso parece peligrosísimo —observó sir Henry—. ¿Y quién te estaba persiguiendo?
—Cuatro ciempiés descomunales, y un hombre llamado don Gervase Askary. A quién creo que pueden conocer.
El nombre se quedó suspendido en el aire. Surtió el efecto deseado.
—¿Y por qué te estaba persiguiendo don Gervase Askary? —preguntó August con curiosidad.
Pearl vaciló y miró a Tom.
—Creo que deberíamos contárselo todo —dijo él—. Es la única forma.
Pearl suspiró.
—Quería esto —dijo, sacándose el estropeado cuaderno rojo del bolsillo y dejándolo en la mesa. August miró la tapa.
—¿Exclusivamente para los ojos de Smoot?
—Mi padre se llama Arlo Smoot —comenzó a decir Pearl—. Es espía radiofónico. —A continuación, les contó todo lo que le había sucedido: cómo había llegado a Dragonport, cómo había conocido a Tom, cómo habían buscado pistas y qué habían descubierto. August y sir Henry la escucharon pacientemente hasta que terminó.
—Parece que los dos las habéis pasado canutas —dijo Trixie, después de un silbido—. Deben de estar desesperados por tener lo que encontró ese tal Zumsteen.
August hojeó el cuaderno con aire pensativo.
—Es extraordinario que Nick Zumsteen esté implicado en todo esto. Un hombre curiosísimo. ¿Qué demonios encontró que es tan importante?
—Bueno, está claro que es algo del maletín de expedición —respondió sir Henry—. Piensa en todo el montaje para impedir que lo roben. Parece francamente increíble. ¿Sabías algo de esto, August?
August se quedó mirando el cuaderno de Smoot y negó con la cabeza.
—Nada de nada. Yo solo regalé la maqueta a Oscarine, como me pidió Nicholas, y ella debió de encargar la vitrina a otra persona.
Sir Henry enarcó las cejas.
—¿Y vosotros habéis mirado bien por dentro?
—Sí —dijo Pearl.
—¿Había algo?
—Había varios cajones con las iniciales E. R. que no pudimos abrir. Aparte de eso —Pearl negó con la cabeza.
—E. R. —se preguntó sir Henry—. ¿Te suena, August?
August dejó el cuaderno en la mesa y frunció el entrecejo.
—Hace mucho tiempo de ese extraño viaje a las islas Tithona. Lo tengo todo un poco borroso.
—De hecho, tenemos una cosa del maletín de expedición.
Todos los ojos se volvieron hacia Tom y él sonrió azorado, recordando lo que se había metido en el bolsillo trasero sin apenas darse cuenta.
—¿La tenemos? —dijo Pearl, mirándolo con curiosidad.
—Bueno…, después de que se haya accionado la guillotina, ha sido demasiado difícil volver a meterla —explicó Tom.
—No hace falta que te disculpes —dijo August—. Dudo mucho que Nick Zumsteen la eche de menos. ¿Podemos verla?
Con cuidado, Tom se sacó del bolsillo la pelota gomosa con forma de huevo y la depositó en la mesa. El sol naciente atravesó los dibujos negros de su superficie y se reflejó en su núcleo transparente.
—Creo que lo recuerdo comprando esto —dijo sir Henry, mirando el curioso objeto—. ¿Puedo?
—Por supuesto.
Sir Henry cogió la pelota y la estrujó. Era extrañamente maleable y estaba tibia.
—¿De qué está hecha? ¿De alguna clase de plástico? —preguntó Trixie.
—O de caucho, quizá —sugirió sir Henry, lanzándosela.
—No, no es de ninguna de las dos cosas —dijo August con aire pensativo—. Que yo recuerde, el chaval que la encontró dijo que había sido un escarabajo.
—¿Un escarabajo? —repitió Trixie, mirando la pelota.
—Exacto. Muy curioso. Recuerdo haber pensado eso en ese momento. ¿Puedo? —August cogió la pelota y la examinó con detenimiento. Algo en ella le despertó un recuerdo antiguo—. Me pregunto… —murmuró—, solo me pregunto si a lo mejor está…
—A lo mejor está ¿qué? —preguntó sir Henry.
—Relacionada con nuestro particular campo de estudio.
Sir Henry pareció desconcertado.
—¿En serio? ¿Cómo?
August sonrió con aire enigmático y, sin apenas mirar a Tom y a Pearl, dio a entender que prefería no decir más.
—¿Crees que hay alguna posibilidad de que tu padre y tu hermano hayan podido escapar, como hiciste tú? —preguntó Trixie a Pearl, cambiando educadamente de tema.
Pearl negó con la cabeza.
—No veo cómo. —Respiró hondo—. Creo que se los han llevado, igual que a los padres de Tom.
—¿Qué? —exclamó sir Henry, no muy seguro de haber oído bien—. ¿Don Gervase Askary también ha capturado a Poppy y a Sam Scatterhorn?
—No estamos lo que se dice seguros —dijo enérgicamente Tom—. Pero… Arlo Smoot oyó algo y lo anotó en su cuaderno. De manera que sí, es posible.
—Oh, venga, Tom —dijo Pearl, mirándolo—. Es seguro.
Sir Henry pareció sorprendidísimo. August hizo girar la pelota en la mano con aire pensativo.
—¿Y tú te crees todo lo que ha escrito tu padre? —preguntó, con un atisbo de escepticismo—. ¿Podría equivocarse?
—Mi padre no se equivoca —respondió Pearl, alzando la voz—. ¿Por qué se lo iba a inventar? Es lo que oyó, ni más ni menos. Léalo si quiere —dijo, señalando el cuaderno—. Está todo ahí.
Sir Henry se puso a negar con la cabeza y August frunció el entrecejo. Apenas fue consuelo para Tom que parecieran tener tanta dificultad como él para creerlo.
—¿Y registra también tu padre dónde lleva don Gervase Askary a la gente?
Pearl cambió incómodamente de postura.
—No, no con precisión. Pero hay un sitio del que hemos oído hablar que se llama Scarazand. ¿Lo conoce?
Sir Henry enarcó las cejas.
—¿Scarazand? —repitió—. Bueno, bueno. ¿Sabemos algo de Scarazand, August?
August estrujó la pelota.
—Más vale que no la pierdas —dijo, depositando la pelota en la mesa delante de Tom. Se levantó y se quedó callado, contemplando el lago plateado bañado por el luminoso sol otoñal.
»Creo que estáis metidos en un buen lío —murmuró—. Creo que necesitáis saber unas cuantas cosas. Cosas importantes. Cosas que podrían ayudaros. —Se volvió y lanzó una mirada a sir Henry—. Es lo que creo.
—Estoy de acuerdo —respondió sir Henry—. En cuyo caso, Trixie y yo nos iremos un rato a pescar antes del almuerzo.
August asintió con aire pensativo.
—Magnífico. Venga —dijo, sonriendo enérgicamente a Tom y a Pearl—, vamos a ver si podemos desentrañar un poco este misterio. Seguidme.