La tormenta insolente se abate sobre la calavera,
asalta la alcazaba dormida,
golpea al vigía hasta dejarlo de rodillas,
sumido en la impotencia, suplicando paz,
mientras el viento, divirtiéndose descaradamente
con ello, despierta a toda la metrópolis.
Los ciclones escépticos someten a dura prueba
los huesos del severo y sagrado esqueleto;
los polémicos vendavales demuestran, punto por punto,
cómo la carne se aferra enseguida a las articulaciones heladas,
y un huracán cefalálgico hace tambalear
los templos de los ortodoxos.
El abracadabra de la lluvia ahoga
con desdén[857] las plegarias de Noé,
obliga al sacerdote y a la prostituta a refugiarse en los portales,
privados de Moisés y de la moralidad;
no hay ningún proyecto antiguo para construir un arca
capaz de surcar esta oscuridad final.
La crecida del río supera el nivel
que delimita la bondad y la maldad,
y los argumentos casuísticos se desbordan
inundando la calma del Edén:
todos los absolutos que afirman los ángeles
se tambalean en lo relativo.
El rayo conjura el globo de Dios para que se salga
de su órbita; ni la ley ni los profetas
pueden rectificar este vago intento
de engañar al firmamento.
Ahora la tierra rechaza toda comunicación
con la estación autocrática del cielo,
y viola la celestial costumbre
escindiéndose del sistema solar.
La centelleante ironía inspira
a los independientes, rebeldes incendios,
hasta que la voz del Locutor se desvanece
en las herejías del holocausto.