EPITAFIO EN TRES PARTES[879]

I

Balanceándose en el mar lapislázuli

avanza una manada de barcos en botella,

cada uno con un telegrama dirigido a mí.

“Destruye tu espejo y evita los infortunios”,

pía el primero; “vive en una isla silenciosa

donde el agua borre todas las huellas”.

El segundo canta: “No recibas a ningún galán errante

que desee holgar en el puerto hasta el amanecer,

pues tu destino entraña un oscuro agresor”.

El tercero grita mientras todos los barcos se hunden:

“Siempre hay más de una manera buena de ahogarse”.

II

Por el aire de mi isla vuela una multitud

de gaviotas resplandecientes, que, iniciando un asalto

certero, se lanzan en picado sobre los ojos

del osado marinero, hasta que éste cae bajo las olas

hambrientas de la marejada que arranca la tierra,

devorando los verdes jardines, centímetro a centímetro.

La sangre corre en un glissando por la mano

que se alza para consagrar al ahogado.

En lo alto, una gaviota solitaria planea sobre el viento,

anunciando, cuando los pájaros atiborrados ya se han ido:

“Siempre hay más de una manera buena de ahogarse”.

III

Duendes saltamontes con puntiagudas orejas verdes cabriolean

sobre sus piernas en forma de pecíolos en el umbral de mi puerta,

y se burlan de la tintineante lluvia de fragmentos estelares.

Mi cuarto es una caja trémula y gris, con una pared

allí, y allí, y de nuevo allí, y una ventana

que demuestra que el cielo es un puro galimatías

creado para ocultar la tapa de una enorme

caja gris adonde dios se ha ido y donde ha escondido

a todos los brillantes hombres angélicos.

Una ola de hierba graba en la lápida:

“Siempre hay más de una manera buena de ahogarse”.