A UN MINISTRO DEL GABINETE
Agosto de 1917

Esta noche, después de un día de mucho trabajo, le pedí a mi mujer que tocara una sonata de Beethoven. Esa voz angelical de la música me hizo olvidar el ajetreo y las preocupaciones dei mundo real y me transportó a la única realidad que poseemos, la realidad que nos da alegría y angustia, la realidad por la cual y en la cual vivimos.

Después, leí unas cuantas líneas de un libro que incluye el Sermón de la Montaña, y la sublime admonición, tan antigua, con las palabras sacramentales: ¡No matarás!

Pero no encontré la paz, no podía meterme en cama ni continuar leyendo. Me sentí lleno de ansiedad e inquietud, cuando de repente, señor Ministro, al buscar la causa de esta sensación, recordé algunas frases de uno de sus discursos que había leído días antes.

Vuestra alocución estaba bien integrada; por otra parte, no era algo especialmente original, significativo o provocativo. Reducida a lo esencial, expone someramente lo que los funcionarios oficiales han expresado en sus discursos desde hace tiempo: es decir, que en términos generales «nosotros» no deseamos nada tan fervientemente como la paz, como un corolario de la nueva comprensión entre las naciones y la fructífera colaboración para erigir nuestro futuro, que nosotros no anhelamos enriquecernos ni satisfacer una pasión homicida, aunque la «hora de las negociaciones» no ha sonado todavía y que por ahora no hay otra alternativa que seguir luchando con valentía. Conceptos que cualquier otro Ministro de país beligerante hubiera pronunciado en términos similares, o que podría hacerlo mañana o pasado.

Si esta noche, dicho discurso me ha mantenido despierto, aunque he leído muchos discursos semejantes con las mismas tristes conclusiones, y he podido dormir descansadamente después, la razón se debe, tengo la certeza, a esa sonata de Beethoven y al antiguo libro que leí posteriormente, libro que contiene los maravillosos mandamientos dictados en el Monte Sinaí y las esplendentes palabras del Salvador.

La música de Beethoven y las palabras de la Biblia me dijeron lo mismo; eran agua del mismo manantial, del único en el que el hombre puede saciar su sed. Y entonces, señor Ministro, tuve la sensación de vuestros pronunciamientos y el de los que llevan la voz cantante en ambos campos no se nutren de la misma fuente, que carece, como los de los demás de un significado, que olvida el factor del amor y al género humano.

La exposición encierra un profundo sentimiento de preocupación y responsabilidad por vuestra gente, por el ejército y por su honor. Sin embargo, no alude al sentimiento por la humanidad. Y, para decirlo en términos bruscos, implica el sacrificio de cientos de miles de seres humanos.

Quizás atribuya usted esta referencia al sentimentalismo de Beethoven. Sin embargo, me imagino que siente usted cierto respeto por los Mandamientos y las enseñanzas de Jesús —por lo menos en público. Pero si cree en uno solo de los ideales por los que se hace la guerra, la libertad de los países, libertad de los mares, progreso social o los derechos de las naciones pequeñas— si usted realmente en su fuero interno cree en uno solo de estos generosos ideales, tendrá que reconocer, al releer su discurso, que no se sirve a uno u otro de los mismos. No es la expresión producto de una fe, en la percepción de alguna necesidad humana, sino que es por desgracia el producto de un dilema. Un dilema comprensible, sin duda, porque ¿qué pudiera ser más difícil ahora, que reconocer una cierta desilusión por el curso que toma la contienda y comenzar a buscar el camino más corto para la paz?

A pesar de todo, esta clase de dilema, aun cuando se comparta con diez gobiernos, no puede durar para siempre. Los dilemas se resuelven por las necesidades. Algún día se hará necesario para usted y sus colegas en el campo enemigo, enfrentarse al dilema y llegar a decisiones que pongan punto final al conflicto.

Los beligerantes en ambos campos desde hace tiempo se sienten frustrados por el curso de la guerra. Independientemente de quién ha ganado tal o cual batalla, de la extensión territorial que se haya conquistado o el número de prisioneros o desaparecidos, el resultado no ha sido el que se pudiera esperar en una contienda. No se ha propuesto solución alguna, ninguna decisión, y no hay alguna en perspectiva.

Usted pronunció este discurso para ocultar este gran dilema de usted mismo y de su gente, con el fin de posponer vitales decisiones (que siempre requieren sacrificios), y hay otros funcionarios que también dictan sus discursos por la misma razón, lo cual es comprensible. Es más fácil para un revolucionario e incluso para un escritor ver el factor humano en una situación política, y sacar las inferencias adecuadas, que para un estadista responsable. Es más fácil para cualesquiera de nosotros, porque no estamos bajo la obligación de una responsabilidad por la profunda tristeza que sufre una nación, cuando se da cuenta de que no se ha logrado el propósito deseado y porque muchos miles de seres humanos y billones en dinero y riquezas se han sacrificado en vano.

Pero no es ésta la única razón por la cual se le hace difícil reconocer el dilema y llegar a decisiones que terminen con la contienda. Otra razón es que escucha usted poca música, lee muy poco la Biblia y los grandes autores.

Usted sonríe. O quizás señale usted que como ciudadano particular se siente vinculado con Beethoven y con todo lo que es noble y hermoso. Esto es muy posible. Pero mi íntimo deseo es que uno de estos días, en que accidentalmente escuche alguna pieza de música sublime, repentinamente llegue a sentirse vinculado con esas voces que manan de una fuente sagrada. Que uno de estos días en un momento de calma lea usted una parábola de Jesucristo, un párrafo de Goethe, o algún refrán de Lao-Tzu.

Ese momento podría ser de capital importancia para el mundo. Encontraría usted una íntima liberación. Su ojos y oídos podrían abrirse de repente. Señor Ministro, por muchos años sus ojos y oídos han estado afinados a propósitos teóricos en vez de la realidad; han estado acostumbrados —¡necesariamente!— a permanecer cerrados a mucho de lo que constituye la realidad, a rechazarla, a negar su existencia. ¿Me comprende usted? Así es, usted me entiende. Pero quizás la voz de un gran poeta, la voz de la Biblia, la eterna voz de la humanidad que nos habla con claridad por medio del arte, podrá darle el verdadero poder de saber ver y saber escuchar. ¡Qué maravillas vería y escucharía! Nada más acerca de la escasez de la fuerza obrera, sobre el precio del carbón, ya nada más acerca de tonelajes y alianzas, préstamos, reclutamiento de tropas, y de todo aquello que hasta la fecha ha usted estipulado como la única realidad. En vez de ello, vería usted la tierra, nuestra vieja y paciente tierra, tan cubierta por tantos muertos o moribundos, tan asolada y destrozada, tan quemada y violada. Podría usted ver durante días a los soldados en la tierra de nadie, incapacitados por tener sus manos mutiladas y sin poder siquiera espantar las moscas que se ensañan en sus heridas mortales. Escucharía usted las voces de los heridos, los gritos de los enajenados, las quejas y acusaciones de las madres y padres, novias y hermanas, el aullido de la gente que tiene hambre.

Si una vez más se abriesen sus oídos a todas estas cosas que tan diligentemente ha evitado por meses y años, quizás entonces vuelva a examinar sus metas, ideales y teorías con una nueva y fresca mentalidad para ponderar su verdadero valor contra la miseria de un solo mes, un solo día, de guerra.

¡Ah, si esta hora de música, este regreso a lo real, pudiera llegar a disfrutarlo! Escucharía la voz de la humanidad, y se metería en su habitación y lloraría; pero al día siguiente saldría y cumpliría su deber para con la humanidad. Sacrificaría millones o billones de dinero, una pizca de prestigio y miles de otras cosas (todas aquéllas por las cuales se prolonga la guerra), y si fuera necesario, incluso su cartera, pero haría lo que todo el género humano espera que realice. Sería usted el primero entre los estadistas que condene esta lóbrega contienda, el primero en hacerles ver a sus colegas lo que todos ellos meditan en secreto: que seis meses o uno solo de guerra cuesta más de lo que se pudiera ganar.

Si esto sucediera, señor Ministro, su nombre jamás sería olvidado, su hazaña quedaría por siempre ante los ojos de la humanidad, más en alto que todos los hechos guerreros y las victorias pasadas.