De la pura invención surge la escalera de caracol
que sube la princesa desvelada para encontrar
la fuente de luz que la hace palidecer, conjurándola
para que abandone su lecho febril y ascienda
por una escala visionaria hacia la luna,
cuyo santo azul unge su mano herida.
Con el dedo vendado que, de acuerdo con el plan
de la bruja, pinchó el mordaz alfiler
volando desde el intricado bordado,
la princesa atraviesa la malicia del ojo de la aguja,
arrastrando su traje de noche escrupulosamente sencillo
por los brillantes asteriscos de la vía láctea.
Columnas de ángeles le dan la bienvenida
con una reverencia, allí donde yace recostada
su antigua, infinita, hermosa y legendaria madrina,
hilando una sola y obstinada hebra de lana
que ni los magos más ingeniosos logran trenzar
para evitar que la joven corone su meta.
Iniciada por la lámpara lunar que aviva
en su interior una llama en forma de chapitel,
la princesa escucha el estruendo y la pompa
de los escuadrones subterráneos que secuestran
al joven al que está destinado el cordón
que ha de llevar atado a la muñeca hasta que al fin redima
al hijo del minero apresado por la guarda de los duendes.
Guiada únicamente por el espasmódico tirón
de esa hebra mercurial, la joven desciende
la escalera sombría, descorre el cerrojo del palacio
y se cuela sin que la vean los vigías que dormitan
en la grama, alrededor de su garita plateada.
Atravesando la hierba escarchada consigue distinguir
el brillo de la hebra que ilumina las huellas semiborradas
que dejaron los mineros al ascender la falda de la montaña
por entre el laberinto de salientes afilados de las rocas.
Mientras se esfuerza por vencer aquella escabrosa ladera
tras la que ya se pone la luna menguante,
la joven recuerda las insólitas historias que le leía su ama
sobre cómo unos duendes atacaban la cabaña de un minero
porque las nuevas excavaciones que éste estaba realizando
hacían peligrar los aposentos de su malvada reina.
Al oír un extraño crujido resonando a lo lejos,
la princesa se aferra a la cuerda talismánica
y divisa un túmulo de piedras[873] de mineral de hierro.
De repente, la joven escucha la canción insolente
que el avispado joven eleva desde su celda
maldiciendo descaradamente a la horda de duendes.
Inviolada[874] en el círculo de aquel entramado,
dando vueltas, como la fe, con sus pies sangrantes,
la princesa libera al minero, piedra tras piedra,
y lo lleva a casa para nombrarlo su caballero.
La princesa convence al incrédulo joven
con cándidos ruegos[875] de que han de buscar
la escalera con la ayuda del fulgor del alba.
Asidos de la mano, escalan el meridiano,
subiendo a gatas las crepitantes cimas del calor,
hasta que ella escucha la gorjeante máquina
que tan extrañamente urdió la trama de su destino
tras el zodiaco inscrito en la puerta del altillo
con el abracadabra del alfabeto.
Señalando hacia el críptico zumbido del huso,
le dice al bisoño minero que se arrodille
y reverencie a la gran diosa del aire
que flota en lo alto, dentro de su halo planetario.
Carcajeándose, el ofuscado muchacho le pregunta
por qué debe arrodillarse ante una escena tan tonta:
unas palomas paseando a lo largo de un alero
y zureando cantigas sobre el corazón herido
entre un amasijo de mondaduras de manzanas.
Al oír sus palabras, la indignada madrina
se esfuma en un laberinto de heno
mientras la luz devana sus hilas en el suelo.
Ah, nunca más la pródiga paja tejerá
una fábula dorada para el niño
que llora ante el cuadro desolador
de la maquinaria de reloj que heló la sangre real.