«Esta noche —dije— dormí bien
aunque tuve dos sueños muy extraños
antes de que cambiase el tiempo,
cuando me levanté y abrí todas
las persianas para dejar que el cálido viento
airease las estancias con su húmedo plumaje.
En el primero, yo iba conduciendo
en la oscuridad un coche fúnebre negro,
repleto de hombres, hasta que choqué
con una luz, y, al momento, una mujer
alocada empezó a seguirnos, pidiéndonos
que frenáramos nuestra frenética carrera.
Gritando y maldiciendo se allegó
a la isleta donde habíamos parado
y exigió que le pagase una multa
por haber cometido tan brutal agresión,
estropeando la única e insólita
planta luminosa que había en el universo.
Entonces oí una voz tras de mí
rogándome que le diera la mano
a aquella mujer y la besara en la boca,
ya que ella me amaba, y un abrazo atrevido
evitaría que nos sancionase.
“Lo sé, lo sé”, le dije a mi amigo.
Aun así, aguardé a que me multase,
agarré la brillante citación de la mujer
(mientras ella bañaba el camino de lágrimas),
y luego conduje hasta ti surcando el viento…
Pero mejor será que no te cuente la otra
pesadilla, que transcurría en China».