Balanceándose en el mar lapislázuli
avanza una manada de barcos en botella,
cada uno con un telegrama dirigido a mí.
“Destruye tu espejo y evita los infortunios”,
pía el primero; “vive en una isla silenciosa
donde el agua borre todas las huellas”.
El segundo canta: “No recibas a ningún galán errante
que desee holgar en el puerto hasta el amanecer,
pues tu destino entraña un oscuro agresor”.
El tercero grita mientras todos los barcos se hunden:
“Siempre hay más de una manera buena de ahogarse”.
Por el aire de mi isla vuela una multitud
de gaviotas resplandecientes, que, iniciando un asalto
certero, se lanzan en picado sobre los ojos
del osado marinero, hasta que éste cae bajo las olas
hambrientas de la marejada que arranca la tierra,
devorando los verdes jardines, centímetro a centímetro.
La sangre corre en un glissando por la mano
que se alza para consagrar al ahogado.
En lo alto, una gaviota solitaria planea sobre el viento,
anunciando, cuando los pájaros atiborrados ya se han ido:
“Siempre hay más de una manera buena de ahogarse”.
Duendes saltamontes con puntiagudas orejas verdes cabriolean
sobre sus piernas en forma de pecíolos en el umbral de mi puerta,
y se burlan de la tintineante lluvia de fragmentos estelares.
Mi cuarto es una caja trémula y gris, con una pared
allí, y allí, y de nuevo allí, y una ventana
que demuestra que el cielo es un puro galimatías
creado para ocultar la tapa de una enorme
caja gris adonde dios se ha ido y donde ha escondido
a todos los brillantes hombres angélicos.
Una ola de hierba graba en la lápida:
“Siempre hay más de una manera buena de ahogarse”.