A las seis, el último destello amarillo de luz solar se escondió tras la montaña y la noche no tardó en caer. Los bancos de nubes, que se habían ido formando en el horizonte a lo largo de la tarde, avanzaban ahora desde el mar, sustituyendo sus tonalidades blancas y naranjas por otras moradas y negras. Y también se estaba levantando viento. No iba a ser una noche agradable. «Hace demasiado calor», murmuró el hombre grueso de pelo entrecano mientras, desde la puerta de la choza, escudriñaba los negros tentáculos de nubes, perfilados en el cielo morado. Arlo Smoot casi podía oler la tormenta avecinándose. A desgana, subió por un empinado sendero hasta la base de un árbol gigantesco que tenía una escalera acoplada al tronco. Se metió la linterna en el bolsillo trasero y subió laboriosamente a la cabaña larga y estrecha construida en la horcadura. Aquel era su despacho. Desde allí veía el mar al final de la selva y, más allá, las islas, bañadas ahora por aquella extraña luz morada. Relampagueó a lo lejos. Sí, aquella noche iba a desatarse una tormenta: una tormenta violenta. Se asomó por la ventana y zarandeó la larga antena sujeta a la cabaña; estaba bien amarrada. Luego, echó un vistazo a la cima de la colina, donde estaban sus globos meteorológicos atados dentro de un armazón metálico. Solo vio un gran globo naranja de helio danzando al final de su cuerda. Seguía allí. Los había perdido todos en la última tormenta.
Dejándose caer en una vieja silla giratoria, Arlo Smoot se frotó violentamente la cara sin afeitar, intentando despabilarse. Hacía demasiado calor para trabajar y su tarea de aquella noche no le entusiasmaba. Escuchar retransmisiones radiofónicas durante horas, decodificar el movimiento de aviones, el curso de barcos en el mar, comunicaciones de submarinos… a veces, su trabajo era aburridísimo.
Con aire distraído, movió las hileras de palancas que tenía delante y oyó los chisporroteos de la electricidad estática mientras las radios se calentaban. A lo mejor podía permitirse una o dos horas de diversión primero. Sí, por qué no. A fin de cuentas, era mejor que trabajar para ganarse la vida. Desplazándose en la silla hasta el otro extremo de la habitación, levantó unas carpetas de un estante y, alargando la mano, sacó un manual grueso y viejo. Lo abrió justo por la mitad, donde había oculto un manoseado cuaderno rojo. En la tapa, ponía: «Exclusivamente para los ojos de Smoot».
—Sí, señor —murmuró, quitándole el polvo—. Personal e intransferible.
Aquel cuadernito contenía todos los secretos más extraños que Arlo Smoot había captado por radio a lo largo de su vida. Eran sorprendentes, raros y totalmente increíbles, y si Smoot se encontraba alguna vez en apuros, suponía que aquellos datos podían valer mucho dinero. Hojeó el cuaderno, pasando capítulos titulados «Presidentes estadounidenses», «Experimentos chinos», «Aterrizajes extraterrestres», «Ovnis», «Universos paralelos», «Agujeros temporales», hasta llegar al final y a la página que estaba buscando.
—Señor Zumsteen, mi personaje principal —murmuró Smoot, mirando la maraña de cifras y datos. ¿Por qué no ir tras el pez gordo? A fin y al cabo, aquel tal Zumsteen estaba resultando ser la pieza que faltaba del rompecabezas y, a aquellas alturas, Smoot ya estaba muy intrigado.
—Manos a la obra —dijo, y regresó junto a la radio.
Comprobando la fecha en el cuaderno, introdujo varios números en el ordenador y escuchó cuando las ondas de ruido blanco inundaron la habitación. Todo iba bien; buena señal. Se levantó, se dio la vuelta y, al desperezarse, vio las siluetas de un niño y una muchacha en la ventana de la choza. Ellos lo miraron y él los saludó con la mano, y la espigada muchacha y el niño le devolvieron el saludo. Sabiendo que no podían oírlo, hizo el gesto de ponerse los auriculares y estar muy aburrido, garabateando en el aire. La muchacha se encogió de hombros. Smoot le indicó entonces que debía acostar al niño y este le contestó alzando el dedo pulgar. La muchacha le envió un beso. Smoot se lo devolvió.
Smoot sonrió, fue hasta la puerta y la cerró. Sus hijos sabían que estaba trabajando: no lo molestarían. Perfecto, porque lo que estaba a punto de hacer exigía muchísima concentración. Se sentó en la silla giratoria y, poniéndose los auriculares, comenzó a manejar hábilmente las máquinas. Arlo Smooth era espía radiofónico y enterarse de los secretos de otras personas era su profesión. Mediante una red de conexiones por vía satélite, podía acceder a las estaciones receptoras de radio más avanzadas del mundo y, a continuación, dirigir los micrófonos para captar cualquier sonido, emitido en cualquier punto del planeta. Aunque muchas universidades le habían implorado que les enseñara sus técnicas, las organizaciones militares de algunos países muy grandes le pagaban mejor… así que aquello era lo que hacía: averiguaba secretos militares —por un precio, claro— y también realizaba algún trabajo particular, si le apetecía. Pero eso no era todo: porque Arlo Smoot tenía un secreto, un secreto grandísimo, que, según sus humildes cálculos, lo convertía con toda probabilidad en el mejor espía radiofónico del sector…
Despacio, Smoot comenzó a explorar las ondas de radio, con ambas manos en los mandos, ajustando las frecuencias, fijando y modificando las coordenadas de sus micrófonos. El zumbido constante del ruido blanco le inundaba los auriculares. Smoot sabía que, en ocasiones, aquello podía durar horas, incluso días; debía tener paciencia. Y Arlo Smoot podía tener muchísima paciencia. ¿Qué estaba buscando? No eran los pitidos y silbidos de navíos de guerra y submarinos comunicándose entre sí, sino algo mucho más interesante que eso. Porque Arlo Smoot estaba dirigiendo sus micrófonos para captar sonidos olvidados, sonidos arcanos, conversaciones del pasado, resonando aún en la atmósfera superior, y también los sonidos del futuro…
Aquella noche, por alguna razón, Smoot se sentía optimista. No sabía por qué: quizá fuera la tormenta que se avecinaba; de hecho, a veces, las condiciones atmosféricas adversas le ayudaban a captar cosas. Fue moviendo los mandos despacio, a derecha e izquierda, intentando detectar la menor fluctuación en el zumbido. Para cualquier otra persona, Arlo Smoot no estaba escuchando nada, solo una radio mal sintonizada que crepitaba y chisporroteaba. Pero Smoot estaba muy concentrado y ya se hallaba en alguna otra parte, atravesando el negro mar de sonido, alumbrando la oscuridad con su linterna, buscando algo muy específico… modificó otra vez la frecuencia, y otra más. Los números giraron con rapidez. Y entonces las oyó: al principio, distantes en sus auriculares, apenas discernibles del zumbido y las interferencias, pero, para su oído bien entrenado, estaban allí, ocultas debajo. Voces… voces humanas. El corazón se le aceleró un poco y se pasó la lengua por los labios. Aunque ya había hecho aquello miles de veces, aquel momento siempre era como la primera vez. Voces que le llegaban a través de las ondas de radio, fantasmas del pasado, el futuro, no podía decirlo aún, pero personas que emergían de los confusos chisporroteos, desconocidos a punto de contarle sus secretos… Ahora procedía deprisa, enfocando los micrófonos, haciendo una serie de minúsculos ajustes para mejorar el sonido. Las máquinas parpadeaban delante de él, intentando no quedarse atrás.
—Smoot, eres sensacional —se dijo, sonriendo mientras eliminaba con sumo cuidado las innumerables capas de zumbidos e interferencias, filtrando y volviendo a filtrar el sonido. ¿Podía ser él?
Un minuto después, Arlo Smoot había obtenido una señal clara. De inmediato, supo que se trataba de una selva, porque el sonido de los insectos era ensordecedor. Había un galimatías de voces —en un idioma que no comprendía—, varios hombres agachados en el suelo. Un poblado al borde de la selva, quizá, unos cuantos cochinillos correteando por él, el chapoteo de charcos… la vivida imagen sonora apareció ante sus ojos. Y luego, una nerviosa voz inglesa. ¡Era él! Conocía a aquel hombre. Conocía aquella voz.
—Arlo Smoot —ronroneó, subiendo el volumen—. ¿Nadie te había dicho que eres un genio? —Aquello era justo lo que quería.
—¿Dónde has dicho que lo encontró?
—En una cueva. Muy, muy abajo, señor. Muy oscuro. Vio el vientre brillando.
—¿Cuándo fue?
—Oh, hace mucho. Mi abuelo ya es un hombre viejo. Entonces solo era un niño, como yo.
—¿Y dices que seguro que era un escarabajo?
—Oh, sí, señor. La cabeza, las patas, unas mandíbulas así de grandes. Ya no queda ninguno. Ahora hay polvo. Solo queda el vientre, señor.
—¿El vientre? —dijo otra voz—. Bien, bien. Esto es cada vez más intrigante.
—Y lo habéis pintado, decorado, quiero decir. Estos dibujos…
—Dibujos de espíritus, señor, sí. Es un antepasado. ¿Comprende?
—Sí. Es muy bonito. ¿Cuánto quieres?
—¿Quiere comprarlo?
—Sí. Me gusta mucho.
—Oh. —El niño murmuró algo en otro idioma—. Es poco común. Nunca había visto nada igual.
—Ni yo —dijo otra voz en tono autoritario—. Es extraordinario, parece de goma, pero no lo es. Te dan ganas de estrujarlo. ¿De qué demonios está hecho, August?
—Ni idea. De algún tipo de hongo, quizá. Desde luego, no está hecho por el hombre. No aquí, al menos. Cómpralo, Nicholas. No es falso.
—¿Falso? No es falso, señor. No, no, no. Es auténtico. Un antepasado escarabajo, señor.
—Yo de ti lo creería, amigo. Da al chico lo que pida.
Las negociaciones continuaron mientras Smoot las anotaba palabra a palabra. Para él, la emoción residía en la persecución, en dar caza a las voces; lo que decían no siempre era tan interesante. Pero aquel objeto, fuera lo que fuera, parecía intrigante; y Smoot se sorprendió dibujando en su cuaderno el aspecto que podía tener. Ovalado, lleno de dibujos oscuros, hecho de alguna clase de material plástico transparente, que, según afirmaba el muchacho, era, de hecho, un abdomen de escarabajo. ¿Podía ser cierto? Smoot no sabía nada de escarabajos, pero le parecía bastante poco probable. Al final, dejó de escuchar y anotó las frecuencias; luego, se desplazó en la silla hasta un mapa, abrió una página e hizo un cálculo. Satisfecho de no haberse equivocado, trazó tres líneas en el mapa en lápiz con una regla.
—No es extraño que nadie sepa dónde estáis… —masculló, porque las líneas se entrecruzaban en un pequeño archipiélago en mitad del Pacífico. Las islas eran tan pequeñas que apenas se veían. Smoot miró el mapa con los ojos casi cerrados, volvió a su cuadernito rojo y anotó lo siguiente: «Nicholas Zumsteen, August Catcher, sir Henry Scatterhorn, comprando un extraño objeto con aspecto de escarabajo en las islas Tithona, 28 de noviembre de 1961».
Se recostó en la silla y se frotó los ojos, muy satisfecho de sí mismo. Aquello era algo, sin duda. La extraña historia que había estado reconstruyendo durante aquel último año había dado un giro importante. Era como una película sin imágenes que estaba sucediendo en las ondas de radio. Lo primero había sido un elixir de la vida, que un hombre llamado August Catcher había inventado y un crío llamado Tom Scatterhorn había robado. Luego, un loco excéntrico llamado don Gervase Askary se había apoderado de él. Ahora, Askary quería encontrar al tal Nick Zumsteen, Dios sabe por qué, y estaba removiendo cielo y tierra para hacerlo.
—Seguro que no sabes lo que yo sé, Askary —dijo con una sonrisa, cambiando distraídamente a otra frecuencia y esperando a que los números se detuvieran en una longitud de onda conocida que él sabía que venía del futuro. Oyó voces familiares entre las interferencias. Manipulando varios mandos, las limpió.
—Creo que el elixir está funcionando a las mil maravillas, excelencia —anunció una aguda voz nasal.
—Bien. Magnífico. Dime, ¿qué hay de Nicholas Zumsteen?
La voz grave resonó en un espacio grande que Smoot siempre imaginaba como una especie de catedral. Se hizo un incómodo silencio.
—Esto… aún… no lo hemos encontrado, don Gervase, excelencia, quiero decir, pero le garantizo que lo haremos. Solo necesitamos más tiempo…
—Más tiempo —respondió don Gervase, con un atisbo de ira—. ¿Tiene siquiera alguien una pista de su paradero?
No hubo respuesta. Smoot imaginó hileras y más hileras de hombres mayores mirando inexpresivamente a su señor. Alzó la mano.
—Yo sí, señor. Pero no se lo voy a decir… —dijo, riéndose entre dientes.
—Hum. ¿Qué hay de su amigo, August Catcher?
El silencio se hizo más profundo. Una silla crujió.
—¿Y de sir Henry Scatterhorn?
—Nada —intervino Smoot, en voz muy alta.
—Qué pesados que sois.
—Está… está Tom Scatterhorn —sugirió una voz ladina más aflautada desde la parte de atrás—. Si su excelencia así lo desea, podríamos… esto… con mucha facilidad…
—Por favor, no sigas. ¿De veras crees que necesito tu consejo en lo que respecta a un crío de doce años?
Ahora, el silencio era ensordecedor. Arlo Smoot casi percibió el miedo filtrándose por sus auriculares.
—¿No os parece raro que, después de tantos meses, y tantos esfuerzos, ninguno de vosotros haya descubierto nada en absoluto?
Hubo una pausa, y una o dos toses nerviosas.
—O a lo mejor no me estáis diciendo la verdad. A lo mejor sabéis dónde está Zumsteen. A lo mejor lo estáis ayudando a él.
—Excelencia, estamos… estamos haciendo todo lo posible. Es solo que…
—¿Todo lo posible no es suficiente? ¿Sois conscientes de la gravedad de la situación?
—Desde luego —añadió Smoot, con fingida seriedad—. Qué inútiles sois.
—Estamos haciendo cuanto podemos…
—Ah, ¿sí? ¿De verdad? Lotus, ¿me haces el favor?
Se oyó el eco de unos pasos ligeros en un suelo de piedra, seguidos del crujido de una puerta enorme abriéndose. De pronto, la sala se inundó de angustiados murmullos. Smoot ladeó la cabeza y escuchó con más atención. ¿Qué era lo que acababan de entrar?
—Creo que es el primero de estos que veis.
—Mi señor —continuó la voz nasal, ahora claramente aterrorizada—, esto es la Cámara del Consejo. Debo insistir en…
—Lotus —bramó don Gervase—, suéltalo. —Un chasquido de dedos resonó por toda la sala—. Les alegrará saber, caballeros, que no tienen piedad y son insaciables. Adiós; y buena suerte.
Se oyó un repiqueteo extraño y apresurado, seguido de un grito y una explosión de interferencias cuando la frecuencia se perdió de forma momentánea.
—Vaya por Dios —murmuró Smoot, explorando las ondas de radio con impaciencia en busca de aquella voz resonante.
Ya había oído aquellas escenas, muchas veces, de hecho, y las encontraba extrañamente absorbentes. ¿Quiénes eran aquellos ancianos que siempre terminaban muriendo de aquel modo tan horrible? ¿Y qué era esa cosa que los mataba? Arlo Smoot estaba tan ocupado en captar las frecuencias que no oyó el sordo traqueteo de un motor de coche acercándose por la selva. Luego, de pronto, don Gervase Askary había vuelto en una longitud de onda muy distinta.
—¿Es por aquí?
—Desde luego, mi señor.
—¿Cómo se llama?
—Arlo Smoot, mi señor.
—¿Qué? —dijo Smoot en voz alta. Las voces parecían estar aumentando de volumen en sus auriculares. Se puso a mover los mandos con rapidez…
—Seguro que, de todas formas, lo está escuchando todo. Dice que es los oídos del universo, ¿no?
—Así es —respondió la aflautada y nasal voz—. ¿El paraguas, señor?
—No. No voy a tardar mucho. ¿Hay que subir por aquí?
—Sí, señor.
—¡Ah! Buenas noches, doctor Smoot.
La voz resonó tanto que Smoot se arrancó los auriculares y se quedó mirando sus máquinas con desconcierto. ¿Cómo había aumentado tanto de volumen? No era que hubiera…
—He dicho buenas noches, doctor Smoot.
Al volverse, Smoot vio a un hombre alto y flaco con un traje negro de caza sentado en una silla de su despacho. Tenía la cabeza grande y abombada, el cabello engominado y salpicado de canas y los pies pequeñísimos. Su tez era amarillenta y tenía los ojos de un extraño color amarillo lechoso. Parecía elegante y repugnante al mismo tiempo. El hombre sonrió con aire amenazador.
—Confieso que estoy un poco desconcertado de ver que sigue aquí.
Smoot cambió incómodamente de postura en la silla, devanándose todavía los sesos. ¿Cómo era posible que acabara de suceder aquello?
—Sabe quién soy, por supuesto, así que no voy a presentarme. Y debía de saber que vendría —continuó diciendo el hombre alto, sin alterarse—. A fin de cuentas, un espía radiofónico de su calibre lo oye todo. El pasado, el presente, incluso el futuro. ¿Estoy en lo cierto?
Smoot sonrió débilmente.
—Cualquier sonido que se haya emitido, solo usted puede oírlo. El sonido se propaga siempre, creo, no cesa nunca. No hay secretos.
—Hay que saber dónde escuchar.
—Desde luego que sí, doctor Smoot. Y usted lo sabe. Que es por lo que estoy confundido.
—¿Confundido?
—Mucho. ¿Sabe?, tenemos algo en común.
—Ah, ¿sí? —Smoot intentó parecer tan inocente como pudo.
—Sí. Es raro, ¿no? Verá, estoy buscando a alguien. Un hombre llamado Nicholas Zumsteen. Participó en una carrera aérea que atravesaba el océano Pacífico y se rumorea que tuvo que realizar un aterrizaje forzoso en algún punto de la Micronesia. Al parecer, encontró un remoto archipiélago volcánico y allí hizo algunos descubrimientos sorprendentes. ¿Hace falta que diga más?
Smoot consideró su posición. Claro que sabía todo aquello, y muchísimo más… pero ¿debía levantar la liebre? No por nada, desde luego. A buena hambre no hay pan duro y él tenía que vivir, ¿no? Sabía que aquel tal Askary estaba loco, pero era evidente que tenía una gran organización y casi seguro que manejaba mucha pasta… se haría un poco de rogar.
—No estoy seguro de a qué se refiere —dijo, aclarándose la garganta.
Don Gervase lo miró con curiosidad.
—¿No? Es una lástima. Qué decepción. Y además tenemos a los amigos del señor Zumsteen, August Catcher y sir Henry Scatterhorn. Ellos también han desaparecido de forma misteriosa. A lo mejor sabe algo de ellos.
—No, lo siento.
Don Gervase respiró hondo y miró al suelo con el entrecejo fruncido.
—Pero podría intentar encontrarlos, si usted quiere —sugirió en tono solícito Smoot—. Puedo tardar, desde luego. Seis meses, quizá más. Y los gastos, bueno, ya sabe. —Smoot exhaló ruidosamente—. Localizar a personas nunca es fácil. No señor. Podría ser en el pasado, en el presente, incluso en el futuro. Estamos hablando de mucha pasta, señor. Mucha lana. —Don Gervase clavó en él sus grandes ojos amarillos. El descaro de aquel hombre lo maravillaba. Arlo Smoot cambió de postura—. ¿De verdad quiere que le localice a esos tipos? Porque sabe que en ese caso…
—No se ría de mí, doctor Smoot.
Don Gervase crispó sus largos dedos. No sabía por dónde empezar…
—¿Y si le dijera, Arlo Smoot, que está mintiendo como un cosaco? ¿Que lo sabe todo de Nicholas Zumsteen?
Smoot hizo todo lo posible para parecer sorprendido.
—Y de August Catcher —prosiguió don Gervase—, y también de sir Henry Scatterhorn. ¿Y si le dijera que lleva meses espiándome? ¿Que ha estado espiando nuestra organización? ¿Que está enterado de mis pequeños triunfos y de mis… reveses? —Don Gervase observó a su presa con detenimiento—. ¿Que se ha estado formando deliberadamente una imagen de todo lo relacionado conmigo? ¿Qué diría a eso?
Smoot se encogió de hombros.
—Muy bien, pues. Iré al grano. ¿Para quién trabaja, Smoot?
—¿Qué quiere decir?
—No puede estar solo en esto. ¿Quiénes son?
—¿Quiénes son quién?
—¿Le están pagando para encontrarlo antes de que lo haga yo?
—Nadie me está pagando nada —dijo Smoot, y se maldijo por que nadie estuviera haciéndolo.
—Entonces, ¿por qué busca lo que busco yo?
—Yo no «busco lo que busca usted», señor. Eh, oiga… ¡De acuerdo! —Smoot levantó las manos—. Tiene razón. Soy yo, qué más da. Sí, les espío. Por diversión, ¿vale? Solo para pasar el rato. Mola. «¡Vamos a coger a ese Zumsteen!». ¿Y qué? No significa nada…, ¿no?
—Eso es algo que yo sé, pero va a tener usted que adivinarlo, doctor Smoot.
—¿Disculpe?
—Ya basta —gruñó don Gervase, haciéndolo callar con un gesto de la mano.
Arlo Smoot advirtió que aquel hombre tan extraño estaba bullendo de rabia; la cabeza parecía latirle visiblemente. En el incómodo silencio que siguió, Smoot vio su cuaderno rojo abierto en el escritorio… ¡santo cielo, no lo había escondido! ¿Cómo puñetas podía ser tan descuidado?
—Qué hacer, qué hacer… —murmuró don Gervase, mirando la inminente tormenta desde la ventana—. Supongo que no es tan estúpido como para haber conservado alguna prueba de su traición.
—¿Traición? —exclamó Smoot, poniendo con disimulo la mano sobre el cuadernito rojo—. ¿Qué es esto, la Inquisición?
—¿Qué hay en ese cuaderno?
—¿Cuaderno? ¿Qué cuaderno?
—El que acaba de meterse en el bolsillo, doctor Smoot.
Don Gervase se dio la vuelta y lo miró. Arlo Smoot sonrió con nerviosismo.
—Esto… es… solo un diario, nada más. Mi diario.
—¿Me permite?
Don Gervase alargó la mano. Sus grandes ojos amarillos eran como dos imanes y Smoot sintió que comenzaba a flaquearle el valor. No iba a permitir que aquel tipo se quedara con su cuaderno. De ninguna de las maneras.
—Mire, señor Askary. Me disculpo por haberles espiado. No sabía que fuera para tanto, Dios santo.
—Invocar al Todopoderoso no surte ningún efecto conmigo, Smoot.
Don Gervase lo miró fijamente, arrugando la frente. Luego sonrió.
—Démelo.
Smoot negó con la cabeza.
—No puedo, amigo. Contiene toda clase de información. Secreta y eso.
Don Gervase suspiró y escuchó el viento azotando los árboles. El sonido ocultó los silenciosos pasos de la hija de Smoot subiendo a la cabaña con un teléfono en la mano.
—Vale —dijo, en voz baja—, es estupendo… ¿quieres hablar con él? Espera, voy a buscarlo… espera.
La muchacha subió las escaleras y oyó una extraña voz grave que no reconoció. ¿Una visita? Al llegar al último peldaño, se asomó a la puerta y vio la silueta de un hombre alto y flaco sentado de espaldas a la puerta. Su padre estaba sentado enfrente de él, con la cara petrificada. Iba a entrar, pero vio algo en la postura del visitante que la hizo vacilar: allí estaba sucediendo algo serio. Se quedó en el umbral y escuchó.
—Parece que estamos en un punto muerto —dijo el hombre del traje oscuro de caza—. Lo cual ya había previsto, por supuesto. Doctor Smoot, tengo que saber dónde está Nicholas Zumsteen y, de una forma u otra, lo averiguaré. No estoy seguro de que usted lo comprenda.
Se oyeron unos fuertes arañazos en el tejado —una rama, quizá—. Don Gervase sonrió de una forma repugnante, enseñando su cariada dentadura.
—Ah, el suspense. Mata.
Smoot sonrió con nerviosismo y se enjugó el sudor de la frente. Aquel tipo era rarísimo. A lo mejor podían llegar a un acuerdo, al infierno con el dinero…
—Escuche —empezó a decir—, el problema es que mi cuaderno tiene…
—¿Sabía que, hace trescientos millones de años, el insecto más grande del planeta era un ciempiés? —dijo don Gervase en tono monótono, ignorándolo.
—Ah, ¿sí?
—Estraordinario, ¿no? Un animal revoltoso, de unos cuatro metros de longitud, sin dientes. ¡Sin dientes! ¡Como una ancianita!
—¿De verdad? —respondió Smoot, intentando complacer a aquel hombre alto que ahora se estaba riendo entre dientes—. Increíble.
—Verdaderamente increíble, doctor Smoot. Ataca a sus víctimas con sus colmillos venenosos, se las traga enteras y luego las convierte en sopa en la boca. Con huesos y todo. Ingenioso, ¿no? Me gusta la sopa. Gazpacho. ¿Le gusta el gazpacho, doctor Smoot?
Smoot se encogió de hombros, confuso. ¿Ciempiés? ¿Sopa? Aquel tipo estaba incluso más loco de lo que parecía… y también era repugnante, y parecía de otro planeta…
—Deme ese cuaderno, Smoot, o ni usted ni sus hijos vivirán para contarlo. —Don Gervase entornó sus grandes ojos amarillos hasta casi cerrarlos y bajó la voz hasta hablar en un susurro que el viento apenas dejaba oír—. Mis hombres tienen a su hija abajo, ahora mismo. Un grito mío y morirá. —Estiró sus dedos largos y fuertes y aguardó.
—Démelo.
Smoot miró hacia la puerta y vio a Pearl, su hija de doce años, acechando entre las sombras. Bueno, aquello era una mentira. Pero Pearl parecía aterrorizada. Volvieron a oírse arañazos en el tejado: ¿Qué era aquello? Smoot estaba sudando profusamente, devanándose los sesos… algo le decía que aquel tipo no iba a pagar por nada… tenía que haber una salida…
—¿Y bien, doctor Smoot?
Smoot se esforzó por sostener la mirada a don Gervase. Notó el viento enfriándole el sudor de la nuca. El viento… eso significaba que la ventana estaba abierta… de pronto, se le ocurrió una idea peligrosa. «Venga, Perlita…». Necesitaba una distracción, solo un momento, eso era todo. Quizá Pearl… volvió a mirar hacia la puerta con disimulo. Su hija ya no lo estaba mirando. Algo que se perfilaba en la claraboya abierta había captado su atención; allí arriba había algo… y, en esa fracción de segundo, don Gervase notó que Smoot había desviado la mirada.
—Dígame, doctor Smoot, ¿por qué tengo la impresión de que hay alguien detrás de mí? —murmuró algo irritado.
Con un hábil movimiento, se sacó una navajita del puño de la camisa y la abrió. Oyó pasos precipitados a sus espaldas y, al volverse, el umbral de la puerta estaba vacío. Pearl había huido. En el momento en que don Gervase le dio la espalda, Arlo Smoot se levantó con rapidez y se lanzó por la ventana abierta que tenía detrás, saltando a la selva. En ese mismo instante, la cabeza de un inmenso ciempiés naranja asomó por la claraboya y lo vio marcharse.
—Eso ha sido una imprudencia, Smoot —bramó don Gervase, pero Arlo no lo oyó.
Después de caer pesadamente entre la maleza, echó a correr hacia su choza, pero, nada más verla, se paró en seco: había siluetas de hombres de pie en la ventana. Al dar la vuelta, vio un pie de mujer inmóvil en la entrada. El ama de llaves… sus hijos… tenía que encontrar a sus hijos.
—¡Pearl! —gritó, el viento llevándosele la voz—. ¡Rudy! ¡Pearl! —Smoot echó a correr por la selva, gritando los nombres de sus hijos. Los hombres de la casa abandonaron su registro y señalaron en su dirección. Lo habían visto, pero a él le daba igual.
—¡Papá!
Smoot se detuvo.
—¿Pearl?
—¡Papá!
Detrás de él. ¿Dónde…?
—¿Pearl?
Los ruidos de los hombres abriéndose paso entre la maleza estaban más cerca ahora… Smoot volvió sobre sus pasos y echó a correr por un estrecho sendero que rodeaba la colina hasta tropezarse con un tocón.
—Ten cuidado…
Al levantarse, Smoot vio a Pearl y a Rudy, acurrucados en el hueco de la raíz del tronco.
—Oh, Dios mío —resolló, arrodillándose y agarrándolos—. Estáis bien… creía… o sea, yo nunca…
—¿Qué está pasando, papá? —preguntó Rudy, con un hilillo de voz—. ¿Qué eran esas cosas que subían por la ladera? He visto…
—No-no lo sé —farfulló Smoot—. Parece que han llegado los supervillanos.
—¿Por qué quieren matarte, papá? —preguntó Pearl—. ¿Qué has hecho?
—¡Nada! —respondió Smoot con vehemencia—. Nada en absoluto. Escuchar, ya sabes, solo…
—¿Nos matarán también a nosotros? —Rudy miró interrogativamente a su padre, con los ojos como platos—. ¿Lo harán?
Smoot miró a su hijo de seis años e intentó pensar en algo.
—Nadie va a matar a nadie, Rudy. Solo se ha producido un grave malentendido. Vosotros quedaos aquí, y no hagáis ningún ruido. ¿Prometido? Yo los llevaré hasta el otro lado de la colina y, cuando todo haya terminado, volveré a buscaros. Vosotros quedaos dentro de este agujero. ¿Haréis eso por mí? ¿Pearl? ¿Lo haréis?
Pearl miró la arrugada cara de su padre y vio un miedo que no reconocía. Su padre estaba siempre muy seguro de sí, siempre bromeando. Ahora estaba serísimo.
—Vale. Pero…
—Ningún ruido.
Segundos después, Arlo Smoot se adentró en la selva. Los dos hermanos se acurrucaron dentro de la raíz del árbol. Les llegó el eco de gritos confusos, mezclados con el aullido del viento.
—¿Y si papá no vuelve? —susurró Rudy. Pearl no dijo nada—. ¿Pearl?
—Chist, van a oírnos.
Hubo silencio.
—Quiero ir con él.
—Rudy…
—Voy a buscarlo.
—No, no vas a ir. Quédate aquí. Venga, Rudy.
—Eso no lo decides tú. El no te ha puesto al mando, es… —Rudy no llegó a terminar la frase, porque Pearl le había tapado la boca.
—Escucha —susurró, en voz muy baja.
Oyeron unos extraños golpeteos a su izquierda, procedentes de la cabaña del árbol. Parecían estar acercándose. Aumentaban claramente de volumen. Los hermanos se apretujaron todavía más en su agujero y se taparon la cabeza. Los golpeteos parecían estar pasando por el sendero que discurría justo por delante de ellos.
Pearl se atrevió a abrir un ojo y apenas dio crédito a lo que vio. Allí, en sus mismas narices, había un ciempiés inmenso, tan alto como un burro y tan ancho como un coche, descendiendo por el sendero. Sus escamas pardas relucían y se ondulaban a la luz de la luna y sus pálidas patas arañaban el suelo. La criatura estaba tan cerca que Pearl casi podía tocarla. Conteniendo un grito, tapó los ojos a Rudy.
—No mires —dijo en voz baja.
—¿Qué es?
—Rudy…
—No estoy mirando —dijo Rudy en voz alta. Y entonces también lo vio—. Caray.
Rudy contuvo un grito de sorpresa cuando las largas púas traseras del ciempiés pasaron por delante de ellos. Luego, antes de que Pearl pudiera detenerlo, salió de su escondrijo para verlo alejarse.
—Es un ciempiés —susurró muy alto, saliendo al sendero—. Un ciempiés enorme.
—¿Se ha ido?
—Sí.
—Pues vuelve aquí.
—Vale, vale —respondió Rudy—. No me agob…
Se detuvo a media frase y se dio la vuelta. Allí, directamente detrás de él, había otro ciempiés. Por un momento, el niño y el enorme insecto se miraron.
—Rudy, ¿qué estás haciendo?
No hubo respuesta.
—Rudy, ¿qué ha dicho papá? ¡Rudy!
Enfadada, Pearl salió de su escondrijo y se acercó a su hermano.
—Rudy, tienes que hacerme ca… —Y entonces vio lo que veía él, perfilado contra el cielo morado. Abrió la boca para emitir un sonido, pero no le salió nada. El ciempiés movió un poco las antenas y arqueó la cabeza. Un goterón de saliva le resbaló por las anchas mandíbulas y cayó a la tierra húmeda. Parecía estar irguiéndose, preparándose para atacar. Pearl buscó la mano de Rudy y se la agarró con firmeza—. Cuando… diga… ya… corre… hacia… la… colina —susurró, concentrándose tanto en quedarse quieta que le castañetearon los dientes—. Preparados…
La criatura continuó irguiéndose, como unas escaleras mecánicas vivientes, hasta estar casi directamente encima de ellos. Abrió las garras anaranjadas…
—Listos…
La criatura agitó las patas delanteras en el aire mientras desenroscaba dos relucientes antenas negras y las extendía hacia sus caras, casi rozándoles la piel…
—¡YA! —gritó Pearl.
¡PAF!
La colosal criatura levantó barro y hojas cuando se lanzó contra el suelo, pero fue demasiado tarde. Pearl y Rudy ya estaban corriendo por la selva, las lianas azotándoles la cara y los brazos.
—¡No te pares! —gritó Pearl mientras corrían cuesta arriba—. ¡Vamos a la estación meteorológica! ¡Podemos escondernos allí!
—¡No puedo hacerlo! ¡Yo no corro tanto como tú! —gritó Rudy.
La enfurecida criatura los persiguió, volviendo piedras y derribando arbustos. Cada vez se la oía más cerca… Pearl cogió a Rudy de la mano y corrieron juntos.
—¡Venga, Rudy!
—No puedo —gimoteó el niño mientras Pearl tiraba de él—. Corre más que yo.
—¡Bobadas! —gritó Pearl. Pero, al mirar atrás, comprobó que su hermano tenía razón. Podía ver los apagados ojos rojos del ciempiés, oír los chasquidos de su armadura—. Ya casi estamos —dijo en voz baja, el corazón martilleándole cuando salieron de la maleza en la cima de la colina y echaron a correr por el claro hacia la cabaña.
A su alrededor, el viento aullaba entre los árboles y el cielo estaba morado y negro. Pearl miró atrás y vio que, primero un ciempiés y luego otros dos, salían disparados de la espesura como misiles naranjas y corrían hacia ellos. Seguro que ahora los atrapaban… Ignorando los golpeteos de patas a sus espaldas, Pearl cogió a Rudy con una fuerza que no sabía que tenía y corrió con él en brazos. Ahora, las piernas le quemaban…
—¡Nos están alcanzando! —gritó Rudy con los ojos como platos, viendo cómo se acercaban las criaturas. La cabaña ya estaba cerca y, detrás, no había nada salvo un escarpado promontorio rocoso y la jaula de los globos meteorológicos. Si pudieran esconderse ahí…
—¡Atrás! —gritó una voz.
—¡Papá! —chilló Rudy cuando rodearon el lado de la cabaña.
—¡Los globos meteorológicos! —gritó Arlo Smoot, volviéndose para mirar a sus hijos—. Id hasta los globos…
Arlo estaba atacando a un ciempiés inmenso con un largo trozo oxidado de antena radiofónica mientras la criatura lo embestía desde distintos ángulos, intentando ensartarlo con sus garras…
—¡Papá! —gritó Rudy una vez más—. ¡Hay más de uno!
Los otros ciempiés se unieron a su compañero mientras Smoot repartía golpes a diestro y siniestro contra la atemorizante maraña de púas que tenía delante. Los ciempiés avanzaron en columna de a cuatro, obligándolos a retroceder hacia el promontorio rocoso. Muy pronto, estaban los tres juntos, acorralados. Rudy y Pearl se habían acurrucado detrás de la jaula de los globos meteorológicos y Arlo estaba delante de ellos, jadeando, con la antena radiofónica alzada. Aquel era su último bastión. Había hecho todo lo posible, pero no era suficiente. El viento les azotó la cara y comenzaron a caer enormes goterones de lluvia. Allí terminaba todo.
—Bien, bien, doctor Smoot —dijo una voz grave y resonante, imponiéndose al aullido del viento.
Dos caballeros con cara de comadreja y una muchacha con una larga cola de caballo se acercaron a ellos, obligando a los ciempiés a separarse. Los seguía don Gervase.
—¡Chis, chas! ¡Chis, chas!
Don Gervase fingió que combatía con una bestia imaginaria.
—Bravíssimo! Me encanta. Se le da bien, ¿verdad? —Don Gervase se rió—. ¡Touché, Smoot!
Pearl y Rudy lo miraron con desprecio.
—¡Es mucho más valiente que usted! —gritó Pearl, con el corazón a punto de estallarle—. Déjelo en paz.
—Lamento decir, jovencita, que eso no es posible.
Arlo Smoot estaba inmóvil, con la larga antena todavía alzada, listo para atacar. No sabía muy bien qué hacer a continuación.
—Sí, sí —dijo don Gervase, indicando a Smoot que bajara su arma—. Por favor, doctor Smoot, por favor, no somos cavernícolas…
Despacio, Arlo Smoot bajó la antena de radio.
—Así está mejor. Veamos, ¿dónde estábamos? Ah, sí. Le he pedido cierta información. Me pregunto si ha reconsiderado su postura.
Smoot no dijo nada, pero se estaba devanando los sesos. Aquel hombre y sus repugnantes criaturas iban a matarlos de todas formas, sucediera lo que sucediera…
—No es usted tan ingenuo como para creer que iba a poder escapar, ¿no? Y llevarse a sus hijos, además. Venga, doctor Smoot. Ahora, por favor, démelo.
Smoot tiró la antena al suelo y, sin darse la vuelta, retrocedió un paso hasta estar junto a Pearl y Rudy. Don Gervase los observó con impaciencia.
—¿Es eso un sí o un no?
Arlo Smoot no respondió, pero sabía exactamente lo que iba a hacer. Era una idea descabellada que a lo mejor daba resultado…
—La cuerda del globo… —susurró. Lo dijo tan bajo que Pearl apenas lo oyó—. Coge la cuerda del globo, Pearl —volvió a susurrar.
Pearl siguió mirando a don Gervase y, con una mano, cogió la recia cuerda del globo naranja de helio atada al cerrojo de la base de la jaula. Smoot miró a don Gervase y sonrió.
—¡Le daré lo que quiere, Askary! —gritó—. Pero antes debe prometerme una cosa.
—¿Prometer? ¿Prometer? —Don Gervase negó con la cabeza, disfrutando a todas luces de la ironía de la situación—. No le entiendo, en serio. ¿Qué debo prometer?
—Rudy también —susurró Smoot. Pearl agarró firmemente a su hermano con la otra mano.
—Papá —murmuró—. ¿Y tú qué?
—Tú agárrate bien —musitó él. Luego volvió a dirigirse a don Gervase—. ¡Deje que mis hijos se vayan!
—Ahhh —exhaló don Gervase—. Siempre los hijos. Les enfants! Por favor, no sacrifique a mi familia, bla, bla, bla. ¡Lo sabía! Muy bien, Smoot —dijo, mirando a los dos desaliñados niños acurrucados junto a la jaula—. Para mí no son nada.
—Bien —dijo Smoot, sonriendo, y se sacó el cuadernito rojo del bolsillo trasero—. ¡Está todo aquí! —gritó.
—¿Todo?
—Zumsteen, Scatterhorn, Catcher. Todo lo que necesita saber.
A don Gervase le brillaron los ojos con interés, pero entonces se detuvo.
—¿Cómo puedo creerle?
—No puede. Eso es algo que yo sé, pero va a tener usted que averiguarlo, ¿no?
Don Gervase sonrió con frialdad.
—Touché, Smoot. Ahora, démelo.
Smoot se volvió hacia Rudy y Pearl.
—Venga, hijos —dijo en voz alta—. No creo que el señor Askary vaya a hacernos daño. —Se colocó junto a Pearl, pasándole el brazo por la cintura y metiendo el cuaderno rojo en el gran bolsillo lateral de su falda.
—No os soltéis, por el amor de Dios… —susurró, lo más bajo posible—. Yo cogeré el final.
Pearl estaba blanca como el papel y agarró la cuerda con más fuerza.
—¿Papá? —Rudy lo miró con expresión interrogante. Seguía sin saber qué estaba sucediendo.
—¿Qué pasa, Rudy? —dijo Smoot con toda la calma de que fue capaz—. Tú solo cógete bien a la mano de tu hermana.
—¡Pero… pero no podemos ir con él! —gritó el niño, mirando a don Gervase con horror—. Nos matará, ¿no?
—No seas tonto, Rudy. Obsérvame.
Smoot dio un paso hacia don Gervase.
—Lo único que tenemos que hacer es permanecer juntos…
De pronto, Smoot se lanzó con todas sus fuerzas sobre una palanca de acero del lado de la jaula y la puerta trasera se abrió. Al instante, el globo meteorológico naranja chocó contra el techo de malla metálica; luego, la cuerda se soltó, arrastrando con ella a Pearl y a Rudy. Fue demasiado rápido para Arlo Smoot.
—¡Agárrate a mí, Rudy! ¡Agárrate! —gritó Pearl, dando enormes zancadas para seguir al globo mientras este cobraba velocidad. El niño se aferró a la cintura de su hermana cuando dejó de tocar el suelo.
—¡Papá! —gritó con desesperación—. ¡Papá, socorro!
Smoot corrió tras ellos, haciendo todo lo posible para agarrarse a la cuerda cuando el globo comenzó a elevarse, dirigiéndose al borde del acantilado.
—¡Se está resbalando! —gritó Pearl, rodeando a su hermano con la mano que tenía libre—. Nos caeremos los dos… ¡Papá! ¡No podemos hacerlo!
Smoot estaba corriendo a toda máquina. Veía lo que iba a suceder.
—¡Rudy, salta! —gritó a todo pulmón—. ¡Salta!
El borde del acantilado estaba cerca y el globo cobró velocidad. En unos segundos, lo habría rebasado…
—Salta, Rudy. ¡Por favor! —gritó Pearl.
—¡Papá!
Al instante, Rudy se soltó y cayó en brazos de su padre, haciéndolos rodar por el suelo a los dos. El globo se elevó con brusquedad y rebasó el borde del acantilado, llevándose a Pearl consigo.
—¡Pase lo que pase, te encontraré! —gritó Smoot—. ¡Te lo prometo!
El viento se llevó sus palabras mientras Pearl se contorsionaba frenéticamente para verlos marchar.
—¡Papá! —gritó con impotencia, pero era demasiado tarde. Estaba sola.
Miró el negro mar bullendo muy por debajo de ella, y las olas rompiendo en los acantilados. Si se soltaba, caería allí. No podía hacerlo. Estaba a demasiada altura. Debía aguantar. Apretó los dientes y, obviando el dolor de los dedos, se enroscó la cuerda del globo alrededor de los pies. El viento la estaba elevando cada vez más, llevándola mar adentro. Quizá llegaría a las islas, quizá no. No podía mirar. Escondió la cara en el hombro y sollozó.
—El cuaderno, doctor Smoot, si es tan amable.
Arlo Smoot se puso de pie, con Rudy en brazos. Miró con indignación al hombre repugnante que tenía delante.
—El cuaderno.
Smoot señaló el mar con la cabeza y escupió al suelo.
—Lo tiene ella.
Don Gervase entrecerró los ojos, conteniendo su cólera.
—Pues parece que entonces me lo va a tener que contar todo usted —gruñó, y una desagradable sonrisa le cambió el rostro—. A menos, claro, que quiera hacer otro intento de escapar. Aunque no creo que llegara muy lejos.
Smoot miró ferozmente el muro de gigantescos ciempiés, apenas bajo control.
—Eso pensaba. Lleváoslos.
Don Gervase observó cómo esposaban a Smoot y a Rudy y se los llevaban. Luego, echó un último vistazo al pequeño globo naranja que se estaba alejando mar adentro a toda velocidad. La muchacha tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir… y entonces vio algo bastante insólito. Del mar estaba surgiendo una oscura columna de agua, levantada por el viento aullante. La columna fue haciéndose cada vez más alta, dando bandazos como una gigantesca cobra negra, hasta entrar en contacto con la nube baja que tenía justo encima.
—¿Una tromba marina? —dijo la muchacha vestida de blanco que estaba a su lado, sonriendo con malevolencia.
—Eso parece, Lotus —murmuró don Gervase—. ¡Qué oportuno, doctor Smoot! —exclamó—. Doctor Smoot, no se lo puede perder.
Arlo Smoot, con Rudy cogido de la mano, se dio malhumoradamente la vuelta para mirar el mar.
Ante él, una enorme tromba marina que conectaba el negro mar con los nubarrones danzaba sobre las olas… Y allí, volando hacia ella, estaba el diminuto globo naranja de helio con Pearl colgando de él. La tromba la succionaría en cualquier momento.
—Oh, Dios mío… —susurró. Casi era demasiado doloroso para poder mirar.
—¡Pearl, ten cuidado! —gritó Rudy, con la vana esperanza de que su hermana lo oyera.
Pearl la había visto, pero no había nada que ella ni nadie pudiera hacer. Poco después, notó que el valiente globito era succionado por el vórtice de aire acuoso. Comenzó a ascender, girando en redondo, las piernas levantándose hasta estar casi horizontal, rotando cada vez más aprisa en la gruesa columna de agua que se erigía desde el mar.
—Por favor —susurró—, por favor, basta…
Ahora, la fuerza era tanta que le pareció que los brazos se le descoyuntaban… El globo siguió ascendiendo por la pared de agua gris, que le azotaba los ojos, le escocía en la cara… Le dolía tanto que apenas podía respirar… Abrió la boca para gritar mudamente…
Don Gervase vio con genuina fascinación cómo el globo y la muchacha giraban cada vez más deprisa hasta desdibujarse, convertidos en una pequeña forma naranja succionada hacia la nube…
—Dulces sueños, jovencita —gruñó—. Creo que puedes ser la primera persona que…
Pero don Gervase no llegó a terminar la frase, porque, al instante, se oyó un repentino estallido hueco, como un trueno, y, en ese segundo, tanto el globo como la muchacha desaparecieron. La tromba marina siguió dando bandazos, alejándose mar adentro. La muchacha se había esfumado…
¡PUM!
Tom Scatterhorn abrió los ojos y se sentó en la cama con brusquedad, envuelto en sudor. Había estado teniendo un sueño extrañísimo, pero, en el mismo momento en que intentó recordarlo, olvidó de qué trataba. ¿Qué era aquel ruido? Al mirar por la ventana, vio sombras brillando tras las cortinas y, al apartarlas, vio el puerto de Dragonport extendido ante él, iluminado por un formidable espectáculo de pirotecnia. Cohetes rojos, bombas azules, bengalas moradas, cascadas de chispas blancas… el río entero estaba estallando. Adormilado, se apartó la pelambrera rubia de la cara y entonces se acordó: era la inauguración de las fiestas de Dragonport. Por supuesto. Tío Jos había prometido que sería un gran espectáculo: fuegos artificiales, acróbatas, actores callejeros y, ¿qué era aquello? Oyó una gran ovación y de pronto vio, muy por encima del río, un pequeño globo naranja que perdía altura y atravesaba la humareda dejada por los fuegos artificiales. Parecía haber salido de las nubes. Se frotó violentamente los ojos y volvió a mirar. ¿Era real? Parecía real. Y, mientras los fuegos artificiales estallaban por doquier, Tom alcanzó a ver la figura de una muchacha colgando de la cuerda del globo.
—¿Qué te había dicho, Tom?
Tom miró abajo y allí, en la calle, estaba tío Jos, llegando en una reluciente motocicleta roja. Señaló a la muchacha del globo, que estaba volando por encima de las farolas en dirección al humedal.
—¡Los locos de Dragonport!
—Más tontos que Abundio —dijo la delgada figura del sidecar, subiéndose las gafas de motorista y sonriendo. Era tía Melba—. Hola, Tom, cariño. Me alegro de que hayas sabido entrar. ¿Cómo te ha ido el viaje?
—Bien —masculló Tom—. El tren ha llegado con mucho retraso.
—Magnífico, magnífico. Me alegro de volver a tenerte aquí, chaval —dijo Jos—. Tengo tanto que contarte…
—Pero no ahora —lo interrumpió tía Melba con firmeza—. El chico debe de estar agotado. Mañana, Tom. Y no te levantes demasiado temprano.
—Vale.
—Buenas noches, pues.
—Buenas noches.
Tío Jos se despidió alegremente con la mano y siguió a tía Melba hasta la puerta de la casa. Con un sonoro bostezo, Tom volvió a tumbarse en la cama. Al cabo de unos instantes advirtió que su teléfono móvil estaba vibrando. Lo cogió con pereza y leyó el mensaje.
Cariño. Hemos llegado bien. Justo a tiempo, ahora llueve mucho. Papá está emocionadísimo. Esperamos ir río arriba en los próximos días. Te kiero, mamá.
Así que habían llegado, eso era bueno. Tom sonrió y cerró los ojos, preguntándose vagamente quién sería tan valiente, o tan necio, como para atravesar en globo un espectáculo de pirotecnia. Pero antes de hallar la respuesta, ya se había quedado dormido.