“¡Si al menos ocurriese algo!”,
suspiró Eva, la fantástica ascensorista,
a Adán, el arrogante matador,
mientras pasaban por el piso cuarenta y nueve
en una caja de reloj que se elevaba como un cohete,
a toda velocidad, como un halcón falible.
“Desearía que mis tías y mis tíos millonarios fuesen
tan comprensivos[806] como los liberales hongos venenosos
que viven bajo una lluvia de vestidos de Chanel, de Dior,
filetes de mignon y vinos estupendos,
una panda de locos filantrópicos
que satisficiesen mis extravagantes caprichos”.
Erecto[807] bajo su capa de pacotilla,
Adán el farsante, el matador, gritó: “Ah, ojalá
todos los agentes del FBI se muriesen de rabia,
y cada uno de mis quiméricos dólares
engendrase innumerables billetes bona fide[808]:
¡un hiperbólico chiste verde!”.
Dijo Eva: “Me encantaría que una bruja transformase
a los ponzoñosos nematodos[809] en diligentes amantes,
a cada uno de ellos en un inveterado galán
con el soberbio talento técnico de Valentino
para recrear bajo las mantas
eróticos y elegantes episodios”.
Adán, ese simio tan chachi, tan chic,
añadió con su pulgar oponible[810]: “¡Ah, quién pudiese
gozar de los libres y omnipresentes afrodisíacos,
tener calabazas convertidas en ronroneantes Cadillacs
y ver a las voluptuosas Venus venir a mí
valseando desde sus conchas de berberecho!”.
Abriéndose paso entre la guarnición de la gravedad,
Eva, la fantástica ascensorista,
y Adán, el arrogante matador,
pasaron como un cohete por el piso noventa y cuatro
dispuestos a acorralar[811] el gran enigma del espacio
en su críptico y celestial origen.
Ambos estaban observando cómo se hundía el barómetro
mientras el mundo giraba alrededor de su órbita
y miles de seres nacían y caían muertos,
cuando, en la altura inane, apareció
(demasiado fugazmente para que la pareja pudiera captarlo).
un gigantesco parpadeo[812] galáctico.