El silencio era ensordecedor. El único sonido que Tom oía era un ligero zumbido en los oídos.
—¿Hola? —volvió a decir, más alto esta vez.
A lo lejos, se disparó una alarma de coche. Tom escrutó las sombras, cada vez más negras conforme caía la noche. Puede que silencio fuera todo lo que había ahora. Con aire distraído, echó una mirada al mamut y vio que algo brillaba debajo de las escaleras. Era un candado, colocado en la portezuela del armario. El nuevo régimen de Ern Rainbird, pensó. Probablemente, ya habría puesto candados y cerraduras por todo el museo. Quizá por eso había tanto silencio. Puede que Ern Rainbird fuera dado a merodear por allí después de que los visitantes se hubieran marchado. A lo mejor era eso.
—Rainbird se ha ido, por si queréis saberlo —dijo en voz alta—. Lo he visto irse con mis propios ojos.
Silencio. A lo mejor estaba hablando solo. Era una suerte que no hubiera nadie escuchando. Podrían pensar que estaba loco. Las sombras se habían espesado tanto que lo único que veía eran ojos, colmillos y garras. Todo tenía una aterciopelada tonalidad marrón oscuro. De pronto, se preocupó. La restauración quizá lo hubiera cambiado todo…
—Pues es una pena —dijo, oyendo el eco de su voz en el denso silencio—. Llevaba mucho tiempo esperando esto. Pero, obviamente, así es como va a…
—Ser.
Se quedó callado. Aguzó el oído. ¿Era…?
—O no ser.
—En efecto.
—Esa es la cuestión.
Hubo una pausa.
—Pero ¿se lo merece?
—Ya no estoy tan seguro.
El corazón empezaba a latirle más y más deprisa. Sintió centenares de ojos observándolo en la oscuridad. ¿Eso era todo? Imposible.
—¡Ejem!
Se volvió con rapidez y escudriñó la vitrina de los pequeños mamíferos. Algo se movía por delante del cristal, un rabo. Lo siguió con la mirada y, allí, encima de la vitrina, estaba la pálida sombra del mono narigudo.
—¡Cuánto tiempo! —dijo, rascándose la cabeza—. Casi creíamos que ya no volverías.
Tom suspiró, aliviado.
—Hola.
—Hola, sí.
Tom se sobresaltó. Oyó una cortante voz de mujer muy cerca de él. Miró al suelo y vio al pájaro dodo, mirándolo con indignación.
—Olas, más bien —repuso el ave—. Con el agua hasta el cuello hemos estado. Y todo gracias a ti. ¿En qué estabas pensando, chico?
—Yo… —comenzó a decir Tom—. ¿A qué te refieres?
—¡Me refiero a que me han desmontado y me han vuelto a montar! ¡Me refiero a que me han limpiado y relimpiado! ¡Me refiero a que me han sacado los ojos, me los han pulido y me los han puesto al revés! ¡Me refiero a que Zipi y Zape me han cosido unas asentaderas nuevas! ¡A eso me refiero!
El pájaro dodo estaba tan enfadado que perseguía su propia sombra.
—Restaurado, a eso se refiere —bramó una voz grave y resonante que parecía provenir de muy lejos pero que, de hecho, estaba muy cerca. Al instante, pareció que un lado entero del museo se movía. Era el mamut.
—Me temo que mi amiga lleva mucho tiempo guardándoselo —rugió, enroscando la trompa alrededor de la mano de Tom y estrechándosela—. Me alegro mucho de volver a verte, chico. Entre nosotros, opino que está espléndida, si bien un poco bizca.
—¿Un poco? ¿Un poco? ¡Te diré que mi vista es perfectísima! —gritó el pájaro—. Veo todos tus defectos.
—Sin duda, damisela.
—Y este museo. —El pájaro dodo se acercó a Tom con torpeza y clavó en él su gran ojo amarillo—. Puedes habernos restaurado, Tom Scatterhorn, y algunos pueden estarte agradecidos…
—¡Aquí, aquí! —exclamó el esturión—. Yo vuelvo a tener barbillones.
—Y yo escamas —añadió el pangolín.
—Y yo mi bonita lengua larga —canturreó el oso hormiguero.
—¿Y para qué exactamente necesitas una lengua? —gorjeó el puercoespín—. ¿Para comer más hormigas? Esto es un museo, no la sabana africana.
—Sea como fuere —continuó el pájaro dodo—, en mi importante opinión, vuestros cambios han despojado a este sitio de su carácter. Se lo han arrebatado.
Tom miró al pájaro dodo. No entendía a qué se refería.
—Son los recién llegados —explicó el gorila, bajándose de la horcadura de su árbol y tumbándose boca arriba—. No son de los nuestros, amigo mío.
—¿Te refieres a la colección Hellkiss? —preguntó Tom.
—Eso es justo a lo que me refiero —dijo el pájaro dodo, negando con la cabeza—. Los hermanos voladores de arriba, haciendo equilibrios sobre la punta del pie y yo qué sé más.
—¿Qué hay de malo en eso?
—Baja el nivel —dijo el gorila con displicencia—. ¿Qué se creen que es esto, un circo?
—Todos son más grandes y mejores que nosotros —silbó la anaconda—. ¿Qué se supone que debo hacer ahora, hacerme un lío?
—Bueno, no… —farfulló Tom—. Es decir…
—¿No te gusto? —graznó el pájaro dodo, clavando en él su iracundo ojo amarillo—. ¿No soy lo bastante buena para ti?
—Yo…
—Yo soy un pájaro dodo, Tom. Un pájaro dodo parlante. ¿No es eso suficiente, chico?
Saltaba a la vista que el resentimiento tenía raíces muy profundas. Se levantó un murmullo generalizado de voces descontentas mientras el mono narigudo saltaba de vitrina en vitrina, abriéndolas y permitiendo que los animales salieran.
—No me había dado cuenta de lo aburridísimo que soy —se quejó el oso perezoso—. Es decir, me paso la vida colgado de un árbol cabeza abajo. No me muevo nunca. Y soy marrón. ¿De qué sirve eso?
—Que seas marrón no significa que seas aburrido, amigo mío —bramó el mamut—. El marrón es un color bonito. Si se tiene edad y clase, por lo general se es marrón. Es sinónimo de distinción.
—Extinción, más bien —musitó el wombat.
—¡Hermanos, por favor! —trinó una voz chillona.
Tom alzó la vista y vio una musaraña sentada al borde de una gran vitrina.
—¿No es esta la tierra de leche y miel? —dijo, alargando una huesuda garra—. ¿No hemos pasado todos por el valle de la muerte, hermanos?
—¡Sí, por supuesto que sí! —gritó una congregación de musarañas más pequeñas alineadas en el anaquel inferior.
—Entonces, ¡abrid la mente, liberad el amor de vuestro corazón!
—Es curioso que siempre tengan una respuesta para todo —gruñó el gorila—, y algo me dice que están a punto de ponerse a cantar.
—Música, justo lo que necesitamos —bufó el pájaro dodo.
—«Cuando la colección Hellkiss llegó a las puertas del cielo» —cantó la musaraña predicadora.
—«¿Qué vieron?» —preguntaron las musarañas con fervor.
—«Vieron a nuestro Señor Jesucristo, hablando contigo y conmigo».
—«¿Qué dijeron, qué dijeron?».
—«Dijeron: “Por favor, Señor Jesucristo, ¿podemos entrar?”».
—«¿Y qué hizo él, qué hizo él?».
—«Dijo: “¿Habéis sido honrados, fieles y leales?”».
—«¿Habéis hecho con los demás como queréis que hagan con vosotros?».
—«¿Os habéis comido el pan? ¿Bebido el vino?».
—«¿Habéis desterrado a Satán de vuestra mente?».
La congregación de musarañas se puso a chillar con fervor.
—«¿Y qué dijo él, qué dijo él?».
—«¡Aleluya, aleluya, Señor, todos los días!».
Las musarañas gritaron y alzaron felizmente el puño.
—«¡Aleluya, hermanos, aleluya!» —gritó la musaraña predicadora—. «Los animales de la colección Hellkiss se hallan entre los elegidos, igual que tú y que yo. Dios nuestro Señor no hace distinciones. Hombre, mamut, polilla o ratón, aquí todos son bien recibidos».
—«Algunos lo son mejor que otros» —masculló el pájaro dodo.
—¿Lo ves, Tom? —murmuró el mamut entre la algarabía de voces—. En este museo puede haber mal ambiente, pero estos pequeñines siempre estarán en el cielo.
El mamut le guiñó un ojo y Tom sonrió; casi había olvidado que, al disecar todos los roedores y musarañas, August Catcher les había rellenado las cavidades del cerebro con páginas de la Biblia. Como todas las demás criaturas del museo, su carácter se basaba en lo que tenían dentro de la cabeza. Y, gracias al extraordinario elixir de August, que él había utilizado para conservarlos, todos seguían tan vivos, en cierto sentido, como lo estaban a finales del siglo xix. ¿Eran como ellos los animales de la colección Hellkiss? A lo mejor estaban rellenos de otra cosa, o quizá Jos tuviera razón y estaban completamente huecos.
—Entonces, ¿no habéis hablado con ellos? —preguntó mientras subía la escalera despacio.
—¿Con quiénes, con los nuevos? —respondió el mono narigudo, ayudando a los viejísimos pangolines a salir de su vitrina.
—Sí —dijo Tom—. Con los nuevos. ¿Con quién si no?
Hubo un momento de silencio y Tom percibió que aquella era una pregunta candente.
—El caso es —comenzó a decir el armadillo—, o sea, es decir, son tantos…
—¿Por dónde empezar? —intervino la mofeta.
—Y están todos conectados —dijo la anaconda con desdén—, pies con manos…
—Ponte a hablar con uno y el resto se cae…
—Nada puede persuadirme de que converse con un cocodrilo —anunció la tortuga con aire taciturno.
—Es cuestión de principios —asintió la gacela.
—Un aburrimiento —dijo flemáticamente el alce—. Como hablar con un par de zapatos…
—En otras palabras, muchachito, no, no han hablado.
La voz resonó en la oscuridad por delante de él y Tom se quedó justo donde estaba. Allí, al abrigo de su hueco, estaba la larga silueta amarillenta de la tigresa asesina, tendida sobre su piedra con indolencia.
—Pero así es la gente —dijo, bostezando—. Lo deja todo para después. ¿Por qué hacer algo hoy cuando puedes dejarlo para mañana?
La tigresa clavó en él sus ojos llameantes y Tom se estremeció, muy a su pesar. Conocía a aquel felino desde hacía tiempo y la experiencia le había enseñado a desconfiar muchísimo de él.
—Así que has vuelto, Tom Scatterhorn —dijo lentamente el gran felino—. Veo que vuelves a frecuentarnos.
Abajo, se oyó un grito ahogado de asombro.
—Es esa sufragista…
—Se lo va a comer…
—No le des ideas…
—Chist.
Se hizo el silencio.
—Hola —dijo Tom con nerviosismo.
La tigresa lo escrutó en la oscuridad.
—No temas, Tom. Quizá no seamos lo que se dice amigos, pero ya no somos enemigos, ¿recuerdas?
Tom escudriñó la oscuridad, intentando descifrar su expresión. Sabía que aquello era cierto, pero ¿podía confiar en ella? La tigresa bostezó ruidosamente.
—Parece que esos bobos de abajo tienen razón —dijo, en tono de aburrimiento—. Han restaurado el club de campo, pero sí da la impresión de que nos han quitado un poco de protagonismo. Y, pese a su aspecto bastante extraordinario, las nuevas adquisiciones no tienen ninguna conversación. Lo cual es una lástima. Esperaba que apareciera alguien inteligente.
Abajo, Tom oyó un murmullo de disconformidad, pero la tigresa lo ignoró.
—Una se plantea si es verdad que solo están llenos de pelusa y aire. O, si no es eso, se están mordiendo la lengua. En ambos casos, su silencio es bastante intrigante, ¿no crees?
—Hum… sí, o sea, es probable —farfulló Tom.
—Yo sí lo creo —gruñó la tigresa—. Pero tú tienes cosas más importantes de qué preocuparte. O las tendrás, muy pronto. Hala, vete, Tom, vete.
La tigresa se estiró perezosamente y apoyó la cabeza en la roca.
—Adiós —dijo Tom, aliviado de que el animal más peligroso del museo ya no intentara comérselo.
La tigresa no respondió; se limitó a menear el rabo con irritación. Era hora de irse. Con cautela, Tom fue hasta el ala este y abrió la puerta de la sala que contenía la colección Hellkiss. Allí, ante él, estaban los animales, precipitándose al vacío en la oscuridad. Quizá tuvieran razón. Sería increíble si aquellos recién llegados pudieran desensamblarse, corretear por el museo siempre que les apeteciera y volver a ensamblarse al instante. Pero también estaba segurísimo de que su hostilidad no guardaba ninguna relación con rinocerontes, cocodrilos ni facóqueros. La realidad era que eran nuevos y distintos. No hacía falta más.
—¡Arsénico!
El brusco silbido interrumpió los pensamientos de Tom. Arsénico… ¿no era la contraseña para indicar peligro? Abajo, oyó rápidos correteos y los chasquidos de puertas de vitrinas cerrándose y, al volverse, solo vio al pájaro dodo regresando a su estrado y readoptando la pose que mantenía desde hacía un siglo. Arsénico… en el museo había alguien, o algo, ¿quién podía ser? ¿Ern Rainbird, haciendo una visita nocturna? ¿Tío Jos, quizá? Aguzó el oído para percibir algún sonido en el grueso manto de silencio. No oyó nada. Con cautela, regresó de puntillas a las escaleras y se detuvo. Abajo no había nadie… o ¿qué era aquello? Había algo moviéndose detrás del gorila. Algo parecido a un vestido. Bajó unos cuantos peldaños y se detuvo. De las sombras emergió una muchacha, extrañamente vestida con una falda y un jersey hechos jirones. No lo había visto; estaba mirando las vitrinas de animales con mucha atención, hablando entre dientes. La observó un momento. ¿Quién era, una ladrona? Era más o menos de su edad, con pinta salvaje, y Tom advirtió que no llevaba zapatos.
—¿Puedo ayudarte?
Sus palabras hicieron añicos el hondo silencio. La muchacha giró sobre sus talones y lo miró. Parecía peligrosa y asustada al mismo tiempo.
—¿Puedes ayudarme? —repitió—. ¿Puedes hacerlo?
Escrutó al enjuto muchacho rubio de ojos oscuros que tenía delante, parado en mitad de la escalera.
—A lo mejor puedes. Pero a lo mejor no.
—¿Quién eres?
La muchacha no respondió. Incluso en aquella oscuridad casi completa, Tom vio que tenía la piel de color café, y su acento era poco común.
—Tú eres Tom Scatterhorn —dijo ella, de repente—. Lo sé todo sobre ti.
—Ah, ¿sí?
La muchacha asintió con la cabeza. Lo escrutó con curiosidad.
—Pero no eres como imaginaba. Tú eres el que les dio el frasquito azul.
Tom notó que empezaba a tensarse y, con gran esfuerzo, se contuvo. No tenía la menor idea de quién era aquella persona, pero, por alguna razón, parecía saberlo todo sobre el secreto que tanto le remordía la conciencia.
—¿Qué quieres? —preguntó con aspereza.
—Soy Pearl —respondió la muchacha, algo desconcertada por la reacción de Tom—. Pearl Smoot. Un nombre raro, ¿verdad? Pero ahí lo tienes.
Tom terminó de bajar las escaleras y se quedó delante de ella. Se hizo un incómodo silencio.
—Estoy buscando… de hecho, estoy buscando a alguien que pueda ayudarme.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Es complicado —comenzó a decir ella—. Hum… ¿por dónde empiezo? Muy bien. Somos parecidos, tú y yo. Sabemos que ellos existen.
—¿Ellos?
—Ya sabes. Están por todas partes. Ellos.
Tom no dijo nada. Se preguntó si la muchacha quería decir lo que él creía que quería decir.
—«Esos» —continuó Pearl, a modo de explicación—. Tú ya sabes quiénes.
Una vez más, Tom sospechó de qué estaba hablando. ¿Quién era Pearl Smoot? Se devanó los sesos; estaba seguro de haberla visto antes en alguna parte, pero ¿dónde?
—¿Y has allanado mi museo solo para decirme eso?
—Bueno, casi… hay mucho más, ¿sabes? —dijo Pearl, sonriendo—. «Mi museo», me gusta eso, Tom, mola. De hecho, no he allanado tu museo. He entrado antes, pero me he escondido y luego me he quedado dormida. ¡Ya ves! —Se rió de sí misma con nerviosismo—. No… esto… ahora en serio, supongo que no tendrás galletas.
—¿Galletas? —repitió Tom.
—¿O magdalenas, quizá? ¿O tostadas? ¿O buñuelos? Estoy muerta de hambre y no tengo dinero. De hecho, no tengo nada en absoluto.
Tom miró a Pearl Smoot, moviéndose con inquietud. Desde luego, parecía genuinamente desesperada. Pero ¿cómo sabía lo del frasquito? La única forma de averiguarlo era confiar en ella y eso fue justo lo que decidió hacer.
—¿Quieres una galleta? —repitió, sonriéndole con cordialidad.
—O dos. Sí. Estoy muerta de hambre.
—Vale. Vamos, hum… vamos a echar un vistazo. Sígueme —dijo Tom, y bajó las escaleras para dirigirse a la sala de la caldera.
Tío Jos había dicho que Ern Rainbird se había hecho una guarida allí y, en efecto, después de buscar entre la maraña de tuberías, Tom descubrió su reserva secreta de galletas, junto con una tetera y una ordenada hilera de botes de mermelada que contenían té, azúcar y leche. Cinco minutos después, Pearl y Tom estaban sentados uno frente a otro a la minúscula mesa de Ern bajo la única bombilla de la sala y en el bote ya no quedaba ni una sola galleta. Pearl se las había comido todas.
—Gracias —dijo, limpiándose las migas de la boca—. Confieso que llevaba tiempo sin comer.
Tom la había estado observando en silencio mientras comía y había decidido que no era una ladrona. Y, más aún, que tampoco era de por allí. Tenía la tez oscura, casi tanto como una nuez, porque estaba muy bronceada, y era muy pecosa. Los claros ojos azules le brillaban como faroles en el rostro moreno y tenía el cabello negro salpicado de reflejos dorados. Tom advirtió que llevaba un aro de oro en un dedo del pie. Todo aquello, unido a su extraña falda pasada de moda y estampada con grandes flores y su holgado jersey azul, le daba un aire muy exótico. O había regresado de unas largas vacaciones al sol o era por completo de otro lugar.
—¿Así que no eres de Dragonport? —preguntó con educación, sabiendo perfectamente cuál iba a ser la respuesta.
—Qué va —respondió Pearl, tomando un sorbo de té dulce y caliente—. Yo… estoy aquí un poco por casualidad. No sé mucho de este sitio, ¿sabes? Viajé hasta aquí, anoche. Durante el espectáculo de pirotecnia —dijo, mirando a Tom por encima de la taza humeante.
El espectáculo de pirotecnia, ¿era ahí donde la había visto? Tom se acordó entonces de la muchacha que iba colgada del globo… ¡eso era! Se trataba de Pearl Smoot, llevaba la misma ropa. Poco a poco, todo estaba cobrando sentido: Pearl debía de pertenecer a alguna compañía de circo; Jos había dicho que habían venido varias para las fiestas.
—Creo que vi tu acrobacia anoche —comenzó a decir, con vacilación—. Fue estupenda.
—¿Mi acrobacia?
—Sí. Con el globo —continuó Tom, con menos convencimiento—. Parecía peligrosa.
Pearl lo miró con recelo.
—Eso no fue una acrobacia, fue un accidente, y casi me muero del susto. Y casualmente sé que el modo en que he venido es lo mismo que te pasa a ti. He «viajado» hasta aquí, ¿sabes?
Tom no dijo nada y Pearl lo miró con dureza.
—Tu padre se llama Sam Scatterhorn, ¿verdad? Y tu madre es Poppy.
—Sí —respondió Tom, con cautela—. ¿Cómo lo sabes?
Pearl tomó otro sorbo de té y continuó mirándolo. Parecía estar sopesando algo.
—¿Dónde están?
—En Chile. Llegaron anoche.
—¿Estás seguro?
—Sí, del todo —respondió Tom con impaciencia—. ¿Por qué, qué estás diciendo?
Una vez más, Pearl no respondió y su silencio puso nervioso a Tom.
—¿Sabes dónde los llevan? Ya sabes, los que tú y yo sabemos. ¿Sabes dónde llevan a la gente cuando la capturan?
Tom no comprendía. Aquella conversación era demasiado rara para tener alguna lógica.
—Oye, lo siento mucho, pero ¿quién ha llevado a quién adonde? ¿Quiénes son «esos»? ¿Los que tú y yo sabemos?
—¡No lo sé!
Pearl estaba exasperada.
—Esa es la cosa, ¡que no lo sé!
Se quedó mirando a Tom, con los ojos llameándole, y, luego, de repente, su expresión cambió. Fue como si, de pronto, Pearl estuviera mirando a una persona completamente distinta.
—Oh, Dios mío —gritó—, a lo mejor es eso, tú… —De pronto, se metió la mano en el bolsillo y sacó un estropeado cuaderno rojo. Se puso a hojearlo con rapidez y se detuvo en una página.
—Don Gervase Askary —dijo, pronunciando cada palabra con mucha claridad—. ¿Lo conoces?
Tom notó un repentino nudo en la garganta. Hacía un año y medio que no oía aquel nombre y había conseguido dejar de pensar en él. Pero aquellas palabras volvieron a recordárselo de inmediato.
—Un tipo alto. Ojos grandes, de color amarillo. Una pinta rara.
—Lo sé.
—¿Lo sabes?
Pearl tragó saliva. Aquello parecía haberla puesto incluso más nerviosa.
—¿Es tu jefe?
—¡Por supuesto que no! —exclamó Tom.
—¿Es amigo tuyo?
—No…
—Pero lo conoces.
—Sí, pero…
—¿Y le diste el elixir? El que fabricó August Catcher. El líquido que despide un gas que vuelve las cosas inmortales, que él descubrió por causalidad. ¿El mismo líquido que utilizó para conservar los animales de este museo?
Tom notó que se ponía furioso. ¿Por qué lo estaba interrogando Pearl?
—No tuve elección —comenzó a decir—. Pasó que… oye, ¿cómo se supone que iba a saber que era un…?
—¿Qué?
Pearl se quedó mirándolo. Ahora parecía muy asustada.
—¿Que era qué? Dímelo.
Tom, incómodo, cambió de postura. Era obvio que Pearl no lo sabía y, desde luego, él no iba a decírselo y empeorar aún más las cosas.
—Pues… pues un hombre muy malvado —protestó él—. ¿Cómo sabes todo eso?
—Porque anoche se presentó en casa.
—Oh.
—En lo alto de la colina. Nos arrinconaron esas… criaturas, A saber qué eran. Mi hermano Rudy y yo íbamos a escapar con el globo meteorológico y mi padre iba a agarrarse a él, pero… —Pearl se quedó callada, con lágrimas asomándole a los claros ojos azules—. Yo no pude… no funcionó. Rudy se cayó y a mí me succionó un agujero, en el borde de un tornado.
Tom se quedó callado, asimilándolo todo. Lo estaban acribillando pensamientos y recuerdos de todo tipo. Había oído que aquellas cosas eran posibles, y la había visto en el espectáculo pirotécnico. La creía a pies juntillas.
—Así que se han ido. Don Gervase Askary se los ha llevado a algún sitio —dijo Pearl, con tristeza—. Lo siento. Pensaba que a lo mejor sabías más, ya que parece que también ha cogido a tus padres.
Tom la miró, sin estar seguro de haber oído bien.
—¿Qué has dicho?
Pearl le pasó el estropeado cuaderno rojo que tenía en la mano.
—Está todo ahí, si quieres saberlo.
Tom cogió el cuaderno y miró la tapa, donde ponía: «Solo para los ojos de Smoot».
—¿De quién es?
—De mi padre —respondió Pearl—. Es espía radiofónico. Escucha cosas, y luego las vende a gente. Es todo bastante secreto.
—Un espía radiofónico —murmuró Tom, volviendo las páginas repletas de información sobre ovnis, secretos militares, experimentos extraterrestres, agujeros temporales, así como una gran cantidad de fechas y referencias a mapas—. ¿De verdad oye todo esto?
—Sí.
—Entonces, ¿cómo es que te lo ha dado a ti?
—Este cuaderno es lo que Askary quería. No sé por qué. Ni siquiera sabía que mi padre lo tenía. Tú sales justo al final.
Tom hojeó las páginas cada vez más horrorizado: ¿Qué había oído aquel hombre? Pronto reconoció los nombres de sir Henry Scatterhorn, August Catcher y varios largos apartados sobre Nicholas Zumsteen. Y allí, al final, había varias páginas sobre él. «Nacimiento de T. S., T. S. cumple cinco años, padre de T. S. en Mongolia, T. S. conoce a August Catcher, T. S. y el elixir, T. S. en el museo, T. S. en India, T. S. y don Gervase Askary». Todos los apartados referían retazos de conversaciones, acontecimientos que él ni siquiera recordaba…
—Pero ¿por qué me ha estado espiando tu padre? —preguntó Tom, enfadado—. ¿Qué tengo yo de interesante?
Pearl se encogió de hombros. Ahora parecía más tranquila.
—Es su trabajo. Espía a todas las personas del mundo. Porque puede, supongo. Sé que no está lo que se dice bien, pero, si no te enteras, da lo mismo, ¿no?
Tom se quedó mirando las páginas y se mordió el labio. Lo último que deseaba era que lo consideraran tan importante como para espiarlo. Durante el último año, había retornado a su vida normal, su escuela, su casa vieja y destartalada, sus padres ligeramente locos, y había hecho cosas normales. Era propietario de un museo, sí, y había vendido un zafiro para restaurarlo, sí, pero ¿y qué? Echó un vistazo a los capítulos de su vida hasta llegar al final. «Final curioso —ponía—: Sam y Poppy Scatterhorn apresados por D. G. ¿Traición de T. S?». Se quedó mirando las palabras sin comprender su significado. Volvió a leer la línea y el corazón se le desbocó, martilleándole en las sienes. Apenas fue capaz de continuar leyendo.
Zumbidos. Selva. Río a lo lejos. ¿Aparece una criatura grande?
—Oh, Dios… Dios mío… ¿qué es eso?
Ruido fuerte. Grito (¿Es un animal?).
—¿Quién es usted?
Pausa. Arañazos. ¿Algo escarbando?
—¿Qué quiere de nosotros?
Risas de D. G. Crueles.
—No saben quién soy, ¿no?
—No.
Hurga en un bolsillo.
—¿Son los padres de este chico?
Silencio ensordecedor.
—Lo interpretaré como un sí.
—¡Él no tiene nada que ver con esto! ¡Nada en absoluto!
(Bien dicho, Sam).
—No se lo imaginaban, ¿no?
—¿El qué?
Poppy insegura. Nerviosa.
—¿Imaginarnos qué?
—Tom es el motivo de que estén aquí. Y es la razón de que también lo estemos nosotros.
Silencio.
—Les ha tendido una trampa. Les ha delatado.
—¿Qué? ¿De qué está hablando? —grita Sam.
—Oh, sé que cuesta aceptarlo. ¿Por qué iba a hacer una cosa así? —D. G. se ríe con desdén—. Tan confiados. Tan necios. Es una tragedia.
Golpeteo de dedos. Gritos; una pelea. Un ruido sordo. Silencio. ¿Sam y Poppy Scatterhorn muertos? Difícil de saber. Mucho ruido de insectos.
—Lleváoslos. Destruid las pruebas. Aseguraos que los llevan abajo con el resto de gentuza.
Tom se quedó mirando las líneas con impotencia. Luego, con gran esfuerzo, volvió a leerlas.
—Espeluznante, ¿verdad? —dijo Pearl, advirtiendo que Tom se había quedado blanco como el papel—. A mí también me lo pareció.
—Pero… esto tiene que ser un error —farfulló Tom—. Tu padre ha debido de equivocarse. No es lógico.
Pearl enarcó las cejas.
—Mi padre es bastante bueno en esto. Normalmente, no comete errores. Si lo ha anotado, es cierto. Pero, tienes razón, hay interrogantes, y no hay fechas, así que… —Se encogió de hombros.
—Pero… pero ¿por qué? —balbució Tom, mirando las palabras—. ¿Por qué iba yo a… y por qué iba a capturarlos él?
—No lo sé. ¿Por qué iba a capturar a nadie? ¿Y adonde lo llevaría?
Tom no dijo nada; continuaban siendo demasiadas cosas para asimilarlas todas. En un solo instante, su mundo se había derrumbado.
—Lo siento —dijo Pearl en tono de disculpa—. Creía que a lo mejor lo sabías, que es, en cierto modo, por lo que he venido aquí. Creía que a lo mejor podíamos ayudarnos. Y, además, también quería pedirte una cosa.
Tom la miró, aturdido.
—¿Qué es?
—¿Te importaría que pasara la noche aquí?
Tom se lo pensó un momento. Seguía teniendo el corazón desbocado.
—Es que…, a decir verdad, no tengo ningún otro sitio donde ir. Y hay unos hombres… creo que me están siguiendo.
—¿Siguiéndote? ¿Qué hombres?
—No… no estoy segura del todo. Solo es una sensación. Por esto, a lo mejor —dijo con un suspiro, cogiendo el cuaderno—. No sé. Lo siento.
Se quedaron un momento callados.
—Hay un cuartito en la parte de atrás del museo —explicó Tom—. Dormía ahí la última vez que vine. Puedes utilizarlo, si quieres.
—¿De verdad?
Pearl sonrió: parecía aliviadísima.
—Me harías un favor enorme, Tom.
—No hay problema —murmuró él, la cabeza dándole todavía vueltas—. Es por aquí.
Tom se internó en el largo pasillo que conducía a la parte trasera del museo, y entró en la minúscula casa donde antes vivían Jos y Melba. Allí no funcionaba ninguna luz, pero él se conocía el camino y encontró sin dificultad las desvencijadas escaleras que había al final. Tras subir los peldaños estrechos y desiguales, dio un empujón a la puerta. Allí, ante él, estaba el cuartito abuhardillado, con las paredes combadas bajo el tejado y el suelo sembrado de cajas. En el rincón estaba la estrecha cama donde había dormido, aún con una descolorida colcha estampada extendida sobre ella. Todo estaba igual. Hasta la ventana seguía ligeramente abierta.
—¿Te sirve esto? —dijo Tom, sorteando las cajas y apoyándose en el marco de la ventana para intentar cerrarla, sin éxito—. Siento que haga un poco de frío. Tal vez…
—Oh, no, está bien. De verdad. Es un sitio cubierto, que es mucho mejor que estar a la intemperie, créeme. —Pearl sonrió—. Gracias.
—De nada —dijo Tom—. Y… ¿y qué vas a hacer ahora?
Pearl se quedó un momento pensando.
—Puede que mañana me ponga a buscar a alguna otra persona que pueda ayudarme. No sé. Este cuaderno está lleno de información extraña. ¿Qué vas a hacer tú?
Tom miró el suelo, confundido.
—Telefonear a mis padres, supongo. Para asegurarme, por si, ya sabes…
—Parece una buena idea. Deberías hacerlo.
Tom sonrió débilmente.
—Sí.
Hubo un momento de incómodo silencio en el que ninguno de los dos supo qué decir.
—Adiós, pues —dijo Tom.
—Adiós.
—Hasta mañana, quizá.
Tom cerró la puerta, regresó al vestíbulo, pasando por pasillos y salas a oscuras, y salió a la calle. El sol se había puesto hacía mucho, pero el cielo aún tenía una pálida tonalidad morada. De pronto, se notó enfadado, enfadadísimo. Tenía ganas de gritar, pero, en cambio, echó a correr. Y no dejó de hacerlo hasta llegar a Flood Street. ¿Qué les había sucedido a sus padres? Imaginó una ladera montañosa en mitad de la selva, con una tienda de campaña montada en un claro al abrigo de unos árboles enormes. Vio jinetes en la oscuridad, acercándose tienda, galopando por una pista de tierra, con don Gervase cabeza… no era posible, ¿lo era?
Entró corriendo por la puerta trasera y fue directamente su habitación sin molestar a Jos y a Melba, que estaban en cocina. Jadeando, se sentó al borde de la cama y, con el teléfono temblándole en la mano, escribió un mensaje.
Estáis bien? Necesito saberlo. Urgente. Tom xxx
Pulsó la tecla «Enviar» y vio cómo desaparecían las letras. Quiso enviar otro mensaje justo después, pero sabía que era a surdo. No podía hacer nada más. Respirando hondo, se echó en la cama y se quedó mirando el techo. Aquello no ter ningún sentido. ¿Cómo los había traicionado él? Traicionar la palabra le resonó en la cabeza como una bala rebotando dentro del cráneo… Enfadado, se enjugó las lágrimas que empañaban la vista e hizo todo lo posible por pensar con celeridad. Fuera cual fuera la verdad, una cosa era segura. Ar Smoot podía haber escuchado muchos secretos, pero se le había pasado por alto un detalle fundamental. No sabía que don Gervase Askary, y todos sus muchos miles de trabajadores cómplices, no eran lo que se dice personas de carne y hueso De hecho, eran escarabajos: del futuro. Askary se había apoderado del elixir de la vida y ahora, obviamente, estaba buscando otra cosa. Y Tom sabía que no se detendría ante nada para conseguirla.