DISCURSO DESPUÉS DE MEDIA NOCHE
1946

Queridos amigos:

Comienza un nuevo año con promesas y peligros desconocidos para nosotros, y aun cuando esta hora de media noche no signifique algo más que cualquiera otra hora en nuestras vidas, la celebramos como ocasión festiva, solemnemente, y en esto hacemos bien, porque para nuestras vidas inquietas y empobrecidas, cualquier oportunidad, por breve que sea, de apartarnos un poco y meditar sobre la vida rutinaria, sobre el pasado y el futuro, hacer un balance y examinar la situación del mundo y la nuestra, es una bendición. Simplemente reflexionar, dentro de nuestra congoja o con brava alegría, sobre el curso del tiempo, lo trascendental de nuestra existencia y empresas, representa una especie de purificación y una prueba también. Es como tener en la mano una varilla de afinación dentro de la confusión reinante; su nota implacable y clara nos señala el grado en que nos hemos desviado interiormente de lo que debe ser, de nuestro propio sitio armónico en el mundo. Es siempre beneficioso dar este toque de afinación. Es adecuado incluso cuando hiere nuestro orgullo y nos causa vergüenza.

Esta bienvenida al Nuevo Año, sin mácula todavía, me parece que tiene un significado especial e importante. Después de años de carnicerías y destrucciones, este año es el primero sin el terror de la guerra, año libre ya de tormentos y muerte, en el que ya no escuchamos el ruido del cañón, de las máquinas de destrucción sobre nuestras cabezas para cumplir sus letales misiones. Es verdad que apenas podemos murmurar la palabra «paz»; es cierto que todavía desconfiamos de este silencio al que no estamos acostumbrados; pero nuestra desconfianza y angustia respecto a la fragilidad de esta paz y de toda clase de paz, nos ayudará a festejar esta hermosa y temible hora para echar una mirada retrospectiva al mundo y a nosotros mismos.

Estos últimos años no han sido años ordinarios para nosotros; una vez más nos acostumbramos a vivir no vida humana, sino la «historia», y una vez más, como después de los así llamados «grandes días», la historia nos deja con una sensación de horror y de disgusto. ¡Qué gloriosa y prometedora sonaba la palabra «historia» en nuestros oídos cuando éramos estudiantes, cuántas veces como niños anhelábamos ser testigos y participar en esa esplendorosa historia que conocíamos sólo en los libros y cuadros. La amarga experiencia nos ha enseñado que la verdadera historia no es la de los libros de la escuela, que no es una serie de grandes hazañas, sino un océano de penalidades. Qué cansados estamos de todos esos grandes hechos, de esa inundación diaria de despachos, de las grandes batallas marítimas, terrestres y aéreas de todos los tiempos, de la absurda competencia mundial por el terror!

Pero la historia es muy semejante a la vida humana en general. Así como hemos aprendido a considerar como la mejor esa época histórica en la cual la historia apenas aparece, así cada uno de nosotros en nuestra vida privada, gradualmente ha aprendido a preferir los tiempos callados y armoniosos a las épocas de tumulto, y valorizamos los tiempos sobre la base no sólo filosófica, sino simplemente por nuestro bienestar personal. Esta actitud es banal y antiheroica, pero hay que decir al respecto: por lo menos es honesta.

¿Podríamos decir, entonces, que nuestra vida es más feliz mientras menos cosas suceden, que el mundo es mejor cuando no tiene historia, sino que meramente existe? Tal concepto nos es repelente, nos parece tan trivial y corriente; no, no podemos aceptarlo. Pero del fondo de pliegues internos que hace tanto tiempo no visitamos, nuestra memoria nos recuerda ciertos versos, ciertas máximas de sabiduría, tales como la observación de Goethe que nada es tan difícil de sobrellevar que una sucesión de días felices. Es algo triste cuando anhelamos fervientemente días agradables. Pero Goethe tenía razón: el hombre anhela la felicidad pero no la puede soportar por mucho tiempo. Así es la vida individual: la felicidad lo cansa y lo hace perezoso; después de un lapso, cesa de ser felicidad. La felicidad es una bella flor, pero se marchita rápidamente. Quizás eso también sea cierto en la historia, probablemente los pocos breves períodos que nos parecen bien armonizados y envidiables, tengan que ser pagados con miseria, sangre y lágrimas.

¿Qué es por tanto lo que debemos desear si la única alternativa está en el infierno de una vida heroica y la banalidad de una existencia sin historia?

¿Qué es lo que debemos anhelar? He ahí una cuestión que podemos ponderar por largo tiempo y no encontrar respuesta. Por otra parte, hay que pensar que la pregunta está mal formulada, o más bien que se trata de algo vano e infantil. La larga conmoción de la guerra parece habernos llevado a una niñez primitiva; hace tiempo que olvidamos lo que los grandes maestros de la humanidad descubrieron y nos enseñaron. Durante miles de años nos han enseñado la misma cosa, y cualquier teólogo o humanista nos puede explicar con palabras sencillas de lo que se trata, independientemente de si se inclina más a Sócrates o hacia Lao-Tzu, hacia el sonriente e insufrible Buda o a nuestro Salvador con su corona de espinas. Todos ellos, y de hecho todo hombre con perspicacia, todo individuo alerta e ilustrado, todo verdadero conocedor y maestro de la humanidad, nos han enseñado lo mismo. A saber: que el hombre no debe anhelar grandezas o felicidad, heroísmo o una dulce paz, que no debe desear otra cosa sino su pureza de alma, una mente despierta, un bravo corazón y una fiel y comprensible paciencia que lo ayuden a soportar la felicidad junto con el sufrimiento, la conmoción tanto como el silencio.

Procuremos desear estos buenos dones. Todos tienen la misma fuente. Todos vienen de Dios, y no son sino la chispa divina en cada uno de nosotros. No percibimos esa chispa todos los días, y pasa largo tiempo sin que la notemos; la olvidamos, pero un solo instante nos la vuelve a presentar, un momento de terror y desesperación o un instante de benigna quietud. Tal como atisbar en el misterio de una flor o en la pura mirada de un niño o el sonido de unos compases de música. En esos momentos, instantes de intensa pena o extrema quietud, cada uno de nosotros sabe, aun cuando no lo pueda expresar con palabras, el secreto del conocimiento y toda la felicidad, el secreto de la unidad. El único Dios vive en nosotros, toda parcela de tierra es nuestro hogar, todo hombre es nuestro hermano; ése es el conocimiento al que volvemos cuando nos invade la aflicción o el dulce embeleso, y mueve nuestro corazón al amor. Este conocimiento de divina unidad denuncia toda separación de razas, naciones, ricos y pobres, religiones y partidos como un engaño y una trampa.

Ojalá que esta paz interior llegue a todos los hombres: a los que a esta hora se meten en su lecho en una casa segura y a los que viven en la miseria sin casa ni abrigo. La deseamos para los vencedores para que su triunfo no los ciegue o los haga orgullosos, y para los vencidos para que no se agiten contra el sufrimiento que les ha sido enviado y lo deseen para los otros, con el fin de que puedan aprender a soportarlo y escuchar la voz de Dios en su corazón.

Solamente unos cuantos santos entre los hombres son capaces de vivir largo tiempo en paz y bienaventuranza; el resto de nosotros no podemos hacerlo. Mas todo esto lo sabemos y con frecuencia nos hemos avergonzado de ello. Pero una vez que nos demos cuenta de que el único camino hacia una más digna y noble humanidad es el que nos conduce por medio de la unidad, a través de la siempre renovada perspicacia de que todos los hombres somos hermanos y que tenemos un origen divino, una vez que quedemos realmente heridos y despertemos a este relámpago de luz, jamás volveremos a dormir por completo, y sobre todo no volveremos a recaer en ese estado de ánimo de pesadilla que nos mueve a la guerra, persecución racial y lucha fratricida entre los hombres.

Año tras año hemos sido testigos de un insoportable horror, y otros, menos favorecidos que nosotros han sufrido, unos aquí, otros allá, y siguen sufriendo tormentos de alma y cuerpo. Entre sangre y lágrimas, muchos han propalado opiniones y clasificaciones por medio de las cuales el hombre común y corriente ordena su mundo en la buena época. Muchos han despertado, muchos han sido aguijoneados por su conciencia, muchos han jurado: si logro sobrevivir todo esto, me convertiré en un hombre diferente y mejor. Hoy como siempre, éstos son los homines bonae voluntatis, los hombres de buena voluntad; para ellos se les ha mostrado un fragmento de la historia del mundo, de su misterio; ellos solos y no cualesquiera naciones, clases, ligas u organizaciones, son los que tienen el poder secreto de la fe.

Una vez, durante una noche de insomnio por haber sabido las atrocidades perpetradas por Hitler, por primera vez, escribí un poema como desafío al horror y como profesión de mi fe. Leedlo a continuación:

Es para nosotros, hermanos errantes

Que el amor sea posible en medio de la discordia.

Sin enjuiciar y sin odios

Sino un amor paciente,

Y la bondadosa paciencia

Nos acerca a nuestra meta…