En su diario, Julián Green escribe que no capta en forma alguna el ateísmo; tal parece que nunca ha dudado de la existencia de Dios. Entre todas sus reveladoras declaraciones incluidas en dicho diario, tan rico y extraordinario, yo creo que ésa es la más importante.
Hay algunos lectores de las obras de Julián Green que se desconciertan por esta fe absoluta en Dios, pero que sostienen que se contradice en sus novelas. Estos lectores encuentran sus novelas hermosas en cierto modo, o por lo menos interesantes, pero en el fondo las tachan de «negativas», es decir, destructivas, derrotistas, escépticas y enfermizas, porque el autor no deja de hacer trizas la realidad y dudar de todo, no solamente de lo convencional sino de la realidad de los fenómenos en general.
Yo no encuentro tal contradicción. Al contrario, la fe en Dios de Green y su incredulidad en el mundo son complementarias. Green cree en Dios; para él Dios es lo substancial y lo real en consecuencia. El mundo en que el creyente vegeta, la materialidad que lo rodea, es lo que lo separa de Dios. Es lo que lo aparta de Dios como una habitación que se cierra al paso del aire y del sol. Ésta es la razón por la cual el mundo no tiene nada que le interese, que lo fascine tanto como las fallas que se aprecian en la realidad. Estas fallas tienen intersticios o grietas por las cuales el ojo puede percibir a Dios. Cuando Green se apega a estas rendijas y fallas del mundo, lo que lo anima no son esos defectos, esos desechos, sino lo que hay detrás de ellos: Dios.
TOMADO DE UNA CARTA
Con la presente incluyo el último boceto de un nuevo poema. Excepto las tareas mecánicas rutinarias del día, no he hecho nada en las últimas semanas sino tratar de redondearlo. Ha pasado por ocho o nueve etapas intermedias, pero ahora lo dejaré tal como está. Es algo verdaderamente extraño: mientras la mitad del mundo se apresta con armas y trincheras, se activan los astilleros y las fábricas, con el fin de reducir al mundo en polvo y astillas, yo he pasado todos estos días tratando de corregir mi pequeño poema.
Primero, quisiera explicarlo. En un principio, el poema constaba de cuatro estrofas y ahora sólo quedan tres. Confío en que esto lo simplifique y debo advertir que nada se ha perdido. El Cuarto renglón de la primera estrofa me molestó desde un principio; obviamente era algo preliminar. Hice varias copias para mis amigos y nunca quedé satisfecho, me pareció inadecuado, no rimaba con el poema en sí. Finalmente, entre mis amigos que lo leyeron hubo uno cuya particular sensibilidad lo obligó a manifestar su inconformidad; me escribió sobre el particular y yo estuve de acuerdo. Entonces me propuse revisarlo línea por línea y palabra por palabra para excluir lo superfluo.
En estos casos uno se pregunta cuál es el premio a tan ardua labor. Nueve de diez de mis lectores, quizá más de las nueve décimas de los mismos no son capaces de distinguir entre una y otra versiones. Sin embargo, hace treinta años, recordé que uno de mis lectores inquirió sobre el texto de un corto poema. Lo había leído en una revista, cuyo nombre olvidaba, pero había memorizado casi todo el poema, excepto uno de los renglones. Consulté el manuscrito, y ese renglón era el más flojo, al grado que yo le había puesto una interrogación al margen de la línea.
Sea como fuera, la mayoría de mis lectores no podrían darse cuenta del trabajo que me cuesta revisar mis versos, si es que lo notan. Independientemente de que el poema sea bueno o malo, la revista que lo publique me pagará lo, acostumbrado, una suma equivalente más o menos a un día de trabajo de un obrero especializado. Ante los ojos de la generalidad, mi empeño en mejorar este poema parecerá un absurdo, una pérdida de tiempo. Se podrá preguntar el lector, por qué invierte el poeta tanto tiempo y esfuerzo en unos cuantos versos.
Uno puede replicar como sigue: efectivamente, ese trabajo puede ser tiempo perdido, porque no se puede saber si alguno de los poemas escritos sobreviva al autor o a su época. Sin embargo, ese individuo, que no pretende que lo tomen muy en serio, ha hecho algo mejor, más apreciable y menos dañino de lo que la gente hace hoy en día. Es verdad que ha manipulado palabras y las ha puesto en verso, pero no se ha puesto a disparar un fusil o arrojar una bomba, ni ha soltado gases venenosos, ni fabricado armas o hundido naves.
Otra respuesta sería la de que al escoger palabras y dejarlas escritas para un mundo que podrá ser destruido mañana, el poeta hace lo mismo que las anémonas, velloritas y otras flores que florecen en nuestras praderas. Probablemente la pradera quedará hecha pedazos por la metralla o ahogada por gases deletéreos, o bien los soldados cavarán trincheras y pondrán alambre de púas por ahí. Pero las flores no se preocupan por tales eventualidades. Laboriosamente echan sus pétalos y forman su cáliz ordenadamente y con natural precisión. Ésa podía ser una respuesta, pero excepto por el poeta mismo, nadie se pregunta el por qué.