Abajo, entre las estrictas raíces y las rocas,
eclipsado bajo un ciego párpado[838] de tierra,
va el ataúd recamado de hierba.
Cubierto por sábanas[839] de hielo, el amado
esqueleto aún desea tener
fiebre del mundo que ha dejado atrás.
Sus manos se remontan a las reliquias de
las lunas con pezones, extintas y frías,
heladas en los designios del amor.
A las doce[840], todas las calaveras lucen la aureola
de las espinas tictaqueantes de su memoria
que da cuerda a su molde descompuesto.
Las agujas hostigan como unicornios,
asaltan la mortaja de una virgen dormida
hasta que su obstinado cuerpo arde.
Engatusados por los bandidos[841] que llevan en la sangre,
quienes los embaucan para que abandonen su lecho
de hierba, los vástagos de hueso resucitan ahora.
Fugándose de sus sepulcros, las parejas
abstractas se cortejan con leche de luna:
las neblinas de pura plata simulan un fantasma.
Luminosa, la ciudad pétrea
presiente el sonido alarmante
del canto del gallo celebrando el alba.
Tras los besos de ceniza, los espectros descienden
obligados a volver a su punto muerto[842] subterráneo.