UN INTENTO DE JUSTIFICACIÓN
Dos cartas acerca de Palestina

Génova, mayo 22, 1948

Estimado señor Hesse:

Antes de abordar el vapor que me llevará a mi hogar en Haifa, me permito hacerle una petición:

¡Si solamente usted, ya sea en lo personal o en conjunción con otros mundialmente conocidos escritores, elevara su voz en esta hora tan trágica de la historia judía! La invasión que inicia el incendio de todo lo que varias generaciones sin mancha han creado —las colonias, esas islas de humana pureza, las ciudades con su gente y bibliotecas—, no solamente amenaza sitios queridos por toda la humanidad sino que también, si el mundo civilizado no interviene, destruirá todas las obras incunables y manuscritos en Jerusalén y Tel Aviv, de los que para dar solo dos ejemplos, la obra sin publicar de Novalis y la de Franz Kafka, además de las más extraordinarias obras pictóricas, colecciones científicas y artísticas. Los intelectuales de todas las naciones deben hacer un esfuerzo para evitar que esto suceda y se restaure la paz.

Estoy seguro de que su voz se hará oír y despertar la conciencia de la humanidad sacándola de su profundo sueño.

Max Brod

Montagnola, 25 de mayo 1948

Estimado señor Brod:

Casi todos los días, el correo me trae un paquete de solicitudes, en su mayor parte de Alemania. Alguien que está enfermo y que debe estar en un hospital para ser debidamente atendido. Alguien que es escritor o artista y que ha estado compartiendo alojamiento en un cuarto estrecho con tres o cuatro personas durante años y ni siquiera consta de una mesa; si habrá de ser salvado, se le debe dar, aunque por corto tiempo, algo de paz y tranquilidad para poder trabajar. Un individuo me escribe: «a la menor señal de su parte las agencias de servicios sociales entrarán en acción»; otro me indica: «con una palabra suya bastará para que las autoridades suizas le den su visa a este pobre sujeto, y le permitirán que trabaje, quizás hasta el derecho de pedir su ciudadanía». En contestación a estas cartas, lo único que puedo decir es que en nuestro país, ninguna moción de mi parte movilizaría ni a las autoridades ni a ninguna otra institución, a ningún hospital o incluso a una panadería para que le diera a un hambriento siquiera una comida. Me asombra y entristecen estas peticiones y la creencia infantil de que yo sea un mago que con sólo levantar el dedo cambia la miseria en felicidad o la guerra en la paz.

Y ahora viene usted, mi viejo amigo de la trágica Kafka, con una petición similar, y en esta ocasión se pretende que asista no a un solo individuo sino a todo un pueblo, y ayude a «restaurar la paz» además. La idea en sí me desconcierta, porque debo confesar que no tengo fe alguna en la actividad en conjunto de los intelectuales, ni en la buena voluntad del «mundo civilizado». La mentalidad no se puede medir en términos cuantitativos, y si diez o cien «luminarias» apelan al poderoso para que haga o deja de hacer algo, tal apelación resulta inútil. Si hace algunos años hubiera usted acudido en busca de humanitarismo, piedad y contra la violencia a los jóvenes grupos de terroristas en su propio país, le hubieran replicado en términos categóricos lo que los activistas armados piensan de esta clase de idealismos.

No, por noble que sea su intención, no puedo compartir su actitud. Por lo contrario, considero seudoacción «espiritual», toda apelación, sermón o amenaza dirigida por intelectuales a los amos de la tierra, como algo falso, dañoso y degradante para el espíritu; algo que hay que evitar bajo toda circunstancia. Nuestro reino, amigo Max Brod, simplemente «no es de este mundo». Nuestra misión no es predicar o mandar o apelar, sino mantenernos firmes entre este infierno y sus demonios. No podemos esperar ejercer la menor influencia aprovechando nuestra fama o por acción de conjunto del mayor número posible de nuestros colegas. A la larga, es indudable que salgamos victoriosos, algo nuestro habrá de permanecer cuando todos los generales y ministros de hoy queden olvidados. Pero de momento, aquí y ahora, somos unos pobres diablos y el mundo no sueña siquiera en dejarnos que entremos al juego. Si nosotros, poetas y pensadores tenemos alguna importancia, es solamente porque somos seres humanos, porque a pesar de todas nuestras flaquezas tenemos corazón y mente, así como un fraternal entendimiento y comprensión de todo lo que es natural y orgánico. El poder de los ministros y otros mentores de la política no se basa en el corazón o en la mente sino en las masas que ellos representan. Operan con algo que nosotros no podemos ni debemos usar, con números y cantidades y ese campo lo debemos dejar a ellos. Tampoco ellos la pasan tan bien, hay que tenerlo presente, porque carecen de una inteligencia, de un equilibrio propio, y se dejan llevar por la corriente mayoritaria y al final quedan anulados por los millones de sus electores. No es que permanezcan ajenos por las cosas vergonzosas de que son testigos, que en parte son debidas a sus errores, sino que se sienten verdaderamente perplejos. Siguen las reglas de la casa y quizás esto haga más soportable su responsabilidad. Nosotros, los guardianes de la sustancia espiritual, los servidores de la palabra y de la verdad, los observamos con tanta piedad como con horror. Pero nuestras reglas, son algo más que simples reglas caseras, encierran los verdaderos mandamientos, las leyes eternas y divinas. Nuestra misión es salvaguardarlas, y las ponemos en peligro cada vez que aceptamos, incluso por las más nobles intenciones, de actuar según sus «reglas».

Esta brusca declaración, estoy seguro que influirá para que los pensadores superficiales sospechen que yo soy uno de esos artistas soñadores que estipulan que el arte nada tiene que ver con la política, que un artista debe vivir como esteta en una torre de marfil por temor de contaminar su visión al contacto con la cruda realidad, o se manchará las manos. Estimo que con usted no tengo necesidad de defenderme en este sentido. Desde que la Primera Guerra Mundial me despertó a la inexorable realidad, muchas veces he levantado mi voz y dedicado gran parte de mi vida a la responsabilidad que me fuera dada. Pero siempre he actuado bajo límites estrictos; como escritor, repetidas veces he recordado a mis lectores los mandamientos fundamentales de la humanidad, pero me he abstenido de ejercer influencia sobre sistemas, jamás he tomado partido en ninguna de los cientos de proclamas, protestas y llamadas de advertencia que nuestros intelectuales emiten en detrimento de la causa humanitaria. Y no tengo intención de hacerlo.

Aun cuando no haya podido cumplir con su petición, podrá usted ver que hago lo conducente al pasarla a otros por medio de la publicación de su carta y mi respuesta.

Atentamente,

Hermann Hesse