Escenario: Un Pabellón de Maternidad y sus alrededores.
PRIMERA VOZ:
Soy lenta como el mundo, y muy paciente.
Girando a mi ritmo, los soles y los astros
Me observan con atención.
El celo de la luna es algo más personal:
Pasa junto a mí, una y otra vez, radiante como una enfermera.
¿Acaso la apena lo que va a ocurrir? No lo creo.
Simplemente la asombra tanta fertilidad.
Cuando salgo a pasear, soy todo un espectáculo.
No tengo que pensar ni que ensayar nada.
Lo que se gesta dentro de mí sucederá por sí solo.
El faisán se yergue en la colina;
Está ordenando su plumaje musco.
No puedo evitar sonreír por cuanto sé que existe en mí.
Hojas y pétalos me asisten. Ya estoy preparada.
SEGUNDA VOZ:
Cuando vi por primera vez el pequeño flujo rojo, no podía creerlo.
Observaba a los hombres ir de aquí para allá, en la oficina, ¡tan vacuos[461]!
Todos tenían un aire plano, acartonado, que sólo ahora comprendo,
Esa vacía, vacía vaciedad suya de la que surgen constantemente
Sus ideas, destrucciones, buldózeres, guillotinas, blancos recintos
Repletos de gritos, y esos ángeles fríos, las abstracciones.
Sentada ante mi escritorio, con las medias, los tacones altos,
Escuchaba al hombre para el que trabajo decir riendo:
“¿Has visto al diablo o qué? Te has puesto pálida de repente”.
Y yo callaba. Veía la muerte en los árboles secos, un expolio.
Apenas podía creerlo. ¿Tan difícil le resulta
Al espíritu concebir un rostro, una boca?
Las letras surgen de estas teclas negras, y estas teclas negras
Surgen de mis dedos alfabéticos, ordenando partes,
Partes, pedazos, piezas, múltiplos brillantes.
Aquí, cada vez que me siento, muero. Pierdo una dimensión.
Los trenes rugen en mis oídos: ¡Salidas! ¡Salidas!
La vía plateada del tiempo desemboca en la lejanía,
Y el cielo blanco derrama sus promesas, como una copa.
Éstos son mis pies, estos ecos mecánicos: toc, toc, toc, clavijas de acero.
Los demás me encuentran defectuosa, carente de algo.
Y yo, al volver a casa, arrastro conmigo esta dolencia, esta muerte.
De nuevo, esta muerte. ¿O será quizás el aire, cargado
De partículas de destrucción que absorbo? ¿Seré yo acaso
Un latido cada vez más débil, encarando el ángel helado?
¿O será mi amante esta muerte, esta muerte?
De niña amaba un nombre carcomido por el liquen[462].
¿Es éste, pues, el único pecado, este antiguo, muerto amor a la muerte?
TERCERA VOZ:
Recuerdo el instante en que lo supe con certeza.
Los sauces se estremecían ateridos; el rostro reflejado
En el estanque era hermoso, pero no era el mío—
Tenía un aire altivo, como todo lo demás,
Y todo me parecía peligroso: palomas, palabras,
Estrellas, lluvias doradas… ¡todas las formas
De concebir! Recuerdo un ala blanca, fría,
Y el enorme cisne con su terrible aspecto,
Acercándose a mí, como un castillo, río abajo.
Hay una serpiente en cada cisne
Deslizándose; sus ojos revelan oscuras intenciones.
Yo veía el mundo en ellos: pequeño, ruin, tenebroso,
Cada palabra engarzada a otra, cada acto a otro acto.
Un cálido día azul había brotado, transformado en algo[463].
Yo no estaba preparada. Las nubes blancas, encabritándose
A cada lado, tiraban de mí en las cuatro direcciones.
No, no estaba preparada. No sentía el menor respeto por ello.
Pensé que podía negar la consecuencia,
Pero ya era demasiado tarde, demasiado tarde.
Y el rostro siguió conformándose con amor,
Como si en realidad ya estuviese preparada.
SEGUNDA VOZ:
Ahora estoy en un mundo de nieve. Lejos de casa.
Qué blancas son estas sábanas. Los rostros no tienen rasgos.
Son escuetos e insoportables, como los de mis hijos,
Esos pequeños enfermos que eluden mis brazos.
Los demás niños tampoco me tocan. Para mí, son seres terribles.
Tienen demasiados colores, demasiada vida. Nunca están quietos,
Callados, como este pequeño vacío que llevo ahora dentro.
Tuve muchas oportunidades. Lo intenté una y mil veces.
Suturé la vida en mí como un órgano extraño,
Y avancé despacio, insegura, como si fuese algo insólito.
Intenté no darle más vueltas. Intenté ser natural.
Ser ciega en el amor, como tantas otras mujeres;
Ciega en la cama, con mi amado y dulce ciego;
No buscar, entre la densa oscuridad, un rostro ajeno.
Y así lo hice. Pero el rostro seguía ahí,
El rostro del nonato, amante de sus perfecciones,
El rostro del muerto que sólo podía ser perfecto
En su sencilla paz, y sólo así permanecer sagrado.
Luego surgieron otros rostros. Rostros de naciones,
Gobiernos, parlamentos, sociedades,
Los rostros sin rostro de los hombres importantes.
Son ellos, esos hombres, los que me preocupan:
¡Sienten tantos celos de todo lo que no sea vacuo! Son dioses celosos, sí,
A los que les gustaría volver el mundo tan vacuo, tan plano como ellos.
Veo al Padre conversando con el Hijo.
Semejante vaciedad tan sólo puede ser sagrada.
Dicen: “Dejad que os construyamos un cielo,
Dejadnos vaciar y aplanar la carnosidad[464] de vuestras almas”.
PRIMERA VOZ:
Estoy tranquila. Tranquila. Con la tranquilidad que precede a lo terrible:
El instante amarillo antes de que el viento se eche a andar, cuando las hojas
Muestran sus manos, su extrema palidez. Cuánta quietud, aquí.
Las sábanas, los rostros están blancos, parados como relojes.
Las voces retroceden y se apagan. Sus jeroglíficos visibles
Se aplanan formando pantallas de pergamino que resguardan del viento.
¡Qué secretos pintan en árabe, en chino!
Estoy callada y morena. Soy una semilla a punto de reventar.
El color moreno es mi yo muerto, taciturno:
No ansia ser nada más, ni diferente.
Él crepúsculo me encapucha ahora de azul, como a una Virgen.
¡Oh, color de la distancia y el olvido!,
¿Cuándo llegará el momento en que el Tiempo se quiebre,
Y la eternidad lo engulla, y yo me hunda del todo?
Hablo a solas, sólo conmigo, apartada del resto,
Refregada y lívida por los desinfectantes, lista para el sacrificio.
La espera me pesa sobre los párpados. Se extiende como el sueño,
Como un gran océano. Lejos, muy lejos, siento la primera ola trayendo
Su carga de agonía hacia mí, ineludible, como una marea.
Y yo, caracola resonando en esta playa blanca,
Afronto las voces abrumadoras, el terrible elemento.
TERCERA VOZ:
Ahora soy una montaña entre mujeres montañosas.
Los médicos se afanan entre nosotras, como sobrecogidos
Por nuestra gravidez[465]. Sonríen de un modo estúpido.
Ellos tienen la culpa de que yo esté así, y lo saben.
Se aferran a su vaciedad como a una suerte de salud.
Pero ¿y si un día les sorprendiese algo semejante
A lo que me ha ocurrido a mí? Enloquecerían.
¿Y qué si, en vez de una, manasen dos vidas entre mis piernas?
He visto la sala blanca, limpia, con todo su instrumental.
Es un lugar lleno de gritos. Lleno de desdicha.
“Aquí es donde vendrás cuando estés preparada”.
Las luces nocturnas son rojas lunas planas. Mortecinas a causa de la sangre[466].
No estoy preparada para nada en absoluto.
Debería haber matado esto que me está matando a mí.
PRIMERA VOZ:
No existe un milagro más cruel que éste.
Me siento arrastrada por caballos, halada por sus cascos férreos.
Pero aguanto, resisto hasta el final, y acabo la tarea.
Túnel oscuro que atraviesan volando las visitaciones[467],
Las visitaciones, las epifanías, los rostros aterrados.
Soy el centro de una atrocidad.
¿Qué clase de dolores, qué clase de pesares estoy engendrando?
¿Cómo puede tal inocencia asesinar así, estrujarme como una ubre?
Los árboles se agostan en las calles. La lluvia es corrosiva.
La degusto en mi lengua, y los horrores factibles,
Los horrores que llegan y se quedan remoloneando, las madrinas desdeñadas[468]
Con su corazón palpitante, con sus bolsones llenos de utensilios.
Dejadme, y seré un muro y un techo protectores.
Dejadme, y seré un cielo y una colina de bondad: ¡Ah, dejadme!
Un cierto poder medra en mí, una vieja tenacidad.
Me escindo en dos, como el mundo[469]. Y, luego, toda esta negrura,
Este ariete de negrura. Cruzo las manos sobre un monte.
El aire está viciado, viciado de tanto tejemaneje.
No paran de manosearme, de toquetearme como un tambor
Hasta hacerme sonar. Mis ojos se constriñen
A causa de esta negrura. No veo nada.
SEGUNDA VOZ:
Alguien me acusa. Sueño con masacres.
Soy un jardín de negras y rojas agonías. Y yo las bebo,
Odiándome por ello, odiándome y temiéndome. Ahora el mundo concibe
Su propio fin, y corre hacia él, con los brazos extendidos
Con amor. Un amor mortífero que todo lo enferma.
Un sol muerto tiñe los periódicos, un sol rojo, mientras yo
Voy perdiendo vida tras vida que la oscura tierra absorbe.
Ella es el vampiro que nos drena. Por eso nos mantiene
Y nos ceba: qué amable. Su boca es roja.
La conozco. La conozco bien:
Viejo rostro invernal, vieja estéril, vieja bomba de relojería.
Los hombres han abusado de ella vilmente. Pero ella acabará
Comiéndoselos, comiéndoselos, comiéndoselos[470] a todos.
El sol se ha puesto. Muero. Doy a luz una muerte.
PRIMERA VOZ:
¿Quién es este niño azulado[471], furioso,
fulgurante y extraño, como caído de una estrella?
¡Mira de un modo tan airado!
Entró volando en la habitación con un grito pisándole los talones.
Su color azul palidece: es humano a pesar de todo.
Un loto rojo se abre en su cuenco de sangre;
Me están cosiendo con seda, como si fuese una tela.
¿A qué se dedicaban mis dedos antes de asir a este niño?
¿A qué mi corazón, con todo su amor?
Nunca vi nada tan límpido.
Sus párpados son como lilas,
Y su aliento leve como una polilla.
No dejaré que se marche.
No hay falsedad ni malicia alguna en él. Ojalá se conserve así.
SEGUNDA VOZ:
La luna asoma por el ventanal: se acabó.
El invierno se adueña de mi alma. Y esa luz de yeso
Tendiendo sus escalas en las ventanas, ventanas de las oficinas vacías,
De las aulas vacías, de las iglesias vacías… ¡Cuánta vaciedad!
Y este cesar, este terrible cesar de todas las cosas.
Estos cuerpos amontonados a mi alrededor, estos durmientes polares—
¿Qué rayo azul y lunar hiela sus sueños?
La luna también me penetra a mí: fría, ajena, como un instrumento quirúrgico.
Y ese rostro duro, demente que se ve al fondo, esa boca en forma de O,
Abriéndose en un bostezo de perpetua congoja.
Es ella, la luna, quien arrastra el mar de sangre negra
Mes tras mes, clamando a voces su fracaso.
Me siento tan impotente como el mar al límite de sus fuerzas.
Inquieta. Inquieta e inútil. También yo engendro cadáveres.
Me mudaré al norte. Me mudaré a una extensa negrura.
Ahora me veo como una sombra, ni hombre ni mujer,
Ni siquiera una mujer contenta de ser como un hombre, ni un hombre
Lo bastante plano y necio como para no sentir un vacío. Yo lo noto.
Estiro los dedos: diez blancas estacas.
Mirad, la oscuridad se filtra por las rendijas.
No logro contenerla. No logro contener mi propia vida.
Me convertiré en una heroína de lo nimio[472].
Los botones sueltos no podrán acusarme,
Ni los agujeros en los calcetines, ni los blancos rostros
De las cartas sin contestar, confinadas en un escritorio.
Nadie podrá acusarme, nadie podrá hacerlo.
El reloj no podrá hallarme inadecuada, ni tampoco esas estrellas
Clavadas en su sitio, abismo tras abismo.
TERCERA VOZ:
La vi en sueños, a mi niña roja, terrible.
La oigo llorar a través del vidrio que nos separa.
La oigo llorar: está furiosa. Sus gritos son ganchos
Que echan la zarpa y arañan como gatos.
Con ellos trepa y reclama mi atención.
La oigo llorar en lo oscuro, o en los astros
Que, tan lejos de nosotras, brillan y giran.
Su cabecita parece tallada en madera, en madera roja y fuerte,
Con los ojos cerrados y la boca de par en par.
Y esa boca abierta proyecta gritos agudos
Que rasgan mi sueño como flechas,
Que rasgan mi sueño y se clavan en mi costado.
Mi hija no tiene dientes. Su boca es amplia,
Profiere unos sonidos tan lóbregos que nada bueno pueden augurar.
PRIMERA VOZ:
¿Qué es lo que arroja a esas almas inocentes hacia nosotros?
Mirad, están exhaustas, todas aplanadas
En sus cunas forradas de lona, con los nombres atados a sus muñecas[473],
Esas pequeñas condecoraciones de plata que han venido a buscar desde tan lejos.
Algunas tienen abundante pelo negro; otras son calvas del todo.
El color de su piel es rosado o cetrino, moreno o rojizo;
Ya empiezan a notar sus diferencias.
Están hechas como de agua; no tienen ninguna expresión.
Sus rasgos están dormidos, como la luz en el agua calma.
Son auténticos monjes y monjas con sus hábitos idénticos.
Las veo diseminarse como estrellas por el mundo
—India, Africa, América— estas milagrosas, puras, diminutas imágenes.
Huelen a leche. Las plantas vírgenes de sus pies
Aún no han pisado la tierra. Son peatones del aire.
¿Cómo puede la Nada ser tan pródiga?
Éste es mi hijo.
Sus grandes ojos abiertos tienen ya ese azul plano, anodino[474].
Se vuelve hacia mí como una plantita ciega, brillante.
Un chillido: el gancho que me obliga a inclinarme.
Y entonces me transformo en un río de leche,
Una cálida colina.
SEGUNDA VOZ:
No estoy fea. Estoy incluso bonita.
El espejo me devuelve una mujer sin deformidades.
Las enfermeras me devuelven mis vestidos y una identidad.
Me dicen: “Estas cosas pasan”.
Es algo normal, en mi vida y en la de las demás.
Soy una de cada cinco, más o menos. Aún tengo esperanza.
Soy hermosa como una estadística. Aquí está mi lápiz de labios.
Me pinto la vieja boca de siempre.
La boca roja que guardé junto con mi identidad
Hace un día, o dos, o tres: un viernes.
Ni siquiera necesito descansar; puedo ir a trabajar hoy mismo.
Puedo amar a mi marido, que lo entenderá,
Que me amará a través de mi confusa deformidad
Como si hubiese perdido un ojo, una pierna, la lengua.
Y aquí estoy, un poco ciega, pero erguida. Marchándome
Sobre ruedas en lugar de con las piernas, pero tanto da.
Aprendiendo a hablar con los dedos, no con la lengua.
Porque el cuerpo está lleno de recursos.
El cuerpo de una estrella de mar puede regenerar sus tentáculos,
Y los tritones son pródigos en patas. Ojalá yo también
Pueda ser tan pródiga en aquello de lo que carezco.
TERCERA VOZ:
Mi hija es una isla pequeña, dormida y apacible.
Y yo, un barco blanco que chifla: adiós, adiós.
Hace un día resplandeciente, de lo más melancólico.
Las flores de la habitación son rojas, tropicales.
Han vivido siempre detrás de un cristal, cuidadas con ternura.
Ahora afrontan un invierno de sábanas blancas, de rostros blancos.
No tengo espacio para llevarlas en la maleta.
Llevo los vestidos de una mujer gruesa a la que no conozco.
Llevo el peine y el cepillo. Llevo un vacío.
De pronto soy tan vulnerable…
Soy una herida saliendo del hospital.
Soy una herida a la que dejan irse.
Detrás queda mi salud. Detrás queda alguien que quiere
Adherirse a mí. Pero yo desato sus dedos como vendas, y me marcho.
SEGUNDA VOZ:
De nuevo soy yo misma. Ya no hay cabos sueltos.
Estoy blanca como la cera. Ya nada me ata.
Vuelvo a ser plana y virginal, como si nada hubiese ocurrido.
Nada que no pueda ser borrado, rasgado y hecho trizas, recomenzado.
Estos pequeños brotes negros no piensan florecer,
Ni estos secos, secos canales sueñan ya con la lluvia.
La mujer con quien me topo en las ventanas está intacta: limpia.
Tan limpia que se trasluce, como un espíritu.
Con cuánta reserva superpone su propia limpidez
Al infierno de naranjas africanas, de cerdos colgados por las patas.
Cede ante la realidad.
Soy yo. Soy yo
Degustando la amargura entre los dientes.
La incalculable malicia de lo cotidiano.
PRIMERA VOZ:
¿Cuánto tiempo más podré ser un muro que resguarda del viento?
¿Cuánto tiempo podré seguir
Desviando la luz del sol con el dorso de la mano,
Interceptando los rayos azules de una luna fría?
Las voces de la soledad, las voces de la tristeza
Lamen mi espalda inevitablemente.
¿Cómo podría mitigarlas este pequeño arrullo?
¿Cuánto tiempo más podré ser un muro alrededor de mi verde heredad?
¿Cuánto tiempo más podrán mis manos
Servir de venda a su herida, y mis palabras
Ser pájaros brillantes que consuelen y consuelen
En el cielo? Estar tan abierta, tan al raso
Es algo terrible: es como si mi corazón
Se pusiese un rostro para andar por el mundo.
TERCERA VOZ:
Hoy las universidades están ebrias de primavera.
Mi vestido negro es un pequeño funeral:
Demuestra que soy seria.
Los libros que llevo se insertan como cuñas en mi costado.
Una vez sufrí una herida, pero ya está cicatrizando.
Una vez soñé con una isla, una isla roja de gritos.
Pero sólo fue un sueño, y los sueños no significan nada.
PRIMERA VOZ:
El alba florece en el gran olmo de la casa.
Vuelven los vencejos, chillando como fuegos artificiales.
Oigo el rumor de las horas dilatarse y morir
Entre los arbustos del seto. Oigo el mugido de las vacas.
Los colores se reavivan, y la paja
Húmeda humea bajo el sol.
Los narcisos abren sus blancos rostros en el huerto.
Vuelvo a tener confianza. Vuelvo a tener confianza.
Veo los colores brillantes del cuarto de los niños,
Los patos parlanchines, los corderos felices.
Vuelvo a ser inocente. Creo en los milagros.
No en esos espantosos niños
Que injurian mis sueños con sus ojos blancos, sus manos sin dedos.
No son míos. No me pertenecen.
Ahora pensaré con calma en la normalidad.
Pensaré en mi niño pequeño.
El pobre aún no camina; no sabe decir ni una palabra,
Envuelto en sus pañales blancos.
Pero es rosado y perfecto. Sonríe muy a menudo.
Ya he empapelado su cuarto con grandes rosas,
He pintado corazoncillos[475] por todas partes.
No quiero que llegue a ser nadie excepcional.
A los excepcionales los persigue el demonio.
A los que ascienden la colina doliente
O se asientan en el desierto, hiriendo así el corazón de su madre[476].
Quiero que sea una persona normal,
Que me ame como yo le amo,
Y que se case con quien desee y donde desee.
TERCERA VOZ:
Cálido mediodía en los prados. Los ranúnculos
Se abrasan y se funden, y los amantes
Pasan, pasan de largo.
Son negros y planos como las sombras.
¡Qué maravilloso es no tener ataduras! Yo soy tan solitaria
Como la hierba. Entonces, ¿qué es lo que echo en falta?
Sea lo que sea, ¿lo encontraré algún día?
Los cisnes se han marchado. Aún recuerda
El río la blancura de sus cuerpos.
Aún se afana en perseguirlos con sus destellos.
Ahora descubre sus contornos en una nube.
¿Qué ave es ésa que gime con una voz tan lastimera?
Dice: “Soy joven como nunca”.
Entonces, ¿qué es lo que echo en falta?
SEGUNDA VOZ:
Ya estoy en casa, a la luz de la lámpara. Las tardes se alargan.
Estoy remendando una camisola de seda: mi marido lee.
Qué hermosamente lo envuelve todo la luz.
Flota una extraña humareda en el aire primaveral,
Un humo que se apodera de los parques, de las pequeñas estatuas,
Y las tiñe de rosa, como si se hubiese despertado una ternura,
Una ternura que no cansa, algo sanador.
Aguardo y me duelo. También yo he ido sanando.
Aún queda mucho por hacer. Mis manos
Pueden bordar con finura esta tela. Mi marido
Puede pasar y pasar las páginas de un libro.
Y así estamos juntos en casa, hasta muy tarde.
Lo demás es sólo tiempo pesándonos en las manos.
Sólo tiempo, y el tiempo no es algo material.
Las calles pueden volverse súbitamente de papel, pero yo me recupero
De esta larga caída, y me encuentro a mí misma en la cama,
A salvo en el colchón, apoyándome con las manos, como previendo otra caída.
De nuevo me reencuentro. Ya no soy una sombra,
Aunque una sombra surja ahora de mis pies. Soy una esposa.
La ciudad aguarda y se duele. Las hierbas
Hienden la roca al nacer y verdean, rebosantes de vida.
Marzo de 1962