Es indudable que los que llaman a la guerra el estado primordial y natural tienen razón. Por su naturaleza de animal, el hombre vive luchando, vive a costa de otros a los que teme y detesta. Por tanto, la vida es la guerra.
La «paz» es mucho más difícil de definir. La paz no es un estado natural ni paradisíaco ni una forma de coexistencia por mutuo acuerdo. La paz es algo que no conocemos; únicamente podemos sentirla y buscarla. La paz es un ideal. Es infinitamente compleja, inestable y frágil —un ligero soplo la destruye. La paz verdadera es más difícil e insólita que cualquier otro logro intelectual— incluso para dos personas que vivan juntas y se necesiten mutuamente.
Y sin embargo, el ideal de la paz, el deseo de la paz prevalece desde tiempos ancestrales. Durante miles de años hemos conocido la máxima fundamental y poderosa: «no matarás». En mayor grado que cualquier otro rasgo distintivo, el hombre se caracteriza por su capacidad para esta clase de máximas, por sus imperativos de largo alcance, y que lo diferencia de los animales y que parece que traza una línea entre él y la «naturaleza».
El hombre, frente a estos poderosos conceptos, no es un animal; no es una entidad determinada, finita, no es un ser formado de una vez y para siempre, sino a punto de serlo, un proyecto, un sueño para el futuro, un anhelo de la naturaleza por nuevas formas de vida y posibilidades. Cuando fue enunciado por primera vez, el mandamiento «no matarás» tenía una enorme dimensión. Era casi sinónimo de «no respirarás»… parecía algo imposible, una locura y autodestructivo. Sin embargo, esta máxima ha conservado su fuerza a través de las edades, ha originado leyes, actitudes y doctrinas éticas. Muy pocos otros conceptos han dado frutos y revolucionado la vida del hombre.
El concepto de «no matarás» no es una fórmula preconcebida de un altruismo escolástico. El altruismo no ocurre en la naturaleza, «no matarás» no significa, no matar a tu semejante, sino que predica que no se debe privar uno de otro semejante, de no hacerse daño uno mismo. El otro hombre no es un extraño; no es algo remoto que no esté relacionado con uno mismo, es un ser autónomo. Toda cosa en el mundo, los incontables millares de los demás, existen para uno en cuanto uno los puede ver, sentir, tener relaciones con ellos. Las relaciones entre uno mismo y el mundo, entre mi propio ser y los «otros», son la esencia de la vida.
El conocimiento de esto, la facultad de sentir y buscar el camino hacia verdad tan compleja, ha sido la meta de la humanidad. Se han registrado momentos de progreso y de regresión. Han surgido ideas luminosas de las cuales hemos formulado leyes oscuras, salidas de la caverna de nuestras conciencias. Se han visto evoluciones extrañas de gnosis y alquimia, las que aun cuando algunos de nuestros contemporáneos las califican de absurdos, bien pudieran ser puntos de referencia en la búsqueda del conocimiento. Y habremos de considerar que de la alquimia, que se inició en un misticismo puro y en la realización final del «No matarás», hemos creado, con suficiencia y arrogancia la ciencia y tecnología para la fabricación de los explosivos y gases venenosos. ¿Es esto progreso? ¿Es una regresión? Ninguno de los dos.
La última contienda de estos años nos ha mostrado ambas caras. Tal parece que nos hubiera traído tanto el progreso, como la regresión. Las crueles técnicas del asesinato masivo sugiere la regresión, en apariencia como burla de la idea del progreso y la cultura. Sin embargo, ciertas ideas nuevas, perspicaces conceptos y esfuerzos motivados por la guerra nos impresionan como cierta clase de adelanto. Un periodista se ha sentido justificado al descartar sentimientos internos y calificarlos como una «basura de introvertidos», y quizás no se haya equivocado del todo. ¿Acaso no es concebible que su crudo concepto se refiera a lo mejor y lo más esencial, a lo más vital de nuestros tiempos?
Sea como fuere, hay una opinión con frecuencia expresada durante el tiempo de la guerra que es totalmente errónea: el concepto de que a través de su magnitud y gigantesco mecanismo de horror puesto en juego, esta guerra frenaría a las futuras generaciones para volver a desatar la guerra. El temor no enseña nada al hombre. Si el hombre disfruta al matar, no hay recuerdo de contienda que lo detenga en su empresa. Así como tampoco el conocimiento de los daños materiales de la guerra. Solamente en un grado infinitesimal los actos del hombre brotan de consideraciones racionales. Uno puede estar convencido de que la acción es absurda y sin embargo deleitarse en ella. Todo hombre pasional actúa en esta forma.
Y ésta es la razón por la cual no soy, como muchos de mis amigos lo conceptúan, un pacifista. No creo en la paz del mundo que se pueda lograr por medios racionales, por prédicas, organizaciones y propaganda, como no espero tampoco que se descubra la piedra filosofal dentro de un congreso de químicos.
¿Qué es entonces lo que nos pueda dar un verdadero espíritu de paz en la tierra? Seguramente no a base de mandamientos y por la práctica de la experiencia. Como todo margen de progreso humano, el amor a la paz debe provenir del conocimiento. Todo conocimiento de la vida, en oposición del conocimiento académico sólo puede tener un objetivo. Este concepto puede apreciarse y ser formulado en mil formas diferentes, pero siempre debe encerrar una verdad. Es el conocimiento de la sustancia vital dentro de cada uno de nosotros, de usted amigo lector, es el secreto de la magia, el secreto de la beatitud y fortaleza que todos llevamos adentro. Es el conocimiento que emana de lo más íntimo de nuestro ser y que a veces se manifiesta en dualidad, cuando se transforma lo blanco en negro, el mal en bien, la noche en el día. Los indostanos lo llaman «Atman», los chinos «Tao»; los cristianos lo conocemos como la «gracia». Cuando este conocimiento supremo está presente (como en Jesús, Buda, Platón o Lao-Tzu), se cruza el pórtico más allá donde los milagros suceden. Ahí cesan las guerras y las enemistades. Todos lo podemos leer en el Nuevo Testamento y en las oraciones de Gautama. Cualquiera que así se sienta inclinado puede mofarse de ello y calificarlo de «basura de introvertidos», pero para el que lo ha experimentado, el enemigo se convierte en su hermano, la muerte en su renacimiento, la deshonra en honor, la calamidad en buena fortuna. Cada cosa sobre la tierra se manifiesta en un doble alcance: dentro de este mundo y fuera de este mundo. Sin embargo, este mundo significa lo que está fuera de nosotros, todo aquello que está fuera de nosotros se convierte en un enemigo, en un peligro, en un temor y en miedo de la muerte.
Al caer la luz, la experiencia del mundo «exterior» no sólo es objeto de percepción sino al mismo tiempo la génesis de nuestra alma, dentro de la transformación de todo lo externo en interno.
Lo que digo es explicable en sí. Pero así como cada soldado muerto en batalla es una repetición del error, así debemos también repetir la verdad incesantemente y por siempre jamás.