Cerrando el cerco

Tom se despertó temprano a la mañana siguiente y vio el sol entrando a raudales por la ventanita. La habitación entera resplandecía. Se frotó la cara y miró el rincón donde Pearl dormía en el suelo, envuelta en un par de mantas. Tenía la cara casi tapada por una nube de cabello negro, pero parecía tan tranquila que decidió que no quería despertarla. Habían conversado hasta muy avanzada la noche y él le había hablado de la extraña Oscarine Zumsteen, del rompecabezas, y le había enseñado la llave metálica, pero ninguno de los dos había sabido encontrarle mucha lógica a aquello. Solo era otro hilo más de la gran telaraña que los había envuelto a los dos. Habían acordado que Pearl debía quedarse escondida en la casa e ir al museo a la hora de cerrar para intentar resolver el problema juntos.

Miró el techo y bostezó. Había dormido superficialmente, soñado con una mezcolanza de recuerdos confusos y tenido una pesadilla recurrente que sabía que no era en absoluto un sueño.

Cogió el teléfono móvil y apenas fue capaz de reunir el valor suficiente para encenderlo, porque sabía cuál sería la respuesta. Ningún mensaje. Nada. Era normal. Siempre era así. Pero tenía un persistente vacío en la boca del estómago que cada vez le costaba más ignorar. Respiró hondo, se vistió y, al bajar a la cocina, sintió un gran alivio al descubrir que Jos y Melba no estaban.

«Estamos izando las velas del museo —decía una nota toscamente escrita en la esquina del Dragonport Mercury—. Sírvete lo que quieras y ven». Tom echó un vistazo a la página y vio el titular: «LA SUBASTA ZUMSTEEN BATE TODOS LOS RÉCORDS». Intrigado, siguió leyendo.

En lo que tenía que haber sido una subasta rutinaria, en la Casa de Subastas Taxtrum ayer por la tarde se vivieron escenas de caos rara vez presenciadas en Dragonport. «Ha sido increíble —dijo el subastador Tony Skillett—. Cualquiera hubiera creído los Muebles estaban hechos de polvo de oro». Los espejos, las sillas, incluso las cucharas, alcanzaron un valor hasta veinte veces superior al calculado, reportando una fortuna a su propietaria, la señora Oscarine Zumsteen. El objeto estrella de la tarde fue el lote número 176, rotulado «caja de madera, década de 1960, utilizada posiblemente como maletín de viaje». «Es un objeto normal y corriente, hecho de Madera lisa con un asa en un lado y completamente vacío», explicó el señor Skillett. Pero, para un pujador telefónico, la caja debía de tener algún encanto oculto, porque se adjudicó por casi Medio Millón de libras. «Aún sudo pensando en eso —dijo el señor Skillett—. Es una caja de Madera normal y corriente. ¿Ni más ni Menos». La señora Oscarine Zumsteen no estuvo presente en Taxtrum y no se lave desde la excepcional tarde de ayer.

—¿Has visto el periódico?

—Sí —dijo Tom con una sonrisa, subiendo sin prisas las escaleras bañadas por el sol matutino—. No sabía que coleccionabas cajas.

—¡No seas tan descarado! —resolló Jos, los ojos sonriéndole bajo las pobladas cejas—. Quien lo hizo estaba loco. Loco de atar. No sabía que hubiera tanta gente con más dinero que sentido común.

—¿Conseguiste algo?

—Ni una calabaza —respondió él, metiéndose las manos en los bolsillos y hurgándoselos—. Oscarine y yo fuimos amigos en la escuela, antes de que se casara con Nicholas, por supuesto. Y siempre estaba coleccionando extraños objetos indios, ya sabes, máscaras, abalorios y amuletos, toda esa mandanga. Y pensé que, con lo del desalojo, a lo mejor vendía algunas de aquellas curiosidades. Obviamente no ha sido así. —Se volvió y miró las numerosas vitrinas que lo rodeaban—. El problema es, chaval, que cuando llevas toda la vida en un sitio como este te conviertes en una urraca. Nunca tienes suficientes cachivaches, como los llamaba mi padre. Cachivaches, cachivaches, por todas partes —añadió, señalando la sala con el brazo—. Es una adicción, como estoy seguro que Melba te dirá.

Tom asintió con una sonrisa y se palpó el bolsillo. La llave que Oscarine le había dado seguía allí: bien. Puede que Jos supiera mucho más de lo que él creía…

—Parece que vamos a tener otro día ajetreado —dijo, mirando el numeroso grupo de hombres vestidos con chándales azules idénticos que acababa de entrar. Parecía que fueran parte de un equipo deportivo.

—Nunca habría pensado que este sitio tan viejo pudiera interesarles —resolló Jos—. Aun así, todo es dinero, ¿no?

Tom observó al grupo mientras entraba en el vestíbulo: debían de ser unos sesenta. Jos tenía razón; aquellos hombres parecían fuera de lugar en el museo. Eran todos bajos, fornidos, con la cara huesuda y la mirada extrañamente inexpresiva… Tragó saliva con nerviosismo. El sabía qué eran. Notó un escalofrío recorriéndole el espinazo.

—Hasta luego —murmuró, y subió las escaleras para dirigirse al ala este. La colección Hellkiss estaba tan concurrida como siempre, ya con grupos de personas fascinadas con el cocodrilo que atrapaba al ñu ya con la estampida de animales saltando al vacío. Evitó todas las miradas cuando entró en la pequeña sala contigua que albergaba la mejor exposición de Dragonport y le alegró descubrir que, salvo por un par de ancianos comentando los méritos de «Badger», el perro con una oreja», el lugar estaba desierto. Se acercó a la gran vitrina de cristal situada en el centro y escudriñó el archipiélago de Tithona, su verde masa de islas alzándose en una laguna iridiscente. Con cuidado, sacó la llavecita metálica y palpó sus bordes dentados. Debía de haber algún compartimiento secreto en algún sitio, pero ¿dónde?

—Acuérdate de estrechar la mano al jerbo —susurró para sus adentros mientras rodeaba la maqueta, pasando los dedos por la oscura base de madera de caoba. Pero allí no había ningún jerbo… Sintió una curiosa sensación de hormigueo en la espalda. Lo estaban observando.

—Bueno, bueno, ¿quién se lo habría imaginado?

La voz atravesó sus pensamientos como un carámbano y él volvió a meterse rápidamente la llave en el bolsillo.

—Volvemos a encontrarnos.

Al darse la vuelta, vio a una muchacha de tez pálida y largos cabellos negros parada en la puerta con pose de bailarina. Se acercó a él como un felino y Tom notó que lo perforaba con sus grandes ojos amarillos. Lotus Askary: mayor, más alta, un poco envarada con un largo vestido blanco, pero ella, sin duda. Lo asaltó una confusión de pensamientos… y antes de poder considerar ninguno de ellos, Lotus había entrelazado sus dedos largos y fríos con los de él.

—Debo felicitarte por tu museo, Tom —dijo con educación, estrechándole la mano—. Después de tantas tribulaciones, jamás pensé que pudiera lucir tanto.

—¿Qué… hum… qué estás haciendo aquí? —masculló Tom, recobrándose de inmediato.

—Oh, ya sabes, cosas, resolviendo unas cuantas minucias —respondió ella, sin darle importancia—. Dragonport no es lo que se dice mi destino favorito, pero siempre estoy a la caza del próximo bombazo.

—El próximo bombazo —resopló Tom—. ¿Y eso qué es?

A Lotus le centellearon los ojos.

—Vaya, vaya, Tom: qué agresivo te has vuelto. Siempre me habías parecido una dulzura.

Sonrió y Tom notó que empezaba a hervirle la sangre. Lo último que deseaba era que Lotus Askary fuera condescendiente con él.

—¿Y tiene el próximo bombazo algo que ver con Oscarine Zumsteen?

Lotus se rió.

—¿Oscarine Zumsteen? Esa vieja loca. ¿Qué sabes tú de Oscarine Zumsteen?

—No mucho —respondió Tom con indiferencia—. Salvo que ha sacado a subasta todas sus pertenencias y algún idiota ha pagado casi medio millón de libras por una caja de madera que no tenía nada dentro.

Lotus endureció las facciones.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Lo he leído en el periódico —respondió Tom, disfrutando con su malestar—. Parece que esa persona va a tener que dar muchas explicaciones.

Lotus entrecerró sus lechosos ojos amarillos.

—Yo que tú tendría muchísimo cuidado, Tom Scatterhorn. Muchísimo cuidado. Es un milagro que sigas vivo para mantener esta conversación. Si yo me hubiera salido con la mía…

—Estas aquí.

Tía Melba venía alegremente hacia ellos, abriéndose paso entre el gentío.

—¿Tom? Tom, hay alguien… oh… —Se le petrificó la cara cuando Lotus se dio la vuelta y le sonrió de forma cautivadora.

—Señora Scatterhorn. Volvemos a vernos. Qué sorpresa tan maravillosa.

Melba tenía aspecto de haber visto un fantasma.

—Se acuerda de mí, ¿verdad? Lotus Askary. Casi compramos este viejo museo.

—Cómo olvidarte —dijo Melba, mirando a la espigada muchacha con incredulidad.

—Estaba felicitando a Tom por la restauración —explicó Lotus—. Jamás pensé que esto pudiera quedar tan bien.

—Debe de ser una sorpresa muy agradable —dijo Melba con frialdad.

—Sobre todo El Diluvio —observó Lotus con una sonrisa, mirando la inmensa escena desde la puerta—. Vi cómo lo restauraban, ¿sabe? Por dentro, es una construcción extraordinaria.

—Ah, ¿sí? —gruñó Tom—. Qué interesante.

—A lo mejor lo es, un día —dijo ella, con una media sonrisa.

Tom no sabía a qué se refería, y le daba igual.

—¿Y no he leído en alguna parte que van a construir una nueva sección dedicada a los escarabajos de forma exclusiva? —prosiguió Lotus—. Creo que deberían hacerlo. Sería estupendo.

Melba estaba desconcertadísima.

—De hecho, no nos gustan mucho los insectos. Hemos tenido unas cuantas plagas.

—Sucias criaturas repugnantes, la mayoría —añadió enérgicamente Tom—. ¿Por qué íbamos a querer escarabajos en el museo?

Melba se quedó bastante sorprendida de la vehemencia de Tom, pero Lotus se limitó a encogerse de hombros.

—A lo mejor a ellos tampoco les gustáis mucho vosotros.

—A lo mejor —respondió Tom—. ¿Importa?

—No especialmente —dijo Lotus con altivez—. Estoy segura de que, si decidieras mantenerte al margen, ellos no te molestarían.

—Ah, ¿no?

Tom la fulminó con la mirada, pero Lotus no se inmutó. Melba los miró y se sintió más desconcertada que nunca. De pronto, Lotus recordó algo y miró su reloj.

—Caramba, señora Scatterhorn, no me había dado cuenta de lo tarde que es. Debo reunir a las tropas y marcharme ahora mismo.

—Ah, ¿sí?

—Sí, me temo que las calles estarán atascadísimas por el tráfico. Ha habido un incendio, ¿sabe? Cerca del puerto.

—¿Un incendio? —preguntó Tom—. ¿Qué incendio?

—Oh, en algunas de las casas flotantes —respondió Lotus, quitándole importancia—. Parece que hay una pandilla de sinvergüenzas que vive por ahí. Se hacen llamar «la Legión de la Hormiga Blanca», o algún otro nombre igual de absurdo. No me acuerdo.

Tom se quedó mirándola con la boca abierta. Había una inconfundible nota de triunfo en sus ojos.

—Es una lástima. Pero supongo que han debido de tener un accidente. Quién sabe por qué. Pero se han esfumado todos.

—¿Cómo sabes eso?

Lotus miró a Tom con expresión aburrida y condescendiente.

—¿De verdad crees que no sé lo que está pasando, Tom? Por favor, un poco de respeto. Adiós, señora Scatterhorn.

Lotus giró sobre sus talones y se perdió entre el gentío, con la trenza de lustroso pelo negro ondulando como una serpiente.

—No imaginaba que volvería a verla —masculló Melba—. Debo decir que estoy bastante sorprendida.

Tom no dijo nada. No había nada que decir. Fue al balcón y vio a Lotus saliendo por la puerta como si aquel lugar le perteneciera, seguida del numeroso grupo de deportistas vestidos con chándales azules. Y allí estaba Ern Rainbird, inclinándose con deferencia cuando ella pasó por delante de él con altivez. Cómo no, pensó Tom, indignado. Lotus Askary era con toda claridad alguna clase de criatura superior ¿Y qué era Ern Rainbird exactamente? Sí, qué era…

Tom bajó las escaleras a toda prisa, cruzó la pesada puerta por la que se accedía a la vivienda de la parte trasera del museo y subió las desvencijadas escaleras que conducían a su antiguo dormitorio. Abrió la puerta de un empujón, sorteó el desorden de cajas hasta la ventanita y miró el puerto, que empezaba donde terminaban los tejados de Dragonport. Por supuesto, Lotus tenía razón. Allí, suspendido sobre el estuario, había un gran manto de humo negro y Tom oyó sirenas de ambulancias y camiones de bomberos a lo lejos. Así que era eso a lo que Lotus se refería con resolver unas cuantas minucias. ¿Quiénes eran todas aquellas personas de las casas flotantes? ¿Y se debía todo aquello a Pearl o a otra cosa?, ¿al maletín de expedición de Nicholas Zumsteen, quizá? Tom no lo sabía. De pronto, se sintió muy inseguro. Parecía que, de la noche a la mañana, Dragonport se había convertido en un campo de batalla.

—¿Buscas a alguien?

Tom se dio la vuelta y vio a Ern Rainbird en la puerta. Tenía un candado y un destornillador en la mano.

—Voy a poner un candado, solo por si vuelven a entrarnos.

—Bien —gruñó Tom—. Estaba mirando el incendio.

Ern miró el humo negro un instante: no parecía muy interesado.

—La gente de esas casas flotantes tenía alguna relación con la reunión de anoche, ¿verdad?

—Eso me han dicho. Por lo que veo, no fuiste.

—No —respondió Tom—. ¿Debería haberlo hecho?

Ern soltó una risita.

—¿Qué hay de tu amiga? ¿Sabes si fue?

—No tengo ni idea —dijo Tom con aspereza—. No la he visto.

Ern dejó de mirar el destornillador.

—Eso es bueno, ¿no?

—Sí.

Tom pasó por su lado y volvió abajo. Aquello era de locos: ahora se sentía acosado en su propio museo. ¿Qué clase de barbaridad iban a hacer a continuación? ¿Incendiar el museo?

Tom pasó el resto del día evitando a Ern Rainbird y decidió ayudar ajos y a Melba a colgar una larga hilera de fotografías en el pasillo de la primera planta.

—Las he encontrado en el viejo despacho de la parte de atrás —anunció Jos, con la boca llena de clavos—. Son parte de la colección de Henry. He pensado que merecían airearse un poco.

Tom estudió las fotografías conforme las colgaban en la pared. Estaban sacadas en un lago, rodeado de altas montañas, y retrataban una feria muy singular. Había un elefante haciendo esquí náutico, un oso con zancos, un biplano que atravesaba una casa en llamas y un indio junto a una cuerda vertical en cuyo extremo había sentado un mono. Todo era salvaje y extraño y, al final, había un retrato grupal de sir Henry, August Catcher, un indio menudo que Tom reconoció de inmediato como el maharajá de Champawander y otras personas, entre ellas una joven alta con el pelo muy corto que llevaba unos pantalones de montar y una chaqueta de aviador.

—Un grupo extraño, ¿verdad? —dijo Jos, alejándose y admirando la hilera de fotografías—. ¿Reconoces a alguno de ellos?

Tom asintió vagamente con la cabeza.

—¿Quién es esta? —preguntó, señalando a la joven alta que estaba al lado de August.

Jos se subió las gafas a la frente y entrecerró los ojos.

—Pues si no me equivoco, es Trixie Dukakis, la sobrina de August. Famosa piloto de acrobacias en su día. Inventora de la conocida pirueta doble Dukakis.

—¿Pirueta doble Dukakis?

Jos enarcó las cejas.

—Bueno, es aeronáutica. Es… una pirueta, doble. Giras en una dirección y luego giras en la otra…

—Oh, deja de decir bobadas —lo interrumpió Melba, sonriendo—. Pero parece interesante, ¿no? Trixie se convirtió en la enfermera de August, más adelante, creo.

—Así es, Melba —asintió Jos.

Tom miró el rostro ancho y relajado de Trixie. Se preguntó por qué era la primera vez que oía hablar de ella.

Ya empezaba a anochecer y los últimos visitantes del museo estaban saliendo. Recogieron las herramientas y se dirigieron a las escaleras, atravesando la sala que contenía la colección Hellkiss.

—¡Vaya! —dijo Melba cuando pasaron por delante de la pequeña sala que albergaba la mejor colección de Dragonport. Delante de la maqueta de las islas Tithona había una visitante que llevaba un vestido rojo y gris estampado con mucho vuelo—. Yo tuve un vestido idéntico a ese —añadió—. Lo llevé en el baile de la escuela. Dios mío, debe de hacer cuarenta años de eso. —Jos escudriñó la penumbra.

—Creo que me acuerdo de él, Melba. Y es curioso, porque ese sombrero es clavado a mi viejo sombrero tirolés.

Tom podría haber añadido que la visitante llevaba sus viejas deportivas verdes, pero no lo hizo.

—Oh, mirad. Ahí está Ern, justo cuando lo necesitamos —dijo, empujándolos hacia las escaleras, en cuya base estaba Ern Rainbird, enfrascado en una conversación con un sudoroso hombrecillo que llevaba un traje oscuro—. ¡Hola, Ern!

En cuanto los vio, Ern se irguió con aire de culpabilidad y se adelantó mientras el caluroso hombrecillo se retiraba, perdiéndose entre las sombras.

—¿Necesitas ayuda con eso, patrón? —preguntó, con una sonrisa fingida, arrebatando la escalera ajos y cogiendo la caja de herramientas que llevaba Melba.

—Gracias, Ern —dijo Melba en tono amable. Tom aguardó hasta que Ern desapareció con su cargamento. Luego, volvió a subir rápidamente las escaleras, consciente de que el hombrecillo sudoroso no le quitaba ojo.

—No es el mejor disfraz del mundo, ¿sabes? —susurró, acercándose a Pearl.

—Ah, hola —dijo ella, a todas luces absorta en sus pensamientos. Lo miró, con aire distraído—. Lo siento. Eran las únicas cosas que me iban bien. Y, además, me gustan, más o menos. ¿Hay algún problema?

—Supongo que no —respondió Tom. Con el pelo recogido bajo el sombrero y el llamativo vestido estampado, Pearl tenía un aspecto bastante excéntrico, que, curiosamente, le favorecía—. ¿Qué estás haciendo?

—Intentando resolver esto —dijo Pearl con calma, palpando la base de la maqueta—. El rompecabezas para abrir esto.

—¿Alguna idea?

Pearl asintió con la cabeza.

—Unas cuantas. A mi padre le encantan los rompecabezas. Está obsesionado con ellos. Se me ha pegado un poco.

—Pues no hagas nada hasta después de cerrar —susurró Tom—. Rainbird está merodeando por aquí, por no hablar de todo lo demás.

Pearl lo miró con expresión interrogativa.

—¿A qué te refieres?

Tom iba a hablarle del incendio del puerto, pero cambió de idea. Pearl no necesitaba que le recordaran cuánto peligro corría.

—Creo… a lo mejor es buena idea que bajes al despacho y te quedes veinte minutos escondida en el armario mientras Ern hace la ronda.

—¿Escondida en un armario?

Tom pareció azorado.

—Solo… hazme caso, es buena idea en este momento. Veinte minutos, eso es todo.

Pearl se encogió de hombros.

—Vale. Lo que tú digas.

Siguió obedientemente a Tom por el pasillo hasta la pequeña escalera de caracol de la parte trasera del museo y, al llegar a la planta baja, él se asomó a la sala central. Ya estaba casi vacía y oyó a Ern Rainbird merodeando por las vitrinas de los pequeños mamíferos.

—Vamos —susurró, y entró en el despacho con sigilo. Al cabo de un minuto, Pearl estaba sentada en un armario enfrente del escritorio.

—¿Estás seguro de que es necesario? —preguntó—. Nadie sabe quién soy.

Tom asintió con la cabeza.

—Lo sé. Confía en mí. Lo siento.

Cerró la puerta y, cuando oyó los fuertes pasos de Ern cruzando el suelo de la sala, tuvo el tiempo justo de rodear el escritorio y sentarse en la silla antes de que él llamara a la puerta con brusquedad.

—Voy a cerrar, jefe, si te parece bien.

Tom levantó la vista y vio a Ern Rainbird en la entrada, mirando furtivamente a su alrededor.

—Ah, bien.

—Entonces, ¿cinco minutos? —dijo Ern, rascándose la cabeza pecosa y agitando el manojo de llaves que llevaba en la mano.

Tom intentó sonreír.

—No me esperes, Ern. Vete a casa. Yo saldré más tarde.

—¿Más tarde? —repitió el conserje, balanceando aún las llaves.

—Exacto. Tengo mis propias llaves, así que puedo salir más tarde.

Ern Rainbird se quedó un momento callado. Era obvio que no se esperaba aquello.

—Muy bien, chaval —dijo, mirándolo con sus grandes ojos azafranados—. ¿Vas a quedarte… esto… mucho?

—No creo —respondió Tom, endureciendo la voz—. ¿Te parece bien?

—Pues claro, hombre —dijo Ern, esbozando lo que para él era obviamente una sonrisa alegre—. Disculpa. Tengo que recordarme todo el tiempo que esta es tu casa.

Tom no se molestó en responder.

—No te preocupes. Pues… pues voy a cerrar. Buenas noches.

Ern volvió a pasear la mirada por el despacho y cerró la puerta. Tom hizo todo lo posible por ignorar lo que fuera que Ern planeaba hacer más tarde y, sacándose la llave mate del bolsillo, la examinó con detenimiento.

—Estrecha la mano al jerbo —masculló, palpando los ásperos surcos del extremo circular. ¿El jerbo?

La voluminosa puerta del museo rechinó y se cerró, y el ruido de la cerradura girando resonó en el vestíbulo a oscuras. Ern Rainbird se había marchado, por el momento. Tom aguardó hasta que reinó un silencio absoluto. Luego, se levantó.

—Ya puedes salir —dijo.

No oyó nada.

—Se ha ido.

Silencio. Pearl seguía dentro del armario, ¿no? Debía de haberse quedado dormida. Tom fue hasta el armario.

—Oye, ya no hace falta que te escondas. Tenemos que…

Estaba a punto de abrir el armario cuando percibió un movimiento a su izquierda. Miró el pequeño armario que había debajo de la ventana y su reluciente pomo de latón, que contrastaba con la madera oscura. El pomo se movía… pero Pearl estaba… al instante, su sorpresa se trocó en miedo. Miró el escritorio y cogió un voluminoso pisapapeles con forma de garra de águila. Con eso debería valer. La puerta del armario se estaba abriendo hacia fuera… despacio… muy despacio…

¡Pum!

La puerta se abrió del todo.

—¡Oh! —resolló alguien.

Tom se quedó pasmado al ver que un sudoroso hombrecillo salía del armario esquinero. Llevaba un grueso traje de lana y parecía muerto de calor.

—¿Quién es usted?

El hombrecillo se enderezó y lo miró con toda la calma de que fue capaz a través de sus gafas empañadas.

—Esto es… una inspección.

Tenía la voz tan aguda que seguramente los murciélagos lo oirían mejor que nadie. Tom parpadeó. Entonces lo reconoció: lo había visto antes, hablando con Ern Rainbird.

—Una ¿qué?

—Formo parte de una brigada de inspección y estamos haciendo una inspección.

Tom lo miró con aire amenazador. Era mucho más bajo que él.

—Pero le complacerá saber que su museo ha aprobado con nota. Sobresaliente. Enhorabuena —dijo el hombre, bajando los inexpresivos ojos amarillentos y dirigiéndose a la puerta con mucha lentitud. Tom agarró el pisapapeles con más fuerza. Aquello era el colmo y el hombrecillo lo sabía.

—¿Qué ha dicho?

—Mi brigada de inspección no ha podido encontrar ningún fallo, así que, sin más preámbulos, le desearé las buenas noches, joven.

El hombrecillo giró sobre sus talones y, metiéndose la carpeta en el maletín, lo cerró y salió resueltamente al vestíbulo.

—¡Espere!

Tom se acercó a él y lo miró. Era tan bajo que casi no parecía real.

—Tengo que abrir para que pueda salir.

—Ah, sí. Si lo hiciera, le estaría muy agradecido. Agradecidísimo.

Tom fue hasta la puerta del museo y la abrió.

—Entonces, ¿la brigada de inspección es solo usted?

—Oh, sí, señor Scatterhorn. Siempre soy el primero en entrar y el último en salir.

Tom lo miró con curiosidad.

—¿De verdad?

El hombre miró el pisapapeles, que Tom seguía llevando en la mano.

—Exacto.

—Más le vale.

Tom abrió la puerta y el hombrecillo bajó las escaleras a saltitos. Luego, cerró de un portazo y echó la llave. Otro más: ¿cuántas más de aquellas personas de mirada vacía había allí? Aquello ya rayaba en la ridiculez.

—¿Quién era ese?

Pearl había aparecido en la entrada del despacho y salió al pasillo.

—Alguien de una brigada de inspección. Inspeccionando el interior de un armario.

Pearl se rió.

—¿En serio?

—Te estaba esperando, obviamente.

—Esto es de locos. ¿Qué está pasando en este sitio?

—No lo sé, de veras —respondió Tom, negando con la cabeza. Sería raro si no sospechara que detrás de todo aquello había algún propósito siniestro—. Venga, ¿por qué no me enseñas cómo se abre la maqueta?