Las naciones luchan unas contra otras. Día tras día, un incontable número de hombres sufren y mueren en terribles batallas. Al margen de las noticias sensacionales del frente, recordé, como a veces sucede, un evento casi olvidado de mis años juveniles. Tenía catorce años de edad. Era un caluroso día de verano y estaba en el salón de clases en Stuttgart, presentando el famoso examen estatal que se celebraba anualmente. El tema que deberíamos desarrollar era el siguiente: ¿Cuáles son los buenos y malos aspectos de la naturaleza humana que se despiertan y desarrollan por la guerra? Lo que repliqué sobre la materia no tenía base alguna de experiencia, por lo que mi exposición fue deplorable; lo que como niño captaba sobre la guerra, sus dudosas ventajas y cargas, seguramente no tenían nada en común sobre lo que ahora pudiera expresar. Sin embargo, con relación a los diarios sucesos y ese lejano recuerdo, a últimas fechas he pensado largamente sobre la guerra, tópico sobre el cual la gente estudiosa y las fuerzas vivas no dejan de exponer su opinión, así que no veo por qué yo deba abstenerme de expresar la mía. Soy alemán, mis simpatías y aspiraciones están con mi país. Sin embargo, lo que más bien pretendo no se relaciona con la guerra y la política, sino con la situación y las tareas de la gente neutral. Con esto, no quiero referirme a las naciones políticamente neutrales, sino a los hombres de ciencia, maestros, artistas y hombres de letras involucrados en las fatigas en pro de la paz y de la humanidad.
A últimas fechas, nos hemos visto afectados por las señales de una ruinosa confusión entre este grupo de neutrales. Sabemos que las patentes alemanas han quedado canceladas en Rusia, que la música germana se ve saboteada en Francia, que la producción cultural de las naciones enemigas se ve, a su vez, denigrada en Alemania. Muchas publicaciones alemanas pregonan la abolición de traducciones, críticas literarias e incluso la mención de obras inglesas, francesas, rusas y japonesas. Y esto no es sólo un rumor, sino una decisión que ya se ha puesto en práctica.
Un delicioso cuento de hadas japonés, una buena novela francesa, fiel y cariñosamente traducidos por un alemán antes de la guerra, ahora quedan sumidos en el silencio. Recordamos sobre un magnífico obsequio, gentilmente ofrecido a nuestra gente, que se rechaza porque varios barcos japoneses atacan Tsigtao. Y si por mi parte elogio algún trabajo de un italiano, turco o rumano, debo anticipar la posibilidad de que algún diplomático o periodista tache a estos países amistosos como enemigos, antes que mi artículo entre en prensa.
Al mismo tiempo, vemos a gente de estudio y artistas que se unen al clamor contra ciertas potencias enemigas, como si ahora, cuando el mundo está en llamas, tales pronunciamientos tuvieran algún valor o como si un artista o un hombre de letras, incluso de los mejores y más famosos, tuvieran algo que decir sobre el tema de la guerra.
Hay otros que participan en los grandes eventos y llevan la guerra a sus propios estudios, escriben violentos artículos y canciones sangrientas para fomentar el odio entre las naciones. Esto es, sin duda, lo peor de todo. Los hombres que arriesgan su vida diariamente en el frente, tienen derecho a manifestar su amargura, su enojo y su odio; lo mismo puede ser verdad entre los políticos activos. Pero nosotros, los escritores, artistas y periodistas debemos pensar si nuestra función consiste en empeorar las cosas, ante la realidad y lo deplorable de la situación actual…
¿Sirve de ayuda a Francia que todos los artistas del mundo condenen a los alemanes por poner en peligro la belleza de alguna obra arquitectónica? ¿Tiene alguna importancia para Alemania si deja de leer los libros franceses e ingleses? ¿Se logra una mejoría en el mundo si algún autor francés tacha de vil al enemigo en los peores términos e incita a «su» ejército a comportarse bestialmente?
Todas estas manifestaciones, desde el «rumor» inescrupulosamente inventado hasta el artículo candente, desde el boicoteo del arte del «enemigo» hasta la difamación de las naciones por entero, tienen su origen en la falta de pensar, en una pereza mental que es perfectamente perdonable en el soldado que está en el frente, pero incomprensible en un artista o escritor precavido. Excluyo de este reproche a todos los que antes de la contienda creían que la frontera del mundo era nuestro país. Y no me refiero a los que califican como un insulto cualquier elogio a la pintura francesa o se encienden al escuchar una palabra de origen extranjero; esta gente simplemente continúa en su actitud anterior. Pero todos los demás, que de algún modo laboran conscientemente en la edificación supranacional de la cultura y que de repente deciden llevar la guerra al terreno espiritual, lo que hacen es erróneo y grotescamente irrazonable. Han servido a la humanidad y creído en un ideal supranacional de la misma, mientras no se interfiera la cruda realidad en conflicto con su idealismo, mientras el criterio humanista y la fuerza de su ideal siga prevaleciendo. Pero ahora que esos mismos ideales implican un trabajo duro y peligroso, cuando han llegado a ser un asunto de vida o muerte, abandonan la causa y se unen al coro de sus vecinos inmediatos.
Considero innecesario señalar que estas palabras, no se refieren al sentimiento patriótico o al amor por la patria. Soy el último en repudiar a mi país en la situación que padecemos, ni se me ocurriría frenar a un soldado para que cumpliera con su deber. En vista que los disparos de fusil están a la orden del día, ¡qué haya disparos!, pero no por el mero hecho de disparar ni por el odio al execrable enemigo, sino con la mira de asumir lo más pronto que sea posible una actitud de más alto nivel. Cada día que pasa trae consigo la destrucción de mucho de lo que todos los hombres de buena voluntad entre los artistas, eruditos, viajeros, traductores y periodistas de todos los países han luchado por conservar. Esto es inevitable. Pero es absurdo y erróneo para cualquier hombre que en una hora de lucidez, haya creído en el ideal humanitario, en las ideas internacionales, en la belleza artística que traspasa las fronteras, abandone ahora, asustado por la monstruosidad ocurrida, su estandarte, y relegue lo mejor de su ser al olvido y a la ruina. Entre nuestros escritores y hombres de letras hay muy pocos, según creo, cuyas declaraciones presentes, orales o por escrito, y por la cólera del momento, se puedan calificar de lo mejor de su cosecha. Ni creo que haya un escritor serio que en el fondo de su corazón prefiera las canciones patrióticas de Körner a los poemas de Goethe, quién tan conspicuamente se mantuvo al margen de la Guerra de la Liberación.
¡Exactamente!, exclamarían los superpatriotas, que siempre han sospechado de Goethe, porque nunca fue un patriota, contaminó la mente germana con su benigno internacionalismo, que por tanto tiempo nos ha debilitado en nuestro concepto germano…
He ahí el punto medular del asunto Goethe nunca manifestó ser antipatriota, aunque tampoco compuso himnos nacionales en 1813. Pero su devoción hacia la humanidad significaba más para él que su devoción al pueblo alemán, a su pueblo que conocía tan bien y al que amaba más que ningún otro. Goethe era un ciudadano y patriota del pensamiento internacional, de la libertad interna, de la conciencia intelectual. En los mejores momentos de su ideario veía la historia de las naciones, no por separado ni con destinos independientes, sino subordinadas a un movimiento integral.
Es probable que tal actitud será condenada como una torre de marfil del intelectualismo y que en los momentos de serio peligro frene sus conceptos, y sin embargo, éste es el espíritu dentro del cual han vivido los mejores pensadores y escritores germanos. No puede haber mejor oportunidad que la de ahora para recordar este concepto y los imperativos de justicia, moderación, decencia y hermandad que encierra. ¿Podemos permitir llegar al grado de que solamente el más valiente de los alemanes se atreva a preferir un buen libro inglés a una mala obra alemana? ¿Considerar la actitud de nuestros militares, que tratan al prisionero enemigo con consideración, como algo que reprochen nuestros pensadores, que ya no están dispuestos a respetar o apreciar al enemigo, incluso cuando es un hombre pacífico y nos da algún beneficio? ¿Qué es lo que podrá pasar después de la guerra, en un período que aún en estos momentos nos inspira ciertos recelos, cuando los viajes y el intercambio cultural entre las naciones se inmovilice? ¿Y quién se supone que trabaje para una mejoría en los negocios del Estado, hacia una comprensión mutua, quién, pregunto, de no ser los que actualmente manejan nuestros asuntos a sabiendas de que nuestros hermanos se agotan en las trincheras? ¡Honor a cada uno de los hombres que arriesgan su vida entre la metralla del campo de batalla! Es a nosotros, los que amamos a nuestro país y no perdemos la fe en el futuro, a los que nos concierne conservar un sector de paz, tender puentes, buscar la forma, pero no demoler (¡con nuestra pluma!), las bases de sustentación del futuro de Europa.
Una palabra más para aquellos que están llenos de desconsuelo y creen que por causa de la guerra muera toda la cultura y la humanidad. Siempre ha habido guerras, desde los tiempos más remotos de que tenemos noticia, y no hay razón para que antes de estallar esta contienda se creyera que se había acabado con la guerra. Esta creencia fue engendrada solamente por el hábito de vivir en paz durante un largo período. Seguirá habiendo guerras hasta que la mayor parte de la humanidad sea capaz de vivir en el reino de Goethe y su espíritu humanista. Las guerras seguirán durante largo tiempo, quizás por siempre. Sin embargo, la eliminación de la guerra sigue siendo nuestro más noble propósito y la culminación de la ética cristiana occidental. Un hombre de ciencia que busca la forma de combatir una enfermedad, no abandona su trabajo porque se desata una epidemia. Así como tampoco el lema «paz en la tierra» y amor entre los hombres dejará de ser nuestro más alto ideal. La cultura humana se origina a base de convertir los impulsos animales en impulsos más espirituales, a través del sentimiento de vergüenza, por la imaginación y el conocimiento. Aunque hasta la fecha ningún panegirista de la vida ha logrado escapar de la muerte, la convicción de que la existencia es digna de vivirse es la culminación de lo que integra y es el consuelo de todo el arte. Y es precisamente esta desdichada Guerra Mundial la que nos debe hacer ver con mayor claridad que el amor es mejor que el odio, la comprensión superior al enojo, y la paz mejor que la guerra. ¿O de qué serviría pensar en la convivencia?