Fuera, en la calle, oigo
Un coche, un portazo; voces que se aproximan;
Retazos incoherentes de cháchara
Y el repiqueteo de unos tacones altos al andar;
La campanilla rasga el calor del mediodía
Con sus garras de cobre;
Un segundo de pausa.
Los redobles sordos de mi pulso
Resuenan en un silencio menguante.
Alguien abre la puerta por dentro.
Ah, escucho el barullo de bienvenida,
Las risas y los chillidos de recibimiento:
Tan gorda como siempre, y sin resuello,
La tía Elizabeth plantando un besazo
Sonoro y grasiento en cada mejilla;
Ahí está el rosado y jubiloso chillido
De la prima Jane, nuestra solterona
De ojos marchitos, apagados
Y esas manos que son dos mariposas asustadas;
Áspero como la madera astillada,
En medio de todas las voces,
El gallito ronco y desafinado del barítono tío Paul;
El sobrino más joven, incómodo y nervioso, suelta un gañido
Y babea en la línea de recepción[795].
Como un saltador en un palo mayor de tierra,
En el tramo más alto de la escalera, yo, de pie.
Un remolino me mira lascivamente,
Absorbente como una esponja;
Y yo me deshago de mi verdadera identidad
Para dar ese salto mortal.