DANSE MACABRE[837]

Abajo, entre las estrictas raíces y las rocas,

eclipsado bajo un ciego párpado[838] de tierra,

va el ataúd recamado de hierba.

Cubierto por sábanas[839] de hielo, el amado

esqueleto aún desea tener

fiebre del mundo que ha dejado atrás.

Sus manos se remontan a las reliquias de

las lunas con pezones, extintas y frías,

heladas en los designios del amor.

A las doce[840], todas las calaveras lucen la aureola

de las espinas tictaqueantes de su memoria

que da cuerda a su molde descompuesto.

Las agujas hostigan como unicornios,

asaltan la mortaja de una virgen dormida

hasta que su obstinado cuerpo arde.

Engatusados por los bandidos[841] que llevan en la sangre,

quienes los embaucan para que abandonen su lecho

de hierba, los vástagos de hueso resucitan ahora.

Fugándose de sus sepulcros, las parejas

abstractas se cortejan con leche de luna:

las neblinas de pura plata simulan un fantasma.

Luminosa, la ciudad pétrea

presiente el sonido alarmante

del canto del gallo celebrando el alba.

Tras los besos de ceniza, los espectros descienden

obligados a volver a su punto muerto[842] subterráneo.