“La perspectiva, con su dicotomía, es muy traicionera:
los raíles del tren siempre llegan a tocarse; no aquí,
sino en el imposible ojo de la mente;
los horizontes se baten en retirada cuando nos embarcamos
en las aguas sofistas para alcanzar el punto
donde supuestamente el mar baña el cielo real”.
“Bien, pues entonces estarás de acuerdo conmigo en que
no es raro que el diablo de un hombre sea el dios de otro,
o que el espectro solar sea en realidad
una multitud de tonos grises; sobre las arenas
movedizas de la ambivalencia pende
el castigo de nuestra vida”.
Pero, cariño: aunque tú y yo siguiéramos desvariando
así hasta que las estrellas tintineasen una nana
sobre los pros y los contras del cosmos,
nada cambiaría, a pesar de nuestro brillante
y drástico parloteo, salvo las manecillas del reloj
que pasan implacablemente de las doce a la una.
Exponemos nuestros argumentos como si fueran blancos
que pudiésemos derribar con algo de lógica o de suerte,
y nos contradecimos por pura diversión;
la camarera sostiene nuestros abrigos mientras nos ponemos
el crudo viento a modo de bufanda; el amor es un fauno
que insiste en que sus compañeros de juego corran.
Ahora tú, mi duendecillo intelectual,
podrías hacer que me tragase el sol
como si fuese una enorme ostra, en el fondo
del océano, de un solo bocado, en lugar de decir
que la estela del cometa hara-kiri, surcando la oscuridad,
debería incendiar esta ciudad dormida.
Así que bésame y mira: los borrachos en las aceras y las damas
en los portales de dudosa reputación olvidan su nombre del lunes,
y hacen piruetas sosteniendo velas en la cabeza;
las puertas[867] aplauden, y papá noel pasa volando
en un zeppelín arrojando caramelos,
realizando sus pródigas charadas.
La luna se acoda a mirar; el pez zigzagueando
en el extraño río guiña un ojo y se ríe; nosotros prodigamos
bendiciones a derecha y a izquierda, y gritamos
hola, y hola de nuevo en los oídos
sordos del camposanto, hasta que las rígidas tumbas
iluminadas por los astros nos responden cantando villancicos.
Y ahora bésame otra vez, hasta que nuestro estricto padre
se asome a llamarnos por el telón de nuestro millar de escenas:
mira cómo los descarados actores se burlan de él,
multiplican los rosados arlequines y cantan
en alegre ventriloquia de un ala a la otra,
mientras las luces del proscenio destellan y las de la sala se apagan.
Digamos ahora, chanceando, donde empieza lo negro y lo blanco,
separemos las flautas de los violines:
el álgebra de los absolutos
explota en un calidoscopio de formas
que se ponen a reñir, mientras los polémicos mequetrefes
se unen a las filas de sus enemigos.
La paradoja es que “la obra es el cepo[868]”:
aunque la prima donna haga pucheros y el crítico despotrique,
en ella arde el verso de las palabras,
el acto culto, una breve pero intensa fusión
que los soñadores llaman realidad, y los realistas, ilusión:
una vislumbre interior[869] similar al vuelo de las aves:
Esas flechas que laceran el cielo, sabiendo
que el secreto de su éxtasis consiste en penetrar;
algún día, al avanzar, una caerá,
y, al caer, morirá, trazando una herida que sana
sólo para volver a abrirse, igual que la carne se coagula:
el ciclo del fénix jamás concluye.
Así podremos pasear descalzos sobre las cáscaras de nuez
de los mundos marchitos, y patear los débiles cielos
e infiernos hasta que los espíritus se rindan chillando;
haremos un lecho tan alto como el tallo audaz de las habichuelas de jack;
nos amaremos y dormiremos hasta que la guadaña afilada
siegue nuestros días y nuestras semanas racionados.
Dejemos, pues, que la carpa azul se desplome, que las estrellas caigan
y que dios o el vacío nos espante hasta que nos ahoguemos
en nuestras propias lágrimas; empecemos desde hoy a pagar el pato
con cada soplo de aire que inspiremos, pues el amor
no quiere saber nada ni de la muerte ni de otro cálculo
que no sea el de sumar un corazón a otro.