REFLEXIONES SOBRE CHINA
1921

Los ojos del mundo están fijos con gran ansiedad en el resultado de un congreso que tiene lugar en Washington, con el fin de evitar una guerra entre los Estados Unidos de Norteamérica y el Japón, así como en la limitación de los armamentos de las grandes potencias. Los trabajos llevados a cabo han tenido un éxito parcial; algo se ha podido lograr. No habrá guerra entre los Estados Unidos de Norteamérica y Japón en un futuro previsible, y menos dinero y trabajo se malgastarán en barcos de guerra.

El mundo ha prestado menos atención a otro aspecto de las conversaciones en Washington. Las naciones poderosas han llegado a un cierto grado de acuerdo. Pero poca importancia se le dio a un país débil que también estuvo presente. Me refiero a China. El poder más antiguo del mundo en existencia, la vasta y antigua China, que no ha escogido el camino de la adaptación al mundo occidental y que Japón ha seguido sin interrupción durante varias décadas. China se ha debilitado; ha dejado de ser una fuerza independiente y virtualmente se la considera entre las grandes potencias como apenas «una esfera de influencia» que cautelosamente podría ser dividida entre los poderosos.

Hace algunos años, un chino devoto a sus viejas y venerables ideas, se refirió a estos desarrollos en términos que no tienen cabida en la política, pero que se ajustan al espíritu del Tao Te Ching. Dijo más o menos lo siguiente: dejemos a los japoneses y a otros países que nos conquisten, que se apoderen de nuestra nación, que nos gobiernen. ¡Dejémoslos! Se podrá ver que somos los más débiles, que podemos ser conquistados, absorbidos. ¡Dejemos que esto suceda, si ése es el destino de China! Pero luego que nos hayan devorado, veremos si son capaces de digerirnos. Podría ser que nuestro gobierno y ejército, administración y finanzas sean japonesas, norteamericanas, inglesas, pero los conquistadores se verán impotentes para cambiar a China, y por lo contrario, ellos serán los conquistados y cambiados por el espíritu de China. Porque China es débil en el arte de la guerra y en la organización política, pero rica en vida, en espíritu y en cultura ancestral.

Recordé a ese gentil chino cuando leí los últimos reportes de Washington. Entonces medité: incluso ahora, aunque China no haya sido subyugada y declina como potencia mundial, ha conquistado una gran parte del Occidente. En los últimos veinte años, la antigua cultura china, apenas conocida por unos cuantos eruditos, ha comenzado a conquistarnos a través de la traducción de sus antiguos libros por la influencia de su ancestral criterio. En los últimos diez años, Lao-Tzu se ha dado a conocer en sus obras traducidas a gran número de idiomas y ha logrado una enorme influencia por toda Europa. Anteriormente, hace veinte años, cuando hablábamos de la «cultura oriental», pensábamos exclusivamente en la India, en los Vedas, en Buda y Bhagavad-Gita. Ahora, cuando nos referimos a la cultura asiática, pensamos de igual modo y quizás más en China, en el arte chino, en Lao-Tzu, en Chuang-Tzu o en Li Po, y resulta que cuando nosotros los europeos pensamos en la vieja China, especialmente en el taoísmo primitivo, lejos de ser una exótica curiosidad nos facilita una corroboración significativa de nuestro propio modo de pensar, un medio muy valioso de ayuda y reflexiones. No es que de estos textos antiguos logremos un concepto nuevo y redentor de la vida, que abandonemos nuestra cultura occidental y nos convirtamos en chinos, pero en los chinos antiguos, especialmente en Lao-Tzu, encontramos modelos del modo de pensar que hemos descartado, un reconocimiento y forma de cultivar energías, que por otras ocupaciones, hemos olvidado.

¡Cuando me dirijo al rincón de la biblioteca con obras chinas, lo encuentro tan ameno y tan pacífico! ¡Hay ahí tanta sabiduría y tantos conceptos tan oportunos! Durante los años de esta última guerra tan terrible, encontré ahí pensamientos consoladores y que revivieron mi espíritu…

En un libro de notas, encontré un mensaje de Yang Chu, que decía:

«La actitud del hombre hacia la vida, debe ser como la de un patrón a su sirviente, bajo las siguientes máximas de las Cuatro Dependencias:

La mayoría de los hombres dependen de cuatro cosas que anhelan con fervor: larga vida, fama, títulos o rango, dinero y posesiones.

Es por este incesante deseo de esas cuatro cosas que el hombre tiene temor a los demonios y entre uno y otro hombre, y así teme al poderoso y al castigo. Todo estado está edificado sobre estos cuatro temores y dependencias.

Los hombres que son presa de estas cuatro dependencias viven en estado de locura. Pueden ser asesinados o permitírseles que vivan; en cualquiera de los dos casos, el destino les llega del exterior.

Sin embargo, el hombre que ama su destino y vive por él, no le importa tener una larga vida, fama, títulos o rango…

Esos hombres llevan la paz dentro de ellos mismos. Nada en el mundo los arredra, o les puede ser hostil. Soportan su destino dentro de su propio ser…».