153. LA LUNA Y EL TEJO[447]

Ésta es la luz de la mente, fría y planetaria.

Los árboles de la mente son negros. Su luz, azul.

Las hierbas descargan sus pesares en mis pies, como si yo fuera Dios,

Picándome en los tobillos y murmurando cosas acerca de su humildad.

Brumas desvaídas, espirituosas[448], pueblan este lugar

Separado de mi casa por una hilera de lápidas.

La verdad, no veo adónde ir.

La luna no es una puerta. Es una cara de por sí,

Blanca como un nudillo y terriblemente afligida,

Que arrastra el mar tras ella como un crimen oscuro. Ahora está callada,

Con la boca abierta en una O de absoluta desesperación. Yo vivo aquí.

Los domingos, las campanas alarman al cielo dos veces:

Ocho lenguas enormes confirmando la Resurrección.

Y, al final, secamente, tañen sus nombres.

El tejo, con su silueta gótica, apunta al cielo.

Alzo la vista siguiéndolo y me topo con la luna.

Ella es mi madre. Pero no una madre dulce, como la Virgen[449].

Sus vestiduras azules desprenden pequeños murciélagos y búhos.

Cuánto daría por poder creer en la ternura:

El rostro de la efigie, suavizado por las velas,

Volviendo hacia mí, en particular, su mirada apacible.

Sí, he caído desde muy alto[450]. Las nubes florecen,

Azules y místicas, sobre el rostro de los astros.

En la iglesia, los santos deben de estar todos azules,

Levitando con sus pies delicados sobre los fríos bancos,

Con las manos y los rostros hieráticos de tanta santidad.

La luna no se percata de nada de esto. Ella es calva y salvaje[451].

Y el mensaje del tejo es la negrura, la negrura y el silencio.

22 de octubre de 1961