HISTORIA
Noviembre de 1918

Cuando era un muchacho y asistía a una deficiente escuela de latín, lo que se conceptuaba como «historia» me parecía como algo infinitamente venerable, remoto, noble y tan grande como Jehová o Moisés. La historia para mí era «sucedió una vez», pero en realidad y omnipresente, y algo que había brindado sus truenos y relámpagos en épocas arcaicas, pero siempre venerables y remotas, en testimonios escritos sujetos a nuestro estudio. El episodio más reciente que nos enseñaron a los estudiantes contemporáneos fue la Guerra de 1870. Para nosotros, resultó algo de lo más sorprendente y excitante porque nuestros padres y tíos habían tomado parte en la contienda y nuestra propia generación había fallado para intervenir en ella por unos cuantos años. ¡Hubiera sido algo tan glorioso: nuestro heroísmo, enarbolar de estandartes, generales montados a caballo, la fidelidad al nuevo Emperador! Así fuimos aleccionados, informados de hechos heroicos milagrosos registrados en esa contienda; todo había sido tan magnífico y genuinamente «histórico», tan diferente del ayer y del presente. Hombres y mujeres habían llevado a cabo hazañas sorprendentes, sufrido enormes penalidades; toda la gente había llorado y reído, se había visto arrastrada por tan inusitados eventos; los extraños se abrazaban en la calle; la valentía y sacrificios individuales estaban a la orden del día. ¡Dios de los cielos, haber sido testigos de todos esos sucesos! Sin embargo, ninguno de nuestros conocidos estaba en la lista de los héroes, ninguno de nuestros maestros que en ocasiones nos relataban hechos impresionantes, ni nuestros padres y tíos, muchos de los cuales habían peleado en ésa tan heroica contienda. Pero debió haber algo sobre el asunto, todos esos libros con ilustraciones, la fotografía de Bismarck en los vestíbulos de todas las casas, y el famoso Día del Sedán, la celebración más importante del año…

Cuando cumplí quince años de edad la brillante imagen comenzó a palidecer. Entonces comencé a dudar de lo venerable de la historia, rehusé creer que los hombres y las naciones de las épocas pasadas fueran diferentes de los actuales, que su vida no consistía de eventos cotidianos sino de escenas de una ópera. Comprendí que el deber de nuestros maestros era el de estrujarnos lo más posible; exigían de nosotros virtudes que ni ellos poseían, la historia que nos revelaban era un vulgar invento de las personas mayores con el fin de achicarnos y mantenernos en nuestro lugar.

Si llegué a concebir tan frívola y tan irrespetuosa semblanza de la historia, es que tenía razones para ello. La juventud no vive atenida a la crítica ni a lo negativo, sino por sus sentimientos e ideales. Algo bullía en mi interior que hasta la fecha persiste comencé a sentir desconfianza de las voces del mundo exterior y mientras más oficiales fueran, mayor era mi desconfianza. En concreto, principiaba a sentir que lo verdaderamente interesante y lo que valía la pena, lo que realmente nos concierne, emociona y nos satisface, no es lo que viene de afuera sino lo que llevamos dentro de nosotros mismos. Desde luego que no sabía si esto era lo cierto, pero lo sentía y entonces comencé a estudiar filosofía, para convertirme en un libre pensador, para vincularme con los poetas, pero siempre con el oscuro presentimiento de que ése era mi camino, la ruta hacia mí mismo, y que no había otro sendero que yo necesitara. Me enfrasqué en lo que los cristianos llaman la «meditación» y los psicoanalistas la «introversión». No puedo determinar si este camino, esta forma de vivir, es mejor que algún otro; todo lo que puedo decir es que para un hombre religioso o para un poeta es lo indicado, y que incluso si tratan con su mayor esfuerzo, nunca llegarán a ser adeptos de lo que los mentores oficiales de la sabiduría de nuestros días llaman el «pensamiento histórico».

Durante muchos años pude dejar que el mundo siguiera su curso y a la inversa. Para mí, lo que se tomaba seriamente en el mundo y se hacía resaltar en discursos y editoriales, eran meras alharacas, mientras que para el mundo lo que yo pregonaba, tomaba en serio y consideraba como sagrado, eran simples fantasías y juegos. Esta situación podía haber persistido, pero de repente la historia volvió a surgir. Súbitamente, los editores, los profesores universitarios y los de segunda enseñanza comenzaron a proclamar que la historia invadía la vida diaria, que había nacido un «gran día». Para los de alma poco mundana, escritores y otros, que encogíamos los hombros ante la historia, para nosotros los hombres de mente religiosa, que advertíamos a nuestros ciudadanos contra la loca arrogancia y tremenda irresponsabilidad de nuestros líderes, ya no se nos calificaba como poetas inocuos, como objetos de ridículos, nos habíamos convertido en antipatriotas, derrotistas y retorcidos, para citar solamente algunos de los términos con que nos calificaban. Fuimos denunciados, nos pusieron en las listas negras y nos llovieron artículos venenosos en la prensa nacionalista y que pensaba con «sensatez». Nuestra vida privada no era mejor. Cuando una vez en la primavera de 1915 le pregunté a un alemán amigo mío por qué sería tan atroz devolver Alsacia a Francia, bajo ciertas circunstancias, el sujeto observó que personalmente perdonaba mis flaquezas, pero que me cuidara de decir tales cosas a otras personas si quería conservar mi cráneo intacto.

Todo el mundo seguía hablando de la «grandeza de los tiempos», cosa que yo no podía captar, aunque desde luego comprendía por qué la época les parecía importante a muchas personas. Miles de ellas tenían por primera vez contacto con su alma, con cierta clase de vida interior. Las solteronas que se pasaban la vida cuidando perritos falderos ahora cuidaban de los heridos; al arriesgar sus vidas, los jóvenes adquirían el primer subyugante sentimiento de lo que es vida. La cosa no era para verla con indiferencia, había grandeza en la situación, pero sólo para los que pensaban históricamente y podían hablar de grandes épocas y períodos mezquinos. Para el resto de nosotros, los poetas y los de sentimientos religiosos, que creíamos en Dios incluso entre semana y que estábamos familiarizados con la vida espiritual, los tiempos no nos parecían ni más grandes ni más descoloridos que otros, porque, en nuestro fuero interno vivíamos fuera del tiempo.

Y ahora que la historia vuelve a cobrar carta de ciudadanía, por decirlo así, y la gran ópera se presenta en el foro mundial, tenemos la misma actitud. Mucho de lo que hemos deseado ha tenido lugar, poderes que considerábamos como diabólicos han caído, hombres a quienes hemos detestado por malignos y peligrosos han dejado la escena.

Sin embargo, todavía no podemos lanzarnos en firme en la corriente de los grandes sucesos, compartir la intoxicación de esta «nueva era». Hemos sentido el sismo en la tierra, compartido el sufrimiento de las víctimas, la pobreza y el hambre; pero ni en medio de estos sufrimientos, ni al ondear de la bandera roja, ni por las nuevas repúblicas y entusiasmo popular podemos ver esa «grandeza». Hoy en día, seguimos reconociendo la única realidad y sentimos cordial interés en la fuerza vital de la historia, el resplandor de lo divino. El Kaiser era nuestro enemigo, y sin embargo deberíamos sentir profunda simpatía por él si hubiera maniobrado su abdicación en gran forma. Sentimos un amor infinitamente mayor por el joven soldado que fue en busca de la muerte bajo la loca y ciega ilusión acerca de la madre patria y el Emperador, a quien considera infinitamente más importante que el inteligente orador que lo califica de tonto. La democracia o la monarquía república federal o federación de repúblicas todo es igual para nosotros. Lo que nos interesa no es el qué, sino el cómo.

Preferimos a un loco, que lleva a cabo un acto de locura con toda su voluntad, que a los profesores de quienes se espera reverencien al nuevo régimen con la misma sumisión que antes tenían para los príncipes y los altares. Todos convenimos en una transformación de valores, pero esto sólo se puede efectuar dentro de nuestro corazón.

Escucho las voces de los que nos tachan de antihistóricos y antipolíticos por «snobismo», por nuestra indiferencia como intelectuales. Nos califican de escritorzuelos para quienes la guerra, la revolución, la vida y la muerte son meras palabras. Es indudable que existan individuos así; pero ésos no tienen nada en común con nosotros. Nosotros no carecemos de principios. Es verdad que no reconocemos lo «bueno» y lo «malo», principios de derecha o izquierda, pero sí distinguimos dos variedades del ser humano: los que tratan de vivir bajo sus principios y los que los llevan en el bolsillo del chaleco. No consideramos como brillante ejemplo al alemán, quien por ser fiel al Kaiser e incapaz de vivir en un mundo revolucionado, toma su vida en un espíritu de romántica caballerosidad bajo la estatua de Guillermo II; sin embargo, lo amamos y lo comprendemos, mientras que detestamos al hombre inteligente que ya ha podido aprender el caló revolucionario y lo habla fluidamente como antes hablaba la jerga patriótica.

¡Qué cosas tan grandes suceden hoy en día, cuántos corazones laten nuevamente con apasionada devoción y esperanza! ¡Qué inmensas son las posibilidades! Y nosotros, los excéntricos y predicadores en el desierto, no estamos aislados, no somos indiferentes, no miramos desde las alturas, lo que sucede solamente en el alma humana es lo que juzgamos como grande. Para nosotros, la conversión de la fe en el Kaiser a la fe en la democracia es simplemente un cambio de banderas. ¡Ojalá que para muchos miles de hombres sea algo más!

En parte alguna se ha celebrado el final de la guerra de cuatro años, marcado recientemente por el armisticio en el frente occidental. En este lado, las celebraciones se han hecho por el fin del despotismo; en el otro lado por la victoria. Nadie parece especialmente excitado sobre el hecho de que después de cuatro años de guerra, de horror y de insensatez, los disparos callaron. ¡Es un mundo extraño! ¡Por qué bagatelas, en comparación, la gente ha vuelto a romper cristales ajenos y cráneos humanos!