De vez en cuando el correo nos trae una grata sorpresa. Ayer tuve una: un paquete con cartas de Alemania. Alguna persona de Stuttgart llegó a Suiza y trajo consigo unas cartas para mí de varios amigos míos en Suabia. Las hizo llegar a mi casa y prometió llevar la respuesta a su regreso. No eran cartas ordinarias de tal o cual persona extraña, sino comunicaciones esperadas con ansiedad de mis amigos. No incluían nada nuevo sobre los asuntos que más me preocupaban en Alemania, pero en ellas encontré por primera vez que un grupo de intelectuales me refirió sus experiencias y opiniones desde el colapso. No necesito decir que ninguno de mis amigos llegó a respaldar o contribuir al Nacional Socialismo; habían advertido el peligro desde un principio y fueron testigos del crecimiento del poder de Hitler con profunda alarma. Muchos de ellos habían soportado sufrimientos y hecho grandes sacrificios; perdieron sus trabajos y fueron puestos en prisión. Durante muchos años había observado, con gran claridad pero con impotencia cómo el mal y la malignidad se hacían cada vez más monstruosos. Desde el principio de la contienda habían esperado con dolor de su corazón la derrota de su pueblo y muchas veces quisieron morir. La historia de este sector de la población alemana no ha sido escrita aún. Muy pocas personas fuera de Alemania reconocen siquiera su existencia. Varios de mis corresponsales eran con anterioridad liberales o demócratas del sur de Alemania, otros eran católicos y muchos de ellos eran socialistas.
Estos intelectuales, cuyo sufrimiento —en mi opinión— los ha convertido en la gente más madura y sabia de la Europa actual, se empeñaron, algunos consciente y deliberadamente, otros inconsciente pero instintivamente, en separarse de todo aquello relacionado con el Nacional Socialismo. En su indescriptible miseria, los combatientes de Francia e Italia, los hambrientos holandeses o griegos, los cruelmente castigados polacos, incluso los judíos que vieron a sus hermanos de raza ser torturados y asesinados por cientos de miles, todos estos pueblos tenían una ventaja: la solidaridad. Esto les fue negado a los oponentes y víctimas de Hitler en el interior de Alemania, con excepción de los que se habían organizado antes de 1933, y casi todos ellos fueron eliminados o recluidos en el infierno de las prisiones o campos de concentración. Quedó solamente una minoría no organizada de hombres razonables y bien intencionados. Este pequeño grupo fue hostigado cada vez más por los soplones e informadores; vivieron en una atmósfera envenenada por mentiras, rodeados de gente infectada —y para ellos incomprensible— de un maligno frenesí. Yo creo que la mayoría de los que lograron sobrevivir esa pesadilla de doce años quedó deshecha e incapaz de tomar parte activa en la reconstrucción de Alemania. Sin embargo, estimo que puede hacer una gran contribución en el despertar moral y espiritual de su gente, que hasta la fecha no han siquiera empezado a darse cuenta de lo que ha sucedido ni a su parte de responsabilidad en el desastre. Como fuerte contraste a ésta apatía de la gente en general, la conciencia de estos hombres, que nunca dejó de estar alerta, ha venido a ser como una llaga sensible; hombres como ésos son los que están preparados para dilucidar sobre la culpabilidad nacional.
Todas las comunicaciones de estos buenos y genuinos alemanes tienen algo en común: una viva reacción contra el tono de los sermones moralizadores que ahora, aunque un poco tarde, se dirigen a los alemanes por parte de los pueblos democráticos. En forma compendiada con efectividad, algunos de estos artículos y panfletos, entre ellos el ensayo de C. G. Jung «Collective Guilt» (Culpa Colectiva), se distribuyen en Alemania por las fuerzas de ocupación. El único sector del pueblo alemán dispuesto a leer esos artículos en la actualidad, ha reaccionado con alarmante susceptibilidad. Es indudable que los sermones están bien, pero infortunadamente no llegan al pueblo alemán, sino sólo al sector mejor y más noble, cuya conciencia hace tiempo ha estado bien alerta.
No puedo defender estos artículos a mis amigos Suabios, a los que yo llamo sermones. No lo intentaré. En concreto, nada tengo que decirles. ¿Qué puede decirles un individuo que vive en una casa que no ha sido bombardeada y que come todos los días, que ha participado de las dificultades durante los últimos diez años, pero que no ha sido amenazado con violencia, a la gente que ha pasado por toda clase de sufrimientos? Sin embargo, hay un punto en el que creo poder aconsejar a mis amigos allende la frontera. Pueden ser muy superiores a mí en todo sentido, pero hay algo en que mi experiencia es anterior. Yo rompí con el nacionalismo, toda clase de nacionalismo, hace muchos años, no bajo Hitler ni bajo el impacto del bombardeo aéreo de los Aliados, sino de 1914 a 1918, y desde entonces, repetidamente he confirmado mi oposición al nacionalismo. Consecuentemente, puedo decir a mis amigos lo siguiente: La única cosa que no puedo entender en vuestra correspondencia es la indignación contra ciertos artículos que pretenden hacer ver a vuestra gente su culpabilidad. Esto me incita a decir en alta voz: no alienéis el pequeño bien que el colapso os ha traído… En 1918 se logró una República en lugar de una monarquía autócrata; y ahora en medio de esta miseria general se presenta otra oportunidad, oportunidad de participar en un nuevo episodio del progreso del hombre hacia el humanitarismo. En esto lleváis ventaja sobre los vencedores y neutrales; podéis ver a través de la locura de todo nacionalismo; en el fondo de vuestros corazones hace tiempo que lo odiáis, y estáis en condiciones de libertaros de él. Lo habéis logrado en buen grado, pero no en forma radical. Porque cuando completéis este proceso entre vosotros, tendréis cosas muy diferentes que decir acerca del pueblo alemán y sobre la culpabilidad colectiva. Estaréis en condiciones de leer o de escuchar cualquier declaración insultante o provocativa contra toda una nación sin sentir que vosotros hayáis sido insultados o provocados. Y vosotros, por pocos que seáis, seréis superiores en valor humano para vuestro pueblo y para todos los demás pueblos; estaréis a un paso más de Tao.