Diez años pasaron ya desde que fuimos en barca a la Isla de los Niños.
Aquel mediodía, el sol caía a plomo en las aguas de Marblehead.
Era verano, y llevábamos gafas oscuras para ocultar nuestros ojos.
Siempre estábamos llorando en nuestros respectivos cuartos de invitados, nosotras, las pequeñas hermanas explotadas,
En aquellas dos inmensas, inmaculadas, primorosas casas de Swampscott.
A mí, cuando llegó la novia procedente de Inglaterra, con su cremosa piel y sus cosméticos de Yardley,
Me mandaron a dormir a otra habitación con el crío, en una minúscula cama plegable,
Y el mocoso de siete años se negaba a salir a la calle si las rayas de su jersey
No iban a juego con las de sus calcetines.
¡Oh, aquello sí que era lujo! Once habitaciones y un yate
Con una reluciente escalera de caoba para meterse en el agua,
Y un grumete que podía decorar los pasteles con azúcar glaseado de seis colores.
Yo, en cambio, no sabía cocinar nada, y los niños me deprimían.
Por la noche, escribía en mi diario con despecho, los dedos enrojecidos
Con quemaduras triangulares de tanto planchar encajes diminutos y mangas con vuelo.
Cuando la garbosa mujer y su marido el médico partían para uno de sus cruceros,
Me dejaban con una doncella prestada llamada Ellen, “por pura seguridad”,
Y un pequeño dálmata.
Tú, en aquella casa, la casa principal, estabas mucho mejor acomodada.
Tenías un rosal, una caseta para invitados, una farmacia en miniatura,
Un cocinero y una doncella, y sabías dónde estaba la llave del mueble bar.
Te recuerdo tocando Ja Da[454], con un vestido de piqué rosado,
En el piano de la sala de juegos, aprovechando que la “gente bien” había salido,
Y la doncella fumaba y jugaba al billar bajo una lámpara de pantalla verde.
La cocinera era estrábica, no podía dormir, y siempre estaba de los nervios.
Era irlandesa, la tenían a prueba, y quemó decenas de hornadas de galletas
Hasta que la echaron.
¡Ah, qué nos ha pasado, hermana mía!
Aquel día de permiso, el que tanto tuvimos que llorar para obtenerlo,
Birlamos un jamón azucarado y una piña de la nevera de los adultos,
Y alquilamos una vieja barca verde. Yo remaba. Tú leías
En voz alta, con las piernas cruzadas en el asiento de popa, Generación de Víboras[455].
Y así, mecidas por las olas, llegamos a la isla. Estaba desierta:
Toda una galería de porches rechinantes e interiores silenciosos,
Fijados espantosamente en el tiempo como la fotografía de alguien que ríe
Pero lleva diez años muerto.
Las gaviotas se zambullían en picado, audaces, como si todo aquello les perteneciese.
Cogimos unos palos traídos por las olas y los devolvimos[456] al mar
Antes de bajar por la escarpada pendiente de la playa y zambullirnos en el agua.
Estuvimos charlando y echando pestes, conservadas animosamente en aquella sal gruesa.
Aún nos veo flotando allí, inseparables: dos muñecas de corcho. Pero ahora
¿Por qué aro, por qué ojo de cerradura[457] hemos pasado? ¿Qué puerta se nos ha cerrado?
Las sombras de las hierbas giraron lentamente como las manecillas de un reloj,
Y, desde continentes opuestos, nos saludamos con la mano y nos llamamos.
Todo ha pasado ya.
29 de octubre de 1961