Tom se levantó temprano a la mañana siguiente y, vistiéndose a todo correr, bajó las escaleras con rapidez.
—Vaya prisa tienes, chaval —le gritó Jos con voz de sueño desde la ventana cuando lo vio apresurarse por el jardín de camino a la verja—. ¿Va todo bien?
—¡Sí! —respondió Tom, deteniéndose para anudarse el cordón del zapato—. Solo quiero abrir a la hora.
—Bien hecho —dijo Jos, sin estar muy seguro de por qué quería Tom ir al museo tan temprano. A fin de cuentas, acababan de dar las siete de la mañana.
—Le arde la sangre, a este cabeza loca —masculló. Claro que su padre también estaba bastante loco. Cuando a los Scatterhorn se les metía algo entre ceja y ceja, no había quien los parara.
Tom se apresuró por las calles vacías y aún oscuras, absorto en sus pensamientos. Había dormido mal, consultando su móvil cada dos horas por si había mensajes, pero no había recibido ninguno. Y ahora, de pronto, había recordado que se había olvidado de advertir a Pearl con respecto a Ern Rainbird, el conserje marcial. Probablemente, Ern iba al museo en cuanto despuntaba el alba para ponerse a limpiar y Tom se había imaginado la escena de Ern encontrándose a Pearl dormida en la buhardilla y utilizando alguna vieja táctica militar para dejarla fuera de combate antes de llamar a la policía. Y además estaba la pequeña cuestión de su reserva secreta de galletas…
En ambos casos, Ern Rainbird no iba a estar contento cuando llegara al museo y, en efecto, no lo estaba.
—Ah, eres tú —gruñó mientras emergía de la oscuridad, algo sorprendido de ver a Tom entrando tan temprano por la puerta lateral—. Buscas a alguien, ¿no?
—No —respondió Tom con toda la inocencia de que fue capaz—. ¿Hay algún problema?
Ern torció el gesto.
—Podría decirse que sí. Parece que anoche tuvimos visita.
—¿Visita?
—Así es. Hambrienta, además. Se ha zampado todas mis galletas.
—Vaya por Dios. Eso está… mal. ¿Sigue ella aquí?
Ern enarcó una ceja y lo miró con recelo.
—¿Ella?
—O «él» —se apresuró a añadir Tom—. ¿Se ha ido?
Ern no respondió de inmediato. Siguió escrutándolo con sus ojos azafranados y pasándose una cerilla de un lado al otro de la boca. Tom casi podía oír los engranajes rechinándole en el cerebro. Estaba buscando un culpable.
—Supongo —dijo por fin—. La ventana de la parte de atrás está reventada. Debe de haber bajado por la cañería. He estado buscando pruebas.
Desenroscó un largo pelo negro y lo puso a contraluz.
—¿Ves esto? —rezongó—. Un vagabundo, supongo. Con un perro atado de una cuerda, un aro en la nariz y una botella de sidra. Están por todo Dragonport; son como una epidemia. Conoces a los de su calaña, ¿no?
—Oh —dijo Tom, aliviado de que Pearl se hubiera marchado—. ¿Voy a echar un vistazo?
—Si quieres… —respondió Ern, haciendo una mueca—. Técnicamente, es el escenario de un crimen, pero esta es tu casa, ¿no?
Tom notó que Ern Rainbird lo seguía con la mirada cuando cruzó el vestíbulo y entró en la casita de la parte trasera del museo. Subió por la desvencijada escalera del fondo del pasillo, abrió la puerta y descubrió que todo estaba justo como Ern había descrito. Pearl se había marchado, como él sospechaba que podría haber hecho. Pero ¿dónde? Se sentó en la cama y miró a su alrededor con aire distraído. Ya entraba viento por el cristal roto y vio algo detrás de la puerta, mecido por la suave brisa. Era la esquina de un periódico. Se levantó, cerró la puerta y encontró una nota escrita en lápiz clavada en la puerta. Ern no debía de haberla visto. Arrancándola, se sentó en una caja y empezó a leer.
Querido Tom:
Perdona lo de la ventana; estaba un poco dura. Perdona lo de las galletas (me temo que encontré otro paquete detrás de las tuberías). Y erdona que no esté. He encontrado los nombres de unas cuantas personas de Dragonport anotados en el cuaderno de mi padre. A lo mejor pueden ayudarme… hasta luego, espero.
Peal
P.D. Había unas deportivas viejas debajo de la cama que me van más o menos bien. Espero que no te imponte.
Tom se quedó mirando la nota. Luego, miró los tejados de Dragonport y el río que se divisaba a lo lejos. ¿Podía haber alguien allí que supiera alguna cosa? Parecía improbable, pero, en verdad, él casi era tan forastero en Dragonport como Pearl. Solo había estado en la ciudad una vez, durante las vacaciones del verano anterior, y la mitad del tiempo ni siquiera había estado físicamente en ella…
Sacó su móvil y lo consultó con impaciencia: seguía sin haber ningún mensaje de sus padres. Estaba intentando decirse que no importaba, que lo más probable era que fuera noche cerrada y estuvieran sin cobertura, como lo estaban casi siempre; en mitad de una selva o en la cima de una montaña, pero aun así… las palabras del cuaderno seguían acosándolo, no podía quitárselas de la cabeza… suponiendo que los hubieran capturado, ¿dónde los habían llevado? Casi con toda seguridad al futuro, ¿no? Tom había intentado imaginárselo a menudo, el misterioso lugar del que habían venido don Gervase, Lotus y posiblemente gran parte de los demás, y siempre veía un paisaje desierto, vasto y polvoriento, salpicado de los últimos vestigios de civilización humana. No había mucho allí, salvo millones de millones de escarabajos. Volvió a mirar la nota y negó con la cabeza. Quizá debiera haber dicho a Pearl la verdad sobre don Gervase… no, ella jamás lo creería, ¿quién lo haría? De hecho, él no se lo había contado a nadie y a veces hasta se preguntaba si era siquiera cierto. Pero lo era.
—Así que nos han entrado, ¿no?
Jos cruzó la sala después de dejar a Ern Rainbird, que seguía rezongando en la penumbra.
—Vaya por Dios —resolló, acercándose a Tom—. Y no se han llevado nada, salvo las queridísimas galletas de Ern, y cómo se ha puesto, madre mía. No hay de qué preocuparse —susurró—. De hecho, Tom, esto es bastante buena noticia.
—¿Por qué?
—Nos quita un peso de encima, ¿no? —dijo Jos, entrecerrando tanto los ojos que parecieron dos balas bajo sus pobladas cejas—. A Ern le encanta la bronca, y alguien que se ha zampado su reserva secreta de galletas es ideal. Le da un motivo para quejarse.
Tom no estaba muy seguro de haber entendido la lógica de aquel razonamiento, pero Jos parecía contentísimo.
—Y tengo otra buena noticia para ti, chaval. Justo después de que te fueras esta mañana, he recibido una llamada de Osearme Zumsteen.
—¿Oscarine Zumsteen?
—Exacto. Una verdadera sorpresa. Y, es más, quiere conocerte.
—¿A mí?
—A ti. El propietario —dijo pomposamente Jos—. Te ha invitado a tomar el té esta mañana.
—Oh. —Tom no estaba seguro de qué decir—. ¿Ha dicho por qué?
—No —respondió Jos, y se encogió de hombros—. No ha concretado. Así que le he dicho que estarías en su casa en una hora.
—Ah, ¿sí? —respondió Tom, algo sorprendido.
—Es decir, si te va bien —añadió Jos, como si nada—. Es solo que no estaba seguro de que tuvieras algún otro plan para esta mañana, y no querría que te aburrieras.
—¿Aburrirme? —resopló Tom, indignado—. ¿Por qué iba a aburrirme?
—No estoy diciendo que te aburras, chaval —respondió Jos, dándole una palmada en el hombro—. Pero esto es como una invitación de la reina. Ya es bien raro incluso ver a Osearme, y aún lo es más que te invite a su casa. A mí no me ha invitado nunca. Así que tómate una taza de té y sonríe: cautívala, chaval. Y, entre tú y yo, me ha dado la impresión de que tenía algo que decirte —dijo, guiñándole el ojo.
—¿En serio?
—En serio. Oscarine es una persona muy peculiar, famosa por ser excepcionalmente precavida, de manera que a mí no me contaría nada, claro. Solo… «insinúo» que cabe esa posibilidad —dijo Jos con aire misterioso.
Tom comprendió que no había modo de echarse atrás. Y, aunque no le apetecía nada ir a tomar el té con una anciana excéntrica, su difunto marido, Nicholas Zumsteen, lo intrigaba. Puede que también él estuviera relacionado con todo aquello…
—Está bien —dijo—. ¿Cómo voy a su casa?
—Muy sencillo —respondió Jos, sonriendo—. Puedes coger la bici.
Varios minutos después, Tom estaba haciendo equilibrios por la calle, montado en una bicicleta negra muy vieja y oxidada con la rueda delantera muy pequeña y una cesta en el manillar.
—¡Te acostumbrarás! —lo animó Jos—. Tú solo pedalea, y recuerda: no utilices el freno de la rueda trasera. ¡La trabará y tú saldrás volando por los aires!
—El freno de la rueda delantera —lo corrigió Melba, que estaba a su lado—. Es el freno de la rueda delantera, Jos.
—Ah, ¿sí? Creía que habías dicho…
—Yo no he dicho nada. ¿No me digas que lo has dejado marcharse sin probar los frenos? ¿Lo has hecho, Jos?
—Hum… —Jos se rascó la cabeza—. Bueno, yo no diría exactamente…
—¡El que se traba es el freno de la rueda delantera, Tom! —gritó Melba—. ¡Utiliza el de la rueda trasera!
Tom ya estaba bajando como una bala por Museum Street en dirección al río. ¿Qué freno funcionaba: el de la rueda delantera, el de la trasera, ninguno de los dos? Ya tenía suficiente con mantener derecha la pesada bicicleta, que se bamboleaba extrañamente y había comenzado a emitir un sonido alarmante al cobrar velocidad.
—Oh, Dios mío —masculló Jos, tapándose los ojos.
Tom levantó los pies de los pedales, tomó la curva al final de la cuesta y giró sin utilizar ninguno de los dos frenos. Pero, por algún motivo, el accidente que Jos esperaba no llegó a suceder, porque, de repente, Tom se encontró subido a la acera, esquivando por los pelos un banco, pasando como una bala entre dos balizas y bajando de nuevo a la calzada, haciéndolo con tanta brusquedad que le castañetearon los dientes. Vaya armatoste de bici. Pero montar en aquella vieja carraca sin frenos era bastante divertido y Tom se preguntó si sería capaz de hacer todo el camino hasta la casa de Oscarine sin tener que utilizarlos.
Jos le había explicado que la mejor manera de llegar era seguir el río hacia el norte hasta que las casas daban paso a campos y cañaverales que señalaban el perímetro de Hellkiss Hall.
—Hay un camino nuevo que bordea el humedal —había dicho—. Por ahí es un poco más largo, pero llegarás. También hay un viejo camino de contrabandistas que atraviesa los cañaverales, un atajo, pero no sé si todavía existe. Yo que tú daría el rodeo, chaval.
Tom se estuvo repitiendo aquellas instrucciones mientras circulaba por calles vacías bordeadas de casas adosadas, que terminaron dando paso a hileras de garajes y unos cuantos coches reducidos a cenizas.
El río azul resplandecía bajo el sol y no había nadie fuera de las casas, aunque, al final de la última calle antes del humedal, vio un coche con dos hombres vestidos de negro. Parecían estar a la espera de alguna cosa. «A lo mejor es una operación de vigilancia —pensó—. Policías secretos espiando a un fugitivo. Los hombres lo miraron con recelo cuando cruzó la estrecha verja empujando la bicicleta y tomó el camino que bordeaba el humedal. «Una operación de vigilancia, seguro», pensó, y se pasó los minutos siguientes absorto en una escena imaginaria donde había un sangriento tiroteo que terminaba muy mal para los policías. Cuando volvió a alzar la vista después de su ensoñación, vio una desvencijada casita que se erigía sola al final del humedal. Más allá, un gran ejército de oscuros pinos reseguía el río. «Esa debe de ser la casa de Oscarine», pensó. Y no se parecía en nada a lo que había imaginado: por alguna razón, pensaba que sería algo mucho más imponente, dada la fortuna de los Zumsteen y las fabulosas escenas del museo. Pero Oscarine quizá se hubiera vuelto huraña por algún motivo…
La inquietud de Tom aumentó cuando tomó el sendero de arena que conducía a la casa, porque allí, después de cruzar el bosque, había otro coche aparcado. También parecía estar a la espera… Lo ignoró y giró, dejando atrás una vieja barca de madera invadida por las ortigas, una mohosa caravana apoyada sobre ladrillos y otros restos de maquinaria oxidada semiocultos por la crecida hierba. Aquello parecía un corral viejo y destartalado y no le extrañó que pudiera aparecer un perrazo y ponerse a perseguirlo. Pero allí no había ningún ruido salvo el silbido del viento entre los pinos. Clavó los pies en la arena roja hasta frenar por completo, se bajó de la bicicleta y la dejó apoyada en el poste de la verja. Se volvió y miró las dos ventanas sin luz, que parecían ojos bajo el tejado de paja. Estaba seguro de haber vislumbrado un movimiento detrás de la cortina. ¿Era Oscarine? Se subió los pantalones y se retiró el pelo de los ojos. No estaba seguro de por qué se había puesto tan nervioso. Aquel lugar tan apartado tenía un aire siniestro: a lo mejor eran los coches, o el silencio… Respirando hondo, fue hasta la puerta y llamó con decisión. No hubo respuesta. Aguardó, y estaba a punto de volver a llamar cuando advirtió que la puerta estaba entreabierta. Empujándola, se asomó al oscuro interior y vio que había cajas de cartón a medio llenar diseminadas por el suelo.
—¿Hola?
—Hola —dijo una aguda voz cantarína desde el fondo de la casa—. ¿Quién es?
—Soy Tom Scatterhorn.
—¿Eh? ¡Ah, sí! Espera un momento, espera un momento espera un momento.
Tom aguardó en la entrada con nerviosismo. Jos había descrito a Oscarine como a una persona peculiar, lo cual podía significar cualquier cosa, pero, cuando la menuda silueta apareció al fondo del pasillo y se acercó, advirtió que su definición era extraordinariamente precisa.
—Hola, hola —dijo Oscarine, sacando la cabeza por la puerta.
—Hola —respondió Tom, mirando a la mujer menuda, pelirroja y de hombros estrechos. Llevaba un vestido bordado y unas gafas de media luna apoyadas en la punta de la nariz aguileña que le aumentaban mucho la mitad inferior de sus claros ojos azules.
—Yo… esto… Usted…
—¿Té? —dijo Oscarine, ladeando la cabeza como una paloma—. ¿Tomarás té?
—Sí —farfulló Tom—. Estupendo.
—Ven ven ven —lo instó Oscarine, y se abrió paso entre las cajas hasta un par de sillones de orejas colocados junto a la chimenea, encendida pese a ser verano.
—Tú siéntate ahí, para que yo te vea bien —dijo, señalando el sillón de la ventana.
Tom obedeció y esperó mientras Oscarine se iba rápidamente a la cocina. Podía tener una pinta un poco extraña, pero, desde luego, sabía lo que quería. Sentado en el sillón de cretona, miró a su alrededor con nerviosismo y advirtió que aquella habitación también estaba a medio recoger. En una pared, el papel pintado tenía manchas cuadradas de color amarillo en los sitios donde antes' había cuadros colgados, mientras que en la otra, una mezcolanza de espejos cóncavos reflejaba los montones de libros y viejas revistas diseminados por la alfombra persa. En el rincón, un gato siamés gris roncaba en un cojín y, en la repisa de la chimenea, Tom vio varias fotografías en blanco y negro de un apuesto hombre de pelo oscuro, sonriendo delante de un reluciente biplano plateado.
—Perdona el desorden —dijo Oscarine cuando regresó con la bandeja—. Hoy es el día y ya no sé si voy o vengo.
—¿Se traslada? —preguntó Tom con educación.
—Me desahucian me desahucian me desahucian, hijo mío —se apresuró a decir Oscarine, removiendo el té—. Lo cual es bien distinto. Todo son cambios en Hellkiss Hall, y me han dado orden de evacuar. Todo cambios, todo cambios. ¿Cómo lo tomas, fuerte? —preguntó, dando a Tom una bonita taza azul decorada con pájaros con un platito a juego—. Por supuesto, me lo tendría que haber olido, debería haberlo visto —prosiguió, cogiendo la tetera—. Era inevitable. Necesitan el dinero. Es comprensible, ¿no? ¿Una galleta de jengibre?
Tom se incorporó y cogió una.
—Gracias.
—Todo esto tiene que ir a subasta. Esta tarde. Lo cual es durísimo. Sobre todo porque… —dijo y miró el reloj— llegarán dentro de nada. Vaya follón. Bueno bueno bueno.
Por primera vez desde su llegada, Oscarine dejó de hablar y lo miró. Tom sonrió con nerviosismo, escuchando el tictac del reloj del rincón.
—Esto… gracias por las escenas —dijo—. Son increíbles. El Diluvio… es asombroso.
Oscarine ladeó la cabeza y mordisqueó la esquina de una galleta.
—Eso dicen, eso dicen.
—Y la maqueta también —continuó Tom—. ¿Por qué la hizo August Catcher? ¿Había estado en las islas Tithona?
—Bueno, fue un regalo —respondió Oscarine—. Un regalo de cumpleaños. Resulta que para mí.
—¿Sí?
—Sí. Nick se lo encargó cuando estuvo allí. ¿Has oído hablar de mi marido Nicholas Zumsteen?
Tom asintió con la cabeza.
—Pilotaba aviones —prosiguió Oscarine—. Y además se le daba estupendamente bien. Ese de ahí es él —dijo, señalando las fotografías en blanco y negro de la repisa de la chimenea—. Apuesto, ¿no crees? Caray que si lo era. Se metía a todo el mundo en el bolsillo. Era casi divino.
Tom miró las fotografías del hombre moreno, apoyado en el ala de un biplano plateado con aire despreocupado. Así que aquel era el famoso Nicholas Zumsteen. Tenía todo el aspecto del joven decidido y rebelde de quien le había hablado Jos.
—¿Fue famoso? —preguntó Tom.
—No, no, hijo mío, infame, quizá. —Oscarine sonrió burlonamente—. Sin duda entre su familia. Fue una espina para ellos hasta… —Su voz cantarína se apagó—. Hasta que desapareció, hace muchos años. Cerca de las islas Tithona. Bastante irónico, la verdad, teniendo en cuenta lo que pasó.
Tom sonrió con educación, sin terminar de seguirle el hilo.
—Ellas también han desaparecido, ¿no? —dijo, mirándolo sorprendida.
—¿Ellas?
—Las islas Tithona son volcánicas, hijo mío. Volcánicas volcánicas volcánicas. Hubo una erupción, caramba, hace unos treinta años. Casi todas se volatilizaron. Borradas del mapa. Así que ahora seguro que ya no encuentran a mi Nick. No es que importe ya, porque él está… —Una vez más, Oscarine se detuvo a media frase para mordisquear la esquina de una galleta. Parecía estar refrenándose.
—Raro, ¿no?
Raro era, desde luego, y Tom se preguntó cuánto más tardaría Oscarine en ir al grano. ¿Eran figuraciones dejos cuando le había dicho que creía que ella quería decirle algo? El silencio continuó y Oscarine siguió mirándolo, jugueteando nerviosamente con una pulsera exótica que llevaba en la muñeca.
—¿Te importa que te haga una pregunta? —dijo, de repente.
—No.
—¿Pierdes cosas?
—¿Perder cosas? —repitió Tom, bastante sorprendido—. Esto… pues… a veces, supongo.
—El caso es que yo sí. Con frecuencia. Ese es el problema. Escondo cosas y luego las pierdo. Las pierdo. No las encuentro. Desaparecen. Y te he hecho venir para nada. Lo cual es un problema —dijo, rascándose la cabeza y mirando el desorden que la rodeada—. Mis disculpas.
—Entonces ¿tenía algo que… darme? —preguntó Tom.
—Exacto.
—Bueno, a lo mejor puedo ayudarla a encontrarlo —sugirió solícitamente Tom.
Oscarine lo miró sin comprender; luego, de pronto, la cara se le iluminó con una sonrisa.
—¡Sí! —exclamó—. Sí, sí, sí. A lo mejor tú lo encuentras. Sí, sí. ¿Sí?
—A lo mejor. ¿Qué es?
—Te lo explicaré. Va con la maqueta de las islas Tithona y no puede separarse de ella. Eso es muy importante, recuerdo, por eso es tan irritante, y si no fuera por esa dichosa gente de la subasta… —Lo miró, exasperada—. Porque eso es lo otro. Ellos lo saben y, es más, yo sé que lo saben. —Oscarine asintió con la cabeza y se inclinó hacia él con aire conspirador—. Llevan meses esperando a que lo encuentre. Esperando. Es obvio. Los he visto acechando en el camino. Porque saben que está escondido en alguna parte, pero ¿dónde? ¿En la casa, en el bosque, en el pozo, en el río? —Se encogió de hombros—. Ellos no lo saben. Por eso dejan que lo encuentre yo, porque podría estar en cualquier sitio, ¿no?
—¿Podría estarlo? —dijo Tom.
Oscarine lo miró con desesperación.
—¡No me acuerdo! Ese es el problema. —Empezó a retorcerse las manos—. Y, por supuesto, ellos tampoco lo encontrarán, a menos que podamos conseguir que dos y dos sumen cinco. Pensar de forma creativa…
El traqueteo de una furgoneta deteniéndose en el camino interrumpió de pronto las divagaciones de Oscarine y, al mirar por la ventana, Tom vio una brigada de hombres acercándose a la casa.
—¿Lo ves? —Oscarine los miró con nerviosismo—. ¿Es esto una coincidencia? ¿Lo es? Caray, caray, caray. ¿Qué vamos a hacer?
Sonó el timbre.
—¿Señora Zumsteen? —gritó una voz áspera—. ¿Hay alguien en casa?
Oscarine miró la puerta con inquietud.
—¡Voy! —gritó alegremente.
—Cuando dice que va con la maqueta —dijo Tom—, ¿es una carta, o una llave que la abre?
—No, no, no, es… es mucho más grande —susurró Osearme—. Tiene su propia llave.
Tom se devanó los sesos. ¿Qué podía tener una llave y ser parte de la maqueta?
—Mi madre guarda muchas cosas en las teteras —dijo, mirando la bandeja—. En las teteras y en los calcetines. Son sus escondrijos.
—Teteras no. Ni calcetines —respondió Oscarine, rechazando la sugerencia—. Pero, claro, debes verlo —dijo, y, levantándose, cogió una fotografía de Nicholas Zumsteen de la repisa de la chimenea. Sosteniéndola delante de Tom, señaló con sus delgados dedos enjoyados una estrecha caja de madera a los pies de su marido, repleta de pegatinas de líneas aéreas y atada con una cuerda. Tom la reconoció de inmediato: su padre se llevaba una dondequiera que fuera.
—¿Un maletín de expedición?
—Exacto. Sí. —A Oscarine se le saltaron los ojos. Luego, miró elocuentemente a Tom—. Creo que es eso. Pero no debes decir ni una palabra. Nada. ¿Sabes ya a qué me refiero?
Tom no lo sabía, por mucho que lo intentaba. ¿Por qué habrían de querer «ellos» un maletín de expedición? Si se parecía en algo a los de su padre, estaría lleno de portaobjetos, botes de vidrio, alfileres y papel, todo el instrumental necesario para cazar insectos…
—Voy a tener que hacer esto de alguna otra forma —susurró Oscarine, metiéndose la fotografía en el bolsillo—. Una idea luminosa, eso es lo que necesito, hijo mío. Une idee géniale.
Oscarine lo sacó de la casa a empujones y pasaron por delante de la brigada de fornidos hombres con monos azules que ya estaban cargando cajas en la furgoneta.
—Va todo fuera, ¿no, cariño? —preguntó el capataz, mirando a Tom con recelo cuando él se dirigió a la verja.
—Así es. Todo fuera —respondió Oscarine, con fingida alegría—. Llévenselo todo.
—No se preocupe, señora Zumsteen, lo haremos —bromeó el capataz—. ¿Quiere que también nos llevemos la bicicleta?
—Esto… de hecho, la bici es mía —dijo Tom, yendo hasta la bicicleta apoyada en la valla. El capataz lo miró, poco convencido.
—¿Me estás tomando el pelo, hijo?
—No —dijo Tom, a la defensiva—. Funciona. Cuando le coges el truco.
Otros dos operarios se rieron con disimulo cuando salieron con más cajas.
—Si tú lo dices, chico —observó el capataz, riéndose a carcajadas—. Eh, Tel, mira esto, ¡el Tour de Francia está a punto de empezar!
Tom ignoró al público que se estaba reuniendo a sus espaldas mientras empujaba la bicicleta por el camino.
—Espero que resuelva su rompecabezas, señora Zumsteen —dijo, volviéndose hacia la delgada figura de Oscarine, el sol reflejándosele en los vivos cabellos pelirrojos.
—Sí —dijo ella, intentando sonreír, pero tenía una curiosa expresión torturada.
Tom se volvió y se subió a la bicicleta. Se puso a pedalear frenéticamente y oyó fuertes risotadas a sus espaldas cuando comenzó a hacer eses por las roderas. Tuvo el tiempo justo de ver que el coche negro seguía esperando en el bosque al final del sendero antes de salir, agradecido, al camino que rodeaba el humedal, todavía con el eco de las risotadas en los oídos.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba el chaval? —preguntó el capataz mientras veía cómo Tom se alejaba dando tumbos hacia el río.
—No lo he dicho —respondió Oscarine Zumsteen, ladeando la cabeza—. Pero es Tom Scatterhorn, si quiere saberlo. Del museo.
El capataz gruñó con suspicacia, sin dejar de mirar la pelambrera rubia que subía y bajaba entre las altas cañas verdes.
—La estaba ayudando a resolver un rompecabezas, ¿no?
—Algo así.
—Pues resulta que a Tel, el de la correa, los Sudokus se le dan de maravilla. ¿A que sí, Tel? Está obsesionado. ¡Cuando está con uno, puedes ponerle una bomba que ni se entera!
El capataz se rió, sin dejar de escrutar a Oscarine. Tel gruñó mientras dejaba una caja en la furgoneta y Oscarine se quedó en la entrada de la casa, pensando. Rompecabezas, correa, bomba… la extraña combinación de palabras le había abierto una puerta en la mente y estaba empezando a recordar, sí, en efecto… la extraña petición de Nicholas… ¡esa era! El rompecabezas, la correa y la…; se había acordado. Inspeccionó las cañas con nerviosismo, pero no había ni rastro de Tom. ¡Narices! Se había ido… qué lástima. Luego miró el final del camino, donde el coche seguía acechando al abrigo de los pinos. Aquel era obviamente el día, lo sabía. Muy bien. Pues no se lo iba a poner fácil. Ni hablar. Tenía que dar esquinazo a aquellos idiotas y encontrar al muchacho, ya mismo.
—¿Scatterhorn, dice? —masculló el capataz, sacando un teléfono y marcando un número.
—Así es. Del museo —dijo Oscarine en tono alegre, y volvió a entrar en casa.
Al cabo de un minuto o dos, Tom había encontrado su ritmo y la bicicleta circulaba como la seda.
En lo único que podía pensar era en el maletín de Oscarine: ¿Qué tenía de especial que había que protegerlo? ¿Y eran «ellos» quienes él creía que eran? No saber ninguna de las respuestas era muy frustrante y desconcertante, pero Tom tenía la persistente sospecha de que Oscarine estaba mucho menos loca de lo que parecía…
Cuando había rodeado la mitad del humedal, se detuvo a descansar. El viento, que antes soplaba con fuerza, había cesado y el aire estaba pesado y quieto. Tenía la cara llena de molestos pulgones y, al enjugarse el sudor de la frente, advirtió que se estaban acumulando nubarrones de lluvia sobre el estuario. Por delante de él, divisó las grúas de Dragonport, brillando como espigas plateadas por encima de las cañas, y dudó que fuera a estar de vuelta antes de que los cielos se abrieran. Maldiciendo entre dientes, fue a subirse a la bicicleta cuando recordó el camino de contrabandistas que atravesaba los cañaverales. A lo mejor lo encontraba. Desde el lugar donde estaba, no había rastro de una entrada obvia en la cortina de cañas, pero, un poco más adelante, vio un poste clavado al otro lado del sendero. ¿Podía ser por ahí?
Acercándose, vio que había acertado; el poste había sido un indicador, pero el cartel no estaba desde hacía ya tiempo, aunque parecía encontrarse a la misma altura que una pequeña abertura en las cañas del otro lado. Apartando la cortina verde, se asomó y vio un estrecho sendero que se adentraba en los cañaverales. Parecía un atajo, dado que conducía directamente a Dragonport; ¿debía cogerlo? Un trueno distante a sus espaldas despejó sus dudas. Si estaba equivocado, siempre podía dar media vuelta y regresar. Empujó la bicicleta por la entrada, se montó, empezó a pedalear y, pronto, aquella carraca estaba rodando impulsada por su propia inercia. Estaba tan concentrado en no salirse del estrecho sendero arenoso que apenas veía nada que no fueran las altas paredes verdes de cañas y, de vez en cuando, la fugaz imagen de un sendero o un claro detrás. Allí no había ruido, solo el susurro de las cañas, ni tampoco vida, y cuanto más se adentraba en aquel lugar tan extraño, más sensación tenía de que, si se perdía, era muy probable que jamás encontrara la salida.
Al cabo de otros cinco minutos de mucha concentración, volvía a estar acaloradísimo y lleno de pulgones y el camino que había estado siguiendo se bifurcaba. ¿Ahora, por dónde? Las cañas le impedían ver Dragonport, pero su instinto le dictaba que fuera hacia la izquierda. Al mirar el suelo, advirtió que, en ese lado, había huellas de pies en la arena —alguien más había estado allí hacía poco—. Aquel debía de ser el camino correcto. Muy bien. Ya no podía faltar mucho.
Se enjugó el sudor de los ojos y estaba a punto de volver a montarse en la bicicleta cuando percibió ruido entre los susurros de la hierba. Se detuvo y aguzó el oído. ¿Qué era aquello?
—El sitio es este, ¿no?
—Sí. Dicen que la han visto esta mañana.
—¿Tú los has creído?
—¿Quién sabe? Yo solo creo lo que tú crees.
Tom se quedó quieto. Las voces parecían estar por delante de él. ¿Debía seguir e intentar alcanzarlas? A lo mejor sabían indicarle la dirección correcta. Sí, eso era lo que debía hacer. Volvió a subirse a la bicicleta y acababa de ponerse a pedalear cuando oyó de nuevo las voces.
—¡Chist!
—¿Qué pasa?
—¡Viene alguien! ¡Viene alguien!
—¡Lo oigo! ¡Lo oigo!
Tom paró poco a poco y aguzó el oído. Ahora, las voces provenían de la derecha del sendero, de algún lugar situado detrás de la verde cortina de cañas.
—¿Es ella?
—A lo mejor. ¿Estás listo?
—Sí, claro. Están cargadas las dos.
—Espera mi señal.
Tom notó que se le aceleraba el corazón. Pensándolo mejor, puede que no debiera pedir indicaciones a aquellas personas. Quienes quiera que fueran, era evidente que estaban esperando a alguien y sus intenciones no parecían buenas. Con cuidado, se bajó de la bicicleta y la dejó junto al camino.
—¡Ahí está otra vez! ¡Lo he oído!
—¡Chist! Espera, espera. Silencio, por favor. Ya falta poco.
Tom se enderezó haciendo el menor ruido posible y miró a su alrededor. Estaba claro que aquellas personas estaban cerquísima… ¿tenían intención de disparar: a él o a alguna otra persona? Tal vez debiera dar un grito para indicarles que estaba allí… eso sería lo más sensato. Pero, en aquel momento, no se sentía muy sensato, porque, en algún rincón de su mente, tenía la terrible sospecha de que sabía a quién estaban esperando aquellas personas…
Avanzó unos pasos por el sendero hasta llegar a una pequeña abertura en las cañas de la derecha. Asomándose por el estrecho hueco divisó un caminito. ¿Debía tomarlo? Sí. Procurando agitar las cañas lo menos posible, cruzó la abertura con mucho sigilo y echó a andar. Un poco más adelante, el camino se perdía en otra impenetrable cortina de cañas. A la izquierda, todo era igual, pero a la derecha… Cogió el tallo de una caña con el dedo y lo apartó con delicadeza.
Era justo lo que había sospechado. Allí, detrás de las cañas, había un claro, una mancha de amarillo rodeada de tupidas paredes verdes. En un rincón, estaba el globo meteorológico naranja medio deshinchado y, junto a él, una manta. Debía de ser allí donde había caído Pearl la noche del espectáculo pirotécnico. Pero ¿quiénes eran aquellos dos hombres del final, agazapados y armados con escopetas? Avanzó lo más posible para tener una perspectiva mejor. A primera vista, parecían idénticos. Ambos eran menudos y enjutos, con la cara alargada y huesuda, e iban vestidos como si fueran a cazar patos. Estaban un poco ridículos.
—¿Oyes algo?
El otro negó con la cabeza.
—A lo mejor era un animal. No sé. Tengo los oídos fatal.
—¿De verdad crees que la chica está aquí?
—Sí, tal vez. ¿Por qué no? Si su globo está aquí, también lo está ella.
El hombre de la izquierda se rió tontamente.
—¡Pum! —dijo—. Pum pum pum.
—Chist. Esto es serio.
—Lo siento. Estaba pensando. Se sorprenderán muchísimo.
—Seguro. Tú y yo héroes.
—¡Héroes!
Se rieron de forma idéntica y volvieron a centrar su atención en el claro. Tom observó a los curiosos hombrecillos en silencio, sabiendo que había conocido a otros como ellos…, a millares. Al recordarlo, un escalofrío le recorrió el espinazo y, en ese momento, notó que comenzaban a caerle goterones de lluvia en la espalda.
—Nos vamos a calar hasta los huesos —masculló y, momentos después, la lluvia que había estado amenazando con caer lo hizo de golpe. Era hora de irse. Dejando a los cazadores, que seguían sin quitar ojo al claro, volvió sobre sus pasos hasta el lugar donde había dejado la bicicleta. El martilleo de la lluvia en el suelo fue más que suficiente para disimular su partida y, tras montarse en aquella vieja carraca, se alejó tan rápida y silenciosamente como pudo.
Después de pedalear fuerte durante diez minutos, vio un hueco entre las cañas y, al cruzarlo, se encontró casi otra vez en Dragonport. Se apartó la pelambrera mojada de los ojos, desmontó, empujó la pesada bicicleta por la estrecha verja y salió a la carretera. Estaba aliviado de haber regresado, pero aquellos hombres con cara de roedor le habían puesto los pelos de punta. Era obvio que habían puesto precio a la cabeza de Pearl y él tenía que encontrarla antes de que lo hicieran ellos. Y también debía contarle la verdad sobre don Gervase Askary. ¿Quiénes eran las personas de Dragonport en cuya busca había ido Pearl? Tom no lo sabía, pero le preocupaba.
Siguió pedaleando con todas sus fuerzas, dejando atrás los coches quemados y los garajes, abandonados bajo la lluvia.
Los dos agentes secretos que había visto antes se habían ido. A lo mejor también estaban implicados, y puede que también lo estuvieran los hombres del camión de mudanzas, y el coche parado junto al camino, a lo mejor estaban todos juntos en aquello…
El miedo le encogió un poco el corazón e imaginó una gigantesca organización con numerosos tentáculos, formada por millares de grises trabajadores, que había infestado todas las partes del mundo que él conocía. Y en su centro estaba el mismísimo don Gervase Askary, como una araña monstruosa, tirando de los hilos, pendiente del menor movimiento de la telaraña. Tom sabía que él y sus legiones jamás se detendrían hasta conseguir lo que quería. La cuestión era, ¿de qué se trataba?