UNA MAÑANA EN EL SOLÀRIUM DEL HOSPITAL

La luz atraviesa un vaso de zumo de pomelo,

resplandece verde entre las hojas del filodendro

en esta casa superrealista

de color rosa y beige, impecable bambú,

frecuentada por esposas convalecientes;

las sombras calurosas oscilan en silencio

en los cuadrados brillantes de las ventanas hasta que las mujeres

parecen flotar como peces de ensueño en el lánguido limbo

de un ondulante acuario.

La mañana: otro día, y otra cháchara

de taxi indolente sobre el rumor de las ruedas;

el abrigo blanco almidonado, el paseo a paso de gata

anuncian distracción: un tropel de pastillas

color turquesa, rosa, sierra malva pastel; unos pinchazos de aguja

que duelen menos que el amor: una habitación donde el tiempo

va al compás del casual ascenso

del mercurio en los tubos graduados, y donde las enfermas

poco a poco van cediendo al sol y al suero.

Como petulantes periquitas confinadas en jaulas

de intricada rutina hecha de fibra de vidrio,

estas mujeres aguardan mariposeando, pasando páginas

de revistas con elegante hastío,

esperando que algún increíble hombre moreno

irrumpa en la escena y provoque

un milagro esplendoroso; sí, que entre

como un ladrón y les robe su fantasía: la de que,

a medianoche, vengan a visitarlas sus anémicos maridos.