EL REGRESO DE ZARATHUSTRA
UNAS PALABRAS A LA JUVENTUD ALEMANA
1919

Hubo una vez un espíritu alemán, un valor alemán, una virilidad alemana que no se hicieron sentir entre la confusión del rebaño o del entusiasmo de las masas. El último gran vehículo de ese espíritu fue Nietzsche, quien, en medio del auge comercial y pusilánime conformismo que fueron característicos del principio del Imperio Germano, se convirtió en antipatriota y antialemán. En este pequeño ensayo quiero recordar a los jóvenes intelectuales alemanes algo sobre este hombre, sobre su valor y soledad, y de esta manera, que aparten su mente del clamor del rebaño (cuyo tono ríspido actual no es una pizca más agradable que el del brutal e imperioso sonido de aquellos «grandes días») y consideren unos cuantos hechos simples y experiencias del alma. Respecto a la nación y a la colectividad, que cada individuo actúe según sus necesidades y como se lo dicte su conciencia, pero si en el proceso pierde su propia personalidad, su propia alma, cualquier cosa que haga carecerá de valor. Solamente unos cuantos hombres en nuestra empobrecida y derrotada Alemania, han comenzado a reconocer que las lágrimas y quejas son inútiles, y que hay que actuar como hombres para enfrentarse al futuro. Sólo unos cuantos sospechan el profundo grado de degeneración de la mente alemana desde mucho tiempo antes de la guerra. Si deseamos contar una vez más con mentalidades y gente capaces de asegurarnos el porvenir, no debemos comenzar por la parte posterior, con métodos políticos y formas de gobierno, sino desde el principio, conformando y forjando nuestra personalidad. Éste es el tema de mi pequeña obra. Apareció por primera vez, anónimamente, en Suiza (donde se hicieron varias ediciones), porque no quise despertar la desconfianza de la juventud bajo un nombre conocido. Pretendí que lo vieran sin prejuicios, y así lo hicieron. Por lo tanto, no veo la razón para permanecer anónimo.

Hermann Hesse.

(Prefacio a la primera edición firmada).

Cuando corrió el rumor entre los jóvenes de la capital que Zarathustra había reaparecido y había sido visto en diversos lugares, en las calles y plazas, varios jóvenes salieron en su busca. Éstos eran jóvenes que habían regresado a casa de la guerra y que fueron presa de la angustia por los cambios y trastornos de su madre patria, se dieron cuenta de que ocurrían grandes cosas, pero que el significado de las mismas era algo oscuro y que muchas de ellas carecían de ritmo o de razón de ser. En los años ya pasados, estos jóvenes habían considerado a Zarathustra como su profeta y como su guía; habían leído lo escrito sobre él con el entusiasmo de la juventud; habían hablado y pensado sobre sus peregrinaciones por entre setos y montañas, por las noches a la luz de sus linternas y en la quietud de sus cuartos. Y porque la voz que por primera vez y con inusitada fuerza vuelve los propios pensamientos hacia nuestro interior y esboza nuestro propio destino, se consagraron a Zarathustra.

Los jóvenes encontraron a Zarathustra en una calle ancha y llena de gente. Estaba de pie, oprimido contra un muro, y escuchaba a un demagogo que arengaba a la multitud desde un vehículo. Zarathustra escuchaba, sonreía y observaba los rostros de la gente. Miraba esas caras como un viejo ermitaño contempla las olas del mar o las nubes matinales. Notó su temor, su impaciencia y perplejidad, la penosa ansiedad casi infantil; observó el valor y el odio en los ojos de los más resueltos y desesperados. Y no se cansó de observar sin dejar de escuchar al orador. Los jóvenes lo reconocieron por su sonrisa. No era joven ni viejo, no parecía un maestro ni un soldado, era simplemente un hombre, como el primer hombre que salió de la oscuridad en un principio, el primero de su clase.

Sin embargo, a pesar de sus primeras dudas sobre él, lo reconocieron por su sonrisa. Su sonrisa era abierta, pero no era amable; era sincera, pero no benévola. Era la sonrisa del luchador, pero más aún la de un hombre anciano que ha visto muchas cosas y que ha ahorrado sus lágrimas.

Cuando la perorata estaba a punto de terminar y la gente comenzó a dispersarse en medio de un gran clamor, los jóvenes se acercaron a Zarathustra y lo saludaron con reverencia.

—¡Maestro, estás aquí —tartamudearon—, finalmente has regresado entre nosotros en este día de tan gran aflicción. Bienvenido seas Zarathustra! Tú, nos dirás lo que debemos hacer, serás nuestro guía. Nos salvarás del más grande de nuestros peligros…

Con una sonrisa les pidió que lo acompañaran, y cuando iban de camino les dijo:

—Amigos míos, me siento complacido. He regresado quizás por un día o por unas horas, y veo que están ustedes desempeñando un papel. Siempre he tenido gran placer al ver actuar a la gente. Nunca se manifiestan con mayor sinceridad.

Los jóvenes lo escuchaban y se miraban entre sí; pensaron que había un tinte de burla, excesivo desenfado, gran despreocupación en sus palabras. ¿Cómo podía aludir a representaciones teatrales cuando la gente sufría en la miseria? ¿Cómo podía hablar con tanta ligereza cuando su país había sido derrotado y estaba al borde de la ruina? ¿Cómo concebir que todo esto, que la gente, el espectáculo, la gravedad del momento, su propia solemnidad y veneración, fuera simplemente una escena teatral? ¿No sería el momento en que se derramaran lágrimas amargas, y se rasgaran las vestiduras? ¿No sería, sobre todo, la oportunidad y muy a tiempo de actuar? ¿Emprender grandes acciones? ¿Poner un ejemplo? ¿De salvar al país y a su gente de una inevitable catástrofe?

—Os comprendo, mis fieles amigos —dijo Zarathustra al adivinar sus pensamientos—. Entiendo vuestro descontento. Lo esperaba y sin embargo no me sorprende particularmente. Todas esas expectativas siempre van de la mano con lo adverso; parte de nuestro ser anhela algo, pero la otra espera lo contrario. Amigos míos, ésos son mis sentimientos por ahora, ¿pero hablemos un poco, deseáis hablar con Zarathustra, no es así?

—Sí… así es —gritaron todos en coro. El profeta sonrió y les dijo:

—Pues bien, amigos míos, hablad con Zarathustra, escuchadlo. El hombre ante vuestros ojos no es un demagogo, un soldado, un monarca o un general; es simplemente Zarathustra, el viejo ermitaño y bufón, el que hace reír al último, el instigador de muchas otras cosas tristes. Por mi parte, amigos míos, nunca aprenderéis a gobernar naciones ni a recuperar vuestras derrotas. No os puedo enseñar a conducir rebaños ni a calmar el hambre de la gente. Ésas no son artes de Zarathustra, ni son sus preocupaciones…

Los jóvenes quedaron silenciosos y una nube de desconcierto pasó por sus rostros. Abatidos y disgustados caminaron al lado del profeta y durante un buen rato no supieron qué replicarle. Finalmente, el más joven del grupo se atrevió, sus ojos brillaban al hablar y Zarathustra lo contempló con agrado.

—Entonces ilústranos, dinos lo que tienes que decir. Porque si solamente has venido a mofarte de nosotros y de tu gente, tenemos otras cosas que atender en vez de caminar contigo y escuchar tus excelentes bromas. Escúchanos, Zarathustra, todos nosotros, jóvenes como somos hemos luchado en la guerra y hemos visto a la muerte cara a cara; no tenemos tiempo que perder en juegos y pasatiempos. Maestro, te reverenciamos y amamos, pero es más grande el amor que tenemos por nuestra gente. Queremos que lo sepas.

Al oír estas palabras del joven, el semblante de Zarathustra se iluminó y miró con amabilidad, con ternura a sus ojos indignados.

—Amigo mío —le dijo con su mejor sonrisa—, tienes toda la razón en no aceptar al viejo Zarathustra sólo porque sí, sin sondearlo y antes bien hostigarlo con lo que tú supones que es su punto vulnerable. ¡Tienes tanta razón al ser desconfiado! Más aún, debo decir que has expresado lo que sientes en excelentes palabras, la clase de palabras que me gusta escuchar. Tú dijiste: «nos amamos más que lo que amamos a Zarathustra…». Eso me llega al corazón. Con esas palabras me has hecho tragar el anzuelo, a pesar de ser un pez escurridizo; pronto me tendrás colgado de tu sedal…

En ese momento se escucharon gritos, fuertes voces y clamor tumultuoso a la distancia; algo extraño y absurdo en ese callado atardecer. Y cuando Zarathustra vio los ojos y pensamientos de sus jóvenes compañeros fijarse intensamente en esa dirección su tono cambió. De repente, su voz se escuchó como si viniera de un lugar remoto y extraño, se oía como la primera vez en que los jóvenes lo habían conocido, como una voz que surge no de un hombre, sino de las estrellas o de los dioses, más aún, como la voz que cada hombre oye en secreto dentro de su corazón, cuando Dios está con él.

Los jóvenes pusieron atención, sus pensamientos y sentidos volvieron a Zarathustra, porque ahora reconocieron la voz que una vez escucharan en su tierna juventud, como la voz de un dios desconocido.

—Escuchadme, hijos míos —dijo con fervor, dirigiéndose especialmente a los más jóvenes—, si queréis escuchar el sonido de la campana no hay que golpear sobre hojalata. Si pretendéis tocar la flauta no hay que apoyar los labios en un odre de vino. ¿Me comprendéis amigos? Recordad, recordad, amigos míos, recordad lo que aprendisteis de Zarathustra en aquellas horas de entusiasmo. ¿De qué trataba? ¿Eran consejos sabios sobre casas de cambio, sobre las calles, sobre el campo de batalla? ¿Os di consejos sobre reyes, os hablé como rey, como ciudadano, político o mercader? No, si recordáis, hablé como Zarathustra, hablé en mi idioma, estuve frente a vosotros como un espejo para que os vierais. ¿Alguna vez aprendieron algo de mí? ¿Fui alguna vez un profesor de lenguas o maestro de alguna materia? No, Zarathustra no es un maestro, no podéis interrogarlo y aprender de él, ni anotar pequeñas o grandes fórmulas para usarlas después. Zarathustra es un hombre, es como vos. Zarathustra es el hombre que buscáis en vosotros mismos, el hombre recto y genuino, ¿cómo podría seduciros? Zarathustra ha visto mucho y ha sufrido mucho también, ha desgranado muchos frutas y ha sido mordido por muchas víboras. Pero ha aprendido sólo una cosa, se enorgullece de un poco de sabiduría al saber ser Zarathustra. Y eso es lo que debéis aprender de él, pero que con frecuencia os falta valor para ello. Debéis aprender a ser vosotros mismos, así como yo he aprendido a ser Zarathustra. Debéis olvidar el hábito de ser alguna otra persona, dejar de imitar voces de otros y de equivocar otros rostros por los vuestros. Por tanto, amigos míos, cuando Zarathustra os habla, no busquéis sabiduría, artes o fórmulas, ni tretas de magia, sino que debéis buscar al hombre mismo. De una piedra se puede saber lo que es la dureza, de un pájaro lo que es el cantar. De mí podéis aprender lo que es el hombre y su destino.

Conversando de tal manera llegaron a los límites de la ciudad y durante largo rato siguieron caminando al atardecer, bajo la sombra y murmullo de los árboles. Le preguntaron muchas cosas, a menudo reían con él y a veces se desesperaban. Uno de ellos, escribió lo que Zarathustra les dijo esa tarde, o por lo menos parte de su conversación, que conservó para sus amigos.

A continuación transcribimos lo que recordó de las palabras de Zarathustra:

SOBRE EL DESTINO

Así hablaba Zarathustra:

Hay un don que se le da al hombre y lo transforma en dios, que le recuerda que es un dios: el conocimiento de su destino.

El que yo sea Zarathustra es porque he logrado saber el destino de Zarathustra. Que yo he vivido su vida. Pocos hombres conocen su destino. Pocos hombres viven sus vidas. ¡Aprended a vivir vuestras vidas! ¡Aprended a conocer vuestro destino!

Os habéis lamentado tanto sobre el destino de vuestra gente. Pero el destino por el cual nos lamentamos no es todavía nuestro; es un destino ajeno, hostil, un dios extraño, un ídolo maligno, un destino que se nos arroja como un dardo envenenado desde la oscuridad.

Hay que aprender que el destino no proviene de ídolos; así se puede saber que no hay ídolos o dioses. Así como el infante crece en la matriz de la madre, así se desarrolla el destino en el cuerpo del hombre, o si así se desea, en su mente o en su alma, que son la misma cosa.

Así como la mujer y su hijo son una sola entidad y ama a su criatura sobre todas las cosas, así se debe aprender a amar vuestro destino sobre todas las cosas. Debe ser vuestro dios, porque vosotros mismos debéis ser vuestros propios dioses.

Cuando el destino le llega al hombre de lo externo, lo desploma, justo como la flecha hace desplomar al venado. Cuando el destino le llega al hombre de su interior, lo fortalece, lo convierte en dios. Hizo a Zarathustra como Zarathustra, así que debe convertiros en vosotros mismos.

El hombre que ha reconocido su destino nunca trata de cambiarlo. El empeño para cambiar el destino es una ocupación infantil que hace que los hombres disputen y se maten entre sí. Vuestro Emperador y generales trataron de cambiar el destino, igual que vosotros. Ahora que se ha fracasado en el cambio de destino, permanece un sabor amargo y lo veis como a un veneno. ¡Si no hubierais tratado de cambiarlo, si lo hubierais llevado dentro del corazón como a un niño, si lo hubierais convertido en vosotros mismos, el sabor sería tan dulce! Toda desgracia, veneno y la muerte son destinos ajenos e impuestos. Pero todo acto genuino, todo aquello que es bueno y festivo y fructífero sobre la tierra, es destino viviente, destino que proviene del propio ser.

Antes de la larga guerra, amigos míos, erais muy ricos, vosotros y vuestros padres, muy ricos, obesos y glotones, y cuando el dolor invadió vuestro cuerpo, vuestro vientre, debíais haber reconocido el destino en el dolor y atendido a la buena palabra. Pero como niños que sois, el dolor de vientre indignó e inventasteis la idea de que el hambre y la necesidad eran el origen del dolor. Y la reacción fue golpear: conquistar, extender las fronteras, adquirir más alimento para vuestro vientre. Ahora que habéis regresado a casa y no habéis ganado lo que os proponíais, volvéis a quejaros contra toda clase de dolores y penalidades; una vez más buscáis al malvado, al malvado enemigo responsable del sufrimiento, y estáis prontos a dispararle, incluso si fuera vuestro hermano.

Amigos míos, ¿no es hora de reconsiderar? ¿Acaso no debéis, por esta sola vez, tratar vuestra pena con mayor respeto, más curiosidad, más hombría, con menos infantilismo y temor infantil? Acaso sea vuestra amarga pena la voz del destino, voz que se transforme en dulce voz que una vez comprendisteis …

Además, amigos míos, escucho vuestras perpetuas lamentaciones y gritos sobre la amarga desgracia y amargo destino que han recaído sobre vuestro pueblo y vuestra patria. Perdonadme, amigos míos, si siento un poco de desconfianza por tal dolor, si tengo algo de renuencia por ello… me resisto a creer que vosotros, vosotros todos estéis sufriendo por vuestra gente y vuestra patria. ¿Dónde está vuestra madre patria? ¿Dónde está la cabeza visible? ¿Dónde está su corazón? ¿Cómo comenzará la curación y cuando? ¡Decídmelo! Ayer, vuestro temor era por el Kaiser, por el imperio del que estabais tan orgullosos, que os era tan sagrado. ¿Dónde está todo eso en la actualidad? Vuestra pena no viene sólo del Kaiser, porque si así fuera, ¿persistiría la amargura ahora que el Kaiser ha desaparecido? No proviene del ejército o de la armada o de alguna provincia conquistada, de alguna posesión, eso bien lo comprendéis. Pero veamos, ¿si hay tanto dolor, habrá que seguir hablando sobre la nación, la madre patria, sobre todos esos temas tan fáciles de discutir, pero con la misma facilidad de los lleva el viento? ¿Quién es el pueblo? ¿El orador callejero o los que lo escuchan; los que están de acuerdo con sus corifeos o los que los hacen callar? ¿Escucháis los disparos por ahí? ¿Dónde está el pueblo, vuestro pueblo? ¿Dispara o le disparan? ¿Lo atacan o resulta atacado?

Como podéis ver, es difícil que los hombres se entiendan entre sí, y más difícil aún si recurrimos a la oratoria. Si todos vosotros sufrís por el dolor, si estáis enfermos de cuerpo y alma, si tenéis miedo y anticipáis el peligro, ¿por qué no, por mera curiosidad o esparcimiento, por una curiosidad sana, tratáis de ver las cosas en forma diferente? ¿Por qué no preguntar si la causa de vuestra desgracia proviene de vosotros mismos? Durante un breve período en días pasados estabais convencidos de que los rusos eran vuestros enemigos y la causa de todos los males. Poco después, fueron los ingleses, luego los franceses, enseguida otros, y en cada ocasión estabais seguros, y cada vez era una lúgubre comedia, que acababa en miseria. Pero ahora que veis que la fuente de todo está en vosotros, que no se puede cicatrizar la herida culpando al enemigo, ¿por qué no reconocer que el origen de la desgracia reside en vosotros mismos? ¿Por qué no considerar que lo que os duele no es el pueblo, ni la madre patria, ni la hegemonía mundial, incluso ni la democracia, sino vuestro propio estómago o hígado, una úlcera o cáncer interno, y que sólo un temor infantil a la verdad y porque el médico os hace imaginar que estáis en perfecta salud, pero por desgracia os quejáis por un malestar de vuestra gente? ¿No será algo así? ¿No despierta esto vuestra curiosidad? ¿No sería un saludable ejercicio proceder a examinar lo que os afecta y determinar el origen?

Posiblemente podéis descubrir que un tercio o la mitad del sufrimiento se origina en vosotros mismos, y que sería buena idea tomar un baño frío o beber menos licor; recurrid a otros medios en vez de culpar a la madre patria. Eso sería muy factible. Valdría la pena de hacerlo. Quizás fuera una esperanza para el futuro. Un método de transformar la desgracia en algo ventajoso, el veneno en el destino…

Quizás os parezca despreciable y egoísta olvidar a la madre patria y proceder a curaros, pero hay que recordar que probablemente no tenéis toda la razón. ¿No se podría decir que una patria en la que cada ciudadano deja de proyectar sus propios dolores, en la que cientos de pacientes no tratan de curarse, pudiera en alguna forma llegar a prosperar?

Mis jóvenes amigos, habéis aprendido tanto en vuestras vidas; habéis sido soldados, habéis visto la muerte cara a cara cientos de veces. Sois héroes. Pilares de vuestra patria. Pero yo os imploro: no os conforméis con eso… buscad más arriba… y recordad lo grande que es la integridad…

ACCIÓN Y SUFRIMIENTO

¿Qué debemos hacer?, preguntáis. Repetidamente lo hacéis, y con insistencia sobre actuar, proceder, cosa importante, muy importante para vosotros. Eso está bien, amigos míos, es decir, sería bueno si realmente comprendierais el valor de la acción…

Pero la respuesta reside precisamente en lo que se debe hacer, en lo que es necesario desarrollar, en la pregunta del niño que ansia la forma de actuar…

Lo que vosotros consideráis como acción, yo, el viejo ermitaño de las montañas, definiría de otro modo. Podría pensar en otras festivas denominaciones relativas a vuestra actividad. No tengo por qué pensar en algo contrario a vuestra pretensión, aunque en el fondo es todo lo contrario a lo que yo considero como «acción».

Amigos míos, escuchad con atención a lo que os digo: no hay un desempeño genuinamente valedero si el primero que lo pretende pregunta: ¿Qué es lo que debo hacer? La acción positiva es la que proviene de la luz de un sol favorable. Si este sol no es benigno, si su influencia no ha sido comprobada muchas veces, si es la clase de astro que duda de su propio fulgor, jamás proyectará su luz. La actuación verdadera no es lo mismo que «hacer algo», no estriba en meditar en lo que se pueda urdir conforme. Ahora bien, os diré lo que la verdadera acción significa; pero antes, amigos míos, dejadme exponer lo que yo interpreto por vuestra acción. Así nos comprenderemos mutuamente.

Este plan de acción que pretendéis ejecutar, que se supone proviene de una búsqueda, de una duda en un tortuoso laberinto, es una actividad, amigos míos, contraria y un enemigo mortal del genuino propósito. Porque ese comportamiento en la acción, si me perdonáis, es mera cobardía. Observo vuestro enojo, lo veo en vuestros ojos, en vuestra mirada que tanto aprecio, pero esperad un poco, escuchadme…

Mis jóvenes amigos, vosotros sois soldados, y antes de vosotros hubo otros soldados, otros antepasados que fueron mercaderes o fabricantes, todos educados en una escuela deplorable, creyentes de ciertas antítesis que existieron desde el principio del mundo y que fueron creadas por los dioses. Antítesis que fueron vuestros dioses. De una de ellas, la antítesis entre el hombre y Dios, se infiere que el hombre no puede ser un dios, ni viceversa. Zarathustra no puede encontrar una forma más sencilla de mostraros el carácter dudoso y despreciable de esas antítesis sacrosantas, en las que vosotros tan firmemente creéis, si se distingue y diferencia la acción y el sufrimiento.

Porque la reunión de la acción y el sufrimiento constituyen nuestras vidas: son una entidad. El niño sufre al ser engendrado, sufre al nacer, sufre al ser destetado; sufre a todas horas hasta morir. Pero todo lo bueno en el hombre, por lo que es querido y elogiado, es por el buen sufrimiento, el de buena índole, el sufrimiento que va con la vida y se resiste en su totalidad. La facultad de saber sufrir es más que la mitad de la vida, y de hecho, es toda la vida. Se sufre al nacer, se sufre al crecer; la semilla sufre la tierra, la raíz sufre la lluvia, el capullo sufre el florecimiento.

Y del mismo modo, amigos míos, el hombre sufre su destino. El destino es tierra, lluvia y crecimiento. El destino duele.

Lo que se considera como acción es huir del dolor, es el no querer nacer, escapar del sufrimiento. Vosotros o vuestros padres llaman «actividad» a ocuparse día y noche en talleres y fábricas, al escuchar muchos martillos golpeando, al dejar escapar el hollín y contaminar el aire. Pero no me mal interpretéis, yo no tengo nada en contra de martillos, del hollín o de vuestros padres; aunque no puedo menos que sonreír cuando se habla de ese bullicio como «actividad». No es tal cosa, es simplemente huir del sufrimiento. Era doloroso estar solo y entonces los hombres establecieron la sociedad. Era doloroso escuchar toda clase de voces interiores, exigiendo vivir vuestras propias vidas, buscar vuestro propio destino, morir vuestra propia muerte, sí, era doloroso y por eso se huye y se hace ruido con martillos y máquinas, hasta que las voces se acallan y quedan en silencio. Eso es lo que hicieron vuestros padres, lo que hicieron vuestros maestros y lo que vosotros mismos habéis hecho. Se os exigía el sufrimiento y os indignasteis, huir del sufrimiento y «actuar». ¿Y qué lograsteis? En primer término, dentro de extrañas ocupaciones, os sacrificasteis al ruido ensordecedor. Dentro de tanta actividad no había tiempo para sufrir, escuchar, respirar, beber el elixir de la vida y mirar la luz del cielo. No, había que estar activo, perpetuamente ocupado, siempre haciendo algo. Y cuando todo este bullicio resultó vano, cuando vuestro destino interior, en vez de madurar con dulzura, declinó y se tornó en veneno, se multiplicó la actividad, se crearon enemigos, primero en la imaginación y luego en la realidad; fuisteis a la guerra, os convertisteis en soldados y en héroes. Se han logrado conquistas, habéis resistido penalidades sin cuento y realizado grandes eventos. ¿Y ahora? ¿Estáis satisfechos? ¿Vuestro corazón está feliz y sereno? ¿Es vuestro destino agradable? No, es más amargo que nunca, y es por eso que clamáis por mas actividad, por correr desenfrenadamente, por atropellar y gritar, elegir concejales, y volver a cargar vuestras armas. ¡Y todo por querer huir para siempre del sufrimiento! Que es tanto como huir de vosotros mismos, de vuestras almas…

Escucho vuestra réplica. Preguntáis si lo que habéis sufrido no fue sufrimiento; si no lo fue cuando vuestros hermanos murieron en vuestros brazos, cuando vuestros cuerpos se congelaron o se estremecieron bajo el bisturí del cirujano. Es verdad, eso fue sufrimiento, pero sufrimiento por vuestra propia culpa, por vuestra obstinación, sufrimiento impaciente, por un esfuerzo para cambiar el destino. Fue heroico, por cuanto el hombre que huye del destino, que pretende cambiarlo, puede ser heroico.

Es difícil aprender a sufrir. La mujer frecuentemente lo logra y más noblemente que el hombre. ¡Aprended de ellas! ¡Aprended a escuchar cuando habla la voz de la vida! ¡Aprended a mirar cuando el sol del destino juega con vuestras sombras! ¡Aprended a respetar la vida! ¡Aprended a respetaros vosotros mismos!

Del sufrimiento proviene la fuerza, del sufrimiento mana la salud. Es siempre el hombre «sano» el que repentinamente se desploma, el que cae abatido por un soplo del aire. Ésos son los que no aprendieron a sufrir. El sufrimiento endurece y fortalece al hombre, el que le da temple. ¡Los que huyen del sufrimiento son como niños! Yo amo a los niños, ¿pero cómo querer a los que pretenden serlo durante toda su vida? Y eso es lo que pasa con todos vosotros, que por un tenebroso temor infantil al dolor y a la oscuridad, huís del sufrimiento y buscáis la actividad…

Ved lo que habéis logrado con todo ese ajetreo y densas ocupaciones. ¿Qué os ha quedado? Vuestro dinero ha desaparecido y con el todo el oropel de esa cobarde actividad. ¿Cuál es el verdadero fruto engendrado por esta actividad? ¿Dónde está el gran hombre, el héroe resplandeciente, el hombre de acción? ¿Dónde está vuestro Kaiser? ¿Quién tomará su lugar? ¿Y dónde está vuestro arte, todas las obras que justificarían vuestra época? ¿Dónde están vuestras grandes ideas? ¡Ah!, habéis sufrido muy poco y no lo suficiente para producir algo bueno y esplendoroso…

Porque los hechos genuinos, los buenos y destacados, no surgen de la actividad, de la ferviente ocupación con martillos y laboriosidad. Brota de la soledad en las montañas, en las cimas donde mora el silencio y el peligro. Nace del sufrimiento que todavía no habéis llegado a sentir.

SOBRE LA SOLEDAD

Mis jóvenes amigos, me preguntáis sobre la escuela del sufrimiento, la fragua del destino. ¿No lo sabéis? No, no vosotros que constantemente habláis con la gente y tratáis con las masas, que anheláis solo sufrir con ellas y por ellas; no, no lo sabéis. Os hablo de la soledad.

La soledad es la senda por la que el destino se esfuerza para llevar al hombre a sí mismo. Es la senda que el hombre más teme. Está llena de terrores, donde hay víboras y sapos en acecho. Los hombres que han caminado solos, que han transitado por el desierto de la soledad, ¿no puede decirse de ellos que se han perdido, que eran malignos o enfermos? Y en cuanto a los hechos heroicos: ¿acaso los hombres no hablan de ellos como si hubiera sido obra de criminales, porque piensan que es mejor autodesconsolarse para no tomar la senda de tales hechos?

¿Y el propio Zarathustra, no se ha dicho que murió enajenado y que en el fondo todo lo que dijo y hecho eran locuras? ¿Cuando escucháis esos comentarios no os sonrojáis? ¿Como si hubiera sido más noble y valedero haberse convertido en uno de esos locos, como si os avergonzarais de vuestra falta de valor?

Amigos míos, dejadme que os cante la canción de la soledad. Sin ella no hay sufrimiento, sin ella no hay heroísmo. Pero la soledad a que me refiero no es la soledad de los poetas gozosos o la del teatro, en la que la fuente burbujea dulcemente a la puerta de la cueva del ermitaño.

De la niñez a la madurez hay sólo un paso. Uno solo. Al darlo, os segregáis de vuestro padre y madre, os convertís en vosotros mismos; es un paso a la soledad. Nadie lo da por completo. Incluso el más santo de los ermitaños, el viejo oso gruñón de las montañas llevan con ellos o arrastran un delgado hilo que los vincula con su padre y madre, con un cálido lazo del parentesco y amistad. Amigos míos, cuando habláis con tanto fervor de la gente y de la patria, puedo descubrir el hilo de la vinculación y sonrío. Cuando vuestros grandes hombres hablan de su «tarea» y responsabilidad, esa hebra cuelga de sus bocas. Vuestros grandes hombres, caudillos y oradores nunca se refieren a tareas dirigidas en su contra, nunca hablan de responsabilidad hacia el destino. Siguen atados por esa delgada hebra a sus madres y a todo ese amable calor que los poetas recuerdan cuando cantan a la niñez y a los placeres puros. Nadie corta por completo esa hebra, excepto a su muerte y eso solamente si tiene éxito para morir su propia muerte.

La mayoría de los hombres, el rebaño, nunca han probado la soledad. Abandonan a su padre y madre, pero se acogen a una mujer y calladamente sucumben al nuevo calor, al nuevo vínculo. Nunca están solos, nunca intiman consigo mismos, y cuando un hombre solitario se cruza en su camino, les causa temor y lo detestan como a la plaga; le arrojan piedras y no están tranquilos hasta que se alejan de él. El aire alrededor de estos seres tiene aroma de estrellas, de fríos espacios estelares; carece del calor y la fragancia del hogar y de la incubadora.

Zarathustra tiene un cierto olor estelar, ese frío antagonismo. Zarathustra ha caminado largamente por esa senda de la soledad. Ha asistido a la escuela del sufrimiento. Ha visto la fragua del destino y ahí ha sido moldeado.

¡Ah!, mis amigos, no sé si deba contar algo más sobre la soledad. Con gusto os incitaría a que tomarais esa vereda. Con placer os cantaría una canción con el gélido embeleso del espacio cósmico. Sólo sé que pocos hombres pueden recorrerla sin lastimarse. Amigos míos, es duro vivir sin la madre, vivir sin hogar y sin la gente, sin patria y sin la fama, sin los placeres de la vida en comunidad. Es duro vivir en el frío y muchos de los que han tomado esa senda han tropezado. El hombre debe ser indiferente a la posibilidad de tropezar si quiere probar la soledad o enfrentarse a su propio destino. Es más fácil y agradable caminar junto a la gente, entre una multitud, incluso en la miseria. Es más fácil y cómodo dedicarse a las «tareas» del día, las tareas ideadas por la comunidad. ¡Ved la felicidad de la gente en las calles! Se escuchan disparos, su vida peligra, y sin embargo, todos ellos prefieren morir entre las masas que caminar solos en el frío de la noche.

¿Pero cómo podría incitaros o dirigiros? La soledad no se escoge, como tampoco el destino. La soledad nos llega si tenemos en nuestro fuero interno la piedra mágica que atrae el destino. Muchos, quizás demasiados se han internado en el desierto y han llevado la vida de los pastores cerca de una agradable ermita junto a una adorable cascada. Mientras que otros permanecen en medio de la multitud, aunque el aire estelar flota a su alrededor.

Pero bendito sea el que ha encontrado su soledad, no la soledad ilustrada en cuadros o en poesías, sino su propia soledad, exclusiva, la soledad predestinada. ¡Bienaventurado sea el que sabe cómo sufrir! Bienaventurado el que lleva consigo la piedra mágica en su corazón. A él le llega el destino, de él proviene la genuina actividad.

ESPARTACO

Habéis preguntado lo que pienso de los que toman el nombre de Espartaco.

Entre todos los que en vuestra patria se esfuerzan en la búsqueda de un futuro mejor, esos esclavos rebeldes son los que prefiero. ¡Son tan resueltos, firmes y honestos! A decir verdad, si junto con sus otros talentos vuestros burgueses tuvieran siquiera una pizca de su fuerza interior, vuestro país se salvaría.

Pero no será destruido por los espartaquistas. ¿No es extraño, si no el destino, que deban llevar este nombre? Ellos, los que carecen de enseñanza, los que tienen las manos rajadas, los que desdeñan a los latinistas y a los ilustrados, han permitido a uno de sus caudillos que los pintara con un nombre odioso para la historia y la erudición, y sin embargo, ¿no es el destino escoger un nombre desenterrado de la historia en épocas tan remotas?

Pero hay algo bueno en este nuevo apelativo, no es un nombre arcaico para aquellos que lo comprenden, que les recuerda un momento crítico, el principio del fin. Así como ese mundo antiguo tuvo su fin, así sucederá con nuestro mundo presente. Eso es lo que el nombre nos dice, y es lo correcto. Debe morir junto con todas las cosas bellas y amadas que lo integran. ¿Pero fue Espartaco el que destruyó el mundo antiguo? ¿O fue Jesús de Nazaret, los bárbaros o las hordas de los rubios mercenarios? No, Espartaco fue un soberbio héroe histórico; se superó sobre sus cadenas y blandió su alfanje con bravura. Pero no transformó los esclavos en hombres, y sólo en un plan secundario contribuyó a la caída de la clase reinante de su época.

¡Pero no veáis con desprecio a esos hombres de manos rajadas y título escolástico! Están preparados, se les ha insinuado su destino, están prontos para enfrentarse a su desenlace. ¡Respetad el espíritu que se mueve entre esos hombres resueltos! La desesperación no es heroísmo, vosotros lo habéis descubierto en la guerra. Pero la desesperación es mejor que el sórdido temor del burgués, que recurre al heroísmo solamente cuando amenazan a su bolsillo…

Lo que ellos llaman «comunismo» nos es bien conocido; es una vieja receta, tan antigua que resulta un tanto cómica, y sacada del taller del alquimista. ¡No deis atención a lo que dicen! ¡Pero estad atentos a lo que hacen! Esos hombres son capaces de actuar de verdad, aunque siguiendo una senda tortuosa, porque se han acercado al punto donde retoña el destino. Vosotros tenéis mayores y más nobles posibilidades que ellos, pero estáis apenas al principio de la senda. Ellos están al final, y ellos, amigos míos, son superiores a vosotros por el concepto importante de que los que están preparados al destino son superiores a los titubeantes recién llegados.

LA MADRE PATRIA Y SUS ENEMIGOS

Amigos míos, os lamentáis demasiado sobre el desplome de vuestra patria. Si vuestra patria ha de caer, sería más digno y más varonil que muera en silencio, y sin quejidos. ¿Pero dónde veis esta caída? ¿O acaso vuestra patria no significa algo más que vuestro dinero y vuestras naves? ¿O vuestro Kaiser? ¿O todo ese esplendor de ópera?

Si por patria se implica todo lo mejor que habéis amado como lo mejor en vuestra gente, los dones que una vez enriquecieron y dieron placer al mundo, entonces no alcanza a ver lo que señaláis como desplome y destino. Habéis perdido mucho en oro y provincias en barcos y poderío mundial. Si esto es demasiado soportar para vosotros, entonces habría que inmolarse al pie de la estatua del Kaiser, y yo cantaré un réquiem por vosotros. Pero no permanezcáis ahí quejumbrosos, implorando a la historia que tenga piedad. Vosotros que hace un corto tiempo cantabais el himno del espíritu germano que cicatrizaría el mundo, no os quedéis a la vera del camino como niños castigados, invocando misericordia… ¡Si no podéis soportar la pobreza, entonces morid! ¡Si no podéis gobernaros sin un Kaiser y generales victoriosos, dejad que los extranjeros os gobiernen! ¡Pero, os imploro, no perdáis vuestro sentido de la vergüenza!

Sin embargo, protestáis porque vuestros enemigos son crueles. ¿No son arteros y crueles en su victoria, que fue la victoria de un poder muy superior? ¿No hablan de razón y practican el poderío? ¿No hablan de justicia cuando implican pillaje y rapiña?

Tenéis razón. No estoy defendiendo a vuestros enemigos. No tengo amor por ellos. Ellos también, como vosotros, son ruines en su victoria, llenos de artimañas y subterfugios. ¿Pero decidme, alguna vez ha sido diferente? ¿Es nuestra misión seguir lamentándose a voz en cuello por lo que no tiene remedio?

Nuestra misión, en mi concepto, es morir como hombres o seguir viviendo como tales. No lloriquear como infantes, sino reconocer nuestro destino, abrazar nuestro sufrimiento, transformar su amargura en dulzura, madurar a través del sufrimiento. Nuestra meta no debe ser desarrollar grandezas, riquezas y poderío nuevamente, volver a tener barcos y ejércitos lo más pronto posible. Nuestra meta no puede ser una ilusión infantil, ¿acaso no hemos visto lo que les sucede a los barcos y a los ejércitos, al poder y al dinero? ¿Ya lo habremos olvidado?

Jóvenes de Alemania, nuestra meta no se debe descartar con nombres y cifras. Nuestra meta, como la de todo ser humano, es unificarnos con nuestro destino. Si no lo logramos, no importará si somos grandes o pequeños, ricos o pobres, temidos o ridiculizados. Dejad que las juntas de los soldados o los mercenarios de la pluma peroren sobre esas cosas. Si no os habéis encontrado a través de la guerra y el sufrimiento, si seguís en la determinación de cambiar el destino y huir del sufrimiento, si rehusáis crecer, entonces pereced…

Pero me comprendéis, lo veo en vuestros ojos. Emitís consuelo con las amargas palabras del Viejo de la Montaña, del Maligno Viejo de la Montaña. Recordáis lo que os ha dicho acerca del sufrimiento, el destino, la soledad. ¿No sentís acaso un soplo de soledad en el sufrimiento que acarrea vuestro destino? ¿No se aguzan vuestros oídos a la tersa voz del destino? ¿No sentís que vuestra pena pueda dar frutos? ¿Qué vuestro sufrimiento se convierta en un privilegio, un llamado a cosas más grandes?

Sólo os pido una cosa: no finquéis anhelos en una hora en que lo infinito esté ante vosotros. No os aferréis a propósitos ahora que el destino ha hecho astillas vuestros anhelos de ayer. Dios os ha hablado, y os lo ruego, no os avergonzáis. Considerad que sois los elegidos, los llamados, los escogidos; pero no escogidos para eso o aquello, para el poderío mundial o el comercio, para la democracia o el socialismo. Habéis sido escogidos para que os encontréis vosotros mismos en el sufrimiento, para recobrar en el dolor vuestra respiración y el latir de vuestros corazones, que habéis perdido. Habéis sido escogidos para respirar el aire del ámbito estelar, para que de niños os convirtáis en hombres.

Dejad las lamentaciones, amigos míos. Dejad de llorar como niños por haber abandonado a vuestra madre y padre y el pan del hogar. Aprended a comer el pan amargo, el pan de los hombres, el pan del destino…

Y entonces, la patria que vuestros mejores antepasados visualizaron y amaron, volverá a reaparecer. Entonces retornaréis de vuestra soledad a una comunidad que ya no es un establo o una incubadora, sino a una comunidad de hombres, un reino sin fronteras, al reino de Dios como lo llamaban vuestros antecesores. Ahí encontraréis lugar para cada virtud, aun cuando vuestras fronteras sean estrechas. Ahí habrá lugar para toda clase de valentías, incluso sin generales…

¡Infantes como sois, Zarathustra no puede menos que reír por tener que confortaros de esta manera!

UN MUNDO MEJOR

Jóvenes amigos, hay una expresión que me consterna al escucharla en vuestros labios, y que no me hace reír. Me refiero a la de «un mundo mejor». Acostumbrabais cantar éste son en conjunción con los rebaños; vuestro Kaiser y profetas gustaban especialmente de dicha canción; el estribillo decía que el alma germana, unificaría al mundo.

Amigos míos, debemos aprender a no juzgar si el mundo es bueno o malo y olvidar la pretensión que nosotros lo mejoraremos.

Frecuentemente, el mundo se denuncia como algo malo, porque el denunciante ha pasado una mala noche o ha comido demasiado. El mundo ha sido elogiado como un paraíso, porque el que lo elogia acaba de besar a una muchacha.

El mundo no fue hecho para ser mejorado. Ni vosotros para lograrlo. Habéis sido hechos para enriquecer el mundo con una voz, una tonalidad, una sombra. ¡Sed vosotros mismos y el mundo será rico y hermoso! Si sois otra cosa que vosotros mismos, mentirosos y cobardes, entonces el mundo será pobre y necesitará que lo mejoren.

Particularmente ahora, en estos tiempos tan extraños, la canción de la mejoría del mundo se vuelve a cantar con determinación que se grita desde los tejados. ¿Podéis escuchar su fealdad y embriaguez? ¿Su falta de sensibilidad, felicidad y su imprudencia? Y esta canción es como un marco en el que se pueden colocar diversos cuadros. Se ajustaba a vuestro Kaiser y sus policías; a vuestros famosos profesores germanos, antiguos amigos de Zarathustra. Este amorfo soneto se ajusta a la democracia y al socialismo, y al nuevo nacionalismo también. Vuestros enemigos también la cantan; es como si dos coros trataran de acallarse entre sí. ¿No habéis notado que al escuchar esta canción los hombres meten la mano en su bolsillo?, es un son interesado y en cierto modo autónomo, pero no de una noble autonomía que eleve, sino de la mezquina que se aferra al dinero, a la vanidad y a los engaños. Cuando el hombre se avergüenza de su actuación, habla de mejorar el mundo y se escuda detrás de esas palabras.

Amigos míos, no sé si el mundo haya sido mejorado alguna vez. Quizás siempre haya sido tan bueno y malo como es. No lo sé. No soy un filósofo; tengo poca curiosidad en ese sentido. Pero lo que sí sé es que si el mundo fue enriquecido alguna vez, más activo, feliz, más peligroso y más divertido, no fue por obra de los reformadores o los que pretendieron mejorarlo, sino de los genuinos buscadores de la verdad, entre los cuales quisiera incluiros a vosotros. Esa gente sufre mucho, pero lo hace voluntariamente. Está dispuesta a enfermarse, siempre y cuando tenga el privilegio de morir a su modo, bajo el manto que han adquirido, su propio manto mortal.

Posiblemente, bajo el influjo de esos hombres el mundo haya sido mejorado, así como un día de otoño se ve realzado por una pequeña nube, una sombra ligera, un rápido vuelo de los pajariIlos. No hay razón para creer que el mundo requiera mejoría mayor de la que se pueda lograr con la presencia de unos cuantos hombres, no gente del rebaño, sino de unos cuantos hombres, hombres extraños que nos regocijen como el de un vuelo de aves o por la tranquilidad de un árbol cercano a la playa, por el simple hecho de que existen, de que hay esa estirpe de seres humanos. ¡Si sois ambiciosos, amigos míos, si queréis luchar por este honor, habrá que esforzarse para ello! Sin embargo, este esfuerzo es peligroso, conduce a la soledad y puede incluso costaros vuestra vida.

SOBRE LOS GERMANOS

¿Os habéis preguntado el por qué los alemanes hayan sido tan profundamente odiados, tan fuertemente temidos y tan apasionadamente esquivados? ¿No os parece extraño que en esta última contienda, a la que se enviaron tantos soldados y en la que se tenían tan excelentes perspectivas, una nación tras otra, lenta pero seguramente, se pasaron al enemigo y renegaron de vosotros?

Sí, seguramente lo notasteis con profunda indignación, y os sentisteis orgullosos de haber sido abandonados, aislados e incomprendidos. Pues bien, escuchadme, no fue una incomprensión… fuisteis vosotros mismos los que no entendieron, los que estaban en error.

Vosotros, jóvenes alemanes, siempre os habéis enorgullecido de virtudes que no poseéis y culpado a vuestros enemigos por vicios que aprendieron de vosotros. Siempre habéis hablado de la virtud «germana» consistente en que el bien había sido ideado por vuestro Kaiser o por vuestra gente. Pero vosotros mismos no fuisteis leales, no fuisteis sinceros con vosotros mismos, y eso solo fue lo que os ganó el odio del mundo. Me replicáis que no, que fue vuestro dinero, vuestro éxito, y posiblemente los enemigos así lo pensaron al seguir la misma lógica mercantilista. Sin embargo, las causas son siempre un poco más profundas de lo que se piensa, especialmente cuando se trata de conceptos faltos de imaginación del hombre de negocios. Quizás el enemigo codiciaba vuestro dinero, y sentía envidia por vuestras riquezas; pero hay también otra clase de realizaciones que no originan envidia, que el mundo abraza con agrado. ¿Por qué no se brindaron esos éxitos, por qué siempre los logros de la otra clase?

Porque no fuisteis sinceros con vosotros mismos. Fue el desempeño de un papel ajeno a vosotros. Con la ayuda de vuestro Kaiser y de Ricardo Wagner se convirtieron las «virtudes germanas» en una ópera que nadie en el mundo tomó seriamente, a excepción de vosotros. Y detrás de todo ese oropel operático, dejasteis correr sin freno vuestros instintos serviles y megalomaníacos. Con el nombre de Dios en los labios manteníais las manos en el bolsillo. Se hablaba de orden, virtud y organización pero eso significaba una utilidad monetaria; pero os descubríais al atribuir las mismas artimañas a los enemigos. ¡Ved, ved lo que dicen y lo que hacen en realidad! Os guiñabais el ojo cuando un inglés o norteamericano pronunciaba discursos, porque era sabido lo que había detrás de tales alocuciones y bien lo sabíais en el fondo de vuestros corazones…

Ahora bien, podéis decirme si os lastimo. No tenéis costumbre de que se os incomode, sino de respaldaros los unos y los otros. Ahí estaba el enemigo a quién denigrar y descargar en él vuestra actitud agresiva; el enemigo siempre estaba equivocado y vosotros teníais la razón. Y yo os digo que podéis infligir dolor y sufrimiento, siempre y cuando os conforméis con la esencia de la vida y podáis escoger vuestra propia senda en la vida. El mundo es un ámbito frío, no es como el hogar o la incubadora para acogerse a su calor y al recuerdo de la niñez. Es cruel e incalculable, ama solamente al fuerte y al capacitado, a los que han logrado integrarse por sí mismos. Hay otros que pueden lograr éxitos temporales, como los que a pesar del desplome espiritual de Alemania, han logrado con vuestros logros y organizaciones. ¿Pero dónde está ese éxito? Es muy posible que haya llegado la hora, que ya sea necesario que se olviden las turbulencias y el ajetreo, que haya que olvidar otra huida del significado de la existencia, que volver la cara a una nueva madurez, una fe en vosotros mismos, en la lealtad a vuestro espíritu.

Amigos míos, considero que a pesar de mis recriminaciones me habréis comprendido; entendido que os amo y que tengo cierta confianza en vosotros y en vuestro porvenir, y podéis creerme, que viejo ermitaño como soy, he podido percibir vuestro aliento y divagaciones. Sí, creo en vosotros, hay algo en vosotros, en el pueblo alemán en lo que creo y siempre he apreciado. Es quizás algo vago e imperceptible, posibilidades futuras, un Quizás incitante que brilla detrás de cientos de nubes. Creo en eso porque sois infantes, porque hacéis cosas infantiles, porque no podéis desprenderos de vuestra niñez por mucho tiempo. ¡Ojalá que dicha niñez se transforme en madurez! ¡Ojalá que esta credulidad se convierta algún día en confianza, esta sensibilidad en bondad, esta excentricidad en una característica de virilidad y libre albedrío!

Representáis a la gente más piadosa del mundo. ¡Pero qué dioses habéis creado con esa piedad! ¡Kaiseres y oficiales del ejército! Y ahora, tenemos estos nuevos profetas de buenas nuevas en el mundo…

¡Ojalá que aprendierais a buscar a Dios en vosotros mismos! Ojalá que algún día captéis este secreto algo, este pronóstico del futuro integrado en vosotros, como antes forjasteis príncipes y banderas… Ojalá que vuestra benevolencia cese algún día de ponerse de hinojos y que se incorpore sobre vuestra enjundia y fortaleza…

VOSOTROS Y VUESTRO PUEBLO

Amigos míos, noto que todavía tenéis desconfianza, que me veis con aire de duda; pero puedo comprender lo que os pasa: es el temor de que Zarathustra, el agorero, os aparte de la gente que amáis, de las que consideráis sagradas. ¿No es así? ¿Lo he adivinado?

Vuestros maestros y libros os enseñan dos doctrinas: una es que vuestro pueblo o nación lo es todo; la otra es lo contrario.

Pero Zarathustra nunca ha sido un maestro; para él, vuestras doctrinas son cosa de risa. Amigos míos, la selección de ser una nación o ser individualistas no os corresponde. Ningún hombre ha llegado a la cima de la soledad o a la madurez por haberlo leído en un libro y decidido seguir ese concepto.

Pero yo os pregunto: ¿Qué es lo que vuestro pueblo anhela? ¿Cuál es su necesidad?, y vos contestáis: ¡Nuestro pueblo necesita actividad, necesita hombres que no sólo hablen, sino que actúen!

De acuerdo, amigos míos, pero ya sea en vuestro favor o en el de vuestra gente, recordad lo que origina la acción, lo que origina la fría pero festiva obstinación, el espíritu tempranero del que surgen las acciones como un relámpago entre una nube. ¿Lo habéis olvidado ya? ¿No lo recordáis?

Amigos míos, lo que vuestro pueblo y todos los pueblos necesitan es hombres que hayan aprendido a ser ellos mismos, que hayan reconocido su destino. Sólo ellos se convierten en el destino de la gente. Solamente ellos se rehúsan a quedar satisfechos con discursos y decretos y con una burocracia sin enjundia y sin sentido de responsabilidad. Sólo ellos tienen el valor, la vitalidad, la entereza, el júbilo y el buen humor que dan origen a las genuinas acciones.

Vosotros, los alemanes, más que cualquiera otra gente estáis acostumbrados a la obediencia. Vuestro pueblo ha obedecido con tal facilidad, con tal voluntad y alegría, y con la renuencia a dar un solo paso que le quite la satisfacción de cumplir una orden o plegarse a un reglamento. Los carteles señalando lo que había qué hacer y lo que no había qué hacer, sobre todo, abundaban por doquier. ¡Qué obediente sería seguramente esa gente, si después de un lapso tan largo, de un período de agotante espera, volviera a escuchar las voces de los hombres! Si en lugar de decretos y reglamentos volvieran a escuchar el tono de la fuerza interna y de la convicción… si una vez más vieran acciones en la práctica, no ordenadas con condescendencia y humildemente acatadas, sino que brotaran con brillo y madurez de la cabeza de su padre, como de una diosa griega…

Amigos míos, hay que tener esto siempre en mente, nunca olvidar aquello por lo que la gente tiene sed y hambre. Nunca olvidar que la actividad y la madurez no se aprenden en libros o en discursos. Eso se encuentra en la cima de las montañas y el camino que conduce a ellas es por medio del sufrimiento y la soledad, del sufrimiento que se resiste con agrado, y con soledad voluntaria.

Y en contraposición de vuestros oradores, yo os digo: ¡No hay mucha prisa! Por todos lados escucháis el grito: ¡Corred! ¡Más aprisa! ¡Decidios en este instante! ¡El mundo está en llamas! ¡La patria está en peligro! Pero creedme, la patria no sufrirá daño si tomáis vuestro tiempo, si dejáis vuestro fuero, vuestro destino y voluntad que maduren. El apresuramiento, como la ciega obediencia, es una de las virtudes germanas, que no son virtudes…

Mis buenos amigos, no os amilanéis. No hagáis que el viejo Zarathustra se ría …

¿Es acaso una calamidad haber nacido en tiempos frescos, borrascosos, difíciles? ¿No será esto vuestra buena fortuna?

LA DESPEDIDA

Y ahora, amigos míos, es la hora de decir adiós. Y bien sabéis que cuando Zarathustra se despide de sus oyentes, no les pide que le sigan siendo fieles, que sean buenos discípulos.

No debéis venerar a Zarathustra, ni tratar de convertirse en él. En cada uno de vosotros hay un ser oculto, todavía dormido con el profundo sueño de la niñez. ¡Dadle vida! En cada uno de vosotros hay un llamado, una voluntad, un impulso de la naturaleza, un impulso hacia el futuro, futuro nuevo y de mayor altura. Dejad que madure, que resuene, no dejéis de nutrirlo. Vuestro futuro no es esto o aquello, dinero o poder, no es sabiduría o éxito en vuestra empresa, vuestro futuro, vuestra senda dura y peligrosa es la de madurar y encontrar a Dios en vosotros mismos. Nada, jóvenes alemanes ha sido tan duro para vosotros. Siempre habéis buscado a Dios, pero no en vosotros mismos. No está en otro sitio. No hay otro Dios que el que está dentro de vosotros.

Si alguna vez regreso, amigos míos, hablaremos de otras cosas, de algo más agradable y festivo. Entonces, confío en que caminemos juntos o nos sentemos a conversar como hombres, lado a lado, pero cada uno con su propia fuerza y seguridad, confiando solamente en vosotros mismos y en la fortuna que premia al fuerte y audaz.

Volved ahora, regresad a vuestras calles y oradores. Olvidad lo que el ser extraño de las montañas os dijo. Zarathustra nunca ha sido un guía. Siempre ha sido un bromista y un vagabundo caprichoso.

No os dejéis influenciar por algún maestro, por cualquier orador, sea quien fuere. En cada uno de vosotros hay un fuero íntimo, propio, al que hay que escuchar.

Os digo lo siguiente antes de partir: escuchad ése fuero, a la voz que sale de vosotros mismos. Cuando esa voz calla, sabed que algo anda mal, que algo está desquiciado, que vais por el camino equivocado…

Pero si escucháis esa voz, obedecedla, incluso hasta la más remota soledad, hasta el más negro y frío destino…