Finalmente, Dios nuestro Señor se aplacó y envió una gran inundación para poner fin a la era en la historia de la tierra que había culminado en la sangrienta Guerra Mundial. Las aguas compasivas lavaron lo que había desecado en el viejo planeta, los campos nevados y tintos en sangre y las montañas erizadas de cañones, los cuerpos en estado de pudrición y sus dolientes, a los ebrios de sangre junto con los empobrecidos, los hambrientos junto con los que se habían vuelto locos.
Un cielo azul apacible miraba hacia abajo a la esfera terrestre.
Hasta el propio fin, los europeos y su tecnología habían mostrado su temple. Durante varias semanas, Europa se había defendido sola y tesoneramente contra el desbordamiento de las aguas. En un principio, con enormes diques en los que millones de prisioneros de guerra trabajaron día y noche; luego con baluartes y montículos artificiales con aspecto de terrazas gigantescas que luego se transformaban en torres emergentes. Replegados a estas torres, los hombres conservaron su fe hasta el último con el conmovedor heroísmo de su estirpe. Primero Europa, luego el mundo entero había quedado sumergido, pero en los últimos baluartes, los reflectores todavía arrojaban su dardo luminoso dentro del húmedo crepúsculo, mientras que los cañones lanzaban sus proyectiles de torre a torre en graciosos arcos. El heroico fuego de la metralla se mantuvo hasta el fin.
Por último, el mundo entero quedó inundado. Aferrados a su cinturón de salvamento, los únicos supervivientes europeos flotaban a merced de las aguas, aprovechando el resto de sus fuerzas para llevar un registro de los sucesos en los últimos días, porque deseaban que los hombres del futuro supieran que su heredad había sobrevivido a sus enemigos durante varias horas, y con ello asegurado las palmas de la victoria para siempre.
Y entonces, un enorme casco negro apareció sobre el gris horizonte y lentamente se fue acercando a la exhausta Europa. Para deleite general, se reconoció el arca, se pudo ver al viejo patriarca de pie sobre el puente —una figura imponente con luenga barba gris— y se veló la imagen. Un gigantesco africano rescató a uno de los náufragos, quien al abrir los ojos contempló al sonriente patriarca, porque por fin había dado cima a su misión: un ejemplar de cada criatura viviente sobre la tierra se había salvado.
Mientras el arca se deslizaba sin prisa a favor del viento, en espera de que las lodosas aguas bajaran su nivel, un alegre brote de vida tomó forma. Grandes bancos de peces seguían la estela de la nave, pájaros e insectos de todos colores se cernían sobre el puente descubierto, todos los animales y todos los seres humanos vivientes se regocijaban por haber sido salvados y destinados a una nueva vida. El multicolor pavo real lanzaba su penetrante saludo matinal, el elefante reía y se daba baños de ducha que compartía con su consorte, la lagartija yacía iridiscente sobre un madero bañado por el sol. Con rápidos golpes de su arpón, el indio pescaba brillantes peces en el espacio infinito de las aguas: el africano hacía fuego frotando dos maderos secos y en medio de su alegría acompañaba sus rítmicos movimientos golpeando los poderosos muslos de su mujer con la palma de la mano. El indostano permanecía de pie, escueto y con los brazos cruzados sobre el pecho, musitando versos de antiguas canciones sobre la Creación. El esquimal yacía vaporizando su cuerpo al sol, chorreando agua por todos sus poros y sus minúsculos ojos reían al notar que un amigable tapir venteaba a su alrededor. El pequeño japonés había cortado una pequeña vara con la que jugueteaba y hacía piruetas. El europeo, cuyos avíos para escribir había logrado salvar, hizo un inventario de las criaturas vivientes.
Se formaron grupos y se entablaron amistades y cualquier disputa que se suscitaba quedaba inmediatamente suspendida por intervención del patriarca con un solo movimiento de su mano. Todos estaban alegres y sociables, solamente el europeo se mantenía apartado, sin dejar de escribir. Pero luego, todo ese consorcio de seres humanos y de animales inventó un juego, una competencia en la que cada uno demostrara sus habilidades. Todo el mundo presente quería ser el primero, y el propio patriarca tuvo que mantener el orden. Dividió a sus pasajeros en grupos separados; animales grandes, animales pequeños, y seres humanos. En primer término, cada cual debería hablar y enunciar la hazaña en la que se proponía sobresalir, luego cada uno la demostraría.
El excelente juego duró varios días, porque miembros de cada grupo repentinamente dejaban de hacer su parte para correr y observar a otros grupos. ¡Qué cosas tan maravillosas se podían ver! Cada una de las criaturas de Dios pudo exhibir sus ocultos talentos y habilidades. ¡Qué espléndida exhibición de las riquezas de la vida! Y cómo todos reían, cantaban, cacareaban, aplaudían, golpeaban el puente, relinchaban…
La comadreja corrió con soltura, la alondra cantó con singular deleite, el orgulloso gallipavo, de alto pecho, marchó con elegancia, y la ardilla trepó con increíble destreza. El mandril imitaba al malayo y el malayo al mandril. Los veloces corredores, hábiles trepadores, nadadores y voladores, competían sin descanso, y cada uno fue aplaudido por su excelencia. Ciertos animales demostraron su magia y otros se hicieron invisibles. Muchos se distinguieron por su fuerza, otros por su astucia, algunos en el ataque, otros en la defensa. Los insectos demostraron la forma de protegerse al adoptar la tonalidad del pasto, de la madera, musgo, roca, y mientras otros, entre los más débiles, fueron aplaudidos y obligaron a los espectadores a huir al expeler nauseabundos olores para repeler ataques. Ninguno quedó atrás, todos tenían su propio talento. Los nidos de los pájaros se fueron formando, trenzando, tejiendo y consolidando. Las aves de rapiña mostraron la forma de poder reconocer la presa más pequeña desde las alturas.
Los humanos también actuaron bien. Con agilidad y sin ningún esfuerzo, el africano trepó al mástil; con tres hábiles maniobras, el malayo transformó una hoja de palma en un remo y bogó sobre las aguas en un pequeño tablón. El indostano acertó a pegarle al blanco más pequeño con su flecha, y con dos diferentes clases de cordel su mujer tejió un bello tapete que ganó la admiración de todos. No hubo nadie que no quedara mudo de asombro al ver los juegos de magia del indostánico. El chino demostró la forma en que el laborioso nativo lograba triplicar la cosecha de trigo al desenterrar las semillas y trasplantarlas a intervalos regulares.
El europeo no gozaba de gran popularidad. Varias veces había logrado hostilizar a sus primos por darle poca importancia a los logros de los demás. Cuando el indostano cazó un pájaro a gran altura, el hombre blanco se encogió de hombros y declaró que él podía tirar a triple altura con una onza de dinamita. Pero cuando se le instó a que lo demostrara, se valió de una serie de disculpas y expresó que necesitaba una serie de implementos para realizarlo. Asimismo, ridiculizó al chino y expuso que, aunque estaba de acuerdo que esos trasplantes demostraban la laboriosidad de su gente, pero que era dudoso que tan intensa y agotante tarea la hiciera feliz. Los chinos habían ganado la aprobación general al replicar que cualquier país que tuviera suficiente alimentación y honrara a sus dioses era feliz, sensato argumento que sin embargo los europeos desdeñaron.
La notable competencia siguió su curso, hasta que finalmente todos los humanos y los animales desplegaron sus habilidades. Todos quedaron impresionados y contentos entre sí. El patriarca no dejaba de reír y agitar al viento su barba gris, y expresó que como muestra de elogio, las aguas ya se podían apaciguar para que el mundo vislumbrara una nueva vida de felicidad.
Solamente el europeo no hizo gala de hazaña alguna y todos los concurrentes clamaban porque saliera a la palestra, para que demostrara que también él tenía derecho de respirar el aire del Señor y viajar en la casa flotante del patriarca. Durante largo tiempo se excusó y rehusó hacer algo. Pero entonces, el propio Noé intervino, y el hombre blanco se decidió a hablar:
—También yo he desarrollado una habilidad y destreza de gran efectividad. Mis ojos no son tan penetrantes como los de otros seres, ni me distingo de ellos por el oído o por el olfato o por labores manuales. Mi don es de un nivel superior. Mi don es la inteligencia.
—¡Demuéstrala! —gritó el africano, y todos se acercaron al evento.
—Esto no se puede exhibir —dijo el hombre blanco con gentileza—. Quizás no me han comprendido. Lo que me distingue es mi mente.
El africano rió de buena gana, mostrando su blanca dentadura; el indostano frunció los labios en gesto de burla; el chino sonrió con sagacidad y de buen modo.
—¿Inteligencia? —murmuró lentamente—. Danos una demostración de tu mentalidad. Hasta ahora no hemos visto nada…
—No hay nada que ver —repuso el europeo malhumorado—. Mi don especial reside en mi cabeza, donde almaceno imágenes del mundo exterior. De estas imágenes voy formando nuevas imágenes y sistemas. Tengo la capacidad de pensar y contener a todo el mundo en mi cerebro; en otras palabras, lo puedo rehacer…
Noé pasó su mano por la frente y dijo:
—Te ruego me disculpes… ¿pero qué hay de bueno en ello? Dios ha creado el mundo. ¿Por qué pretendes tú volverlo a formar y guardarlo en tu pequeño meollo?
Entonces se escucharon gritos y preguntas por doquier.
—¡Calma! —indicó el europeo—. Ustedes me entienden. La tarea del intelecto no se puede demostrar como cualquier otro arte o artesanía.
—¡Claro que se puede hacer, primo mío! Muéstranos sus manifestaciones y alcances. Hagamos un cálculo, una encuesta. Por ejemplo: un hombre y una mujer tienen tres hijos, cada uno de los cuales forma su propia familia. Cada uno de ellos tiene un hijo cada año. ¿Cuántos años se necesitan para tener cien descendientes?
Todos escucharon Con atención, entrecerraron los ojos y contaron con los dedos. El europeo procuró esforzarse.
—No está mal —confesó el hombre blanco—. Pero eso es sólo cuestión de agilidad mental. Mi mente no está hecha para estas tretas infantiles, sino para resolver grandes problemas en los que reside la felicidad de la humanidad.
—Estupendo —dijo Noé—. La destreza o el don de traer la felicidad es indudablemente más importante que cualquier otro. Pero quisiéramos saber lo que tú sabes acerca de la felicidad de la humanidad. Mucho nos agradaría enterarnos. —La gran asamblea esperaba con ansiedad que el hombre blanco hablara. ¡Honor sea dado al que nos enseñe en dónde reside la felicidad del género humano! ¡Pediríamos su perdón por todos nuestros conceptos y burlas! Porque si él sabe todo esto, no habrá necesidad de que manifieste sutilezas de ojos, oídos o destrezas manuales, de que se extenúe en el trabajo o en la aritmética…
Hasta entonces, el europeo se había manifestado altivo y dueño de sí mismo; pero al enfrentarse a esta genuina curiosidad, se vio en una encrucijada.
—La culpa no es mía —dijo con aire de duda—; pero ustedes todavía no comprenden. Nunca dije que conocía el secreto de la felicidad. Lo que señalé es que mi mente labora con ciertos problemas cuya solución habrá de estimular la felicidad de la humanidad. Esto implica un trabajo arduo y largo, ninguno de nosotros lo verá terminado. Los problemas son intrincados y muchas generaciones tendrán que seguir ponderándolos.
El auditorio escuchó con creciente perplejidad y desconfianza. ¿Qué es lo que el hombre blanco explicaba? El propio Noé esquivó su mirada con aire de duda.
El indostano sonrió al chino. Y cuando los demás no supieron que decir, el oriental habló:
—Queridos hermanos —comenzó con voz suave—, nuestro primo el hombre blanco es un bufón. Trata de hacernos ver que su mente se debate en algo que nuestros nietos y bisnietos quizás no lleguen a realizar. Sugiero que lo aplaudamos como a un bromista. Habla de cosas que ninguno de nosotros puede comprender, pero todos sospechamos que si lo captáramos de veras nos haría reír y reír sin interrupción. ¿No sienten ustedes lo mismo? Pues entonces propongo una porra para el bromista…
La mayoría de los humanos y de los animales se unieron a la porra y se alegraron de que el incidente había pasado. Pero hubo algunos que no estaban conformes ni satisfechos. El europeo quedó aislado de los demás. Ya entrada la tarde, el africano, en compañía del esquimal, el indostano y el malayo, se acercaron al patriarca y le dijeron:
—Reverendo Patriarca, tenemos algo que preguntar. No nos gusta ese individuo blanco que se burló de nosotros. Cada uno de los animales, el oso y la mosca, el faisán y el moscardón, y cada uno de nosotros los seres humanos, tenemos algo que enseñar, alguna destreza con la cual honrar a Dios y proteger, mejorar o embellecer nuestras vidas. Hemos visto demostraciones sorprendentes y algunas nos han hecho reír, pero incluso la criatura más pequeña ha exhibido algo que complace, solamente ese tipo pálido que salvamos de las aguas no tiene nada que ofrecer sino palabras extrañas y arrogantes, alusiones veladas y burlescas que nadie puede entender y que a nadie complacen. Así es, querido padre, que te preguntamos: ¿es justo y propio que esa clase de criatura se una a nosotros para comenzar una nueva vida en esta tierra tan amada? ¿No tendremos resultados desastrosos? ¡Vedlo, señor! Tiene la mirada nebulosa, su sien está llena de arrugas, sus manos son pálidas y débiles, su rostro denota mal humor y tristeza, todo en él irradia melancolía. Debe haber algo raro en su naturaleza, ¡solamente Dios sabe quién lo envió a nuestra arca!
El viejo patriarca los miró con ojos comprensivos.
—Hijos míos —les dijo en tono tan amable que todos se animaron—, mis queridos hijos, todo lo que dicen es al mismo tiempo justo y erróneo. Pero el Señor ha dado su respuesta antes de que ustedes la formularan. Convengo en que el hombre del país de la guerra no es nada simpático y es difícil creer que tales maniáticos existan; pero Dios que formó todas las especies, debe saber el por qué. Todos ustedes tienen motivos de queja contra el hombre blanco; ellos son los que adulteraron nuestra pobre tierra y acarrearon esta sentencia sobre el planeta. Pero veamos, Dios nos ha dado una señal de lo que tenía en mente al salvarlo. Todos ustedes, los africanos, indostanos, esquimales, tienen sus amadas consortes para la nueva vida en la tierra. Solamente el hombre blanco está solo. Durante largo tiempo esto me desalentó, pero creo ver la razón. Este hombre ha sido preservado como una advertencia para estimularnos, como una especie de fantasma; pero no podrá perpetuarse a menos que se arroje entre la corriente multicolor de la humanidad. No podrá corromper vuestras vidas en la tierra. ¡Os lo aseguro!
Cayó la noche, y en la mañana siguiente la elevada cima del Monte Sagrado emergió de las aguas…