Querida Adis:
Aquí me tienes otra vez escribiéndote. Por tu bien y por el mío, por el tuyo porque estás enferma, por el mío porque en esta soledad —una soledad que no puedes concebir— de mi existencia aquí en nuestra colina, siento constantemente la necesidad de confiar en alguien que estoy seguro me comprenderá y que no abusaría de mi confianza. En realidad, no vivo solo, tengo a Ninon, mi fiel camarada, pero a veces el día es largo y ella, como ama de casa tiene muchas cosas que atender, aunque por las noches la tengo ocupada conmigo jugando al ajedrez o leyéndome algo.
Por eso he decidido escribirte esta mañana, para saludarte y recordarte un poco sobre los viejos tiempos. Pero no es fácil. No he tenido noticias tuyas durante algún tiempo; solamente sé que no has estado bien, que necesitas cuidados y descanso que no te pueden dar en casa. No sé si vives todavía, pequeña hermanita, y aunque lo supiera, te puedo imaginar, pero no tu vida, el lugar donde vives, tu cuarto, tu día. Todavía tienes un lugar para vivir, lo que para muchos alemanes es una gran fortuna, aunque ese departamento siempre está lleno de gente y visitantes, aquí, nosotros no podemos imaginar la vida que llevas, lo que piensas y lo que hablas. No podemos imaginar tus alegrías y tristezas —que debes tener ambas— en ese lugar tan remoto, extraño y oscuro, casi en otro planeta en el que el gozo y la pena, el día y la noche, la vida y la muerte tienen otras formas, otro significado que el de aquí. El escenario de tu vida es esa Alemania legendaria, por la que hasta hace poco tiempo temíamos por su crueldad y agresividad y por la cual hoy tememos como lo hacemos por un moribundo o muerto vecino, que tiene una enfermedad desconocida y que en su última hora aparece menos terrible que cuando vivía. No he sabido nada de tus propósitos en la vida, de los vestidos que usas, de los manteles en tu mesa, tazas y vajilla; no puedo saber qué tan cerca de tu ventana el horror se asoma; sobre las casas demolidas, las calles y jardines destruidos. No sé nada sobre la parte que todo eso envuelve tu vida diaria, o a qué grado han cicatrizado las heridas o curadas por el nuevo crecimiento.
No puedo menos que pensar que ustedes tampoco imaginan cómo vivimos. Quizás supongas que es algo semejante a la vida que llevabas antes de la guerra, o antes de Hitler. La cuestión es que nosotros nos hemos salvado, que no hemos sufrido, que nada hemos perdido ni nos hemos sacrificado. Tanto ustedes como las fuerzas enemigas victoriosas consideran que nosotros los neutrales hemos sido bendecidos por la buena fortuna, inmerecida; nada nos ha pasado, hemos tenido y conservamos un techo como abrigo y nuestra taza de sopa diaria. Cuando tú piensas en mi aldea y mi casa, seguramente te imaginas una isla de paz, un pequeño paraíso. Pero nosotros nos sentimos pobres, frustrados y que nos han quitado las cosas mejores en la vida. En respuesta a un artículo de la prensa suiza, uno de nuestros amigos alemanes llegó a calificarnos de «tragones de galletas», y un bien conocido reeducador de vuestro pueblo me hace saber que un hombre como yo, que pasó el período de Hitler y de la guerra en la asoleada aldea pacífica de Tessin, no tiene derecho a comentar sobre la situación germana actual. Estoy conforme. Nunca he pretendido ni pretenderé ser un oráculo en Alemania, pero esto muestra lo que el mundo piensa de nosotros. Gozamos del sol de Tessin y comemos galletas, he ahí una idea simplista de nuestra compleja existencia en estos años. El hecho de que mucho antes de que los Estados Unidos de Norteamérica se apercibiera de las consecuencias contra Hitler, nuestros hijos portaban uniforme año tras año, que el trabajo de toda mi vida fuera destruido por Hitler y los bombardeos aéreos y que mi mujer y mis parientes fueran destinados a morir por gases venenosos en los campos de concentración de Himmler, cosas que ante los ojos de la gente endurecida por los rigores de la guerra y la miseria, no valen la pena de mencionarlas. En concreto, desde cualquier ángulo que esto se vea, existe un golfo entre nosotros y el mundo fuera de nuestras fronteras. Nos hemos convertido en extranjeros, no podemos comprendemos unos a otros.
La única forma que puedo usar para cruzar este puente y de hablarte sin restricciones, bajo una máscara es volver la espalda al presente y evocar nuestros mutuos afectos y posesiones. En el momento en que lo hago, todo queda en su lugar. Tú eres Adis y yo soy Hermann, no soy un suizo ni tú eres una alemana, no hay límite de fronteras entre Hitler y nosotros; aun cuando tú no puedes visualizar la existencia que llevo ni yo la tuya, todo lo que tenemos que hacer en medio de tantos recuerdos es mencionar el nombre de uno de nuestros familiares, un vecino, una costurera, una sirvienta, o bien una calle, un arroyuelo, un jardín, y las imágenes que radian paz, belleza y fuerza existencial de que carecen las actuales representaciones tan borrosas de nuestra vida.
Si esta carta te llega o no, de cualquier manera siento haber negociado la brecha y superado todo desvío entre nosotros. Ahora te puedo hablar durante una hora y llevarte un recuerdo mío y de esas imágenes que parecen diluirse en la lejanía, en un pasado irrecuperable, pero que aún se pueden conjurar con todo su esplendor. No obstante que apenas te puedo ubicar en la Alemania actual, en la casa en que hoy vives y entre su mobiliario, sí te puedo ver al instante cuando pienso de la casa en Müllerweg en Basel y en el nogal que había en el jardín, o en tu casa en Calw donde podíamos trepar tantas escaleras para llegar justo bajo el techo al mismo nivel que el jardín del montículo, o bien en el camino a Möttlingen, donde nuestras familias se conocían desde tiempo inmemorial, del excelente Blumhardt y de los días llenos de sol en el verano, cuando nosotros dos cruzamos los sembradíos llenos de flores, de amapolas, y por entre los largos tramos de matorrales secos llenos de cardos plateados. Si estuvieras aquí y pudiéramos conversar un poco, podríamos conjurar cientos de imágenes de todos esos lugares, que a pesar de todo son tan incontables como las flores en la pradera. Flores que podemos recoger y que nos traerían la inefable leyenda de nuestra niñez y que nos harían ver una vez más ese mundo que nos vio crecer y que nos nutrió, el mundo de nuestros parientes y antepasados, el mundo que era tanto alemán como cristiano, a la vez Suabio como internacional, el mundo en que todas las almas, cristiana o no, pregonaba la igualdad y en el que ningún judío, negro o indostano o chino se rechazaba como extranjero. Por medio de la labor de misioneros de nuestros padres y abuelos, nuestros hermanos de diferente tez tenían un sitio especial en nuestros pensamientos. Llegamos a saber mucho acerca de sus países y logramos convivir con los que nos visitaron en Europa. Cuando mi abuelo recibió visitantes de la India o de los occidentales que regresaban a esas latitudes, pudimos escuchar versos en sánscrito y expresiones y frases en la lengua de la India contemporánea. En nuestra propia casa, el ambiente estuvo siempre libre de toda sugerencia de nacionalidad, y menos aún de socialismo. Tuvimos un abuelo Suabio y una abuela francosuiza; nuestro padre provenía de una familia báltica germana; el mayor de nosotros, nacido en la India, era un inglés; el segundo, que terminaría sus estudios en Suabia, era un ciudadano naturalizado de Wurttemberg. Los demás éramos ciudadanos de Basel, lugar donde mi padre se había naturalizado. Todas estas circunstancias no fueron motivo para un permanente e ineludible nacionalismo, pero sí influyeron en el caso. Pero es bueno saber para ambos que ante todo este bullicio nacionalista en el mundo, la simple memoria de nuestra niñez y orígenes nos hace inmunes a esas locuras. Ante mis ojos nunca has sido una «alemana», como ante los tuyos no soy un «tragón de galletas».
El verano anterior, con la ayuda de Ninon, preparé un libro con los mejores poemas seleccionados, el tercero en veinte años. Fue publicado en una edición atractiva y a bajo precio. En la página siguiente al título hay una inscripción: Dedicado a mi hermana Adela. Todavía no lo has visto, pero lo recibirás con la presente, y así podrás ver que por lo menos al escribirlo —recordando los años pasados— pensé en ti y sentí tu presencia a mi lado. También logré que se volviera a publicar mi obra Schön is die Jugend (Juventud, hermosa juventud) en una edición barata. Entre mis primeros ensayos escritos antes de la guerra y conmociones, creo que fue tu favorita y la mía, porque es una fiel semblanza de nuestra niñez, de la casa donde crecimos y de nuestro país como antes era. Pero entonces, cuando escribí esa historia, no sabía nada del mundo en que habíamos crecido, en el que nos formamos, como ahora lo conozco. Era un mundo de diferencia de castas protestantes y católicas, pero con perspectivas y vínculos en toda la tierra, era un mundo armónico, sano; un mundo sin grietas ni cubierto de velos fantasmales, un mundo humano y cristiano, en el que el bosque y el río, el venado y la zorra, los vecinos y parientes, lo integraban y tenían cabida tan naturalmente como los festejos de la Navidad y la Pascua, el latín y el griego, Goethe, Matías Claudio y Eichendorff. Era un mundo rico y variado, pero bien ordenado; tenía un centro, y era tan nuestro como el aire y la luz del sol. La lluvia y el viento. ¿Quién hubiera pensado, antes que la guerra y los demonios nos lo hicieran ver, que el mundo estuviera enfermo bajo una costra letal, bajo un cierto virus leproso de irrealidad, un mundo nebuloso y al borde de la locura, que nos sería arrebatado por completo, y que nos dejaría en su lugar un antro indescriptible e insustancial como el de ahora?
Sin embargo, podemos volver a él de algún modo, columbrar la imagen de ese ambiente íntegro, ordenado y sano, y esto, no el hecho de que todavía podemos caminar con nuestras piernas y usar los brazos, que podemos comer y tener un techo de abrigo, eso es nuestro tesoro y nuestra buena fortuna. Tenemos algo que nuestros hijos y nietos ya no tienen, o de lo cual sólo tienen un velado reflejo: un universo divino, noble y bien conformado en el cual nos podemos refugiar, en el que a pesar de estar tan separados nos podemos reunir y convivir una vez más en armonía. Aquí, bajo la sombra de nuestros antepasados, del murmullo de los días pasados, me presento contigo, te encuentro joven y alegre y tú me encuentras tan joven como entonces. Podemos pensar en la flor y la cruz de Jerusalén, en el jardín de mamá, en el fragante aroma de sándalo del armario y percibir las volutas de humo de la pipa del abuelo; podemos vernos de reojo y escuchar las campanas de la iglesia, y en la mañana de los domingos, admirar a los músicos del pueblo, cerca del campanario, elevar su coro, coros conocidos de Gerhardt, de Terstegen o de Juan Sebastián Bach. También pensamos en la habitación predilecta, donde se ponía el árbol de Navidad y se adaptaba el pesebre; y en el estrado de los músicos estaban las partituras de los viejos himnos y canciones navideñas, de Silcher y Schubert, de los arreglos para el piano y de los oratorios. Ahí estaba también el viejo busto de Schubert sobre el aparador del vestíbulo, del Doctor Gotthilf Heinrich Schubert, autor del Simbolismo de los Sueños y la Leyenda de Psiquis, y que había sido amigo de la casa. Cuando había mal tiempo y no podíamos salir al jardín, los huevos de pascua se escondían en el espacioso vestíbulo, adornado con grandes banderolas o en la sala entre los miles de libros en sus anaqueles; los coloridos huevos siempre estaban adornados con listones, ramilletes de hojitas y helechos diminutos tan atractivos. En estas habitaciones, aún después de su muerte, el espíritu del abuelo prevalecía y siempre que celebrábamos la festividad lo recordábamos. En ocasiones le teníamos miedo, pero nunca dejamos de quererlo: ése hombre y sabio mago de la India. Recuerdo un día crítico en mi vida en el que su dulce sonrisa me reanimó y me hizo olvidar mi falta. Tenía catorce años y había cometido un grave delito: me había escapado de la escuela, del Claustro Escolar de Maulbronn. Al día siguiente de mi regreso a casa, me mandaron con el abuelo, no hubo manera de evitarlo. Tuve que reportar lo hecho y esperar su veredicto. Con el corazón en un puño subí hasta su pequeño estudio, llamé y entré; me acerqué al viejo y barbado abuelo que estaba sentado erecto sobre el diván. ¿Y qué es lo que hizo este hombre tan imponente? Me miró con afecto, se dio cuenta de mi susto y palidez, sonrió con aire malicioso y me dijo: Hermann, me informan que has hecho un viaje genial. «Viaje genial», ése fue el término que usó para mi fuga, y por lo que a él concernía el asunto había quedado cerrado.
Todo lo hermoso de nuestra niñez y fructífera vida posterior, ese calor y ternura recibidos viene de ese hogar, del abuelo y de nuestros padres. La gran sabiduría del abuelo, el cariño y extraordinaria imaginación de mamá, la sensibilidad y rectitud de mi padre fue lo que nos moldeó, y aun cuando nunca nos consideramos sus iguales, somos de su estirpe y formados a su imagen; hemos podido conservar parte de su luz en un mundo que se ha oscurecido. No hemos hecho un secreto del culto de nuestros antepasados; tú y yo hemos dedicado unas cuantas palabras y escrito varios renglones a su memoria. Eso no se perderá, aunque nuestros libros se hayan agotado, quemado o destruido. Lo artificial e insustancial pasa con rapidez, los mil años del Reich y otras jactancias vacías se harán ceniza. Todo lo orgánico, sano y substancial permanece. Todo eso se aclara cuando evocamos el recuerdo de los años de pesadilla en la guerra y la dictadura —sombras nada más— con las memorias de la niñez, enteras, concretas y coloridas como la vida misma.
Así es que cuando hagamos a un lado nuestra pobreza y los años transcurridos por una hora, volveremos a ser ricos, a ser el príncipe y la princesa que antes fuimos, cuando llevé a casa las obras de mis poetas favoritos y los cuadros de mis pintores favoritos, en los días de vacaciones. Por supuesto que no podemos hacer esto todo el tiempo; nuestra vida rutinaria es de resignación, somos viejos que no deseamos prolongarla. Imagino que ustedes allá no tendrán gran temor a la muerte y estiman su importancia; en eso y en otros conceptos probablemente nos lleven ventaja.
Con frecuencia tengo ganas de conversar contigo de esto y lo otro, de cosas que yo veo en forma diferente de la mayoría de la gente de hoy. Pienso en individuos que pasaron como un relámpago en la vida y que nadie logró ver. Mientras una docena de lunáticos se pavoneaban como «grandes hombres», esos seres estaban ante nuestros ojos, pero como si no se pudieran percibir; todos los ignoraron como si nada tuvieran que decir. Uno de ellos era mi querido Hugo Ball; ahora, muchos años después de su muerte, se han redescubierto sus libros. Otro de ellos fue Christoph Schrempf, apreciado solamente entre un pequeño grupo de amigos; su obra —diecisiete volúmenes— sigue en la oscuridad… la gente ha estado tan ocupada en otras cosas y dejan que en lo futuro se le haga justicia. Prefieren comer migajas de una celebridad oficial que un pan entero de un hombre honrado. Así es, el mundo sigue siendo rico, capaz de tal desperdicio. Sin embargo, yo creo que él y su obra no han sido en vano ni se han perdido, como no se pierde el noble gesto del mártir que muere en una era de horror y de fantasmas. Si algo puede curar el mundo y purificar la humanidad de nuevo, son las acciones y sufrimientos de los que rehusaron doblegarse o venderse, que prefirieron perder su vida antes que su humanitarismo, y entre ellos incluyo a maestros como Schrempf, cuya obra y trabajos no se verán en todo su esplendor hasta algún día lejano. A veces me parece que no queda nada real y genuino en el mundo, ni humanitarismo, ni bondad, ni verdad; pero sí existen y no debemos afiliarnos en la fila de los que los han olvidado.
¡Qué hermoso era el sol de septiembre en esos días festivos de nuestra niñez, cuando comíamos pastel de ciruelas bajo la sombra de los árboles, y los chicos, como Siebenkäs, el abogado de los pobres, le disparaba al águila de madera! Y la belleza de las veredas ocultas en la selva de abetos, con sus helechos y digitales de rojas florecillas. Algunas veces, recuerdo que papá se detenía frente a un blanco abeto, raspaba una vena con su navaja y recogía unas cuantas gotas de resina. Resina que guardaba para aplicarla en alguna herida superficial, o simplemente por el olor. Ese buen hombre, que no se permitió indulgencia ni vicios, era un gran conocedor del aire y de su fragancia natural, del oxígeno y del ozono. Anhelo volver a su tumba en el cementerio de Korntal que era tan hermoso; pero en nuestra situación lo mejor será olvidar estos deseos.
Si yo pudiera escribir la clase de cartas que mamá sabía redactar, sabrías bastante de nuestra vida actual. Pero no está en mí, y quizás mi linda madre, tan excelente relatora, también callaría en estos días. Pero no lo creo, ella hubiera resuelto la cosa y puesto orden en el caos de esta vida, hubiera sabido describirla…
Mientras te escribía, el día ha pasado, el pálido azul de la nieve se cierne en la ventana; he encendido la luz y me siento cansado. Uno debe huir del hábito de estar en espera. Pero, en fin, confío en que mi carta te llegue antes de lo normal, y que ésta no sea la última que te escriba.