Desde que era niño he tenido el hábito de desaparecer de cuando en cuando, para renovarme a base de sumergirme en otros mundos. Mis amigos me buscan y después de un tiempo me dan por perdido. Cuando finalmente regreso, siempre me divierte escuchar la opinión de los científicos, así llamados, respecto a mis «ausencias» o estados crepusculares. Aun cuando no hago nada sino seguir los impulsos de mi segunda naturaleza, cosa que la mayoría de la gente también puede hacer, esos tipos peculiares me consideran como una rareza; algunos piensan que soy un poseso; otros me revisten con poderes milagrosos.
Así es que ahora vuelvo a desaparecer durante un tiempo. El presente ha perdido su encanto para mí después de dos o tres años de guerra, y me escaparé para respirar un poco de aire diferente. Dejo el plano en el que he vivido y me propongo habitar en otro. Esta vez visité regiones remotas del pasado, recorrí naciones y épocas, sin encontrar conformidad; observé las crucifixiones usuales, intrigas y manifestaciones de progreso sobre la tierra, para luego adentrarme un poco en lo cósmico.
Cuando retorné fue en 1920. Me desilusioné al ver que las naciones seguían luchando entre sí con la misma ciega obstinación. Se habían modificado algunas fronteras: unos cuantos sitios escogidos, de viejas y notables culturas habían sido destruidos sistemáticamente; pero en realidad, poco había cambiado el aspecto exterior del planeta.
Se había progresado en buen grado hacia la igualdad. En Europa, por lo menos y según me informaron, todos los países no habían cambiado; las diferencias entre las naciones beligerantes y las neutrales habían virtualmente desaparecido. Desde la iniciación de los bombardeos por medio de globos, que automáticamente descargaban sus bombas desde una altura de quince o veinte mil metros, las fronteras nacionales, a pesar de seguir rigurosamente resguardadas, se habían convertido en algo ilusorio. La dispersión de estas bombas sobre la población civil, al azar y desde el cielo, era tan extensa que los que comandaban esta operación se mostraban satisfechos si ese baño de explosivos no caía en su propio país, lo que cayera en países neutrales e incluso en naciones aliadas no se consideraba de importancia.
En esto consistía el único adelanto en el arte de la guerra; y en esto, finalmente encontró expresión el carácter de la contienda. El mundo se había dividido en dos sectores que trataban de aniquilarse mutuamente, porque ambos querían la misma cosa, la liberación de los oprimidos, la abolición de la violencia y el establecimiento de una paz duradera. En los dos bandos había una fuerte corriente de sentimiento contra una paz temporal, si no se lograba una paz eterna, ambos lados quedaban comprometidos a una lucha sin fin, y la imparcialidad con que los globos militares dejaban caer sus bendiciones desde prodigiosas alturas sobre justos y pecadores al mismo tiempo, refleja a la perfección el espíritu de esta guerra. Sin embargo, en otros aspectos, la guerra se libraba al estilo antiguo, con recursos enormes, pero inadecuados. La pobre imaginación de los genios militares y de los técnicos, había logrado poner en práctica unos cuantos instrumentos nuevos de destrucción, pero los visionarios que habían inventado el globo bombardero automático habían sido los últimos en este empeño destructor. Porque mientras tanto, los intelectuales, hombres de visión, poetas y soñadores habían ido perdiendo gradualmente interés en la guerra, y al contar sólo con soldados y técnicos, el arte militar progresaba muy poco. Con extraordinaria perseverancia, los ejércitos estaban frente a frente. Pero a pesar de la escasez de metal, las decoraciones militares se hacían de papel, aunque esto no disminuyó la valentía ni el heroísmo en ninguna parte.
Encontré mi casa parcialmente destruida por los bombarderos aéreos, pero todavía habitable. Sin embargo, hacía frío y tenía aspecto desagradable por los fragmentos de piedras en el piso y el moho en las paredes. Decidí dar un paseo.
La ciudad había sufrido grandes cambios; no había tiendas abiertas y las calles estaban vacías. Poco tiempo después, un sujeto con un número de hojalata en el sombrero me preguntó lo que hacía. Le repliqué que daba un paseo. Inquirió si tenía permiso. No comprendí su pregunta y siguió un altercado. El vigilante me pidió que lo siguiera a la demarcación de policía.
Llegamos a una calle donde todos los edificios tenían letreros blancos con el nombre de las oficinas, seguidos de números y siglas.
Uno de ellos informaba: «Civiles sin ocupación L2487-B 4». Entramos. La misma distribución oficial, cuartos de espera y pasillos con olor a papel, ropa húmeda, y burocracia. Después de varios interrogatorios me llevaron al Cuarto 72. Un oficial me vio de arriba a abajo y me dijo con voz áspera:
—¿No puedes mantenerte firme y alerta?
—No —contesté.
—¿Por qué no?
—Porque nunca aprendí a hacerlo —informé tímidamente.
—Bueno, de cualquier manera —indicó— andabas de paseo sin tener permiso. ¿Lo admites?
—Sí —accedí—. Eso parece ser la verdad. Yo no lo sabía. Sabe usted… he estado enfermo bastante tiempo…
Con un gesto me obligó a quedar en silencio.
—El castigo: se te prohíbe usar zapatos durante tres días. ¡Quítate los zapatos!
Obedecí.
—¡Cielo Santo, ciudadano! —me dijo como horrorizado—. Zapatos de cuero… ¿dónde los conseguiste? ¡Debes estar completamente loco!
—Quizás no sea yo del todo normal. No puedo juzgarlo. Pero compré estos zapatos hace algunos años.
—¿Acaso no sabes que ningún civil debe usar zapatos de cuero? ¡Está prohibido! Estos zapatos quedan confiscados. Ahora veamos tus documentos de identificación…
¡Y no tenía ningún documento!
—¡Increíble! —dijo el oficial en tono de queja—. No he visto cosa igual en más de un año. —Llamó a un policía—. Lleva a este sujeto a la Oficina 19, Cuarto 8…
Me llevaron descalzo por varias calles. Entramos a otro edificio oficial, cruzamos varios pasillos, respiré el mismo aire viciado y luego me empujaron a un cuarto donde fui interrogado por otro funcionario. Éste estaba en uniforme.
—Fuiste recogido en la calle sin documentos de identificación. Te multo con dos mil gulden. Te haré el recibo de inmediato.
—Perdone usted —dije titubeando—. No llevo conmigo tanto dinero. ¿No podría usted encerrarme unos días?
—El oficial soltó una carcajada.
—¿Encerrarte? Mi estimado amigo, vaya idea la tuya… ¿Esperas que incluso te demos de comer? No, señor mío, si no puedes pagar esa miserable multa, tendré que imponerte el castigo máximo: retiro temporal de tu permiso de existencia. ¡Entrégame tu tarjeta de existencia!
No tenía ninguna.
El oficial quedó sin habla. Llamó a dos de sus ayudantes; conferenciaron en voz baja, mirándome repetidamente con horror y asombro. Luego, el primer oficial me condujo a un cuarto para detenidos, pendiente de que se estudiara mi caso.
En la habitación había varias personas sentadas o de pie; había un guardia en la puerta. Pude notar que aparte de la falta de mis zapatos, era yo el mejor vestido de todos. Los circundantes me trataron con cierto respeto y me cedieron una silla. Un pequeño sujeto se acercó a mí con timidez y me dijo quedamente:
—Tengo una ganga estupenda para usted. Dispongo de azúcar de betabel en casa. Todo el azúcar está en perfectas condiciones. Pesa cerca de tres kilos. Usted dispone. ¿Qué me puede ofrecer? Se acercó más a mi oído y le pregunté:
—Bien, hágame una oferta. ¿Cuánto quiere por ella?
—Digamos ciento cincuenta gulden…
Denegué con la cabeza y miré hacia otro lado. Quedé pensativo. Me di cuenta de que había estado ausente demasiado tiempo, que me sería difícil adaptarme. Hubiera dado un capital por un par de zapatos, tenía los pies helados y húmedos. Pero noté que todos los demás también estaban descalzos.
Después de varias horas vinieron por mí. Me llevaron a la Oficina 285, cuarto 19f. En esta ocasión, el policía se quedó a mi lado, entre el oficial y yo. Parecía un funcionario de alto grado.
—Se ha colocado usted en una situación muy penosa —me dijo—. Ha vivido usted en la ciudad sin permiso de existencia. Sin duda se da usted cuenta de que el peor castigo debe imponerse.
Hice una ligera inclinación.
—Permítame usted, señor. Quiero pedirle algo. Me doy cuenta de que no puedo hacer frente a la situación, y que cada hora que pasa la cosa empeora. ¿Podría usted condenarme a morir? ¡Le quedaría muy reconocido!
El oficial me miró con gentileza.
—Lo comprendo —dijo amablemente—. ¡Pero cualquiera puede solicitar ese castigo! En última instancia, usted necesita una tarjeta de fallecimiento. ¿Puede pagarla? Cuesta cuatro mil gulden…
—No. No tengo tanto dinero. Sin embargo, puedo entregar todo lo que tengo. Mi principal anhelo es dejar esta vida.
El hombre sonrió con extrañeza.
—Bien puedo creerlo. No es usted el único. Pero morir no es cosa tan sencilla. Mi estimado amigo, usted pertenece al Estado, en cuerpo y alma. Usted debe saberlo. Pero, déjeme ver. Aparece registrado bajo el nombre de Sinclair, Emil Sinclair. ¿Es usted acaso el escritor Sinclair?
—Así es.
—¡Oh!, eso me alegra. Quizás pueda hacer algo por usted. Oficial… puede usted retirarse.
El policía dejó el cuarto y el funcionario me estrechó la mano.
—He leído sus libros con gran interés —dijo amistosamente—, y haré todo lo posible por ayudarlo. ¿Pero dígame, cómo es posible que se haya usted metido en este lío?
—Permítame explicarle. He estado ausente durante un tiempo. Me tomó entre dos y tres años refugiarme en lo cósmico, y a decir verdad supuse que la guerra había terminado ya. ¿Pero dígame, me puede conseguir una tarjeta de fallecimiento? Le quedaré muy reconocido.
—Posiblemente se pueda arreglar. Pero antes necesita usted un permiso de existencia. Es obvio que nada se puede gestionar sin dicho documento. Le daré un pase para la Oficina 127. Con mi recomendación, le extenderán a usted una tarjeta temporal de existencia. Pero eso solamente será válido por dos días.
—¡Oh… eso sería más que suficiente!
—Está bien. Cuando se la entreguen, vuelva conmigo.
Nos estrechamos la mano.
—Una cosa más —dije quedamente—. ¿Puedo preguntarle algo? Se habrá dado cuenta de que no sé nada de lo que está pasando.
—Pregunte usted …
—Escúcheme… quisiera saber cómo se puede vivir bajo estas condiciones. ¿Cómo puede la gente resistirlo?
—¡Bah!, no la pasan tan mal. Su situación es excepcional: ¡un civil… sin documentos! Quedan muy pocos civiles. Prácticamente, todo el que no es un soldado es un burócrata. Esto hace la vida tolerable para la mayoría de la gente, y hay muchos que se sienten genuinamente contentos. Poco a poco se va uno acostumbrando a los faltantes. Cuando se acabaron las patatas, tuvimos que alimentarnos con atole de aserrín, a últimas fechas lo sazonan con alquitrán, lo cual tiene un gusto agradable, cosa que pensamos sería intolerable. Pero al fin nos acostumbramos. Lo mismo que con todo lo demás.
—Entiendo —dije—. En realidad no es tan sorprendente. Sin embargo, hay algo que no puedo comprender. Dígame: ¿por qué hace el mundo entero tan enormes esfuerzos? Aguantar tantas penalidades, tantos reglamentos, tantos miles de oficinas y burócratas. ¿Es acaso todo esto para conservarnos y salvaguardarnos?
El funcionario me miró con asombro.
—¡Vaya pregunta! —gritó moviendo la cabeza—. Usted sabe que estamos en guerra; que todo el mundo está en guerra. He ahí lo que conservamos, por lo que formulamos leyes y sufrimos penalidades. ¡La guerra!, sin estos enormes sacrificios y logros, nuestros ejércitos no podrían luchar una semana. Morirían de hambre… y eso no lo podemos permitir…
—Sí —dije lentamente—, eso tiene cierto significado. En otras palabras, la guerra es un tesoro que debemos conservar a cualquier precio. Convengo en ello; pero tengo una pregunta extraña: ¿por qué valoriza usted la guerra a tan alto nivel? ¿Realmente vale la pena? ¿Es realmente un tesoro?
El funcionario se encogió de hombros y me miró con lástima. Se dio cuenta de que verdaderamente no lo entendía.
—Mi estimado señor Sinclair —me dijo—, usted ha perdido contacto con el mundo. Salga usted a la calle, hable con la gente, luego, haga un esfuerzo mental y pregúntese: ¿Qué es lo que nos queda? ¿Cuál es la esencia de nuestras vidas? Hay sólo una solución posible: ¡lo único que nos queda es la guerra! El placer y los beneficios personales, ambiciones sociales, la codicia, el amor, las actividades sociales, todo eso ha quedado fuera de nuestra existencia. Si todavía quedara alguna ley, orden o criterio en el mundo, se lo debemos a la guerra… ¿Ahora me comprende usted?
Efectivamente, ahora lo entendía y le di las gracias al caballero con amabilidad.
Salí de la habitación con su recomendación en el bolsillo y me dirigí al Cuarto 127. No tenía la menor intención de aprovecharla. No tenía el menor deseo de incomodar a los caballeros de esa oficina. Antes de que alguien me descubriera y me detuviera, invoqué interiormente un salmo astral, cambié los latidos de mi corazón y oculté mi cuerpo entre unos arbustos. Seguí entonces mis aventuras en el plano cósmico y abandoné la idea de volver a casa.