—Vamos a llegar tarde, Melba. Vamos a llegar tarde.
Pero no podemos dejarlo así. Parece una rata ahogada.
—¿Y qué?
—Pero ¿y si se enfría?
Tío Jos y tía Melva se encontaban en la entrada de su casita de Flood Street, envueltos en relucientes monos impermeables negros y con el casco puesto mirando a Tom, que estaba empapado y tiritando delante de ellos. Seguía lloviendo a cántaros.
Supongo que tienes razón —masculló Jos a regañadientes pero está a punto de empezar. No va a quedar casi nada.
—Me da igual; Joshua —Gorgeó Melba—. No todos tenemos la constitución de una foca, ¿sabes?
Jos carraspeó ruidosamente. Se quedaron mirando a Tom, parado en el jardín.
—¿p p-puedo entrar? —preguntó, con los dientes castañeteándole.
—¿Entrar? —repitió Jos—. Pensaba que te gustaba nadar, chaval. —Tom vio que le sonreía con la mirada a través de las gruesas gafas de motorista—. Oh, si no hay más remedio… Entra, loco. —Y, agarrándolo por los flacos hombros, lo entró en casa.
> Cinco minutos después, Tom estaba sentado en la sofocante cocina envuelto en una serie de alegres toallas de rayas, mirando con reserva la taza de leche que Melba insistía en que debía beberse.
—Oye, si te notas mínimanente pachucho, hay toda clase de reconstituyentes en el botiquín del baño —dijo Melba, mirándolo con cierta preocupación.
—Estoy bien, de veras. Solo me he mojado un poco, eso es todo —dijo él.
—Exacto, Melba, ¿qué es un poco de lluvia? —resolló Jos. Seguía con el impermeable y el casco puestos y se estaba paseando por la cocina con impaciencia.
—Nunca sabes lo que puede pasar —respondió Melba, poco convencida—. Míralo, sigue tiritando como un perro. Oye, Tom, el número del médico está junto al teléfono…
—Oh, por el amor de Dios, ¡déjate de tonterías! —estalló Jos dentro del casco—. ¿Podemos irnos ya?
—Estaré bien —dijo Tom, consiguiendo sonreír—. De verdad. Estoy bien.
Melba lo escrutó.
—Pues no lo pareces. Pareces medio muerto. Y no quiero muertos en esta casa.
—¿Muertos? Dios santo —rezongó Jos, dándose con el casco contra la pared—. Melba, cariño, si no nos vamos ya, será inútil ir. Venga. Andando. —Y, con calma, sacó a Melba de casa—. Haz lo que dice tu tía —añadió, guiñando el ojo a Tom—. Pórtate bien.
La puerta se cerró, Tom oyó la motocicleta poniéndose en marcha y sus tíos… ya no estaban.
Se quedó sentado en silencio, notando alguna que otra gota de agua bajándole por la nuca. La lluvia seguía aporreando los cristales de las ventanas. La razón de que Jos estuviera tan impaciente por marcharse era que estaba decidido a encontrar alguna ganga en la casa de subastas, donde habían llevado todos los muebles, cuadros y objetos de Oscarine Zumsteen. El hecho de que Oscarine no hubiera dado nada a Tom no lo había desalentado. Si acaso, solo lo había animado más. Jos estaba convencido de que Oscarine era tan despistada como él y aquella era justo la clase de subasta donde era posible encontrar cosas insospechadas por una miseria. Estaba reflexionando sobre aquel asunto… y siempre terminaba viniéndole a la cabeza el claro de cañas aplastadas en mitad del humedal, y aquellos dos hombres carilargos agazapados bajo la lluvia. ¿Había regresado ya Pearl? ¿La habían matado? Notó un escalofrío recorriéndole el espinazo. Olajá supiera de qué iba aquel asunto. ¿Por qué estaban tan empeñados en matarla?
El débil zumbido del teléfono interrumpió sus pensamientos. Cruzó el salón y, secándose violentamente la cara con una toalla, descolgó.
—¿Diga?
—Hola. ¿Eres tú, Jos?
—No. Soy Tom.
—¿Tom? ¿Qué Tom?
—Tom Scatterhorn.
—Ah. —La voz, aguda y presurosa, se quedó un momento callada—. Bien bien bien. Bueno, eso está bien. Muy bien, de hecho.
Hubo un silencio.
—¿Sabes?, soy Oscarine. Oscarine Zumsteen. ¿Te acuerdas?
Teniendo en cuenta que acababa de regresar de su casa hacía únicamente diez minutos, solo había una respuesta para aquella pregunta, y resistió la fuerte tentación de decir algo sarcástico.
—Sí. Hola.
—Bien. Estupendo. Bueno, hum… ¿estás ocupado en este momento?
—No.
—¿Sabes? Les he dado esquinazo. Ahora estoy en el café de Noah, al final de tu calle. Flood Street.
—Oh. Vale.
—No hay mucho tiempo, así que ¿puedes venir en unos cinco minutos? ¿Sí?
Tom estaba desconcertado.
—Esto… pero ¿por qué…?
—No puedo hablar. Pero deberías saber que he encontrado la dichosa cosa. Sí. La he encontrado la he encontrado. Café de Noah.
Colgó.
Oscarine Zumsteen estaba en el café del final de la calle. Les había dado esquinazo, y había encontrado el objeto. En cualquier otro momento, Tom podría haber pensado que solo era una anciana extraña y un poco loca que deliraba, pero, ahora, por algún motivo, no lo hizo. Allí estaba sucediendo alguna cosa.
Comenzó a ponerse la ropa más seca que encontró, pero, entonces, lo atenazó una duda. Si ella estaba en lo cierto, ¿quería apoderarse él de algo que don Gervase deseaba tener? ¿Quería eso? Pero sabía que ya era demasiado tarde. Tenía que aceptar lo que Oscarine quisiera darle, porque él ya formaba parte de aquel gran rompecabezas, igual que Pearl, e incluso sus padres… pero decidió quitarse aquel pensamiento de la cabeza. Cogió un sombrero de ala ancha de Melba que parecía algo impermeable y echó a correr bajo la lluvia.
«Caf No» parpadeó inciertamente el cartel de neón cuando Tom abrió la puerta. De haber estado prestando más atención, también se habría fijado en el coche tripulado por dos hombres que acechaba al final de la calle. El interior del local estaba cargado y atestado de clientes empapados que se quejaban de la tormenta. Sorteó a la agobiada camarera y pasó entre la hilera de descoloridas mesas verdes de fórmica hasta llegar a la última, donde había una silueta con un gran sombrero impermeable amarillo sentada de espaldas a él. ¿Era ella? Tenía que serlo. Por debajo del ala del sombrero asomaban mechones pelirrojos.
—Hola.
Oscarine dejó de juguetear con la cucharilla y lo miró mientras él se sentaba en el banco enfrente de ella. Parecía un extraño animalillo empequeñecido por su impermeable y se la veía nerviosa, incluso un poco asustada.
—Ah. —Sonrió a medias—. Gracias. Imaginaba que vendrías.
—Sí. Aquí vuelvo a estar.
—En efecto. Aquí vuelves a estar. Aquí volvemos a estar todos. Cielos.
Oscarine respiró hondo y volvió a juguetear con su cucharilla, pasándola varias veces por el borde de la taza. Tom se quedó mirando la taza y se notó cada vez más frustrado conforme el silencio se cernía sobre la mesa.
—Entonces, lo ha encontrado —comenzó a decir—, ¿dónde…?
—Sí, en efecto, sí —se apresuró a interrumpirlo Oscarine—. Y ahora tengo que estar segura. Absolutamente segura.
—¿Con respecto a qué?
Oscarine parecía incómoda.
—Piensa piensa piensa —masculló.
Parecía agitada y miró la pared.
—Prométeme una cosa, Tom —dijo de pronto, clavando en él sus grandes ojos azules—. Si te entrego esto para que lo guardes, no debes perderlo de ninguna de las maneras, ni tampoco hablarle a nadie de él. Ni siquiera a tu tío. ¿Puedes hacerlo?
—Claro —respondió Tom, sin estar muy seguro de a qué se estaba comprometiendo.
—¿Estás totalmente seguro? —Oscarine lo escrutó con nerviosismo—. Mira, yo ya estoy con un pie en la tumba. A mí no me sacarán nada, puedes estar seguro de eso. Pero tú…
Vino la camarera y limpió la mesa.
—¿Ya se lo ha terminado, encanto? —dijo, pasando un trapo sucio alrededor de la taza de Oscarine.
—Sí. O sea, o sea no. No, no no. Lo siento. Aún no.
La camarera enarcó las cejas y miró a Tom.
—¿Y a ti qué te traigo, encanto, té, café, pastel, qué?
—Un chocolate caliente, gracias.
—¡Un chocolate caliente! —gritó la camarera mientras se alejaba a toda prisa.
Tom la vio marcharse y advirtió que en la puerta había dos hombretones con impermeable que habían entrado a resguardarse de la lluvia. Cuando se volvieron, reconoció a uno de inmediato: era el policía secreto del coche que había visto antes. El hombre escudriñó brevemente las mesas y se sentó junto al parpadeante cartel de la ventana. ¿Qué estaban haciendo allí? Tom comenzó a sentir miedo cuando la camarera se acercó a los hombres, anotó lo que querían y regresó de inmediato a la barra. La miró a los ojos e intentó interpretar su expresión vacía y aburrida cuando entró en la cocina… Lo había mirado durante una fracción de segundo más de lo normal, ¿verdad? Allí iba a ocurrir algo, aquello no era solo coincidencia. Corrió "a silla para que lo vieran.
—Todo está saliendo fatal, ¿verdad? —masculló Oscarine—. Me han seguido la pista, vaya que sí. Nicholas tenía toda la razón. Al final, terminaremos todos en Scarazand. Oh, sí. Fatal.
—¿Qué?
Oscarine seguía jugueteando con la cucharilla. No parecía haberlo oído.
—¿Dónde ha dicho que íbamos a terminar?
—En Scarazand, hijo mío. Oh sí oh sí oh sí. El cuartel general —susurró, mirándolo a través de sus gafas de media luna. Tom le sostuvo la mirada, incómodo.
—¿Dónde está… Scarazand?
—Al otro lado. En otro sitio. Ni aquí ni allá —susurró—. Aunque tampoco es que lo sepa con exactitud. ¿Lo sabe alguien? ¿Cómo va uno al futuro?
Asintió violentamente con la cabeza. Cualquiera podría suponer que aquella extraña anciana envuelta en un enorme impermeable amarillo estaba loca, pero Tom tenía la fuerte intuición de que no lo estaba. Era justo al revés, de hecho.
—Sé lo que va a pasar —continuó Oscarine con aire desafiante—. De hecho, lo estaba esperando. No creas que no estoy preparada. —Se inclinó sobre la mesa y susurró con mucha cautela—: Lo veo todo, ¿sabes?
Parpadeando, miró a la derecha de Tom y, siguiendo su mirada, vio un espejo cóncavo donde se reflejaba todo el café. En él, Tom vio las sombras de los dos hombres hablando. Luego, uno de ellos se levantó y se colocó delante de la puerta.
—Pero ¿qué está pasando? —preguntó, advirtiendo que también estaba susurrando—. ¿Está metida en un lío?
Oscarine continuó jugueteando con su taza.
—En cierto modo —murmuró—. Se creen listísimos. Siguiéndome hasta aquí, arrinconándome, obligándome a rendirme. Pero yo me he acordado, por supuesto. No lo tengo yo. No en ma maison. Non, non, non.
Tom observó a Oscarine mientras ella hablaba confusamente para sus adentros.
—Entonces, ¿usted no lo tiene?
—No. Para nada. —Oscarine lo miró con una sonrisa cómplice—. Lo tienes tú.
Tom se quedó pasmado.
—¿Yo? ¿El qué, el maletín de expedición?
Oscarine asintió con la cabeza.
—¿Dónde está?
—Dentro —susurró ella, sus ojos enormes tras las gafas de media luna—. Dentro de la maqueta. Escondido dentro. Nicholas fue muy claro al respecto. Muy, muy claro. Es un rompecabezas magnífico, pero también bastante peligroso. Y no debes intentar sacarlo bajo ningún concepto. Eso está absolutamente verboten. Ni se te ocurra porque…
Oscarine miró el espejo y cambió de expresión al instante. El más fornido de los dos hombres estaba viniendo hacia ella por entre las mesas.
—¿Qué pasa? —preguntó Tom.
Oscarine negó violentamente con la cabeza.
—Demasiado tarde. Me han descubierto. No hay tiempo. Maldita sea maldita sea —gruñó entre dientes. De pronto, tuvo una idea y, sacando un bolígrafo, escribió una serie de extrañas letras en el mantelito de papel.
—Estréchale la mano al jerbo —susurró entre dientes—. Te dejará entrar. Recuerda eso.
—¿El qué?
—El jerbo. El…
—¿Señora Zumsteen?
El hombre pálido y fornido los estaba mirando. Oscarine le lanzó una mirada cargada de veneno y rencor.
—Si es tan amable de venir con nosotros, señora.
Tom miró a Oscarine: ¿qué había hecho?
—¿Me lo pide o me lo ordena? —dijo ella con aspereza.
—Decida usted, señora —respondió el hombretón en voz baja, mirando a su compañero, apostado en la puerta.
—Muy bien —dijo ella—. Me lo esperaba. Estoy lista.
—Espere, espere un momento —dijo Tom—. ¿Dónde se la llevan? ¿Qué ha hecho?
El hombre clavó en él sus ojos indolentes y estúpidos. Tom tuvo la impresión de que lo estaba mirando sin verlo.
—Será mejor que no te metas, hijo —gruñó—. Es un asunto personal.
—Pero, pero, no se la puede llevar así como así —protestó Tom, alzando la voz—. ¿Qué es usted, policía?
El hombre ignoró a Tom y se apartó.
—¿Señora Zumsteen?
Oscarine endureció las facciones y se subió la cremallera del impermeable con cierta rimbombancia.
—Oscarine —susurró Tom, desesperado por encontrarse con su mirada—. No tiene que hacer esto. No vaya con ellos.
Oscarine lo ignoró a propósito hasta que estuvo completamente preparada. Entonces, como si tal cosa, cogió la cucharilla de la mesa para dejarla en el pía tito.
—Adiós, joven —le dijo, con una formalidad tan extraña que dio la impresión de que no se conocían. Tom se quedó mirándola sin comprender.
—Espero que lo que te he dicho te induzca a la «reflexión».
Y con una breve mirada, le indicó la cucharilla que tenía en la mano. Tom bajó la vista y vio que la estaba sosteniendo justo por encima del mantelito. Distinguió palabras reflejadas en su apagada superficie… escritura en espejo. ¿Era alguna clase de señal? La miró a la cara fina y alargada y ella le guiñó el ojo. ¡Lo era! Con suma dificultad, Tom contuvo una sonrisa.
—Lo… lo haré —dijo, y asintiendo de forma casi imperceptible, le indicó que había comprendido.
El hombre de la gabardina con ojos de buey cambió de postura con impaciencia, sin advertir lo que acababa de ocurrir.
—Bien bien bien —continuó Oscarine—. Sabía que lo harías. Y no te preocupes por mí. Mis labios están sellados. —Con una sonrisita de satisfacción, se levantó y el hombretón la acompañó hasta la puerta, que su compañero les abrió. Juntos, salieron.
En cuanto los tres se fueron, Tom cogió la cucharilla y la sostuvo justo por encima del mantelito para asegurarse de entender lo que Oscarine había escrito del revés. «En la taza» ponía.
—¡Un chocolate caliente!
Tom alzó la vista y vio que la camarera le traía el chocolate caliente. Sin pensar, metió el dedo en el té frío y palpó un pequeño objeto metálico oculto bajo la superficie.
—Ten cuidado, encanto —dijo la camarera, dejando el tazón en la mesa, y Tom retiró la mano con aire de culpabilidad justo cuando ella recogía la taza de té.
La camarera le lanzó una mirada de desaprobación y se marchó. Con toda probabilidad, pensaba que se trataba de una operación policial encubierta y que él era el soplón, pero, en aquel preciso instante, le daba igual qué pensaran de él. En cuanto pudo, se miró el regazo. Era una llave metálica con un aspecto normal y corriente. Obviamente, pertenecía al maletín de expedición de Nicholas Zumsteen oculto dentro de la maqueta de las islas Tithona. Pero, para encontrar el maletín, Tom tenía que resolver un rompecabezas, y estrechar la mano a un jerbo… ¿Dónde estaba el jerbo? ¿Y dónde, ya puestos, estaba ese sitio que Oscarine llamaba Scarazand?
Se terminó el chocolate caliente en silencio, pagó y salió. El viento y la lluvia habían cesado y, por doquier, grandes charcos blancos reflejaban el cielo pálido. Sacó su móvil y miró la pantalla: seguía sin tener ningún mensaje de sus padres. Ya hacía dos días que no recibía nada. ¿Significaba algo? No, se dijo, era normal que no tuviera mensajes, siempre era así, siempre sería así… ¿no? Respiró hondo y miró la calle. ¿Qué debía hacer ahora? Encontrar a Pearl, si podía, prevenirla contra los hombres del humedal. Hablarle de la maqueta, ver si se le ocurría alguna idea. Y hablarle de Oscarine y de aquel lugar llamado Scarazand…
Al doblar por Museum Street, Tom vio un flujo constante de visitantes bajando las escaleras. Allí estaba la inconfundible figura de Ern Rainbird con su gorra y su bata de conserje, haciendo salir a los visitantes. ¿Había regresado ya Pearl? No lo sabía. Pero, cuando estuvo más cerca, vio a un hombre y a una mujer dentro del museo, aguardando entre las sombras. Le resultaron familiares, con sus trajes grises mal entallados, sus maletines y su pálida tez amarillenta… Cruzó la calle, subió las escaleras corriendo y entró. Al principio, Ern no lo vio: estaba enfrascado en una conversación con aquellas dos personas de tez amarillenta, que ahora estaban detrás del mamut haciendo anotaciones, pero, en cuanto lo vio al final del vestíbulo, se dirigió resueltamente a él.
—Estamos cerrando, jefe —dijo con una sonrisa.
Tom asintió con la cabeza; no estaba de humor para los falsos intentos de Ern de ser cordial.
—¿Quiénes son? —preguntó, observando a los inspectores mientras subían las escaleras.
—¿Ellos? Oh, son de una comisión nacional de museos. Están haciendo un estudio, no sé sobre qué. Ya sabes. Funcionarios, eh, siempre con algún formulario que cumplimentar, ¿no?
Era obvio que Ern estaba haciendo todo lo posible para distanciarlo de aquellas dos personas y no creyó una sola palabra de lo que acababa de decirle.
—Por cierto, antes han preguntado por ti. Una chica.
—Ah, ¿sí? —dijo Tom, intentando no parecer demasiado interesado.
—Con una pinta bastante rara. Descuidada, si sabes a qué me refiero. Con el pelo largo y oscuro. ¿Te suena?
Tom no dijo nada. Sabía exactamente qué estaba insinuando Ern y no tenía intención de darle ninguna pista.
—¿Qué quería?
—Quería ir al muelle a una reunión. Quería saber si querías acompañarla.
—¿Una reunión? —dijo Tom—. ¿Qué clase de reunión?
Ern se sacó un periódico vespertino del bolsillo trasero y, desenrollándolo, leyó los anuncios clasificados.
—«Legión de la Hormiga Blanca. Sala de la primera planta. Golden Duck, Whelk Street, a partir de las 20.30» —dijo.
Tom miró la parte de la página que Ern estaba aporreando con su nudoso dedo.
—¿«La Legión de la Hormiga Blanca»? —leyó Tom. El nombre parecía ridículo—. ¿Qué es?
—Un nido de trotamundos, eso es lo que es —respondió Ern Rainbird, torciendo el gesto—. Toda la calaña de Dragonport. Y yo me pregunto: ¿por qué vendría ella al museo para pedirte que vayas? —Se pasó una cerilla de un lado a otro de la boca y Tom evitó sus ojos de lagarto.
—No tengo ni idea —dijo, en tono inexpresivo.
—Ni yo —respondió Ern—. En fin, le dije dónde estaba Whelk Street, le indiqué cómo llegar hasta allí. Por supuesto, ella no tenía ni idea de dónde está. Es de fuera. Pero muy educada, ya sabes, para ser gitana.
—¿Está lejos?
Ern entornó sus ojos azafranados y le sonrió burlonamente.
—¿Qué? ¿Vas a ir?
—Puede.
Ern soltó una carcajada.
—Suerte, chaval —dijo, riéndose.
Tom volvió a bajar las escaleras del museo y se concentró. Obviamente, Ern Rainbird estaba tramando alguna cosa y, aunque su primer impulso era ir a Whelk Street para reunirse con Pearl, algo lo retenía. Ern había parecido tan complacido cuando le había dicho que también iría… era una trampa, ¿no? Quizá Pearl se lo hubiera olido también, quizá no se hubiera dejado engañar por la falsa amabilidad de Ern Rainbird… Negó con la cabeza; «quizá», pero era improbable. Pearl no era de allí y Ern Rainbird solo era un conserje estrafalario que intentaba ser amable… Miró la calle y se notó un poco indignado. Jos había metido la pata hasta el fondo contratando a aquel personaje tan sospechoso: ¿En que había estado pensando?
Pero debía asegurarse, solo por si acaso. Corrió a la callejuela, se encaramó al muro y saltó al jardincito de la parte trasera del museo, donde antes vivían Jos y Melba. Lo que antaño era un jardín pulcro y bien cuidado estaba invadido por las zarzas y decorado con mugrientas bolsas de plástico que el viento había traído de la calle. Al fondo del jardín estaba el anexo del museo, o cobertizo, como Jos tenía costumbre de llamarlo, y, al mirar en su interior, le sorprendió encontrarlo intacto. Había montones de baúles repletos de fotografías enmohecidas, animales a medio disecar y maquinaria reuniendo polvo. Allí dentro no había ocurrido nada desde su última visita al museo hacía un año. ¿Por qué no había ordenado Jos todo aquello? A fin de cuentas, él había vendido el zafiro para eso, ¿no?
Dio una patada a un baúl: ahora estaba enfadado y, más aún, estaba enfadado por estarlo. Solo tenía doce años, pero, por algún motivo, se sentía como si lo hubieran colocado en un puesto de responsabilidad que no deseaba especialmente. Se sentía como un profesor, enfadado por que las cosas no se hubieran hecho como él quería. Puede que Jos solo fuera demasiado vago; o puede que, ahora que no tenía que hacerse cargo del museo, le diera igual. Al mirar la sucia ventana de la parte de atrás del museo, vio a Ern Rainbird subiendo las escaleras con una linterna, seguido de dos siluetas. Cuando llegó al estrecho rellano, se detuvo y miró el jardín, el adusto rostro iluminándose como una gárgola. ¿Qué buscaban? Parecía que Rainbird estuviera conduciendo a los inverosímiles inspectores al antiguo dormitorio de Tom…
En ese instante, Tom oyó un ruido y, justo después, alguien se encaramó al muro y saltó al jardín con agilidad, detrás de los zarzales. La figura se tensó un momento, como un gato. Luego se levantó y comenzó a caminar con sigilo hacia la parte trasera del museo. Rainbird y sus secuaces ya se habían perdido en la oscuridad cuando la capucha roja se dirigió, muy despacio, hacia la cañería rota que discurría por la pared del edificio. En ese momento, miró atrás y Tom vio fugazmente su espeso cabello oscuro…
—¡Pearl! —susurró, tan alto como juzgó prudente.
La capucha roja se detuvo: ¡era ella! ¡Pearl seguía viva! Pero, por alguna razón, no lo había visto, ni tampoco había visto quién había dentro. Tom se alejó de la puerta del viejo anexo cuando la linterna de Ern apareció en la ventana de la buhardilla. Ahora, las dos siluetas estaban junto a él, sus sombras agrandadas proyectándose en el muro. Obviamente, Ern Rainbird estaba explicándoles la escena del crimen y sus gesticulaciones lo distrajeron tanto que, cuando volvió a mirar la pared del edificio, Pearl ya se había encaramado hasta la mitad de la cañería. Era evidente que tenía intención de volver a entrar…
—¡Pearl! —gritó, más alto esta vez y, luego, sin pensárselo dos veces, salió disparado hacia la pared del museo.
—Y este fue el punto de entrada —dijo desde arriba la áspera voz de Ern—. Hasta rompió el cristal, miren.
Tom consiguió encaramarse a la tina que recogía el agua de lluvia y, con una mano, agarró a Pearl por la pierna.
—¿Qué demonios…?
Pearl maldijo y pataleó con saña, y estaba a punto de ponerse otra vez a dar patadas cuando miró abajo y vio el rostro de Tom, mirándola. El señaló la ventana con cara de espanto y se llevó el dedo a los labios, y en ese momento abrieron la ventana con brusquedad.
—¿Está seguro, Rainbird? —trinó una voz nasal dentro de la habitación.
—Del todo, señora. Por aquí abajo hay una cañería. Si es tan amable de…
—Soy perfectamente capaz de asomarme a una ventana. Rainbird, apártese.
Tom pegó la cara a la pared cuando vio el haz de la linterna danzando sobre él. Un pie le estaba resbalando por la grasienta tapa de la tina de agua, tenía el otro apoyado contra la pared y se agarraba a la pierna de Pearl con una mano. Era dificilísimo mantener el equilibrio. La sombra del alero lo tapaba, pero Pearl casi tocaba la ventana. ¿Cómo podían no verla?
De pronto, el h^z de luz desapareció.
—¿Señor Rainbird?
—¿Señora?
—Usted dice que sabe todo lo que pasa en este museo, ¿no?
—Así es.
—Entonces, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Dispare.
—¿Por qué hay un chica con una gabardina roja, que coincide con nuestra descripción, colgada de esta cañería?
Hubo un silencio. Tom notó que la pierna a la que estaba agarrado comenzaba a resbalársele de las manos. Los pies le patinaron peligrosamente por la tapa de la tina.
—Las adivinanzas nunca se me han dado bien, señora.
—He dicho: «¿POR QUÉ HAY UNA CHICA CON UNA GABARDINA…?». —Pero la aguda voz de mujer no dijo nada más, porque, en ese instante, Pearl se cayó, Tom resbaló y la tina se volcó, derramando el agua que contenía.
—¡Es esa! ¡Es ella! —gritó Rainbird cuando Pearl se levantó con rapidez y corrió hacia el muro.
—¡Coged a esa caradura!
Las voces se callaron— Era obvio que estaban bajando las escaleras para intentar cerrarle el paso.
—¡Pearl! —gritó Tom—. ¡Pearl, para! Y, justo después, también él había saltado el muro y estaba corriendo por la callejuela. Pearl era rápida, pero Tom lo era más, y cruzando la calle como una bala? consiguió alcanzarla y empujarla detrás de un arbusto.
—¿Qué estás haciendo? —dijo jadeando ella cuando cayeron a un jardín—. Estás lo…
—¡Chist!
Tom se llevó un dedo a los labios y señaló hacia el lugar de la calle donde se oía un fuerte ruido de pasos.
—¿Dónde vamos? —preguntó Rainbird, jadeando.
—A esa reunión, sospecho —resolló la mujer.
—Eche la llave —instruyó el hombre a Ern—. Luego, llámenos.
—Entendido —dijo Rainbird.
Los pasos se alejaron calle abajo y Rainbird volvió a entrar resueltamente en el museo.
—Lo siento —susurró Tom—. Te he visto desde el anexo, y luego los he visto a ellos y…
—Seguro que sí —dijo Pearl enfadada y, mirándose la larga rozadura del brazo, se la chupó a conciencia—. Bueno, supongo que tengo que darte las gracias —añadió, por fin—. De hecho, yo también te andaba buscando.
—Lo sé. Me lo ha dicho Ern Rainbird.
—Ah, ¿sí? ¿Quién, el conserje?
—El que te ha mandado a esa sociedad del puerto con un nombre rarísimo. La Legión de la…
—Hormiga Blanca. El nombre estaba en el cuaderno de mi padre, lo sé. Me he estado documentando en la biblioteca. Son los descendientes de una expedición muy extraña y les interesan los insectos raros… pensaba que debíamos… es decir, me preguntaba si querrías venir conmigo. Viendo que ahora estamos, esto… hum…, en el mismo barco. —Tom sabía a qué se refería, pero seguía sin querer creerlo.
—No estoy seguro de que sea buena idea.
—¿En serio?
—No después de lo que acaba de pasar. Creo que es una trampa. Ern Rainbird quería que fueras.
Pearl pareció genuinamente sorprendida.
—Pero ¿porqué iba a hacer algo así? Parecía muy amable. —Creo que está con ellos. Todos están intentando encontrarte. Pearl están por todas partes. Están…— Tom se interrumpió; era consciente de que Pearl lo estaba mirando con mucha atención—. Cuando he cruzado el humedal, he visto tu globo. Allí también había unos hombres, esperando a que volvieras.
—Y supongo que también iban a matarme.
Tom se encogió de hombros.
—Iban armados. Creo que a lo mejor sí.
Pearl estaba exasperada.
—Lo ves, ¡Todo es real! No me lo estaba inventando.
Tom asintió con la cabeza y miró los charcos. No podía fingir que no estaba aliviado de volver a ver a Pearl viva.
—Entonces, ¡qué debería hacer ahora?
Tom se concentró— Quedaban muy pocos sitios.
—Podrías venir conmigo a Flood Street. A Jos y a Melba no los importará que duermas en el suelo. De hecho, es probable que ni se enteren.
—¿Puedo?
Tom se encogió de hombros.
—Sería lo más sensato. Y seguro que ahí no te encuentran.
Pearl sonrió oreja a oreja. Era la primera vez que Tom la veía sonreír de verdad e, incluso en la oscuridad, vio que tenia la dentadura blanquísima.
—Eres un cielo, Tom, ¿lo sabías?
—¿Un cielo?
—Sí —Dijo ella, riéndose—. Un cielo. Ya sabes.