DIÁLOGO EN ROUTE[805]

“¡Si al menos ocurriese algo!”,

suspiró Eva, la fantástica ascensorista,

a Adán, el arrogante matador,

mientras pasaban por el piso cuarenta y nueve

en una caja de reloj que se elevaba como un cohete,

a toda velocidad, como un halcón falible.

“Desearía que mis tías y mis tíos millonarios fuesen

tan comprensivos[806] como los liberales hongos venenosos

que viven bajo una lluvia de vestidos de Chanel, de Dior,

filetes de mignon y vinos estupendos,

una panda de locos filantrópicos

que satisficiesen mis extravagantes caprichos”.

Erecto[807] bajo su capa de pacotilla,

Adán el farsante, el matador, gritó: “Ah, ojalá

todos los agentes del FBI se muriesen de rabia,

y cada uno de mis quiméricos dólares

engendrase innumerables billetes bona fide[808]:

¡un hiperbólico chiste verde!”.

Dijo Eva: “Me encantaría que una bruja transformase

a los ponzoñosos nematodos[809] en diligentes amantes,

a cada uno de ellos en un inveterado galán

con el soberbio talento técnico de Valentino

para recrear bajo las mantas

eróticos y elegantes episodios”.

Adán, ese simio tan chachi, tan chic,

añadió con su pulgar oponible[810]: “¡Ah, quién pudiese

gozar de los libres y omnipresentes afrodisíacos,

tener calabazas convertidas en ronroneantes Cadillacs

y ver a las voluptuosas Venus venir a mí

valseando desde sus conchas de berberecho!”.

Abriéndose paso entre la guarnición de la gravedad,

Eva, la fantástica ascensorista,

y Adán, el arrogante matador,

pasaron como un cohete por el piso noventa y cuatro

dispuestos a acorralar[811] el gran enigma del espacio

en su críptico y celestial origen.

Ambos estaban observando cómo se hundía el barómetro

mientras el mundo giraba alrededor de su órbita

y miles de seres nacían y caían muertos,

cuando, en la altura inane, apareció

(demasiado fugazmente para que la pareja pudiera captarlo).

un gigantesco parpadeo[812] galáctico.