En mi puesto como secretario delegado en un departamento del Gobierno, me encuentro en situación muy similar a la de la mayoría que años atrás se vieron obligados a prescindir de sus hábitos y costumbres para quedar atados al servicio oficial. Día tras día, el trabajo nos mantiene en un estado de tensión, nos recogemos con ella por las noches y nos levantamos bajo la misma presión; nos preocupamos por nuestros departamentos, buscamos métodos mejores y más sencillos de trabajo y nos sumergimos con toda nuestra personalidad en el crisol de los tiempos que corren. Y luego, repentinamente llega el instante en que nuestro propio ser —el viejo Adán de los teólogos— se agita en nuestro interior, letárgico e incierto como un hombre que sale de la anestesia y que todavía no llega a tener control sobre sus miembros y pensamientos.
Así fue como me sentí el otro día al caminar de casa a la oficina con un atado de documentos bajo el brazo. El sol calentaba, el aire benigno anticipaba la primavera y se percibía un aroma ligero como si el ramaje de los avellanos de algún sitio estuviera en flor. Un momento antes, al viajar en el tranvía, mis pensamientos bullían sobre mis prisioneros de guerra y recapacitaba sobre las cartas y memorándum que planeaba escribir después del almuerzo. Pero ahora estaba en camino fuera de la ciudad y súbitamente dejé de pensar sobre los prisioneros, la censura, la escasez de papel, las complicaciones del correo internacional en tiempos de guerra, en la dificultad de conseguir crédito. De un minuto al otro pude ver el mundo cuando uno lo contempla libre de preocupaciones. Mirlos regordetes jugueteaban en los setos desnudos y los limoneros que circundaban las fincas delineaban la fina trama de sus ramas bajo un cielo azul, ligeramente nublado, cielo primaveral. Aquí y allá, en el borde de los prados había parches de un verde fresco y brillante. La luz jugaba sobre el rico musgo de los troncos de los nogales. Todo lo que llevaba en mi carpeta y en mi mente quedó olvidado, y durante un cuarto de hora que duró mi paseo, viví, no en lo que llamamos «realidad» sino en la hermosa y auténtica realidad que llevamos dentro de nosotros mismos. Me pasó lo que a los niños y a los poetas, olvidé toda volición y propósitos y me dejé llevar en pos de un sueño multicolor y adorable.
¡Anhelos de soñar! Las visiones pasaron por mis ojos y al observarlas pude percibir cosas que me parecieron nuevas, que fueran concebidas en ese día por vez primera. Discerní un egoísmo puro, inocente, un egoísmo sin tacha; un mundo esferoidal, autosuficiente de egoísmos amorales, de deseos antisociales e imágenes del futuro. No entraba para nada la idea de la guerra y de la paz, nada tenía que ver con el intercambio de prisioneros, y nada relacionado con el arte, la sociedad, el sistema escolar o la religión del futuro. Esas preocupaciones no penetraban hasta el fondo, se manifestaban sólo en la superficie. Por esta vez, mi viejo Adán descorría los velos; volvía a ser niño y todos sus deseos eran para él y su propio bienestar.
Tuve un sueño maravilloso. Soñé que la paz había llegado, y que todos habíamos sido despedidos y estábamos libres; el sol brillaba y yo podía hacer exactamente lo que quería.
En mi sueño hice tres cosas. Primero, me recliné en una playa del mar con los pies en el agua. Mordí una brizna de hierba, tenía los ojos cerrados y murmuraba una tonadilla. De cuando en cuando traté de recordar cuál era la tonadilla, pero la dejé en paz, era difícil recordarla. ¿Pero eso qué importaba? Seguí tarareando hasta que me cansé y seguí chapaleando con los pies en el agua. Estuve a punto de quedar dormido bajo el calor del sol, pero de repente lo recordé todo: yo era libre y dueño de mi ser, podía hacer lo que deseara, yacía en la playa y a lo ancho y a lo lejos no había nadie sino yo. Me incorporé de un brinco, lancé un aullido de guerra indio y me arrojé al agua azul del mar. Me batí entre las olas, nadé hacia adentro y regresé, sentía hambre, corrí por la orilla de la playa, sacudí el agua de los cabellos y me senté junto a mi morral. Lentamente extraje una gruesa rebanada de pan, pan negro excelente de la preguerra, y una salchicha —de las que llevábamos a las excursiones de la escuela— y trozo de queso suizo, una manzana y una tableta de chocolate. Extendí todas estas cosas frente a mí y las contemplé hasta que ya no pude resistir más. Las agarré, y mientras masticaba me invadió una remota y olvidada felicidad infantil y el deleite de tan ricos manjares.
Sin embargo, esto no duró. La escena pronto cambió. Ahora me veía serio, vestido de pies a cabeza y sentado en un cuarto fresco con vista al jardín. La sombra de las ramas jugaban sobre las ventanas. Tenía un libro sobre las piernas que leía con profundo interés. No supe cuál era el libro. Sólo sabía que era sobre filosofía —pero no de Platón o de Kant, más bien del tipo de Angelus Silesius— y lo seguía leyendo con un placer inefable al sentirme libre y sin ser molestado, sin la idea del ayer o la del mañana, sumergido en este bello e inextinguible mar de atención y exaltación, en la ansiedad de la anticipación de eventos que confirmaran y justificaran mi criterio. Leía y meditaba, daba vuelta a las páginas lentamente, junto a la ventana, una dorada abeja zumbaba como si todo el mundo silente estuviera dentro de ella y sin desear otra cosa que expresar su quietud y satisfacción.
De cuando en cuando, me pareció escuchar a la distancia o quizás en el interior de la casa unos nobles sonidos, de violín o de chelo. Poco a poco se hicieron más audibles y reales, y mi mente se ensimismó en la voluptuosidad del sonido. Los acordes de Mozart regulaban y aplacaban, era un mundo de pureza.
Una vez más mi sueño cambió. Y como si hubiera estado ahí toda mi vida, me encontré sentado en una silla rústica junto a un muro bajo al borde de un viñedo en un valle del sur. Tenía sobre las rodillas un pequeño cartoncillo rectangular, en la mano izquierda una paleta y en la derecha un pincel. Junto a mí estaba enterrado mi bastón, mi morral estaba abierto y podía distinguir los apretados tubos de pinturas. Tomé uno de ellos, destornillé la tapa y con profundo gozo exprimí un poquito de azul cobalto, luego otro poco de blanco y un fino verde de Verona, así como una pizca de rojo turco. Contemplé durante largo rato las lejanas montañas y el dorado castaño de las nubes vaporosas, y mezclé ultramarino en el rojo, aguantando la respiración por precaución porque la escena era tan infinitamente delicada, sutil y etérea. Después de un momento de indecisión, mi pincel dibujó en rápidos toques circulares una nube luminosa dentro del azul, con sombras grises y tonos violeta. El verde levemente sugerido del primer plano y del de las hojas de los avellanos comenzaron a mezclarse juguetonamente entre sí y buscaron armonizar con el apagado rojo y azul del fondo. Las amistades y vinculaciones de los colores, sus atracciones y enemistades se hicieron sentir, y muy pronto, toda mi vida interior quedó concentrada en ese pequeño rectángulo que sostenía sobre las rodillas. Todo lo que el mundo tenía que decirme, confesarme y pedirme perdón —y yo para con el mundo— estaba frente a mis ojos envuelto en el blanco y el azul, en el audaz tono amarillo y en la serenidad del verde. ¡Ahí sentí que eso era la vida! Que ésta era mi participación en el mundo, mi gozo y mi carga. Que aquí estaba en casa. Que aquí había placeres almacenados para mí, que aquí era el rey, que aquí podía volver la espalda con indiferencia a todo el mundo oficial.
Una sombra cayó sobre mi pequeño cuadro. Levanté la vista. Estaba afuera de mi casa. El sueño se había esfumado.