LA PRINCESA Y LOS DUENDES

I

De la pura invención surge la escalera de caracol

que sube la princesa desvelada para encontrar

la fuente de luz que la hace palidecer, conjurándola

para que abandone su lecho febril y ascienda

por una escala visionaria hacia la luna,

cuyo santo azul unge su mano herida.

Con el dedo vendado que, de acuerdo con el plan

de la bruja, pinchó el mordaz alfiler

volando desde el intricado bordado,

la princesa atraviesa la malicia del ojo de la aguja,

arrastrando su traje de noche escrupulosamente sencillo

por los brillantes asteriscos de la vía láctea.

Columnas de ángeles le dan la bienvenida

con una reverencia, allí donde yace recostada

su antigua, infinita, hermosa y legendaria madrina,

hilando una sola y obstinada hebra de lana

que ni los magos más ingeniosos logran trenzar

para evitar que la joven corone su meta.

Iniciada por la lámpara lunar que aviva

en su interior una llama en forma de chapitel,

la princesa escucha el estruendo y la pompa

de los escuadrones subterráneos que secuestran

al joven al que está destinado el cordón

que ha de llevar atado a la muñeca hasta que al fin redima

al hijo del minero apresado por la guarda de los duendes.

II

Guiada únicamente por el espasmódico tirón

de esa hebra mercurial, la joven desciende

la escalera sombría, descorre el cerrojo del palacio

y se cuela sin que la vean los vigías que dormitan

en la grama, alrededor de su garita plateada.

Atravesando la hierba escarchada consigue distinguir

el brillo de la hebra que ilumina las huellas semiborradas

que dejaron los mineros al ascender la falda de la montaña

por entre el laberinto de salientes afilados de las rocas.

Mientras se esfuerza por vencer aquella escabrosa ladera

tras la que ya se pone la luna menguante,

la joven recuerda las insólitas historias que le leía su ama

sobre cómo unos duendes atacaban la cabaña de un minero

porque las nuevas excavaciones que éste estaba realizando

hacían peligrar los aposentos de su malvada reina.

Al oír un extraño crujido resonando a lo lejos,

la princesa se aferra a la cuerda talismánica

y divisa un túmulo de piedras[873] de mineral de hierro.

De repente, la joven escucha la canción insolente

que el avispado joven eleva desde su celda

maldiciendo descaradamente a la horda de duendes.

Inviolada[874] en el círculo de aquel entramado,

dando vueltas, como la fe, con sus pies sangrantes,

la princesa libera al minero, piedra tras piedra,

y lo lleva a casa para nombrarlo su caballero.

III

La princesa convence al incrédulo joven

con cándidos ruegos[875] de que han de buscar

la escalera con la ayuda del fulgor del alba.

Asidos de la mano, escalan el meridiano,

subiendo a gatas las crepitantes cimas del calor,

hasta que ella escucha la gorjeante máquina

que tan extrañamente urdió la trama de su destino

tras el zodiaco inscrito en la puerta del altillo

con el abracadabra del alfabeto.

Señalando hacia el críptico zumbido del huso,

le dice al bisoño minero que se arrodille

y reverencie a la gran diosa del aire

que flota en lo alto, dentro de su halo planetario.

Carcajeándose, el ofuscado muchacho le pregunta

por qué debe arrodillarse ante una escena tan tonta:

unas palomas paseando a lo largo de un alero

y zureando cantigas sobre el corazón herido

entre un amasijo de mondaduras de manzanas.

Al oír sus palabras, la indignada madrina

se esfuma en un laberinto de heno

mientras la luz devana sus hilas en el suelo.

Ah, nunca más la pródiga paja tejerá

una fábula dorada para el niño

que llora ante el cuadro desolador

de la maquinaria de reloj que heló la sangre real.