Mientras el hombre está en buenas condiciones económicas, puede hacer frente a lo superfluo y atender a sus caprichos. Cuando el bienestar cede el paso a la aflicción, la vida comienza a educarnos. Cuando un chico travieso se resiste al castigo y a las reprensiones alegando que hay otros muchachos tan majaderos como él, sonreímos y sabemos la respuesta. Pero nosotros los alemanes nos hemos comportado justamente así. Durante toda la guerra insistimos en alegar que nuestros enemigos no eran mejor que nosotros. Cuando se nos acusó de expansionistas, señalamos las colonias inglesas. En respuesta a las críticas sobre nuestro Estado autócrata, indicamos que el Presidente Wilson tenía más poder absoluto que cualquier príncipe alemán. Y así sucesivamente.
Los días de tribulaciones han llegado. ¡Ojalá que traigan consigo principios de educación! Nosotros, los alemanes estamos en malas circunstancias, no sabemos cómo viviremos el día de mañana, si sobrevivimos. Ahora más que nunca tenemos la tentación de dejarnos llevar por inútiles gestos y sentimientos. Leemos cartas y poemas, artículos y comentarios que especulan sobre los malos instintos de un chico castigado. En uno y otro lado los alemanes vuelven a pensar «históricamente» (es decir, inhumanamente). Nuestra situación presente se compara a la que sometimos a Francia en 1870, y se infiere lo mismo que en Francia en aquella ocasión: hay que apretar los dientes, aguantar lo que se tenga que aguantar, pero en el fondo del corazón alentar la venganza que algún día compensará el desastre…
Cuando cuatro años atrás, en los primeros destellos de la guerra, los soldados alemanes escribían a la entrada de sus cuarteles: «Todavía se aceptan declaraciones de guerra…»,todos los que pensábamos en forma diferente no teníamos forma de hablar. Por cada palabra de humanidad, de advertencia, cualquier concepto serio sobre el futuro, cada uno de nosotros fue blanco de difamación y sospecha, de persecución, además de perder los amigos.
No queremos que eso vuelva a suceder. Ahora sabemos que nuestra psicología estaba equivocada, que al principio de la guerra, gesticulamos y gritamos palabras cuya razón no era por auténtica voluntad, sino engendradas por la histeria. Es verdad que los «otros» hicieron lo mismo; los insultos llovían sobre el enemigo incluso acerca de sus más nobles cualidades y realizaciones supranacionales, y eran tan indignantes en uno y otro campo; en ambos lados había malignos demagogos que hablaban histérica e irresponsablemente.
Una de las cosas que no debemos hacer es tratar de justificarnos bajo el argumento de que el enemigo no se comportó mejor. Si en la actualidad el General Foch sigue tan implacable como nuestro hábil General Hoffman en Brest-Litovsk, no es para que nosotros le chillemos. Él se comporta como vencedor, tal y como nosotros lo hicimos cuando salimos victoriosos.
Pero ahora no lo somos. Los papeles han cambiado. Y si pretendemos seguir viviendo en este mundo y prosperar, todo depende de nuestra habilidad para reconocer nuestra situación, de nuestra sincera disposición para sobrellevar las consecuencias del caso.
La desgracia ha movido a nuestra gente para deshacerse de los viejos caudillos y a declarar nuestra soberanía. Como todos los hechos auténticos, esta moción manó del fondo fértil de la inconsciencia. Fue el despertar de una profunda ilusión. Un rompimiento con la tradición esclerótica. La primera visión de un discernimiento: ¿Si vemos que los ideales nacionalistas de nuestros viejos caudillos eran un fraude, no será mejor el camino del humanismo, la razón y la benevolencia?
Nuestros corazones dicen que sí. Un día tras otro perdemos nuestros «tesoros más sagrados» de antaño; los desechamos porque hemos visto que no son otra cosa que oropel.
Debemos mantener este espíritu. Hemos escogido el camino más duro que el hombre y que un pueblo puedan negociar: la senda de la sinceridad, la senda del amor. Si lo seguimos hasta el fin, habremos ganado. Entonces, esta larga guerra y penosa derrota dejarán de ser una herida ulcerosa y se convertirán en nuestra buena fortuna, en un futuro mejor, en nuestro orgullo y posesión.
La senda del amor es tan difícil de seguir porque hay muy poca fe en el amor, porque se enfrenta a la desconfianza a cada paso. En esto, estamos al tanto desde el inicio en el nuevo sendero. Nuestros enemigos dicen: ¡Habéis tomado refugio bajo la bandera roja con el fin de eludir las consecuencias de vuestros actos! Pero no bastan las palabras para convencer al enemigo de nuestra sinceridad. Tenemos que convencerlo lenta e irresistiblemente con la verdad y el amor. Las buenas ideas pueblan el aire —hermandad entre los hombres, la Liga de las Naciones, amistosa cooperación entre los pueblos, desarme— y se habla mucho sobre ellas tanto aquí como en las naciones enemigas, en algunos casos con poca seriedad. Tenemos que tomarlas muy en serio y hacer todo lo posible por ponerlas en práctica.
A nosotros nos toca el papel del vencido. La tarea es la tarea sagrada e inmemorial de los infortunados de la tierra; no solamente para aguantar nuestra situación sino para asumirla por completo, de unificarnos en ella, de comprenderla, hasta que ya no sintamos que nuestro infortunio es un destino ajeno, un destino que nos hubiera llovido de las nubes, sino uña y carne de nosotros, que se filtra en nuestro ser y guía nuestros pensamientos.
Muchos de nosotros resistimos aceptar por completo nuestro destino (única forma de superarlo) por falsa vergüenza. Estamos acostumbrados a exigir algo de nosotros mismos que ningún hombre tiene en sí por naturaleza: el heroísmo. Mientras se lleva la de ganar, el heroísmo parece muy atractivo; pero una vez que se sufre la derrota y se requiere de fuerza para enfrentarse a la situación y dominarla, entonces se quita la careta y aparece el Moloch. Este Moloch que nos ha costado la vida de tantos hermanos, este dios loco que ha gobernado el mundo tantos años, y que ya no debe ser nuestro ideal ni nuestro caudillo…
No hay otra forma, debemos caminar por la senda que hemos iniciado, la dura y solitaria senda de la sinceridad y del amor, hasta su fin. Por ningún concepto debemos volver a lo que éramos: un pueblo poderoso con gran cantidad de dinero y muchos cañones, gobernado por el dinero y los cañones. Aun cuando se presentara la oportunidad de recobrar nuestro viejo poderío y para establecer la hegemonía mundial, no debemos volver a tomar ese camino, ni siquiera coquetear un poco con esa idea. Si lo hiciéramos, equivaldría a renunciar a todo lo que, instados por la desgracia y profunda desesperación, hemos hecho y lo que hemos iniciado en estas últimas semanas. Si nuestra revolución ha sido un mero intento de salir del paso con facilidad, de evadir en parte nuestro destino, entonces la revolución resultaría inútil.
¡Eso no debe suceder! No… este movimiento magnífico, involuntario, repentino y poderoso no nació de un cálculo sagaz, sino que proviene del corazón, de millones de corazones… y hay que dejar que lo que viene del corazón se ejecute cordialmente. Resistamos la tentación de heroísmos teatrales e histéricos; no nos revistamos con el manto de la amargura de la víctima injustamente castigada, y particularmente no persistamos en negar el derecho de los que se han constituido como nuestros jueces para que nos juzguen. El hecho de que nuestros enemigos sean dignos de este tremendo derecho o no lo sean, es cosa aparte. El destino viene de Dios, y a menos que lo reconozcamos como sagrado y sabio, a menos que aprendamos a amarlo y completarlo, habremos de quedar irremediablemente derrotados. Entonces jamás volveremos a ser el noble vencido, el vencido capaz de resistir lo inevitable, sino un vergonzoso fracaso.
La sinceridad es algo bueno, pero carece de valor sin el amor. El amor es autodominante, es el poder de comprender, la habilidad de sonreír ante la desgracia. Nuestra meta es el amor entre nosotros, la aceptación ferviente de lo que el Inescrutable nos tenga reservado, aun cuando no lo podamos siquiera vislumbrar. Quizás más tarde, la gente de Rusia y de Austria se nos una en la senda; por ahora, sólo necesitamos la voluntad y decisión de proseguir lo que hemos iniciado.
Y al margen de nuestra disposición para cumplir con nuestro destino, de estar prontos y confiados en esta nueva y sencilla elocuencia de nuestra pesadumbre, de nuestra sufriente humanidad, nacerán cientos de nuevas energías. Una vez que se ha asumido en su totalidad el destino, los ojos se abren a los detalles intrínsecos del mismo. La benevolencia de la promesa de antaño ayudará a nuestros pobres a soportar su pobreza, ayudará a nuestros industriales a la conversión del egoísmo del capitalismo a la administración desinteresada del esfuerzo humano. Esa benevolencia permitirá a nuestros embajadores en el extranjero a sustituir la vieja hipocresía e intromisiones por una razonable defensa de nuestros intereses y de nuestra gente en su totalidad. Hablará por boca de nuestros poetas y artistas y por todo nuestro espíritu de empresa; lenta y calladamente, pero profundamente también, ganará para nosotros lo que hemos perdido en nuestro trato con el mundo: la confianza y el amor.