¿HABRÁ PAZ?
Diciembre de 1917

En fecha muy reciente, Wilson y Lloyd George proclamaron su inalterable voluntad de luchar hasta una victoria final. En la Cámara de Italia, el socialista Mergari fue tachado de loco por haber dicho unas cuantas palabras naturales y humanas. Y ahora vemos con qué espíritu de propia rectitud y entereza, un despacho de Wolff niega el rumor de una nueva proposición de paz alemana: «Alemania y sus aliados no ven la menor razón para repetir su magnánima oferta de paz».

En otras palabras, todo sigue igual, y si en algún lado brota el menor vestigio pacífico, o trata de emerger, la bota militar lo aplastará sin pérdida de tiempo.

Por otra parte, nos enteramos de que las negociaciones para la paz se han iniciado en Brest-Litovsk, que Herr Kühlmann abrió la sesión con una referencia sobre el significado de la Navidad y que habló, con palabras del Evangelio, de paz en la tierra. Si realmente cree en lo que dice, si tiene siquiera una mínima comprensión de esas tremendas palabras, la paz sería inevitable. Desafortunadamente, nuestra experiencia respecto a las citas bíblicas en boca de estadistas no ha sido muy alentadora hasta la fecha.

Durante muchos días, los ojos del mundo se han enfocado a dos lugares. En esos dos sitios, el sentimiento general es que los destinos de las naciones quedarán determinados, señalados, amenazados. Con respiración entrecortada, el mundo mira hacia el oriente, hacia las negociaciones de paz en Brest-Litovsk. Pero al mismo tiempo no deja de observar el frente occidental con terrible angustia, porque todos sienten, todos saben, que a menos que ocurra un milagro, el peor desastre que jamás haya sufrido el hombre, está ahí, amenazante; por la consecuencia de la más amarga, sangrienta, cruel y desastrosa batalla de todos los tiempos…

Todos lo sabemos y todos, a excepción de unos cuantos ardientes y confiados oradores políticos, y los que explotan en su beneficio la guerra, temblamos al solo pensarlo. Por lo que respecta al resultado de esta matanza masiva, las opiniones varían. En ambos campos hay una minoría que seriamente cree en una victoria decisiva. Pero a un hecho nadie le concede un vestigio de sentido común y es que las metas ideales y humanitarias, que se glosan en forma tan prominente en todas las alocuciones de los estadistas, no podrán ser alcanzadas. Mientras mayores, más sangrientas y destructivas resulten estas últimas batallas de la Guerra Mundial, menos se podrán realizar para el futuro; mientras menos esperanzas se tengan para aplacar odios y rivalidades, menos se podrá contar con la idea de que los fines políticos se pueden lograr a base del instrumento criminal de la guerra. Si alguno de los campos beligerantes llegase a obtener la victoria (propósito que sería la única justificación pregonada por los líderes en sus discursos incendiarios), entonces, lo que detestamos como militarismo habrá ganado. Si en lo íntimo de su corazón los partidarios de la guerra creen una sola palabra de lo que han proclamado acerca de los fines de la contienda, lo absurdo y vano de sus argumentos hace tambalear la imaginación.

¿Podrá acaso la perspectiva de una masacre de inconcebibles alcances justificarse por este embrollo de sofismas, de esperanzas contradictorias y de planes? Mientras toda la gente con la menor experiencia en la guerra y sus sufrimientos, esperan el resultado de las negociaciones de paz en Rusia, orando y expectantes; mientras todos nosotros nos conmovemos con afecto y gratitud por los rusos, porque ellos, los primeros entre las naciones, han atacado la guerra en su raíz y decidieron terminarla; mientras la mitad del mundo sufre hambre y la mitad del esfuerzo humano ha quedado en suspenso o prácticamente anulado, es ahora, cuando en Francia se hacen preparativos que no nos atrevemos siquiera a nombrar, una matanza masiva que se espera decida, pero que no decidirá, el resultado de la guerra. Un alarde final de heroísmo y paciencia: el odioso triunfo final de la dinamita y las máquinas de la guerra contra la vida humana y su espiritualidad…

Ante tal situación, es nuestro deber y el deber sagrado de cada hombre de buena voluntad sobre la tierra, no escudarnos en la indiferencia y dejar que las cosas tomen su propio curso, sino hacer el máximo esfuerzo para evitar esta catástrofe final.

Todos estamos de acuerdo, ¿pero qué podemos hacer? ¡Si fuéramos estadistas o ministros, haríamos algo, pero no tenemos poder!

¡Ésta es la reacción sencilla de eludir responsabilidades hasta que llegan a ser imperativas! Si nos volvemos hacia los políticos y líderes, también ellos se encogen de hombros e invocan su impotencia. No debemos quedarnos sentados y sólo culparlos.

Echar la culpa a alguien es una señal de inercia y cobardía en cada uno de nosotros, es una obstinación y renuencia a pensar. Como réplica al excelente Mergari, Sonnino rehusó decir «cualquier cosa que pueda dar ayuda y consuelo al enemigo»; el despacho de Wolff que antes mencioné señala que Alemania «no tiene la menor razón» para un paso más en pro de la paz. Día tras día, nosotros mismos damos pruebas de la misma actitud. Aceptamos las cosas como vienen, gozamos con las victorias, deploramos las pérdidas de nuestro bastión, aceptamos tácitamente la guerra como un instrumento político.

Pero recapacitemos, toda nación y cada familia, y cada individuo en lo personal en toda Europa y más allá de las fronteras, tiene razón suficiente para hacer el máximo esfuerzo para lograr la paz, por la que todos rogamos. En realidad, solo un puñado de hombres es el que quiere que la guerra siga —y es indudable que merecen nuestro desprecio y nuestro sincero despecho. Nadie más, sino un pequeño grupo de fanáticos morbosos o criminales sin escrúpulos están en favor de la contienda— y a pesar de lo increíble que parezca, la guerra sigue; ambos bandos se arman infatigablemente para el supuesto holocausto final en el Occidente…

Esto sólo se concibe porque somos perezosos, conformistas y muy cobardes. Es posible porque en el fondo de nuestro corazón aprobamos de algún modo o toleramos la guerra. Porque arrojamos al viento todos nuestros recursos mentales y nuestras almas y dejamos que la maquinaria sangrienta siga rodando. Eso es lo que hacen los políticos y lo que hacen los ejércitos; pero nosotros, los que somos testigos, no somos mejores que ellos. Si realmente deseáramos que la guerra terminara lo podríamos lograr. Sabemos que cuantas veces el hombre ha sentido la necesidad de actuar, lo ha hecho contra toda resistencia. Hemos visto con admiración y respeto que los rusos han bajado sus armas y manifestado su voluntad para pactar la paz. No hay gente sobre la tierra que no se haya conmovido en su corazón por este sorprendente drama. Sin embargo, al mismo tiempo rechazamos las obligaciones resultantes. Todos los políticos del mundo están en favor de la revolución, de la razón y de rendir las armas, pero solamente las del campo enemigo, no las de su bando. Repito, si realmente lo anhelamos, podemos poner fin a la guerra. Una vez más, los rusos han dado el ejemplo de la sacra doctrina de que el débil puede convertirse en el más poderoso. ¿Por qué nadie los imita? ¿Por qué los parlamentos y gabinetes en todas partes se conforman con la misma ñoñería, con las cotidianas trivialidades, por qué nadie surge como campeón de una gran idea, de la única que nos importa en este momento? ¿Por qué favorecen la autodeterminación de los países cuando lo único que persiguen es la esperanza de beneficiarse? ¿Por qué la gente se deja llevar por el falso idealismo de los tiranos de la paz? Se ha dicho que cada nación tiene los gobernantes que merece. Es muy posible. Nosotros los europeos, en todo sentido, contamos con los más crueles y sanguinarios gobernantes: los señores de la guerra. ¿Es esto acaso lo que deseamos y merecemos?

No. No lo deseamos. Anhelamos lo contrario. Aparte de un pequeño grupo de piratas, nadie prefiere este vergonzoso estado de guerra. ¿Qué podemos hacer? Tenemos que sacudir esta inercia. Debemos aprovechar toda oportunidad para argüir nuestro anhelo de paz. Podemos desistir de aprobar inútiles provocaciones, como el falaz despacho de Wolff, y dejar de hablar como Sonnino. En estos momentos, un ligero gesto de humillación, alguna concesión, un impulso humano no nos puede hacer daño alguno… ¿Cómo es posible que nos dejemos envenenar por este concierto de sangre y pregonar nuestro vano nacionalismo?

Ha llegado la hora de expulsar a esos estadistas que conciben la política extranjera en términos de un ultranacionalismo, pero que ignoran el grito de la humanidad entera. ¿Por qué esperar a que su estupidez siga autorizando el derramamiento de la sangre de millones de seres?

Así es, todos nosotros —grandes y pequeños, beligerantes y neutrales— debemos forzar a que nuestros oídos no desoigan la amenaza de esta hora fatal, la noción de horrores inenarrables. ¡La paz está a la vista! Como un ideal, un anhelo, una sugerencia, eso está en el corazón de todos los corazones. Si cada uno de nosotros se afirma a esta moción tan humana en pro de la paz, comunica sus anhelos a los demás, si todo hombre de buena voluntad decide dedicarse exclusivamente a remover todos los obstáculos, todas las barreras, tendremos la paz.

Si logramos esta colaboración, todos tendremos la satisfacción de haber hecho lo que el deber nos impone, porque hasta la fecha lo único que podemos sentir es que todos somos culpables.