Había una vez un país grande y hermoso, pero no era rico. La gente era recta, fuerte y capaz, pero sin exigencias y satisfecha con su medio. Había un poco de riqueza conspicua, poca prodigalidad y escasa exhibición pública, y con cierta frecuencia los vecinos del rico país limítrofe miraban con cierto despego y burla e incluso conmiseración a esta gente tan modesta.
Sin embargo, hay ciertas cosas que no se compran con dinero sino que se valorizan bajo el punto de vista humano y que prosperaron entre esta gente de poco relieve. Prosperaron tan bien que en el curso del tiempo el país, aunque pobre, se le tuvo en un grado de alta estimación. Cosas como la música, literatura y las ideas. Un gran filósofo, sacerdote o poeta no tiene obligación de ser rico, de ir vestido a la moda ni de brillar en sociedad, se le honra por lo que es, y ésa fue la actitud que las naciones más poderosas asumieron hacia esta pobre nación. Se encogieron de hombros ante su pobreza y su cierta torpeza dentro del mundo, pero elogiaron a sus pensadores, poetas y músicos, y hablaban de ellos sin envidia.
Y así sucedió que aun cuando esta tierra de pensadores siguió en la pobreza y con frecuencia oprimida por sus vecinos, vertió incesantemente sus cálidas meditaciones, que fueron la inspiración de sus vecinos y del mundo entero.
Pero desde época inmemorial esta gente había sido dotada de una notable característica, la cual no solamente fomentaba el ridículo entre los extranjeros, sino que era también motivo de angustia dentro de sus fronteras; sus numerosas ramas del poder habían estado en disputa entre sí, afectadas por luchas y celos. De cuando en cuando, los hombres más destacados del país sugerían que las diversas ramas o bandos se unificaran amistosamente en un esfuerzo común, pero la idea de que un bando o su príncipe pudiera elevarse sobre los demás y convertirse en caudillo repugnaba a los otros y no se llegó a ningún acuerdo.
Se logró una victoria contra un príncipe y conquistador extranjero que había oprimido cruelmente el país y durante un tiempo se estipuló que esto podría llevar a la unificación. Pero las viejas disputas resurgieron; los príncipes se mostraron recalcitrantes, y sus súbditos que habían recibido muchos favores de ellos, tales como puestos, títulos, galones y bandas honoríficas, por regla general estaban satisfechos y poco inclinados a innovaciones.
Mientras tanto, el mundo entero experimentaba un gran cambio, esa extraña transformación de los hombres y de las cosas que luego surge como un espectro o como epidemia, desde el humo de la chimenea de una máquina de vapor hasta volver la vida de cabeza. El mundo estaba lleno de laboriosidad, regulada por máquinas que acicateaban al hombre a laborar cada vez con mayor esfuerzo. Se formaron grandes fortunas; el continente que había inventado las máquinas ganó mayor preponderancia en todo el mundo, y sus naciones más poderosas se dividieron los continentes entre sí; los menos poderosos se quedaron con las manos vacías.
La ola expansionista se extendió hasta el país al que nos hemos referido, pero era débil y su participación en los despojos fue exigua. La riqueza del mundo parecía haber sido redistribuida, y nuevamente, el país pobre había resultado defraudado.
Pero de repente, los sucesos tomaron un nuevo curso. Las voces que habían clamado por la unificación, no se habían acallado. Un estadista grande y poderoso hizo su aparición, una brillante victoria sobre un pueblo vecino fortaleció y vino a unificar al país. Los bandos de la nación se estrecharon las manos y establecieron el gran Reich. El pobre país de soñadores, pensadores y músicos había despertado de su letargo. Rico, poderoso y unido, se convirtió en igual de sus poderosos hermanos mayores. Ya quedaban pocos despojos en los lejanos continentes; el nuevo poder descubrió que las presas habían sido repartidas. Pero ahora, la civilización de la maquinaria que apenas había llegado al país hasta entonces, inició un desarrollo espectacular. Todo el país y su gente experimentaron una crucial transformación. Crecieron en riqueza, en poderío y fueron temidos. Acumularon más riquezas y se respaldaron con una triple barrera de soldados, cañones y fortalezas. Muy pronto, los países vecinos se alarmaron, y estimulados por el miedo y la desconfianza del nuevo poder, erigieron barreras, fabricaron cañones y naves de guerra.
Por eso no fue lo peor. Ambos bandos disponían de medios para estos tremendos armamentos, y nadie pensaba en una guerra; se armaban simplemente para sentirse seguros, porque los ricos gustan de protegerse con puertas de acero y cuidar su dinero.
Peor aún era lo que sucedía en el interior del Reich. Esta gente que por tanto tiempo había sido motivo de burlas, semiadmirada por el mundo, que había sido dueña de tanta cultura y tan poco dinero, ahora despertaba al señuelo de las riquezas y del poder. Construyeron y ahorraron, comerciaron y prestaron dinero; todos buscaban hacerse ricos sin demora. El dueño de un taller o molino repentinamente requería una fábrica, el patrón de tres jornaleros ahora necesitaba veinte y muy pronto comenzaron a contratar a cientos de miles. Mientras más aprisa los obreros y las máquinas trabajaban, mayor era la acumulación de las utilidades —en manos de los que tenían la habilidad de conservarlas—. Pero muchos, muchos de los trabajadores cesaron de ser afiliados y compañeros del maestro artesano y se hundieron en la esclavitud.
Lo mismo ocurría en los otros países; donde también el taller se convirtió en fábrica, el maestro artesano en un monarca, el obrero en un esclavo. Ningún país del mundo escapó a su destino. Lo que distinguió al joven Reich fue que su fundación coincidió con el nuevo espíritu de la empresa comercial en el mundo. El Reich no tenía abolengo, ni riquezas acumuladas, pero se arrojó a la corriente de la nueva época veloz como un chico impaciente.
Es cierto que hubo voces que gritaron y advirtieron; que señalaron a la gente que era el camino equivocado y recordaron las épocas doradas, la callada y modesta gloria del país, la misión espiritual que una vez lo había orientado, el flujo constante de las nobles ideas, de la música, de la poesía que antes había brindado al mundo. Pero la gente, enajenada por su nueva fortuna se burló del concepto. La tierra era redonda y giraba sobre su eje; estaba bien que sus abuelos hubieran escrito poemas y libros de filosofía, pero la nueva generación quería demostrar que su país era capaz de algo más. Y así siguieron martilleando sin cesar en sus miles de fábricas, inventaron nuevas máquinas, nuevos medios de transporte ferroviario, nuevas mercancías, y meramente por tener cierta seguridad, nuevos rifles y cañones. El rico se apartó del pobre, los destituidos trabajadores se vieron olvidados, y también ellos dejaron de pensar en la gente —de la cual eran parte integrante— y sólo se ocupaban de sí mismos, de sus necesidades y deseos. Los ricos y poderosos, que se habían provisto de tantos cañones y fusiles como precaución contra enemigos externos, se congratularon por su perspicacia, porque ahora tenían enemigos internos que quizás fueran más peligrosos.
Todo esto culminó con la Gran Guerra que durante años devastó al mundo. Hoy en día, caminamos entre sus ruinas, todavía ensordecidos por el fragor del combate, amargados por algo tan absurdo, y con náusea por el torrente de sangre derramada que nos persigue en los sueños.
Y el resultado de la guerra, en la que se segó la juventud del Reich que con tanto entusiasmo se lanzó a la contienda, fue un colapso. Fue una derrota, una derrota total. Aún antes de que se discutieran los términos de la paz, los victoriosos exigieron tremendos y grandes tributos de los vencidos. Durante días interminables, cuando el ejército humillado regresaba penosamente a su país, los símbolos de la gloria precedente se trasladaron en la dirección opuesta, para rendirse ante el ejército vencedor. La maquinaria y la riqueza del país subyugado pasaron a manos del enemigo.
Pero por fortuna, en el momento de la mayor angustia, la gente derrotada recobró sus sentidos. Ha expulsado a sus caudillos y a sus príncipes y se ha declarado ser ya de mayor edad. Ha instituido concejos entre sus propios miembros y proclamado que se enfrentará a su infortunio por sus propios medios y energías.
La gente que ha llegado a la edad adulta en medio de pruebas tan amargas, todavía no sabe cuál es el camino y tampoco dónde buscar ayuda y guía. Pero los dioses lo saben y saben también por qué mandaron estas miserias de la guerra sobre esta gente y sobre todo el mundo.
Por entre la penumbra de estos días tan aciagos, hay un rayo de luz que señala la senda que esta gente debe seguir.
Ya no volverá a la época de la niñez. Nadie puede hacerlo. No puede simplemente deshacerse de sus cañones, su maquinaria, y su dinero, para regresar a escribir poemas y ejecutar sonatas en pequeños lugares pacíficos. Pero sí puede seguir la senda que el individuo debe tomar cuando ha incurrido en el error y sufrido un cruel tormento. Puede rememorar su pasado, su origen y su niñez, sus grandezas, sus glorias y sus derrotas, y bajo estos mismos recuerdos recobrar la fuerza de su estirpe que nunca debe perder. Como dicen los piadosos «mirar hacia el interior», donde en sus íntimos pliegues se volverá a encontrar, sin tratar de evadir su destino sino abrazarlo, y seguir edificando sobre lo mejor y más esencial de su vida, y comenzar de nuevo…
Si esto sucede y si ésta tan presionada nación voluntariamente viaja por este sendero, con honestidad, volverá a renacer. Y una vez más brindará al mundo sus conceptos y sus antiguos enemigos los escucharán con emoción y esperanza.